domingo, 31 de julio de 2011

El cuento del domingo

Mario Benedetti

La noche de los feos



1

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."

"Prometo."

"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"

"No."

"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia1 (Paso de los Toros, Uruguay, 14 de septiembre de 1920Montevideo, Uruguay, 17 de mayo de 2009), más conocido como Mario Benedetti, fue un escritor y poeta uruguayo integrante de la Generación del 45, a la que pertenecen también Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti, entre otros. Su prolífica producción literaria incluyó más de 80 libros, algunos de los cuales fueron traducidos a más de 20 idiomas.

Primeros años

Mario Benedetti nació el 14 de septiembre de 1920 en Paso de los Toros, Uruguay. Fue hijo de Brenno Benedetti y Matilde Farrugia.

Residió en Paso de los Toros junto a su familia durante los primeros dos años de su vida, para luego trasladarse con ellos a Tacuarembó por asuntos de negocios. Luego de una fallida estadía en ese sitio (donde fueron víctimas de una estafa2 ), la familia se trasladó a Montevideo, cuando Mario Benedetti tenía cuatro años de edad. En 1928 inicia sus estudios primarios en el Colegio Alemán de Montevideo, de donde es retirado en 1933. En consecuencia, ingresa al Liceo Miranda por un año. Sus estudios secundarios los realizó de manera incompleta en 1935, en el Liceo Miranda, para continuar de manera libre, por problemas económicos. Desde los catorce años trabajó en la empresa Will L. Smith, S.A., repuestos para automóviles.

Entre 1938 a 1941 residió casi continuamente en Buenos Aires, Argentina.

Comienzos literarios

En 1945 se integró al equipo de redacción del semanario Marcha, donde permaneció hasta 1974, año en que fue clausurado por el gobierno de Juan María Bordaberry. En 1954 es nombrado director literario de dicho semanario.

El 23 de marzo de 1946 contrae matrimonio con Luz López Alegre, su gran amor y compañera de vida. En 1943 dirige la revista literaria Marginalia. Publica el volumen de ensayos Peripecia y novela.

En 1949 es miembro del consejo de redacción de Número, una de las revistas literarias más destacadas de la época. Participa activamente en el movimiento contra el Tratado Militar con los Estados Unidos. Es su primera acción como militante. Ese mismo año obtuvo el Premio del Ministerio de Instrucción Pública por su primera compilación de cuentos, Esta mañana. Mario Benedetti fue ganador del galardón en repetidas ocasiones hasta 1958, cuando renunció sistemáticamente a él por discrepancias con su reglamentación.

En 1964 trabaja como crítico de teatro y codirector la página literaria semanal «Al pie de las letras» del diario La mañana. Colabora como humorista en la revista Peloduro. Escribe crítica de cine en La Tribuna Popular. Vuelve a Cuba para participar en el jurado del concurso Casa de las Américas. Participa en el encuentro sobre Rubén Darío. Viaja a México para participar en el II Congreso Latinoamericano de Escritores.

Participa en el Congreso Cultural de La Habana con la ponencia "Sobre las relaciones entre el hombre de acción y el intelectual" y se vuelve Miembro del Consejo de Dirección de Casa de las Américas. En 1968 funda y dirige el Centro de Investigaciones literarias de Casa de las Américas, cargo en el cual se mantendría hasta 1971.3

Junto a miembros del Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros, fundó en 1971 el Movimiento de Independientes 26 de Marzo, una agrupación que pasó a formar parte de la coalición de izquierdas Frente Amplio desde sus orígenes. Benedetti fue representante del Movimiento 26 de Marzo en la Mesa Ejecutiva del Frente Amplio desde 1971 a 1973, sin embargo, esta alternativa se vio frustrada por la fuerza.3 Además es nombrado director del Departamento de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la República, de Montevideo.

Publica "Crónica del 71", compuesto en su mayoría de editoriales políticos publicados en el semanario Marcha, así como de un poema inédito y tres discursos pronunciados durante la campaña del Frente Amplio. También publica Los poemas comunicantes, con entrevistas a diversos poetas latinoamericanos.

Exilio

Tras el Golpe de Estado en Uruguay de 1973 renuncia a su cargo en la universidad, pese a ser elegido para integrar el claustro.3 Por sus posiciones políticas debe abandonar Uruguay, partiendo al exilio en Buenos Aires, Argentina. Posteriormente se exiliaría en Perú, donde fue detenido, deportado y amnistiado, para luego instalarse en Cuba, en el año 1976. Al año siguiente, Benedetti recalaría en Madrid, España. Fueron diez largos años los que vivió alejado de su patria y de su esposa, quien tuvo que permanecer en Uruguay cuidando de las madres de ambos.

La versión cinematográfica de La tregua, dirigida por Sergio Renán, fue nominada a la cuadragésimo séptima versión de los Premios Óscar en 1974, a la mejor película extranjera; finalmente el premio, entregado en la ceremonia del 8 de abril de 1975, se lo adjudicó la película italiana Amarcord.

En 1976 vuelve a Cuba, esta vez como exiliado, y se reincorpora al Consejo de Dirección de Casa de las Américas. El año 1980 se traslada a Palma de Mallorca. Dos años más tarde inicia su colaboración semanal en las páginas de Opinión del diario El País. El mismo año el Consejo de Estado de Cuba le concede la Orden Félix Varela. En 1983 traslada su residencia a Madrid.

Regreso al Uruguay

Vuelve a Uruguay en marzo de 1993, iniciando el autodenominado período de desexilio, motivo de muchas de sus obras. Es nombrado Miembro del Consejo Editor de la nueva revista Brecha, que va a dar continuidad al proyecto de Marcha, interrumpido en 1974.

En 1985 el cantautor Joan Manuel Serrat graba el disco El sur también existe sobre poemas de Benedetti, contando con su colaboración personal.

En 1986 recibe el Premio Jristo Botev de Bulgaria, por su obra poética y ensayística. En 1987 es galardonado en Bruselas con el Premio Llama de Oro de Amnistía Internacional por su novela Primavera con una esquina rota. En 1989 es condecorado con la Medalla Haydeé Santamaría por el Consejo de Estado de Cuba.

Últimos años

Benedetti recibió, el 30 de noviembre de 1996, el Premio Morosoli de Plata de Literatura, entregado por la Fundación Lolita Rubial, de Minas, Uruguay. En la ocasión, Benedetti fue destacado por su obra narrativa. El mismo año, junto a otros cincuenta escritores, fue distinguido por el Gobierno de Chile con la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral.


En mayo de 1997 fue investido con el título Doctor honoris causa por la Universidad de Alicante y unos días más tarde, el 11 de junio, fue también investido por la Universidad de Valladolid. El 30 de septiembre del mismo año fue galardonado con el Premio León Felipe, en mención a los valores cívicos del escritor. Además fue investido en diciembre como Doctor honoris causa en Ciencias Filológicas de la Universidad de La Habana.

El 31 de mayo de 1999 fue galardonado con el VIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, dotado de 6.000.000 . La Fundación Cultural y Científica Iberoamericana José Martí le concedió el 29 de marzo de 2001 el I Premio Iberoamericano José Martí.4

El 19 de noviembre de 2002 fue nombrado Ciudadano ilustre por la Intendencia de Montevideo, en una ceremonia encabezada por el intendente Mariano Arana.

En 2004 se le concedió el Premio Etnosur. En 2004 se presentó por primera vez en Roma, Italia, un documental sobre la vida y la poesía de Mario Benedetti, titulado "Mario Benedetti y otras sorpresas". El documental, que fue escrito y dirigido por Alessandra Mosca, y protagonizado por Benedetti, fue patrocinado por la Embajada de Uruguay en Italia. El documental participó en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, en el XIX Festival del Cinema Latinoamericano di Trieste y en el Festival Internacional de Cine de Santo Domingo.

