Se lanza la octava edición de esta novela. Extractos de la exégesis de Isaías Peña Gutiérrez
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Cuadro del pintor tolimense Darío Ortiz para la edición conmemorativa de la novela./eltiempo.com |
Décadas después de publicada, la novela El jardín de las Weismann,
del colombiano Jorge Eliécer Pardo, sigue oliendo a dalias y
crisantemos, a rosas y geranios, a cartuchos y gardenias; resuenan en
ella tenebrosos conjuros, y mantiene, sin dudas, las cenizas vivas.
Editada en 1978 por Plaza y Janés de Bogotá, con solo cuatro letras
diferentes al título de ahora, es una obra que sintetiza y expresa con
valor una época demasiado gris –y extendida hasta hoy– de la vida
colombiana. Pero si descartáramos esa función representativa, que muchos
ponen en entredicho para el arte literario, también, se sostiene como
una obra de gran singularidad estética, muy personal en el contexto de
la literatura colombiana de los años 70 del siglo pasado.
Para mí, esas dos funciones son de una inmensa importancia. A la
distancia, una de las razones por las cuales esta novela sobresale entre
las de su época es la de haber encontrado un nuevo horizonte literario
sin abandonar el referente histórico-político que le pertenecía. Escrita
cuando en Colombia los jóvenes le apostaban a una ruptura frente a la
novela de la tierra de mediados del siglo XX, o a la literatura de
Gabriel García Márquez, utilizando un acercamiento a lo juvenil, musical
o deportivo –con tanta validez como las otras–, Pardo no claudicó
frente a quienes vetaron la presencia de la sórdida historia colombiana
en la narrativa.
El gran debate del día fue ese: si haces nueva literatura, debes
abandonar el tema de la “violencia en Colombia”, como si se tratara de
categorías excluyentes.
La renovación de las formas literarias –lo sabíamos, sin embargo–
siempre ha sido correlativa a la renovación de los mismos temas. No se
distinguen fondo y forma, si es que pudieran contrastarse. Sin embargo,
por los mismos intereses que no han permitido acabar con la violencia
política, a los escritores jóvenes de esa época se les prohibió, en el
fondo, escribir sobre la violencia colombiana. Y los mismos escritores
jóvenes y viejos se autocensuraron.
Por otro lado, no habían sido afortunados, desde el punto de vista
literario, los pocos libros de ficción que había producido la llamada
“Violencia en Colombia”, el fenómeno político y social colombiano de
mediados del siglo pasado en adelante.
El jardín de las Weismann irrumpió, entonces, en ese doble frente:
sin abandonarlo, desbordó el tema (lo renovó), lo aventuró y forjó su
estilo apropiado. Amplío estos tópicos:
La confrontación de los partidos tradicionales, liberal y
conservador, venía desde el siglo XIX –podría decirse, desde la
constitución misma del Partido Conservador, en 1848–, pero fue en 1948,
con el asesinato del jefe liberal Jorge Eliécer Gaitán, cuando se llegó a
su máxima intensidad. Los desacuerdos doctrinarios entre los dos
partidos –sobre todo en religión, educación y economía–, que se habían
mantenido en disputa, sin llegar al uso de las armas, desde la Guerra de
los Mil Días (al filo entre los siglos XIX y XX), volvieron a ser
materia de discordia, esta vez bajo los crueles signos de una guerra
“santa” –cuando los homicidios adquieren el rango de satánicos–, a raíz
de la exposición de las tesis sociales gaitanistas, que, en muchas
ocasiones, superaron el bipartidismo liberal-conservador.
A la muerte de Gaitán se sucedieron, en breve tiempo, los gobiernos
conservadores que auparon la violencia contra los liberales y dieron
campo para la creación de grupos o bandas criminales que, apoyados en la
complicidad del régimen, suprimieron a sus opositores de maneras tan
violentas que superarían cualquier imagen racional –como sucedería–, y
aún peor, 50 años después, con la presencia paramilitar resolviendo la
continuación de la violencia. Situación que obligó a los liberales, en
muchas ocasiones con la aprobación y patrocinio de los jefes del
partido, a armarse de igual manera, lo que significó el nacimiento de
las guerrillas liberales.
Luego vendrían las traiciones de los jefes del partido y los pactos
de no agresión con el conservatismo, sin que la Rama Judicial del Estado
hubiera dirimido ningún caso. Y así la impunidad alojaría en sus nichos
apropiados los huevos de la nueva violencia –la que partiría con el
Frente Nacional pactado en 1958–.
Pero la novela de Pardo llega hasta ahí, sin encubrimientos ni
máscaras. Las relaciones entre civiles, militares y religiosos se
convierten, en la novela, en el telón de fondo de una historia sencilla,
solo oscurecida por los autores de la misma violencia política. La
patología que padecerá el país 60 años después puede verse con claridad
ahí. Sin ella, hoy no se comprende nada.
