domingo, 25 de abril de 2021

García Márquez y Vargas Llosa, dos amigos en la cocina del ‘boom’

 Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina recupera el mítico coloquio entre García Márquez y Vargas Llosa celebrado en Lima en 1967. Además, se reedita  Historia de un deicidio, la tesis doctoral que el escritor peruano dedicó al autor de Cien años de soledad


Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Martha Livelli, Mercedes Barcha y José Miguel Oviedo se despiden en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima, el 11 de septiembre de 1967. Archivo revista 'Caretas'/ELPAIS.COM

En septiembre de 1967 tuvo lugar en la Facultad de Arquitectura de Lima un coloquio entre dos escritores que se habían conocido personalmente semanas atrás: Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. El primero acababa de publicar, con éxito fulgurante, Cien años de soledad; el segundo tenía reciente la también exitosa La casa verde. La Universidad Nacional de Ingeniería publicó aquel diálogo al año siguiente en forma de folleto. Alfaguara lo recupera la semana próxima con el título de Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina. Adelantamos un fragmento de la charla.

Mario Vargas Llosa. A los escritores les ocurre algo que —­me parece— no les ocurre jamás a los ingenieros ni a los arquitectos. Muchas veces la gente se pregunta ¿para qué sirven? La gente sabe para qué sirve un arquitecto, para qué sirve un ingeniero, para qué sirve un médico; pero, cuando se trata de un escritor, la gente tiene dudas. Incluso la gente que piensa que sirve para algo no sabe exactamente para qué. La primera pregunta que quiero hacerle yo a Gabriel es, precisamente, sobre esto: que les aclare a ustedes el problema y me lo aclare a mí también, pues también tengo dudas al respecto. ¿Para qué crees que sirves tú como escritor?
Gabriel García Márquez. Yo tengo la impresión de que empecé a ser escritor cuando me di cuenta de que no servía para nada. Mi papá tenía una farmacia y, naturalmente, quería que yo fuera farmacéutico para que lo reemplazara. Yo tenía una vocación totalmente distinta: quería ser abogado. Y quería ser abogado porque en las películas los abogados se llevaban las palmas en los juzgados defendiendo las causas perdidas. Sin embargo, ya en la universidad, con todas las dificultades que pasé para estudiar, me encontré con que tampoco iba a servir para ser abogado. Empecé a escribir los primeros cuentos y, en ese momento, verdaderamente no tenía ninguna noción de para qué servía escribir. Al principio, me gustaba escribir porque me publicaban las cosas y descubrí lo que después he declarado varias veces y que tiene mucho de cierto: escribo para que mis amigos me quieran más. Pero después, analizando el oficio del escritor y analizando los trabajos de otros escritores, pienso que seguramente la literatura, y sobre todo la novela, tiene una función. Ahora, no sé si desgraciada o afortunadamente, creo que es una función subversiva, ¿verdad? En el sentido de que no conozco ninguna buena literatura que sirva para exaltar valores establecidos. Siempre, en la buena literatura, encuentro la tendencia a destruir lo establecido, lo ya impuesto, y a contribuir a la creación de nuevas formas de vida, de nuevas sociedades; en fin, a mejorar la vida de los hombres. Me resulta un poco difícil explicar esto porque, en realidad, yo funciono muy poco en la teoría. Es decir, no sé muy bien por qué pasan estas cosas. Ahora, lo cierto es que el hecho de escribir obedece a una vocación apremiante, que el que tiene la vocación de escritor tiene que escribir pues solo así logra quitarse sus dolores de cabeza y su mala digestión.
(…)
M. V. LL. Tal vez podrías llegar a hablarnos del realismo en la literatura. Se discute mucho qué cosa es el realismo, cuáles son los límites del realismo y, ante un libro como el tuyo, donde ocurren cosas muy reales, muy verosímiles junto a cosas aparentemente irreales, como esa de la muchacha que sube al cielo en cuerpo y alma, o un hombre que promueve treinta y dos guerras, lo derrotan en todas y sale ileso de ellas… Bueno, de manera general, se puede decir que en tu libro hay una serie de episodios que son poco probables. Son episodios más bien poéticos, visionarios, y no sé si esto puede autorizar mi interpretación a una calificación del libro como fantástico, como libro no realista. ¿Tú crees que eres un escritor realista o un escritor fantástico, o crees que no se puede hacer esta distinción?