En 2005, Mario Benedetti presentó el poemario Adioses y bienvenidas. En la ocasión también se exhibió el documental Palabras verdaderas, donde el poeta hizo aparición.

El 7 de junio de 2005 se adjudicó el XIX Premio Internacional Menéndez Pelayo, consistente en 48.000 y la Medalla de Honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. El premio, otorgado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, es un reconocimiento a la labor de personalidades destacadas en el ámbito de la creación literaria o científica, tanto en idioma español como portugués.

Mario Benedetti repartía su tiempo entre sus residencias de Uruguay y España, atendiendo a sus múltiples obligaciones y compromisos. Después del fallecimiento de su esposa Luz López, el 13 de abril de 2006,5 víctima de la enfermedad de Alzheimer, Benedetti se trasladó definitivamente a su residencia en el barrio Centro de Montevideo, Uruguay. Con motivo de su traslado, Benedetti donó parte de su biblioteca personal en Madrid, al Centro de Estudios Iberoamericanos Mario Benedetti de la Universidad de Alicante.6

La Fundación Lolita Rubial volvió a condecorar a Benedetti el 25 de noviembre de 2006, con el Premio Morosoli de Oro.

El 18 de diciembre de 2007, en la sede del Paraninfo de la Universidad de la República, en Montevideo, Benedetti recibió de manos de Hugo Chávez la "Condecoración Francisco de Miranda", la más alta distinción que otorga el gobierno de Venezuela por el aporte a la ciencia, la educación y al progreso de los pueblos. Ese mismo año recibió la Orden de Saurí, Primera Clase, por servicios prestados a la literatura. La Orden de Saurí es la condecoración más alta de El Salvador.

En el 2007, Benedetti recibió el premio ALBA, ortorgado por Venezuela.

En los últimos diez años, debido al asma y por recomendación médica, el escritor alternaba su residencia en España y en Uruguay, tratando de evitar el frío, pero al agravarse su estado de salud permaneció en Montevideo.

La muerte de su esposa Luz López en 2006, luego de seis décadas de matrimonio, fue un duro golpe para Benedetti que, según confesó, sobrellevó escribiendo.

En uno de sus últimos libros, titulado Canciones del que no canta, alude a su historia personal. "No fue una vida fácil, francamente", ha dicho Benedetti, quien con su pluma marcó a varias generaciones.

En abril de 2009 tras su internación en Montevideo, se organizó por iniciativa de Pilar del Río (esposa del escritor José Saramago) una "Cadena de Poesía" mundial para apoyarlo.7

Muerte

El día 17 de mayo de 2009 poco después de las 18:00, Benedetti muere en su casa de Montevideo, a los 88 años de edad.8 9 El Palacio Legislativo fue designado como el sitio de su velatorio. En el marco de este hecho, el gobierno uruguayo decretó duelo nacional y dispuso que su velatorio se realizara con honores patrios en el "Salón de los Pasos Perdidos" del Palacio Legislativo desde las 9:00 del lunes 18 de mayo.10

Obra

Su extensa obra abarcó los géneros narrativos, dramáticos y poéticos. Asimismo fue autor de ensayos y su voz recitando sus poemas fue grabada en varios casetes y cds en compañía de Daniel Viglietti o en solitario. Joan Manuel Serrat musicalizó varios de sus poemas en el disco El sur también existe.

Foto:archivo.Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto:ciudadseva.com

sábado, 30 de julio de 2011

Minicuentos 4


Morir último
Germán Santamaría

Mire, mijo, ahora antecitos que se pierda en el llano, le quiero decir esto para que lo tenga muy en cuenta: la cosa no es ir sino volver. No es que se trate de sacarle el juste o el cuerpo al compromiso. Desde mucho antes se sabía que algún día tocaría ir. Pero eso sí, siempre hay que tirar a que los otros pongan los muertos. Mientras menos mueran de los nuestros mejor. No es miedo a la muerte, sólo es querer que estén más a la hora del triunfo. Uno siempre debe procurar morir último.

En el insomnio
Virgilio Piñera

El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarro. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormirse. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que en seguida tome una taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.

La verdad sobre Sancho Panza
Franz Kafka.

Sancho Panza -quien, por otra parte, jamás se jactó de ello-, en las horas del crepúsculo y de la noche, en el curso de los años y con la ayuda de una cantidad de novelas caballerescas y picarescas, logró a tal punto apartar de sí a su demonio –al que más tarde dio el nombre de Don Quijote- que éste, desamparado, cometió luego las hazañas más descabelladas. Estas hazañas, sin embargo, por faltarles un objeto predestinado, el cual justamente hubiese debido ser Sancho Panza, no perjudicaron a nadie. Sancho Panza, un hombre libre, impulsado quizás por un sentimiento de responsabilidad, acompañó a Don Quijote en sus andanzas, y esto le proporcionó un entretenimiento grande y útil hasta el fin de sus días.

Triunfo social
Logan Pearsall Smith

El criado me entregó el sobretodo y el sombrero y, como en un halo de íntima complacencia, salí a la noche. "Una deliciosa velada", pensé, "la gente más agradable. Lo que dije sobre las finanzas y la filosofía los impresionó; y cómo se rieron cuando imité el gruñido del cerdo". Pero, poco después, "Dios mío, es horrible", murmuré: "Quisiera estar muerto".

El cielo ganado
Gabriel Cristián Taboada

El día del Juicio Final, Dios juzga a todos y a cada uno de los hombres. Cuando llama a Manuel Cruz, le dice:

-Hombre de poca fe. No creíste en mí. Por eso no entrarás en el Paraíso.

-Oh Señor -contesta Cruz-, es verdad que mi fe no ha sido mucha. Nunca he creído en Vos, pero siempre te he imaginado.

Tras escucharlo, Dios responde:

-Bien, hijo mío, entrarás en el cielo; mas no tendrás nunca la certeza de hallarte en él.


Comercio
Julio Cortázar

Los famas habían puesto una fábrica de mangueras, y emplearon a numerosos cronopios para el enrollado y depósito. Apenas los cronopios estuvieron en el lugar del hecho, una grandísima alegría. Había mangueras verdes, rojas, azules, amarillas y violetas. Eran transparentes y al ensayarlas se veía correr el agua con todas sus burbujas y a veces un sorprendido insecto. Los cronopios empezaron a lanzar grandes gritos, y querían bailar tregua y bailar catala en vez de trabajar. Los famas se enfurecieron y aplicaron en seguida los artículos 21, 22 y 23 del reglamento interno. A fin de evitar la repetición de tales hechos.

Como los famas son muy descuidados, los cronopios esperaron circunstancias favorables y cargaron muchísimas mangueras en un camión. Cuando encontraban una niña, cortaban un pedazo de manguera azul y se la obsequiaban para que pudiese saltar a la manguera. Así en todas las esquinas se vieron nacer bellísimas burbujas azules transparentes, con una niña adentro que parecía una ardilla en su jaula. Los padres de la niña aspiraban a quitarle la manguera para regar el jardín, pero se supo que los astutos cronopios las habían pinchado de modo que el agua se hacía pedazos en ellas y no servía para nada. Al final los padres se cansaban y la niña iba a la esquina y saltaba y saltaba.

Con las mangueras amarillas los cronopios adornaron diversos monumentos, y con las mangueras verdes tendieron trampas al modo africano en pleno rodela, para ver cómo las esperanzas caían una a una. Alrededor de las esperanzas caídas los cronopios

bailaban tregua y bailaban catala, y las esperanzas les reprochaban su acción diciendo así:

- Crueles cronopios cruentos. ¡Crueles!

Los cronopios, que no deseaban ningún mal a las esperanzas, las ayudaban a levantarse y les regalaban pedazos de manguera roja. Así las esperanzas pudieron ir a sus casas y cumplir el m s intenso de sus anhelos: regar los jardines verdes con mangueras rojas.