Allí, pues, están los sacerdotes y la religión, los civiles y sus
intereses privados, los políticos y los militares con sus propias
disputas. Solo que el escritor mira hacia otros horizontes de gran o
pequeño espectro, para poder romper el de la novelística colombiana en
ese momento.
Y se encuentra con que en el país viven, además de los colombianos,
otros seres humanos desplazados por otras guerras, seres que llegaron
con heridas atroces y con grandes ausencias.
Huyendo, desplazadas por la Primera Guerra Mundial, de Alemania,
cuatro mujeres han subido por el río Magdalena hasta llegar al interior
del país y se han instalado en una casa adornada con un hermoso
antejardín. Y frente al pasado –dice la leyenda–, para vengar las
muertes violentas de sus padres en Berlín, fundan en un pueblo
colombiano la Casa del Amor y la Ternura.
No es la primera vez que se fusionan, se comprometen o se citan el
amor y la muerte. Pero en las versiones literarias anteriores sobre la
violencia en Colombia, ningún escritor colombiano lo había propuesto de
esta manera. Consolida así, Pardo, un doble juego que sintetizará
poéticamente –ni lírico ni épico, más bien dramatúrgico– frente al
lector: una escenografía, concreta y compleja, de diferentes
nacionalidades, es decir, dos guerras distintas con un mismo sustrato de
dolor y barbarie, con un ingrediente que dinamiza y cataliza las
contradicciones sociales: el amor que atraviesa todas las desventuras
humanas.
No ve Pardo la violencia como un cuerpo ajeno e impoluto, como se
veía en algunas obras literarias de entonces, sino que la concibe como
en una tragedia griega: atada de manera ciega a todas las verdades del
ser humano. Donde el amor busca neutralizarla o acompañarla con los
resultados más contradictorios del mundo.
Sociedad que peca y reza
Por eso, en esa prodigiosa síntesis de cien páginas que es la novela,
bello, tenso y angustiado poema sinfónico, se plantean los dos dramas
con todas sus implicaciones.
El de las cuatro gemelas huérfanas que llegan por mar –con sus
historias de marineros, tan intensas a pesar de la brevedad– a preparar
su venganza inútil, a colonizar nuevas tierras, a perderse en la huida
que no tiene final, y sus seis hijas gemelas, más la hija del cura,
nacidas en Colombia, sombras misteriosas en un convento que las acoge
con la culpa de una sociedad que peca y reza para “empatar”, y que más
tarde llegarán, también en la oscuridad –porque este es el país de las
eternas tinieblas, de las confusas tinieblas, de las “complejas”
tinieblas– a la Casa del Amor y la Ternura a tratar de superar el reino
de la orfandad y de la soledad de sus madres, sin que lo logren, porque,
como en Alemania, sobre Colombia pesa el designio de la primera frase
de otra gran novela premonitoria: “Antes que me hubiera apasionado por
mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. (La
vorágine).
Y el otro drama, el de quienes, desplazados por las masacres de la
violencia en su propia tierra, se han ido a las montañas y a los ríos y
luego regresan en busca de un exilio siquiera temporal, en este caso
literario, en la casa de los pinos, atravesando el jardín de las
Weismann, sin saber que, a la final, no será el jardín del Edén, ni el
de las Delicias, sino el del Infierno, como en el Jardín del Bosco, el
que los alojará de por vida.
La estructura de poema sinfónico, que va y viene en una temporalidad
fragmentada entre la juventud de madres e hijas, y entre la Gran Guerra
del 14 y nuestra violenta guerra doméstica (no domesticada) del 48, se
aviene, de manera admirable y sorpresiva para los años 70, con el coro y
las coreografías permanentes de las Weismann, de sus profundos lamentos
lorquianos, de sus apasionados susurros amorosos, de las penas no
redimidas y siempre aplazadas, y de sus decisiones astutas (recordar
“los zorros y los erizos” de Isaiah Berlin), frente a una sociedad
falaz, oscurantista, conservadora, que las ha obligado a esconder a sus
hijas apenas nacidas, que oblitera el derecho de oposición en los demás,
que las persigue en su credo del amor y la ternura hasta llegar, sin
lugar para la reconciliación, al incendio y destrucción de la casa
misma, porque en la visión cavernaria los peores enemigos públicos y
particulares resultan ser el Amor y la Ternura.
El poema termina con una visión elegíaca que treinta años después no
ha podido ser más cierta, de un fatalismo premonitorio impresionante.
Los asesinatos y los genocidios oficiales, o para-oficiales, se
extenderían camuflados de tantas y distintas maneras que la misma
población civil, confundida y excitada, ha aceptado y aplaudido la
degradación de la guerra.
(En el 2008, el autor revisó la novela y le suprimió algunas frases,
morigeró el léxico y niveló el lenguaje literario. No perdió su
intensidad y sí ganó en estilo –como se decía hace unas décadas–. Si no
me engaño, como diría Borges, esta novela se debe catalogar entre las
mejores de la segunda mitad del siglo pasado en Colombia).