Vargas Llosa: “Hay una relación entre el apogeo de la novela y la crisis de nuestras sociedades”
G. G. M. No, no. Yo creo que particularmente en Cien años de soledad yo soy un escritor realista, porque creo que en América Latina todo es posible, todo es real. Es un problema técnico en la medida en que el escritor tiene dificultad en transcribir los acontecimientos que son reales en América Latina porque en un libro no se creerían. Pero lo que sucede es que los escritores latinoamericanos no nos hemos dado cuenta de que en los cuentos de la abuela hay una fantasía extraordinaria en la que creen los niños a quienes se les están contando y me temo que contribuyen a formarlos, y son cosas extraordinarias, son cosas de Las mil y una noches, ¿verdad? Vivimos rodeados de esas cosas extraordinarias y fantásticas, y los escritores insisten en contarnos unas realidades inmediatas sin ninguna importancia. Yo creo que tenemos que trabajar en la investigación del lenguaje y de formas técnicas del relato, a fin de que toda fantástica realidad latinoamericana forme parte de nuestros libros y que la literatura latinoamericana corresponda en realidad a la vida latinoamericana, donde suceden las cosas más extraordinarias todos los días, como los coroneles que hicieron 34 guerras civiles y las perdieron todas, o como, por ejemplo, ese dictador de El Salvador, cuyo nombre no recuerdo exactamente ahora, que inventó un péndulo para descubrir si los alimentos estaban envenenados y que ponía sobre la sopa, sobre la carne, sobre el pescado. Si el péndulo se inclinaba hacia la izquierda, él no comía, y si se inclinaba hacia la derecha, sí comía. Ahora bien, este mismo dictador era un teósofo; hubo una epidemia de viruela y su ministro de Salud y sus asesores le dijeron lo que había que hacer, pero él dijo: “Yo sé lo que hay que hacer: tapar con papel rojo todo el alumbrado público del país”. Y hubo una época en todo el país en que los focos estuvieron cubiertos con papel rojo. Estas cosas suceden todos los días en América Latina, y nosotros los escritores latinoamericanos, a la hora de sentarnos a escribirlas, en vez de aceptarlas como realidades, entramos a polemizar, a racionalizar diciendo: “Esto no es posible, lo que pasa es que este era un loco”, etcétera. Todos empezamos a dar una serie de explicaciones racionales que falsean la realidad latinoamericana. Yo creo que lo que hay que hacer es asumirla de frente, que es una forma de realidad que puede dar algo nuevo a la literatura universal.
(…)
M. V. LL. Yo pienso que hay una relación curiosa en el apogeo, la actitud ambiciosa, osada, de los novelistas y la situación de crisis de una sociedad. Creo que una sociedad estabilizada, una sociedad más o menos móvil que atraviesa un periodo de bonanza, de gran apaciguamiento interno, estimula mucho menos al escritor que una sociedad que se halla, como la sociedad latinoamericana contemporánea, corroída por crisis internas y de alguna manera cerca del apocalipsis. Es decir, inmersa en un proceso de transformación, de cambio, que nosotros no sabemos adónde nos llevará. Yo creo que estas sociedades que se parecen un poco a los cadáveres son las que excitan más a los escritores, los proveen de temas fascinantes. Pero esto me lleva a hacerte otra pregunta en relación con los novelistas latinoamericanos contemporáneos. Tú decías —y yo creo que es muy exacto— que el público de nuestros países se interesa hoy día por lo que escriben los autores latinoamericanos porque estos autores de alguna manera han dado en el clavo, es decir, les están mostrando sus propias realidades, les están llevando a tomar conciencia de las realidades en que viven. Ahora, es indudable que hay pocas afinidades entre los escritores latinoamericanos. Tú has señalado la diferencia que existe en la obra de dos argentinos: de Cortázar y de Borges, pero las diferencias son mucho mayores, abismales, si comparamos a Borges con un Carpentier, por ejemplo, o a Onetti contigo mismo, o a Lezama Lima con José Donoso; son obras muy distintas desde el punto de vista de las técnicas, del estilo, y también de los contenidos. ¿Tú crees que se puede señalar un denominador común entre todos estos escritores? ¿Cuáles serían las afinidades que hay entre ellos?