Los famas cerraron la fábrica y dieron un banquete lleno de discursos fúnebres y camareros que servían el pescado en medio de grandes suspiros. Y no invitaron a ningún cronopio, y solamente a las esperanzas que no habían caído en las trampas del

rosedal, porque las otras se habían quedado con pedazos de manguera y los famas estaban enojados con esas esperanzas.


Las flores de la vida
Jairo Anibal Niño

Y el rey David, aterrorizado por su vejez, buscó por todos los medios algo que le permitiera recobrar su juventud. Un médico muy sabio le dio el remedio maravilloso. Tenía que hallar a una mujer pichona bella, con los ojos palomas, con el talle de palmera, con un ombligo como perfecto recipiente para en él gotas de brillante vino, y con dos pechos como las crías mellizas de una gacela. Tendría que hacerla su mujer y dormir con ella. El contacto de los dos cuerpos en el amor y el sueño haría que la juventud de la mujer contagiara a sus trajinadas carnes del calor y la brillantez y la fuerza de los verdes años.

La pollita fue buscada por tierras y mares hasta que uno de sus emisarios la halló apacentando un rebaño de cabras en un monte de Palestina.

El rey David yació con la jovencita y efectivamente empezó a sorberle la edad. Pero ocurrió que mientras más joven se ponía él, más vieja amanecía ella. David rejuveneció tanto y la doncella envejeció de tal manera que otra vez se repitió el prodigio y fue ella quien le empezó a sorber la juventud hasta que recobró su adolescencia.Y el rey David se enamoró profundamente de la muchacha y como no se sintió capaz de quitarle otra vez la juventud le ordenó que se la llevaran a una lejanísima aldea del Líbano. La vio partir con lágrimas en los ojos. Meses después, el rey David en una torre del palacio aspiraba el perfume de los nardos que venía de los valles y trataba desesperadamente de rejuvenecer con el recuerdo.

El acusado
Martin Buber

Cuentan:

En Viena el emperador proclamó un edicto que agravaría la ya miserable condición de los judíos de Galizia. Por aquellos años, un hombre serio y estudioso llamado Feivel vivía en la Casa de Estudio del Rabí Elimelekh. Una noche se levantó, entró en el cuarto del rabí y le dijo:

-Maestro, quiero entablar una demanda contra Dios.

Lo decía y sus propias palabras lo aterraban.

El rabí le contestó:

-Está bien, pero el tribunal no sesiona de noche.

Al día siguiente dos maestros llegaron a Lizhensk, Israel de Koznitz y Jacobo Yitzhak de Lublin y pararon en casa del rabí Elimelekh. Después de la merienda el rabí llamó al hombre que le había hablado y le dijo:

-Explícanos ahora tu demanda.

-Ahora no tengo fuerza para hacerlo -balbuceó Feivel.

-Yo te doy la fuerza -dijo el rabí.

Feivel empezó a hablar:

-¿Por qué nos mantienen en servidumbre en este imperio? Acaso no dice Dios en la Torah: Los hijos de Israel son mis servidores. Nos ha enviado a tierras extrañas, pero debe dejarnos en libertad, para que lo sirvamos.

A esto el rabí Elimelekh contestó:

-Ahora el demandante y el demandado deben salir del tribunal, como quiere la ley, para que no influyan en los jueces. Retírate, pues, rabí Feivel. A Ti, Señor del mundo, no podemos pedirte que te vayas, porque tu gloria llena la tierra y sin tu presencia no

podríamos vivir un momento. Pero tampoco dejaremos, Señor, que influyas en nosotros.

Los tres deliberaron en silencio y con los ojos cerrados. Al atardecer llamaron a Feivel y le comunicaron el fallo: su demanda era justa. En esa misma hora el emperador canceló el edicto.

Del rigor en la ciencia
Suárez Miranda

... En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.

La protección por el libro
G. Willoughby-Meade

El literato Wu, de Ch'iang Ling, había insultado al mago Chang Ch'i Shen. Seguro de que éste procuraría vengarse, Wu pasó la noche levantado, leyendo a la luz de la lámpara, el sagrado libro de las Transformaciones. De pronto se oyó un golpe de viento, que rodeaba la casa, y apareció en la puerta un guerrero, que lo amenazó con su lanza. Wu lo derribó con el libro. Al inclinarse para mirarlo, vio que no era más que una figura, recortada en papel. La guardó entre las hojas. Poco después entraron dos pequeños espíritus malignos, de cara negra y blandiendo hachas. También éstos, cuando Wu los derribó con el libro, resultaron ser figuras de papel. Wu las guardó como a la primera. A media noche, una mujer, llorando y gimiendo, llamó a la puerta.

-Soy la mujer de Chang -declaró-. Mi marido y mis hijos vinieron a atacarlo y usted los ha encerrado en su libro. Le suplico que los ponga en libertad.

-Ni sus hijos ni su marido están en mi libro -contestó Wu-. Sólo tengo estas figuras de papel.

-Sus almas están en esas figuras -dijo la mujer-. Si a la madrugada no han vuelto, sus cuerpos, que yacen en casa, no podrán revivir.

-¡Malditos magos! -gritó Wu-. ¿Qué merced pueden esperar? No pienso ponerlos en libertad. De lástima, le devolveré uno de sus hijos, pero no pida más.

Le dio una de las figuras de cara negra.

Al otro día supo que el mago y su hijo mayor habían muerto esa noche.


El ubicuo
Simao Pereyra S. J.

Una versión recogida por sir William Jones quiere que un dios del Indostán, a quien el celibato afligía, solicitara de otro dios que éste le cediera una de sus 14.516 mujeres. El marido consintió con estas palabras:

-Llévate a la que encuentres desocupada.

El necesitado recorrió los 14.516 palacios; en cada uno la señora estaba con el señor. Este se había desdoblado 14.516 veces, y cada mujer creía ser la única que gozaba de sus favores.


Cuento
Paul Valéry

El rey ordenó:

(Te condeno a morir, pero a morir como Xios y no como Tú) que Xios fuera llevado a un país enteramente distinto. Cambiado su nombre, artísticamente mutilados sus rasgos. La gente del país obligada a crearle un pasado, una familia, talentos muy diversos de los suyos. Si recordaba algo de su vida anterior, lo rebatían, le decían que estaba loco, etcétera...Le habían preparado una familia, mujer e hijos que se daban por suyos. En fin, todo le decía que era el que no era.


Provocación castigada
Autor anónimo

Modjalaid cuenta que Noé pasó junto a un león echado y le asestó un puntapié. Al golpearlo se hizo daño y no pudo dormir en toda la noche.

-Dios mío -exclamó- tu perro me ha lastimado.

Dios le envió esta revelación: "Dios reprueba la injusticia y tú fuiste el que empezó".

Ah'med el Qalyubi, Kitab en Nanadir.

martes, 26 de julio de 2011

El arte de contar historias

"Hablar de lo que supongo la más antigua forma de poesía: la épica. Ocupémonos de ella un momento"
Jorge Luis Borges: Arte poética, uno de su más raros libros compilados a partir de sus conferencias en inglés y traducido por Justo Navarro.foto:archivo.fuente:olvidada

Las distinciones verbales deberían ser tenidas en cuenta, puesto que representan distinciones mentales, intelectuales. Pero es una lástima que la palabra «poeta» haya sido dividida en dos. Pues hoy, cuando hablamos de un poeta, sólo pensamos en alguien que profiere notas líricas y pajariles del tipo de «With ships the sea was sprinkled far and nigh, / Like stars in heaven» («Con barcos, el mar estaba salpicado aquí y allá como las estrellas en el cielo»; Wordsworth), o «Music to hear, why hear'st thoumusic sadly? / Sweets with sweets war not, joy delights in joy» («¿Por qué, siendo tú música, te entristece la música? / Placer busca placeres, ama el goce otro goce»; Shakespeare). Mientras que los antiguos, cuando hablaban de un poeta –un «hacedor»–, no lo consideraban únicamente como el emisor de esas elevadas notas líricas, sino también como narrador de historias. Historias en las que podíamos encontrar todas las voces de la humanidad: no sólo lo lírico, lo meditativo, la melancolía, sino también las voces del coraje y la esperanza. Quiere decir que vaya hablar de lo que supongo la más antigua forma de poesía: la épica. Ocupémonos de ella un momento.
Quizá el primer ejemplo que nos venga a la mente sea La historia de Troya, como la llamó Andrew Lang, que tan certeramente la tradujo. Examinaremos en ella la antiquísima narración de una historia. Ya en el primer verso encontramos algo así: «Háblame, musa, de la ira de Aquiles». O, como creo que tradujo el profesor Rouse: «An angry man –that is my subject. («Un hombre iracundo: tal es mi tema»). Quizá Hornero, o el hombre a quien llamamos Homero (pues ésta es, evidentemente, una vieja cuestión), pensó escribir un poema sobre un hombre iracundo, y eso nos desconcierta, pues pensamos en la ira a la manera de los latinos: «ira furor brevis». La ira es una locura pasajera, un ataque de locura. Es verdad que la trama de la lliada no es, en sí, precisamente agradable: esa idea del héroe malhumorado en su tienda, que siente que el rey lo ha tratado injustamente, emprende la guerra como una disputa personal porque han matado a su amigo y vende por fin al padre el cadáver del hombre al que ha matado.
Pero quizá (puede que ya lo haya dicho antes; estoy seguro), las intenciones del poeta carezcan de importancia. Lo que hoy importa es que, aunque Homero creyera que contaba esa historia, en realidad contaba algo mucho más noble: la historia de un hombre, un héroe, que ataca una ciudad que sabe que no conquistará nunca, un hombre que sabe que morirá antes de que la ciudad caiga; y la historia aun más conmovedora de los hombres que defienden una ciudad cuyo destino ya conocen, una ciudad que ya está en llamas. Yo creo que éste es el verdadero tema de la lliada. y, de hecho, los hombres siempre han pensado que los troyanos eran los verdaderos héroes. Pensamos en Virgilio, pero también podríamos pensar en Snorri Sturluson, que, en su más joven edad, escribió que Odín –el Odín de los sajones, el dios– era hijo de Príamo y hermano de Héctor. Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados, y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas le corresponde a la victoria.
Tomemos un segundo poema épico, Podemos leerlo de dos maneras. Supongo que el hombre (o la mujer, como pensaba Samuel Butler) que la escribió no ignoraba que en realidad contenía dos historias: el regreso de Ulises a su casa y las maravillas y peligros del mar. Si tomamos la Odisea en el primer sentido, entonces tenemos la idea del regreso, la idea de que vivimos en el destierro y nuestro verdadero hogar está en el pasado o en el cielo o en cualquier otra parte, que nunca estamos en casa.
Pero evidentemente la vida de la marinería y el regreso tenían que ser convertidos en algo interesante. Así que, poco él poco, se fueron añadiendo múltiples maravillas. y ya, cuando acudimos a Las mil una noches, encontramos que la versión árabe de la Odisea, los siete viajes de Simbad el marino, no son la historia de un regreso, sino un relato de aventuras; y creo que como tal lo leemos. Cuando leemos la Odisea, creo que lo que sentimos es el encanto, la magia del mar; lo que sentimos es lo que el navegante nos revela. Por ejemplo: no tiene ánimo para el arpa, ni para la distribución de anillos, ni para el goce de la mujer, ni para la grandeza del mundo. Sólo busca las altas corrientes saladas. Así tenemos las dos historias en una: podemos leerla como un retorno a casa y como un relato de aventuras, quizá el más admirable que jamás haya sido escrito o cantado.
Pasemos ahora a un tercer «poema» que destaca muy por encima de los otros: los cuatro Evangelios. Los Evangelios también pueden ser leídos de dos maneras. El creyente los lee como la extraña historia de un hombre, de un dios, que expía los pecados de la humanidad. Un dios que se digna sufrir, morir, en la «bitter cross» («amarga cruz»), como señala Shakespeare. Existe una interpretación aun más extraña, que encuentro en Langland. La idea de que Dios quería conocer en su totalidad el sufrimiento humano, que no le bastaba con conocerlo intelectualmente, tal como le era divinamente posible; quería sufrir como un hombre y con las limitaciones de un hombre. Pero quien (como muchos de nosotros) no es creyente puede leer la historia de otra manera. Podemos pensar en un hombre de genio, un hombre que se creía un dios y al final descubre que sólo era Un hombre y que Dios –su dios– lo había abandonado.
Digamos que durante muchos siglos, estas tres historias –la de Troya, la de Ulises, la de Jesús–le han bastado a la humanidad. La gente las ha contado y las ha vuelto a contar una y otra vez; les ha puesto música, las ha pintado. Han sido contadas muchas veces, pero las historias perduran, sin límites. Podríamos pensar en alguien que, dentro de mil o diez mil años, una vez más volviera a escribirlas. Pero, en el caso de los Evangelios, hay una diferencia: creo que la historia de Cristo no puede ser contada mejor. Ha sido contada muchas veces, pero creo que los pocos versículos en los que leemos, por ejemplo, cómo Satán tentó a Cristo tienen más fuerza que los cuatro libros del Paradise Regained. Uno intuye que Milton quizá ni sospechaba la clase de hombre que fue Cristo.
Bien, tenemos estas historias y tenemos el hecho de que los hombres no necesitan demasiadas historias. Imagino que Chaucer jamás pensó en inventar una historia. No pienso que la gente fuera menos inventiva en aquellos días que hoy. Pienso que se contentaba con las nuevas variaciones que se añadían al relato, las sutiles variaciones que se añadían al relato. Esto, además, facilitaba la tarea del poeta. Sus oyentes y lectores sabían lo que iba a decir y podían apreciar las diferencias en su justa medida.
Ahora bien, la épica –y podemos considerar los Evangelios una especie de épica divina– lo admite todo. Pero la poesía, como he dicho, ha sufrido una división; o, mejor, por un lado tenemos el poema lírico y la elegía, y por otro tenemos la narración de historias: tenemos la novela. Uno casi siente la tentación de considerar la novela como una degeneración de la épica, a pesar de escritores como Joseph Conrad o Herman Melville. Pues la novela recupera la dignidad de la épica.
Si pensamos en la novela y la épica, nos vemos tentados a pensar que la principal diferencia estriba en la diferencia entre verso y prosa, entre cantar y exponer algo. Pero pienso que hay una diferencia mayor. La diferencia radica en el hecho de que lo importante para la épica es el héroe: un hombre que es un modelo para todos los hombres. Mientras, como Mencken señaló, la esencia de la mayoría de las novelas radica en el fracaso de un hombre, en la degeneración del personaje.
Esto nos lleva a otra cuestión: ¿Qué pensamos de la felicidad? ¿Qué pensamos de la derrota, de la victoria? Hoy, cuando la gente habla de un final feliz, lo considera una mera condescendencia hacia el público o un recurso comercial; lo consideran artificioso. Pero durante siglos los hombres fueron capaces –de creer sinceramente en la felicidad y en la victoria, aunque sentían la imprescindible dignidad de la derrota. Por ejemplo, cuando la gente escribía sobre el Vellocino de Oro (una de las historias más antiguas de la humanidad), oyentes y lectores sabían desde el principio que el tesoro sería hallado al final.