García Márquez: “En Cien años de soledad hay guiños a Carpentier, Fuentes o Cortázar”
G. G. M. Bueno, yo no sé si sea un poco sofista al decirte que creo que las afinidades de estos escritores están precisamente en sus diferencias. Ahora, me explico: la realidad latinoamericana tiene diferentes aspectos y yo creo que cada uno de nosotros está tratando diferentes aspectos de esa realidad. Es en este sentido que yo creo que lo que estamos haciendo nosotros es una sola novela. Por eso, cuando estoy tratando un cierto aspecto, sé que tú estás tratando otro, que Fuentes está interesado en otro que es totalmente distinto al que tratamos nosotros, pero son aspectos de la realidad latinoamericana; por eso, no creas que es casual cuando encuentras que en Cien años de soledad hay un personaje que va a dar la vuelta al mundo y se encuentra con que pasa el fantasma del barco de Victor Hughes, que es un personaje de Carpentier en El siglo de las luces. Luego, hay otro personaje, el coronel Lorenzo Gavilán, que es un personaje de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes. Hay, además, otro personaje que yo meto en Cien años de soledad. No es un personaje en realidad, sino una referencia: es uno de mis personajes que se fue a París y vivió en un hotel de la Rue Dauphine, en el mismo cuarto donde había de morir Rocamadour, que es un personaje de Cortázar. Hay otra cosa que te quiero decir, y es que estoy absolutamente convencido de que la monja que lleva al último Aureliano en una canastilla es la madre Patrocinio de La casa verde, porque, ¿sabes una cosa?, yo necesitaba un poco más de referencias de este personaje tuyo para saber cómo había podido ir de tu libro al mío, faltaban algunos datos y tú estabas en Buenos Aires, andando por todos lados. El punto adonde quiero llegar es este: la facilidad con que, a pesar de las diferencias que hay entre uno y otro, se puede hacer este juego, pasar los personajes de un lado a otro y que no queden falsos. Es que hay un nivel común, y el día que encontremos cómo expresar ese nivel escribiremos la novela latinoamericana verdadera, la novela total latinoamericana, la que es válida en cualquier país de América Latina a pesar de diferencias políticas, sociales, económicas, históricas…
M. V. LL. Me parece muy estimulante esa idea tuya. Ahora, en esa novela total, que estarían escribiendo todos los novelistas latinoamericanos, que representaría la realidad total latinoamericana, ¿tú crees que debe también tener cabida de alguna manera esa parte de la realidad que es la irrealidad y en la que se mueve precisamente Borges con gran maestría? ¿Tú no crees que Borges está, de alguna manera, describiendo, mostrando la irrealidad argentina, la irrealidad latinoamericana? ¿Y que esa irrealidad es también una dimensión, un nivel, un estado de esa realidad total que es el dominio de la literatura? Te hago esta pregunta porque yo siempre he tenido problemas para justificar mi admiración por Borges.
G. G. M. Ah, yo no tengo ningún problema para justificar mi admiración. Le tengo una gran admiración, lo leo todas las noches. Vengo de Buenos Aires con las Obras completas de Borges. Me las llevo en la maleta, las voy a leer todos los días, y es un escritor que detesto… Pero en cambio me encanta el violín que usa para expresar sus cosas. Es decir, lo necesitamos para la exploración del lenguaje, que es otro problema muy serio. Yo creo que la irrealidad en Borges es falsa también; no es la irrealidad de América Latina. Aquí entramos en paradojas: la irrealidad de América Latina es una cosa tan real y cotidiana que está totalmente confundida con lo que se entiende por realidad.
La tesis de Mario sobre Gabo vuelve a las librerías

Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez se conocieron en Caracas el 1 de agosto de 1967. El primero estaba en Venezuela para recoger el Premio Rómulo Gallegos por "La casa verde". El segundo llegaba de México aureolado por el éxito instantáneo de la obra que había publicado ese mismo año: "Cien años de soledad". Antes se habían escrito e incluso planeado redactar una novela a cuatro manos sobre la guerra entre Colombia y Perú de 1932.
Un mes más tarde volvieron a coincidir. Esta vez en Lima, en cuya Universidad de Ingeniería conversaron sobre literatura el 5 y 7 de septiembre. La transcripción de aquellas charlas vio la luz al año siguiente en un folleto de 58 páginas publicado por la propia universidad bajo el escueto título de "La novela en América Latina: diálogo". El mismo con el que se reeditó en 1972 en Argentina y en 2003 y 2013 en Perú. Ahora lo publica Alfaguara como "Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina", en un volumen prologado por Juan Gabriel Vásquez y completado con los testimonios de algunos de los presentes en el coloquio de 1967.
Vargas Llosa (31 años entonces) era más conocido que García Márquez (de 40), y no solo por jugar en casa, sino porque "Cien años de soledad" estaba muy reciente y novelas como "La ciudad y los perros" o la citada "La casa verde" lo habían consagrado antes. Pese a ello, adoptó el papel de entrevistador.
Su actitud no sorprende si se piensa que cuatro años después se iba a doctorar en la Complutense con una tesis consagrada a su admirado amigo. Poco después, en noviembre de 1971, Carlos Barral la publicó transformada en un ensayo de casi 700 páginas: "García Márquez: historia de un deicidio". Durante décadas ha sido un estudio de referencia sobre la obra del Nobel colombiano y una fuente esencial sobre su vida, dado que la extensa biografía que ocupa la primera parte se nutrió de los datos que el protagonista suministró al doctorando (que terminaría reconociendo que algunos —empezando por la fecha de nacimiento— eran erróneos).
Convertido en legendario por el desencuentro entre ambos, Vargas Llosa no permitió su reedición hasta 2006, cuando engrosó sus obras completas. Su reaparición exenta en Alfaguara es una buena foto de época y, de paso, el retrato indirecto de un escritor brillante que tuvo la generosidad de leer a su contemporáneo como si fuera un clásico. Una rareza. 