Bien, hoy, si se emprende una aventura, sabemos que acabará en fracaso. Cuando leemos –y pienso en un ejemplo que admiro – Los papeles de Aspern, sabemos que los papeles nunca serán hallados. Cuando leemos El castillo de Franz Kafka, sabemos que el hombre nunca entrará en el castillo. Es decir, no podemos creer de verdad en la felicidad y en el triunfo. Y quizá ésta sea una de las miserias de nuestro tiempo. Me figuro que Kafka sentía prácticamente lo mismo cuando deseaba que sus libros fueran destruidos: en realidad quería escribir un libro feliz y victorioso, y se daba cuenta de que le era imposible. Hubiera podido escribirlo, evidentemente, pero el público habría notado que no decía la verdad. No la verdad de los hechos, sino la verdad de sus sueños.
Digamos que, a fines del siglo XVIII o principios del XIX (para qué molestarnos en discutir las fechas), el hombre empezó a inventar tramas. Quizá podríamos decir que la empresa partió de Hawthorne y Edgar Allan Poe, aunque, evidentemente, siempre hay precursores. Como Rubén Darío señaló, nadie es el Adán literario. Pero fue Poe el que escribió que un relato debe ser escrito atendiendo a la última frase, y un poema atendiendo al último verso. Esto degeneró en el relato con truco, y en los siglos XIX y XX la gente ha inventado toda clase de tramas. Estas tramas son a veces muy ingeniosas; si nos limitamos a contarlas, son más ingeniosas que las tramas de la épica.
Pero, por alguna razón, notamos en ellas algo artificioso; o, mejor, algo trivial. Si tomamos dos casos –supongamos que la historia del doctor Jekyll y el señor Hyde, y una novela o una película como Psicosis–, puede que la trama de la segunda sea más ingeniosa, pero intuimos que hay más detrás de la trama de Stevenson.
En cuanto a la idea que formulé al principio, la de que sólo existe un número reducido de tramas, quizá deberíamos mencionar esos libros en los que el interés no radica en la trama sino en la variación, en el cambio, de múltiples tramas. Estoy pensando en Las mil y noches, en el Orlando furioso y otras por el estilo. Podríamos añadir también la idea de un tesoro maligno. La tenemos en la Völsunga Saga, y quizá al final de Beowulf: la idea de un tesoro que trae males a la gente que lo encuentra. Aquí podríamos llegar a la idea que intenté desarrollar en mi última conferencia, sobre la metáfora: la idea de que quizá todas las tramas correspondan sólo a unos pocos modelos. Hoy, por supuesto, la gente inventa tantas tramas que nos ciegan. Pero quizá flaquee tal ataque de ingenio y descubramos que todas esas tramas sólo son apariencias de un reducido número de tramas esenciales. Y esto, para mí, está fuera de discusión.
Hay que señalar otro hecho: los poetas parecen olvidar que, alguna vez, contar cuentos fue esencial y que contar una historia y recitar unos versos no se concebían como cosas diferentes. Un hombre contaba una historia, la cantaba; y sus oyentes no lo consideraban un hombre que ejercía dos tareas, sino más bien un hombre que ejercía una tarea que poseía dos aspectos. O quizá no tenían la impresión de que hubiera dos aspectos, sino que consideraban todo como una sola cosa esencial.
Llegamos ahora a nuestro tiempo, donde encontramos esta circunstancia verdaderamente extraña: hemos vivido dos guerras mundiales, pero, por alguna razón, no ha surgido de ellas una épica; excepto, quizá, Los siete pilares de la sabiduría. En Los siete pilares de la sabiduría encuentro muchas cualidades épicas. Pero el libro está lastrado por el hecho de que el héroe es el narrador, por lo que a veces debe empequeñecerse, humanizarse, hacerse verosímil en exceso. De hecho, se ve obligado a incurrir en los trucos del novelista.
Hay otro libro, hoy bastante olvidado, que leí, me parece, en 1915: una novela llamada Le Feu, de Henri Barbusse. El autor era pacifista; era un libro contra la guerra. Pero, en cierta medida, la épica atravesaba el libro (me acuerdo de una magnífica carga con bayonetas). Otro escritor que poseía el sentido de lo épico fue Kipling. Lo comprobamos en un relato tan maravilloso como «A Sahib's War», Pero, de la misma manera que Kipling nunca practicó el soneto, porque consideraba que podía distanciarlo de sus lectores, nunca cultivó la épica, aunque podría haberlo hecho. También recuerdo a Chesterton, que escribió «La balada del caballo blanco», un poema sobre las guerras del rey Alfredo contra los daneses. En él encontramos metáforas muy raras (¡me pregunto cómo me olvidé de citarlas en la charla anterior!): por ejemplo, «mármol como sólida luz de luna», «oro como fuego helado», donde el mármol y el oro son comparados con dos cosas que son aun más elementales. Son comparados con la luz de la luna y el fuego, y no con el fuego exactamente, sino con un mágico fuego helado.
En cierta manera, la gente está ansiosa de épica. Pienso que la épica es una de esas cosas que los hombres necesitan. De todos los lugares (y esto podría introducir una especie de anticlímax, pero es un hecho), ha sido Hollywood el que más ha abastecido de épica al mundo. En todo el planeta, cuando la gente ve un western –al contemplar la mitología del jinete, el desierto, la justicia, el sheriff, los disparos y todo eso–, creo que capta la emoción de la épica, lo sepa o no. A fin de cuentas, no es importante saberlo.
Ahora bien, no quiero hacer profecías, porque tales cosas son arriesgadas (aunque, a la larga, pueden convertirse en verdad), pero creo que, si la narración de historias y el canto del verso volvieran a reunirse, sucedería algo muy importante. Quizá empiece en Estados Unidos, pues, como ustedes saben, Estados Unidos posee un sentido ético de lo que está bien y lo que está mal. Quizá lo posean otros países, pero no creo que se dé tan evidentemente como lo descubro aquí. Si llegara a suceder, si pudiéramos volver a la épica, entonces se habría conseguido algo muy grande. Cuando Chesterton escribió «La balada del caballo blanco» obtuvo buenas críticas y esas cosas, pero los lectores no le fueron favorables. De hecho, cuando pensamos en Chesterton, pensamos en la saga del Padre Brown y no en ese poema.
Sólo he meditado sobre el asunto a una edad más bien avanzada; y, además, no creo haber ensayado la épica (aunque quizá haya dejado dos o tres líneas épicas). Es una tarea para hombres más jóvenes. y conservo la esperanza de que lo harán, porque evidentemente todos tenemos la sensación de que, en cierta medida, la novela está fracasando. Piensen en las principales novelas de nuestro tiempo, el Ulises de Joyce por ejemplo. Se nos han dicho miles de cosas sobre los dos personajes, pero no los conocemos. Conocemos mejor a los personajes de Dante o de Shakespeare, que se nos presentan –que viven y mueren– en unas pocas frases. No conocemos miles de circunstancias sobre ellos, pero los conocemos íntimamente. Eso, desde luego, es mucho más importante.
Pienso que la novela está fracasando. Pienso que todos esos experimentos con la novela, tan atrevidos e interesantes –por ejemplo, la idea de los cambios de tiempo, la idea de que la historia sea contada por distintos personajes–, todos se dirigen al momento en que sentiremos que la novela ya no nos acompaña. Pero hay algo a propósito del cuento, del relato, que siempre perdurará. No creo que los hombres se cansen nunca de oír y contar historias. y si junto al placer de oír historias conservamos el placer adicional de la dignidad del verso, entonces algo grande habrá sucedido. Quizá yo sea un anticuado hombre del siglo XIX, pero soy optimista y tengo esperanza: y, puesto que el futuro contiene muchas cosas –quizá el futuro contenga todas las cosas–, pienso que la épica volverá a nosotros. Creo que el poeta volverá a ser otra vez un hacedor. Quiero decir que contará una historia y la cantará también. Y no consideraremos diferentes esas dos cosas, tal como no las consideramos diferentes en Homero o Virgilio.

Borges, Jorge Luis, Arte poética. Editorial Crítica. Barcelona, 2001. Pags. 61-74. (Seis conferencias sobre poesía pronunciadas en inglés en la Universidad de Harvard durante el curso 1967-1968) Traducción de Justo Navarro.

lunes, 25 de julio de 2011

El aguardiente, licor que identifica a los colombianos

Elkin Obregón revela el enigma del brebaje en uno de los capítulos del libro Dios es Colombiano
El año pasado se vendieron 100 millones de botellas de aguardiente en Colombia.foto.fuente:eltiempo.com

No conozco muchos textos literarios que hablen del aguardiente. Tal vez, entre nosotros los paisas, el más celebrado son las décimas que le envió Diego Calle Restrepo a un amigo, desde Estados Unidos, pidiéndole que le enviara una botella de su añorado licor. Comienzan así:

"Mi querido amigo Luis:
hace seis meses cumplidos
que aquí en Estados Unidos
suspiro por un anís;
porque en este gran país
por espantosa ironía
cualquier cosa se hallaría
que la fantasía invente,
pero un trago de aguardiente
¡nunca se conseguiría!"

Sucede y sucedió que muchos de nuestros escritores aguardienteros llevan o llevaron a la práctica, y no a sus páginas, el gusto por el impoluto. Yo, que no soy escritor, me veo ahora ante el mismo problema. Durante 40 años he sido más o menos fiel a ese producto, sin preocuparme al respecto de nada distinto a empinar el codo, y ahora se me pide que escriba 8.000 caracteres que describan, exalten o cuenten algo sobre el asunto.

Me declaro incapacitado. No dispongo de teorías, ni tampoco de anécdotas. Nunca, valga el ejemplo, he empezado el día con un trago de aguardiente, como hacen muchos adictos, y hacían también algunos campesinos antioqueños, que empezaban su faena diaria con una copa de tapetusa. Aunque la mayoría bebían a esa hora los llamados "tragos", un tazón de aguapanela enriquecido con algo de guaro o de ron. Un amigo mío, ya fallecido, se tomaba un aguardiente antes de afeitarse, para afinar el pulso. A otro amigo, dibujante de profesión, le tiembla espantosamente la mano gracias a sus muchos años de libaciones. Por paradoja, solo el aguardiente logra ponérsela en condiciones. Como no toma de día, se convirtió en un trabajador de la noche. Hay, en fin, los que ingieren esa copa matinal como remedio o prevención contra la artritis.

Pero lo normal, por supuesto, es empezar a libar cuando cae la tarde. O un poco antes. Dice la leyenda (o la historia) que los empleados públicos bogotanos se inventaron un eufemismo, "las onces", como frase clave y secreta para darse una escapada al bar de la esquina; once letras, claro está, tiene la palabra aguardiente. Con el tiempo, la fórmula perdió su acepción pecaminosa y hoy las onces bogotanas equivalen al "algo" de los antioqueños. O, más globalmente, al té de los ingleses.

Amigo inseparable de tantos colombianos, vertido en muchos modelos y fórmulas regionales, todos válidos y deleitosos, el aguardiente carece de prosapia. No brinda, que se sepa, efectos afrodisíacos ni de otra clase, y los que lo usufructuamos ni siquiera sabemos del todo si sabe bien. Saben bien, tienen aroma y buqué los tragos de los blancos. El aguardiente entra bien, y eso nos basta. Quienes lo oficiamos somos gente mísera de tropa, y los que no lo son, como ya se dijo, no lo mencionan. No da estatus, ni siquiera literario. El bohemio que brinda por su madre el 31 de diciembre alza una copa de vino, y el personaje de 'Guayabo negro', la obra maestra de Efe Gómez, se emborrachó con brandy.

***

Dice el María Moliner sobre el aguardiente: "Bebida fuertemente alcohólica obtenida por destilación del vino". Más adelante concede otra acepción: "Aguardiente de caña: El obtenido directamente de la destilación de la melaza de la caña de azúcar". No nos nombra doña María, pero sí lo hace Michael Jackson (no ese Michael Jackson, sino el autor de Guía internacional del bar): "... En América Latina, especialmente en Ecuador y Colombia, puede referirse (el término) a un aguardiente áspero de caña, aromatizado con anís". Nada aporta a lo que todos sabemos, pero nos ubica: es el nuestro, bien claro está.

Hecho de caña gorobeta y anís, con diversas variantes y nombres en la producción de cada departamento, siempre bajo el férreo patrocinio del Estado, que no permite demasiadas variantes gustativas. Aun así, las hay. No saben igual el Néctar de Cundinamarca, el Platino del Chocó, el Cristal de Caldas, el Ónix Sello Negro de Boyacá, el Blanco del Valle, el Taparroja del Tolima. Pero, en el fondo, todos son uno.

Lo curioso es que este producto desaparece en el sur. No lo hay en Ecuador, con perdón de Michael Jackson, porque el que allá se consume recuerda más ciertos tragos españoles, como el famoso Anís del Mono. Perú y Chile son, en ese sentido, territorios del pisco, que se hace de uva. Según los entendidos, su sabor difiere en los dos países. Es mejor, dicen algunos, el de Chile, pero ni peruanos ni chilenos suelen beberlo puro, sino convertido en pisco sour, un coctel rico en zumo de limón, yerbas aromáticas, una pizca de bitter y hielo. Siguen muchas hectáreas vinícolas, que incluyen el Brasil gaúcho.

En ese país vuelve a aparecer el aguardiente, bajo el nombre de cachaza o pinga. Pero la cachaza, de libre fabricación, ofrece por lo tanto muchas opciones. Algunas son de temer, y hasta las mejores son algo crudas para el actual paladar colombiano; recuerdan de algún modo a nuestra ilegal tapetusa (también, como el tequila, una destilación del fique), muy confiable y sabrosa, valga el ejemplo, cuando provenía de Guarne y otros secretos alambiques del oriente antioqueño. O de Medellín.

Hay jugosas historias sobre la fabricación y el contrabando de la tapetusa. El mismísimo Pelón Santamarta, nuestro bambuquero estrella, cultivaba en su barrio de Guanteros ese oficio clandestino, y ante la inminente amenaza de cárcel se autodesterró. Gracias a ello recaló en México, sembró allá la semilla del bambuco, fue soldado de la Revolución, conoció a Barba-Jacob y al poeta guatemalteco Rafael Arévalo Martínez. Arévalo escribió de él una semblanza titulada

El hombre que parecía un perro, en la que lo pinta, tomando tequila y cantando sus endechas quejumbrosas, bajo la sombra tutelar del Señor de Aretal. Por cierto, el Señor de Aretal, o sea Barba, dijo de los cantos de Pelón que tenían "una excelencia de flor que se mustia, de miel que se acendra". No conozco más precisa y preciosa definición de los viejos bambucos y pasillos, ya perdidos para siempre. Pero ese es otro cantar.

Volviendo al aguardiente antioqueño, debe decirse que ha cambiado a lo largo de los tiempos. Antes tenía más anís y era más peligroso. Su porcentaje de alcohol llegó a ser de 45%, cosa brava, pero hoy se limita a un 29%, cuota que permite a un bebedor no compulsivo ingerir diariamente una media sin mucho temor a los estragos del guayabo. Muchos lo siguen tomando a la usanza antigua, de beberse de un solo trago la copa entera. Otros hemos optado por consumirlo a sorbos, costumbre heredada, tal vez, de los gringos que por aquí llegan, y así lo toman. Acaso lo estamos irrespetando, pero el resultado es el mismo.

El aguardiente sirve para muchas cosas. Como cualquier licor, propicia riñas, disputas, hace aflorar odios, confesiones antes no dichas, agresiones, incluso suicidios. Pero sigue sirviendo ante todo para conversar, para acompañar las noches de amistad en tiendas, graneros, bares y casas, sin que esa costumbre, a veces diaria, nos permita presumir de nada, ni resulte demasiado onerosa. En los viejos cafés de Medellín las meseras te llevaban, con las copas (dobles) de aguardiente, pasantes suculentos: platillos con camarones, piña, aceitunas, naranjas, uvas, cocos, tajadas de mango biche. Algunos llaman a esos pasantes tapas criollas, en alusión a las españolas. Pero estas hay que ordenarlas, y las otras llegaban con el pedido. Hacían parte del rito, como los boleros del piano.