miércoles, 21 de abril de 2021

SIETE AÑOS DE SOLEDAD...

Breves nostalgias sobre Juan Rulfo


                                   
Gabriel García Marquez y Juan Rulfo en su homenaje, en 1980. centrogabo.org
 
Gabriel García Márquez
Yo vivía en un apartamento sin ascensor de la calle Renán, en la colonia Anzures, con Mercedes y Rodrigo, que entonces tenía menos de dos años. Teníamos un colchón doble en el suelo del dormitorio grande, una cuna en el otro cuarto, y una mesa de comer y escribir en el salón, con dos sillas únicas que servían para todo. Habíamos decidido quedarnos en esta ciudad que todavía conservaba un tamaño humano, con un aire diáfano y flores de colores delirantes en las avenidas, pero las autoridades de inmigración no parecían compartir nuestra dicha. La mitad de la vida se nos iba haciendo colas inmóviles, a veces bajo la lluvia, en los patios de penitencia de la Secretaría de Gobernación. En las horas que me sobraban escribía notas sobre la literatura colombiana que transmitía de viva voz por la Radio Universidad, dirigida entonces por Max Aub. Eran unas notas tan sinceras, que el embajador de Colombia llamó un día por teléfono a la emisora para sentar una protesta formal. Según él, las mías no eran notas sobre la literatura colombiana, sino contra la literatura colombiana. Max Aub me llamó a su despacho, y yo pensé que aquel era el final del único medio de supervivencia que había logrado conseguir en seis meses. Pero ocurrió lo contrario.El descubrimiento de Juan Rulfo –como el de Franz Kafka– será sin duda un capítulo esencial de mis memorias. Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest Hemingway se dio el tiro de muerte –2 de julio de 1961–, y no sólo no había leído los libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oído hablar de él. Era muy raro. En primer término, porque en aquella época yo me mantenía muy al corriente de la actualidad literaria, y en especial de la novela en las Américas. En segundo término, porque los primeros con quienes hice contacto en México fueron los escritores que trabajaban con Manuel Barbachano Ponce en su Castillo de Drácula de las calles de Córdoba, y con los redactores del suplemento literario de Novedades, que dirigía Fernando Benítez. Todos ellos conocían muy bien a Juan Rulfo, al contrario de lo que ocurre con los clásicos grandes, es un escritor que no se lee mucho pero del cual se habla muy poco.
–No he tenido tiempo de oír el programa –me dijo Max Aub–. Pero si es como dice tu embajador, debe ser muy bueno.
Yo tenía treinta y dos años, había hecho en Colombia una carrera periodística efímera, acababa de pasar tres años muy útiles y duros en París, y ocho meses en Nueva York, y quería hacer guiones de cine en México. El mundo de los escritores mexicanos de aquella época era similar al de Colombia, y me encontraba muy bien entre ellos. Seis años antes había publicado mi primera novela, La Hojarasca, y tenía tres libros inéditos: El coronel no tiene quien le escriba, que apareció por esa época en Colombia; La Mala Hora, que fue publicada por la editorial Era poco tiempo después a instancias de Vicente Rojo, y la colección de cuentos de Los Funerales de la Mamá Grande. Sólo que de este último no tenía sino los borradores incompletos, porque Álvaro Mutis le había prestado los originales a nuestra adorada Elena Poniatowska, antes de mi venida a México, y ella los había perdido. Más tarde logré reconstruir todos los cuentos, y Sergio Galindo los publicó en la Universidad Veracruzana a instancias de Álvaro Mutis.
De modo que era ya un escritor con cinco libros clandestinos. Pero mi problema no era ese, pues ni entonces ni nunca había escrito para ser famoso sino para que mis amigos me quisieran más, y eso creía haberlo conseguido. Mi problema grande de novelista era que después de aquellos libros me sentía metido en un callejón sin salida, y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocía bien a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino, y sin embargo me sentía girando en círculos concéntricos. No me consideraba agotado. Al contrario: sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes, pero no concebía un mundo convincente y poético de escribirlos. En esas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa:
– ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!
Era Pedro Páramo.
Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá –casi diez años atrás– había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El Llano en Llamas, y el asombro permaneció intacto. Mucho después, en la antesala de un consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra desbalagada: “La herencia de Matilde Arcángel”. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.
No había acabado de escapar al deslumbramiento, cuando alguien le dijo a Carlos Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La verdad iba más lejos: podía recitar el libro completo, al derecho y al revés, sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo.
Carlos Velo me encomendó la adaptación para el cine de otro relato de Juan Rulfo, que era el único que yo no conocía en aquel momento: El Gallo de Oro. Eran 16 páginas muy apretadas, en un papel de seda que estaba a punto de convertirse en polvo, y escritas con tres máquinas distintas. Aunque no me hubiera dicho de quién era, lo habría sabido de inmediato. El lenguaje no era tan minucioso como el del resto de la obra de Juan Rulfo, y había muy pocos recursos técnicos de los suyos, pero su ángel personal volaba por todo el ámbito de la escritura. Más tarde, Carlos Verlo y Carlos Fuentes me invitaron a hacer una revisión crítica de la primera adaptación de Pedro Páramo para el cine.
Menciono estos dos trabajos cuyo resultado final estuvo muy lejos de ser bueno porque ellos me obligaron a profundizar todavía más en una obra que sin duda ya conocía mejor que el propio autor. A quien, por cierto, no conocí en persona sino varios años después.
Carlos Velo había hecho algo sorprendente: había recortado los fragmentos temporales de Pedro Páramo, y había vuelto a armar el drama en un orden cronológico riguroso. Como simple recurso de trabajo me pareció legítimo, aunque el resultado era un libro distinto: plano y descosido. Pero me fue muy útil para una comprensión mejor de la carpintería secreta de Juan Rulfo, y muy revelador de su insólita sabiduría.
Había dos problemas esenciales en la adaptación de Pedro Páramo. El primero era el de los nombres. Por subjetivo que se crea, todo nombre se parece de algún modo a quien lo lleva, y eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real. Juan Rulfo ha dicho, o se lo han hecho decir, que compone los nombres de sus personajes leyendo lápidas de tumbas en los cementerios de Jalisco.
Lo único que se puede decir a ciencia cierta es que no hay nombres propios más propios que los de la gente de sus libros. A mí me parecía imposible –y me sigue pareciendo– encontrar jamás un actor que se identificara sin ninguna duda con el nombre de su personaje.
El otro problema –inseparable del anterior– era de las edades. En toda su obra, Juan Rulfo ha tenido el cuidado de ser muy descuidado en cuanto a los tiempos de sus criaturas. Narciso Costa Ros ha hecho hace poco una tentativa fascinante de establecerlos en Pedro Páramo. Yo siempre había pensado, por pura intuición poética, que cuando Pedro Páramo logró por fin llevar a Susana San Juan a su vasto reino de la Media Luna, ella era ya una mujer de sesenta y dos años. Pedro Páramo debía ser unos cinco años mayor que ella. En realidad, el drama me parecía más grande, más terrible y hermoso, si se precipitaba por el despeñadero de una pasión senil sin alivio. Las edades establecidas para ambos por Costa Ros no son las mismas, pero no están muy lejos de las que yo había supuesto. Semejante grandeza poética era impensable en el cine. En las salas oscuras, los amores de ancianos no conmueven a nadie.
Lo malo de esos preciosos escrutinios, es que las razones de la poesía no son siempre las mismas de la razón. Los meses en que ocurren ciertos hechos son esenciales para el análisis de la obra de Juan Rulfo y yo dudo de que él fuera consciente de eso. En el trabajo poético –y Pedro Páramo lo es en su más alto grado– los autores suelen invocar los meses por compromisos distintos del rigor cronológico. Más aún: en muchos casos se cambia el nombre del mes, del día y hasta del año, sólo por eludir una rima incómoda, oír una cacofonía, sin pensar que esos cambios pueden inducir a un crítico a una conclusión terminante. Esto ocurre no sólo con los días y los meses, sino también con las flores. Hay escritores que se sirven de ellas por el prestigio puro de sus nombres, sin fijarse muy bien si corresponden al lugar o a la estación. De modo que no es raro encontrar buenos libros, donde florecen geranios en la playa y tulipanes en la nieve. En Pedro Páramo, donde es imposible establecer de un modo definitivo dónde está la línea de demarcación entre los muertos y los vivos, las precisiones son todavía más quiméricas. Nadie puede saber, en realidad, cuánto duran los años de la muerte.

He querido decir todo esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros, y que por eso me era imposible escribir sobre él sin que todo esto pareciera sobre mí mismo. Ahora quiero decir también que he vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias, y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez. No son más de trescientas páginas, pero son casi tantas, y creo que tan perdurables, como las que conocemos de Sófocles.