Por fin, la mención obligada a un coctel que no registran las guías: el submarino. En un vaso de cerveza se deja caer una copa llena de aguardiente. La copa permanecerá hasta el fin en el fondo del vaso. El compuesto, que va brindando curiosas tonalidades, se bebe lentamente. Es óptimo para desenguayabar, y no conviene su abuso.

Condensado


ELKIN OBREGÓN
El autor, en pocas palabras: Caricaturista, poeta, pintor, cronista y traductor. Ha publicado 'Grafismos', 'Versos de amor y de los otros', 'Los invasores', 'Memorias enanas', 'Como si fuera un niño' y 'Trazos'.

domingo, 24 de julio de 2011

El cuento del domingo

Dino Buzzati

Muchacha que cae


A los diecinueve años, Marta se asomó a lo alto del rascacielos y, viendo abajo la ciudad que resplandecía en la noche, fue presa del vértigo.

El rascacielos era de plata, supremo y feliz en aquella noche bellísima y pura, mientras que el viento desgarraba aquí y allá sutiles filamentos de las nubes contra un fondo de un azul absolutamente increíble. De hecho, era aquella hora en que a las ciudades les viene la inspiración y todo aquel que no está ciego se queda arrebatado. Desde la aérea cima la muchacha veía retorcerse las calles y las masas de los palacios en el largo espasmo del crepúsculo, y allí donde acababa el blanco de las casas comenzaba el azul del mar, que visto desde lo alto parecía hacer pendiente. Y según avanzaba desde el oriente el telón de la noche, la ciudad se fue volviendo un dulce abismo titilante de luces; que palpitaba.

Dentro había hombres poderosos y mujeres que lo eran todavía más, los abrigos de pieles y los violines, los coches esmaltados de ónice, los rótulos fosforescentes de los cabarets, los atrios de las mansiones a oscuras, las fuentes, los diamantes, los antiguos jardines taciturnos, las fiestas, los deseos, los amores y, sobre todo, ese irresistible encanto de la noche que hace soñar en la grandeza y la gloria.

Viendo estas cosas, Marta se asomó con despreocupación por la balaustrada y se dejó ir. Le pareció lanzarse al aire, pero caía. Teniendo en cuenta la extraordinaria altura del rascacielos, las calles y las plazas de abajo estaban sumamente lejos, quién sabe cuánto tiempo tardaría en llegar a ellas. Pero la muchacha caía.

A aquella hora las terrazas y los balcones de los últimos pisos estaban llenos de gente elegante y rica que tomaba cocktails y hablaba de tonterías. Llegaban oleadas dispersas y confusas de melodías. Marta pasó por delante y muchos se asomaron a verla.

Vuelos de esa clase –en su mayoría precisamente muchachas– no eran raros en el rascacielos y para los inquilinos constituían una distracción interesante; ésa era también la causa de que el precio de aquellos apartamentos fuera tan elevado.

El sol, no oculto todavía del todo, hizo lo que pudo por iluminar el vestido de Marta. Era un modesto traje de confección de primavera que había costado poco dinero. Pero la poética luz del crepúsculo lo realzaba un poco, haciéndolo chic.

Desde los balcones de los multimillonarios, manos galantes se tendían hacia ella ofreciéndole flores y vasos. «Señorita, ¿un pequeño drink?…

Dulce mariposa, ¿por qué no se queda un minuto con nosotros?».

Ella reía, mientras flotaba, feliz (pero mientras tanto caía): «No, gracias, amigos. No puedo. Tengo prisa por llegar».

«¿Por llegar adónde?», le preguntaban.

«Ah, no me hagáis hablar», respondía Marta, y agitaba las manos haciendo un familiar gesto de saludo.

Un joven alto, moreno, muy distinguido, alargó los brazos para atraparla.

Le gustaba. Sin embargo, Marta se soltó velozmente: «¿Qué libertades son ésas, señor?», e incluso le dio tiempo a darle con un dedo un golpecito en la nariz.

La gente elegante, pues, se interesaba por ella y eso la llenaba de satisfacción. Se sentía fascinante, de moda. En las floridas terrazas, entre el ir y venir de camareros de blanco y las ráfagas de canciones exóticas, se habló por algún minuto, o quizá menos, de aquella joven que estaba pasando (de arriba abajo, con trayectoria vertical). Algunos la estimaban bella, otros así así, a todos les pareció interesante. «Tiene usted toda la vida por delante», le decían, «¿por qué corre tanto? Ya tendrá tiempo de correr y fatigarse. Quédese un momento con nosotros, no es más que una modesta reunión de amigos, entendámonos, pero se sentirá cómoda».

Ella hacía intención de responder, pero ya la fuerza de la gravedad la había llevado al piso de abajo, a dos, tres, cuatro pisos más abajo; como se cae, de hecho, alegremente, cuando apenas se tienen diecinueve años. Lo cierto es que la distancia que la separaba del fondo, es decir, del plano de las calles, era inmensa; menor que hacía poco, ciertamente, pero aun así considerable. Sin embargo, mientras tanto el sol se había zambullido en el mar, se le había visto desaparecer transformado en un tremolante hongo rojizo. Ya no estaban sus rayos vivificantes para iluminar el vestido de la muchacha y transformarla en un seductor cometa. Menos mal que las ventanas y las terrazas del rascacielos estaban casi todas iluminadas y a medida que pasaba por delante de ellas sus intensos resplandores la alcanzaban de lleno.

Ahora, en el interior de los apartamentos Marta ya no veía sólo reuniones de gente despreocupada; de cuando en cuando había también oficinas donde los empleados, con guardapolvos negros o azules, se sentaban en mesas que formaban grandes hileras. Muchos eran tan jóvenes como ella o incluso más, y, cansados ya de la jornada, levantaban cada tanto los ojos de los papeles y de las máquinas de escribir. También ellos, pues, la vieron, y algunos corrieron a las ventanas: «¿Dónde vas? ¿Por qué tanta prisa? ¿Quién eres?» le gritaban, y en sus voces se adivinaba algo parecido a la envidia.

«Me esperan abajo –respondía ella–. No puedo detenerme. Perdonadme». Y seguía riendo, ondeando sobre el precipicio, pero no eran ya las carcajadas de antes. La noche había caído imperceptiblemente y Marta comenzaba a sentir frío.

En aquel momento, al mirar hacia abajo, vio en la entrada de un palacio un vivo resplandor de luces. Se detenían allí largos coches negros (en la distancia grandes como hormigas), y de ellos bajaban hombres y mujeres, deseosos de entrar en él. En medio de aquel hormigueo le pareció distinguir el brillo de las joyas. Sobre la entrada ondeaban banderas.

Había una gran fiesta, evidentemente, justo aquella con la que ella, Marta, soñaba desde que era niña. Qué desgracia si faltara. Allí abajo la esperaba la ocasión, el destino, la aventura, la verdadera inauguración de la vida. ¿Llegaría a tiempo?

Advirtió con despecho que una treintena de metros más allá caía también otra muchacha. Era sin lugar a dudas más bonita que ella y llevaba puesto un vestido de tarde de bastante clase. Quién sabe por qué, caía a una velocidad muy superior a la suya, hasta el punto de que en pocos instantes la adelantó y desapareció en lo bajo pese a las llamadas de Marta. Sin duda llegaría a la fiesta antes que ella; podía ser que todo obedeciera a un plan urdido para suplantarla.

Luego se dio cuenta de que no eran ellas dos las únicas en caer. A lo largo de las caras del rascacielos otras mujeres muy jóvenes se precipitaban hacia abajo con los rostros tensos por la emoción del vuelo, agitando festivamente las manos como si dijeran: eh, estamos aquí, es nuestro momento, agasajadnos, ¿acaso no es nuestro el mundo?

Así pues, era una competición. Y ella no llevaba más que un mísero vestidito, mientras que las otras lucían modelos de corte distinguido y alguna, incluso, se ceñía sobre los hombros desnudos amplias estolas de visón. Tan segura de sí cuando había levantado el vuelo, ahora Marta sentía crecer en su interior un estremecimiento; quizá fuera simplemente el frío, pero quizá fuera también miedo, el miedo de haberse equivocado sin remedio.

Ahora parecía ya noche cerrada. Las ventanas se apagaban una tras otra, los ecos de melodías se hicieron más escasos, las oficinas estaban vacías, ningún joven se asomaba ya a los antepechos tendiendo sus manos. ¿Qué hora era? Allá abajo, a la entrada del palacio –que entre tanto se había hecho más grande, pudiéndose distinguir ahora todos los detalles de su arquitectura–, las luces permanecían intactas, pero el movimiento de coches había cesado. Al contrario, de cuando en cuando salían de la entrada iluminada pequeños grupos que se alejaban con paso cansado. Luego, incluso las luces de la entrada se apagaron.

Marta sintió encogérsele el corazón. Ay de mí, ya no llegaré a tiempo a la fiesta. Al mirar hacia arriba vio el pináculo del rascacielos en todo su cruel poderío. Casi todo él estaba a oscuras, sólo unas pocas y aisladas ventanas seguían iluminadas en los últimos pisos. Y sobre su cima se extendían lentamente las primeras luces del alba.

En un comedor del vigésimo octavo piso, un hombre de unos cuarenta años se tomaba el café del desayuno mientras leía el periódico y su mujer arreglaba la casa. Un reloj sobre un aparador marcaba las nueve menos cuarto. Una sombra pasó, fugaz, por delante de la ventana.

–Alberto –gritó la mujer–, ¿has visto? Ha pasado una mujer.

–¿Cómo era? –preguntó él sin apartar los ojos del periódico.

–Una vieja –respondió la mujer–. Una vieja decrépita. Parecía asustada.

–Siempre pasa igual –rezongó el hombre–. Por estos pisos tan bajos no pasan más que viejas caducas. Las chicas guapas se ven del quingentésimo para arriba. No por nada cuestan esos apartamentos tan caros.

–Pero aquí abajo –observó la mujer– por lo menos tenemos la ventaja de que se puede oír el golpe cuando llegan al suelo.

–Esta vez, ni siquiera eso –dijo él meneando la cabeza después de haberse quedado escuchando unos instantes. Y se tomó otro sorbo de café.

Dino Buzzati (Belluno, 16 de octubre de 1906Milán, 28 de enero de 1972) fue un novelista y escritor de relatos italiano, así como periodista del Corriere della sera.

Nació en el seno de una familia acomodada: su padre, Giulio Cesare, era profesor de Derecho internacional en la Universidad de Pavía y su madre, Alba Mantovani, de origen veneciano, era hermana del escritor Dino Mantovani. Su nombre verdadero era Dino Buzzati Traverso, y era el segundo de cuatro hijos.

Desde muy joven manifestó las que iban a ser las aficiones de toda su vida: escribía, dibujaba, estudiaba violín y piano, además de la pasión por la montaña a la que dedicó su primera novela, Bárnabo de las montañas (Bàrnabo delle montagne) (1933).

A instancias de su familia —especialmente su padre— emprendió los estudios de Derecho, pero en 1928, antes de licenciarse, empezó a trabajar de aprendiz en el Corriere della Sera, el periódico en el que colaboró durante toda su vida.

El éxito obtenido con su primera novela, la ya citada Bárnabo de las montañas, no se repitió con la siguiente El secreto del Bosque Viejo (Il segreto del Bosco Vecchio) (1935), que fue acogida con indiferencia.

Enviado especial del Corriere a Addis Abeba en 1939 y reportero de guerra en 1940 en el crucero Río, ese mismo año publicó el libro con el que alcanzó fama internacional y que es unánimemente considerado como su obra maestra, El desierto de los tártaros (Il deserto dei Tartari): en vísperas del conflicto, imaginó la alegoría existencial del teniente Giovanni Drogo, destinado a que su existencia transcurra en una fortaleza perdida, en una época sin precisar, en la inútil espera de un enemigo que no llega (en 1976 Valerio Zurlini la adaptó y realizó una película muy sugestiva).

Desde 1936 escribió numerosos relatos para el Corriere y otros periódicos, posteriormente recopilados en Los siete mensajeros y otros relatos (I sette messaggeri) (1942), Paura alla Scala (1949), Il crollo della Baliverna (1954), Sessanta racconti (1958, premio Strega), Esperimento di magia (1958), Il colombre (1966), Las noches difíciles y otros relatos (Le notti difficili) (1971).

En 1960 salió El gran retrato (Il grande ritratto), casi un experimento de novela de ciencia ficción, donde entra en escena el universo femenino, que hasta entonces había explorado muy poco. Tres años después, en Un amor (Un amore) relató la historia de Antonio Dorigo, un hombre que encuentra el amor a los cincuenta años: presenta probables rasgos autobiográficos, puesto que a los sesenta Buzzati se casó con Almerina Antoniazzi.

Queda por recordar el interés de este autor por la pintura, que se tradujo en obras nacidas de la mezcla entre texto e ilustraciones (Poema a fumetti, 1969; I miracoli di Val Morel, 1971). Las atmósferas mágicas, surrealistas, góticas de su prosa están impregnadas de un sentido de angustia (piénsese en el justamente celebrado cuento «Sette piani», donde el itinerario a lo largo de la enfermedad está impregnado de un presagio de muerte), desaliento frente a lo inevitable de un destino paradójico e irónico; el placer del lector está garantizado por una escritura rápida, que cautiva, como nota periodística.

La obra literaria de Dino Buzzati remite —como se había anticipado— por una parte a la influencia de Kafka por el escarnio y la expresión de la impotencia humana enfrentada al laberinto de un mundo incomprensible. Pero también remite al Surrealismo, como acaece en sus cuentos en donde la connotación onírica está siempre muy presente. Aunque tal vez el más convincente de los intentos de establecer relaciones haya que buscarlo en su parentesco con las corrientes existencialistas de los años 1940–1950. O en la proximidad al espíritu de La náusea (1938) de Jean-Paul Sartre; o en la de Albert Camus con El extranjero (1942). Por otro lado debemos volver a remarcar que El desierto de los tártaros ha gestado la total notoriedad del autor, que conoció con esta novela el éxito mundial; obra no desprovista en sus descripciones de una cierta relación con un «presente perpetuo e interminable», que vinculan este tópico con otros dos grandes clásicos: Georges Perec y Las cosas, y Thomas Mann con su Montaña mágica.

Llamativamente, Buzzati no aceptó jamás ser considerado un escritor. Se definía, más bien, como un simple periodista que escribía de tanto en tanto ficciones o nouvelles, a las cuales no atribuía gran valor. El juicio de la posteridad y el de sus contemporáneos, ha contradicho muy profundamente el punto de vista del propio Buzzati.

El desierto de los tártaros

Una sección especial se debe destinar a esta obra, que fue la más conocida e importante de Buzzati. Fue escrita en 1940 y vertida con posterioridad a diversas lenguas. Al francés, en 1949. Su atmósfera, para muchos críticos es definidamente kafkiana, pero esta caracterización no mengua su originalidad y su valor excepcional. A fin de cuentas, después de Kafka, la literatura universal va a caer bajo su influjo. Posteriormente, J. M. Coetzee, un escritor también muy influenciado por Kafka, retomará la idea en Esperando a los bárbaros.

En 1976 el director Valerio Zurlini estrenó una ambiciosa versión cinematográfica de la novela.

Su obra incluye

Bàrnabo de las montañas, 1933.El secreto del Bosque Viejo, 1935.El desierto de los tártaros, 1940La famosa invasión de Sicilia por los osos, 1945Sesenta relatos, 1958El gran retrato, 1960.Un amor, 1963.Poema en viñetas, 1969.

Foto:Internet.Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto:el cuento del día