Antonio Caballero
El padre de mis hijos
Cuando el desconocido asomó la cabeza por la puerta
del bus, a Luz Angélica se le fueron las fuerzas. Nunca había visto a un hombre
tan buen mozo. En su regazo gruñó el perrito, impaciente: por primera vez en su
vida, Luz Angélica lo dejó caer. El desconocido retiró la cabeza, y se
ensombreció el mundo.
El perrito volvió a trepar a sus rodillas. Luz
Angélica sentía una repentina urgencia de ir al baño, y ahora quería bajar,
como antes había preferido quedarse sola en el bus recalentado al sol por asco,
por no mezclarse con la gente; pero no se atrevía a mover un dedo, y se
apretaba los ojos, recordando. “Bajo el arco victorioso de las cejas era un
triunfo la pupila quieta y brava”, susurró. Por la ventana entreabierta no se
veía ya ni rastro, ni sombra de su ausencia: solo un enorme anuncio de neón,
rosa y azul y palpitante y apenas dibujado en el calor sin fin de Montería,
anunciaba el punto exacto de la revelación: “Terminal Oficial de Buses
Interurbanos y Transportes Fluviales y Marítimos, TEROBUITRAFLUM”. Más allá, el
Restaurante Dolly, Comidas y Bandejas, el rectángulo informe de la plaza
surcado de hondas huellas de camión, anaranjado y rojo, encharcado de aceite y
aguas negras, talleres y ferreterías, las oficinas de Telecom, el Hotel Manila,
el Hotel Otún, que parecía más limpio. “Era un triunfo la pupila quieta y
brava, y cual conchas sonrosadas las orejas”. Era como Omar Sharif en el Doctor
Zhivago. En el bus vacío y reverberante Luz Angélica se sentía quieta y
fría como una piedra.
Los demás pasajeros regresaban al bus, oliendo a
sancocho, a aguardiente, a cebolla, a cerveza. Una mujer –de su edad, más o
menos, aunque tal vez más joven, o no más joven, más gorda, más vulgar, con una
ancha mata de pelo renegrido barriéndole los hombros, toda llena de afeites y
pestañas, toda vestida de tules, toda olorosa a aceites– se despedía con besos
presurosos y risitas y miradas esquivas y apretaba un pañuelo en una mano y una
cartera en un sobaco y una pesada grabadora Sony en el otro, sin contar las
maletas. Luz Angélica la odió desde el primer momento. Una mujer vulgar, llena
de risas y de gritos de pájaro, con pesadas candongas que colgaban sobre sus
hombros ondulantes, caderona, gruesa de extremidades, segura de sí misma,
mirando más allá, buscando a alguien. Luz Angélica se ajustó en torno al rostro
la pañoleta de seda natural, se estiró con un dedo discreto el tirante del
sostén pegado al pecho por el sudor del viaje, sintió que no podía respirar del
calor y del asco. Cruzaron sus miradas, y ahora se odiaban ambas. Pero el bus
arrancó por fin, Luz Angélica cerró los párpados para que se los acariciara el
viento tibio. Con un rubor inútil recordaba la cabeza increíble que había visto
un instante, suspendida en el resplandor caluroso de la puerta como en una
bandeja de oro. Y no quería pensar, quería olvidar ese episodio vergonzoso e
idiota de su vida en que había perdido el aliento por la cabeza de un hombre,
quería borrarlo de la realidad y del recuerdo, quería que no hubiera existido
nunca.
A la salida de la ciudad el bus paró frente a un
enorme cartel: “Bienvenidos, Welcome. Montería, Capital Universal de la
Riqueza”. Y subió el desconocido.
Era como Omar Sharif en el Doctor Zhivago.
Una pesada cadena con la Cruz Magnética de los Rosacruces le caía sobre el
pecho. Llevaba reloj de cuarzo. No llevaba equipaje. Miró a la gorda de los
tules, arqueó interrogativo la ceja victoriosa y alzó el dedo pulgar. Con una
risa llena de babas y de nervios la gorda de los tules alzó su propio dedo:
todo bien, mi amor, todo perfecto, todo bien para siempre, todo bien desde
ahora, todo felicidad, mi amor, todo, mi amor.
“Métale la chancleta, hermano”, dijo el
desconocido, y el bus partió como una flecha. Pero ya Luz Angélica no notaba el
soplo tibio del viento que le secaba el sudor en la cara. No sentía sino un
peso glacial en el estómago y no podía ver nada más que al desconocido que se sentaba
junto a la de los tules y le palmeaba el amplio muslo y le apartaba la candonga
y la gruesa mata de pelo para besarle el hombro mientras ella seguía embobada
en su risa de amor interminable. Como quien presenta una ofrenda, la gorda de
los tules sacó su grabadora, introdujo una cinta:
Aunque no quiera Dios, ni quieras tú, ni quiera yo,
hasta la eternidad te seguirá mi amor...
Boleros. Luz Angélica sentía un asco invencible por
la de las candongas y los tules. En su memoria los boleros estaban inextricablemente
unidos al mal olor del río de aguas negras que separaba su colegio de unos
barrios vagos, bajos, sin duda llenos de prostíbulos, en Medellín, más de
quince años antes. Por las noches, cuando se levantaba el viento, a las
ventanas del dormitorio llegaba el olor fétido del río mezclado con música de
boleros, gritos de mujeres, risotadas de borrachos: una vaharada dulzona y
espesa que borraba el aroma ordenado de los geranios de las monjas, que
corrompía incluso la paz del llanto.
…como una sombra iré
perfumaré
tu inspiración
y junto a ti estaré
también en el dolor.
Al verla sudorosa, contenta, risoteante,
restregándose contra el desconocido como una enorme perra lúbrica, Luz Angélica
entendía perfectamente que a la de las candongas le gustaran los boleros.
Quiso pensar en otra cosa. Acarició al perrito:
Candy, Candy, como estás, Candy divino. Pero Candy solo respondía con un acezar
de agobio, y en el sudor de la palma le quedaban mechones blancos desprendidos
del lomo. Por la ventana se deslizaba un paisaje caliente, cercas de alambre de
púas que subían y bajaban en lentas ondulaciones, tendidas sobre postes que
empezaban a echar retoños tiernos y ya cubiertos de polvo, hojitas de un verde
gris, ramas inquietas en el aire, ganado que pastaba inmóvil en las olas de
hierba, un cielo blanco como una plancha de metal. El bus brincaba en los
huecos, Luz Angélica brincaba en su asiento y veía brincar también a la gorda
de las candongas, le oía soltar penetrantes gritos de desvarío que dejaban
temblando sus brazos y sus senos: “¡Ay Isma, ay Isma, qué loco!”. En las
rodillas de Luz Angélica, Candy pesaba como un plomo.
El desconocido protestaba: “¿Solo trescientos
mil?”. Y la gorda le acariciaba la nuca y daba explicaciones: “Sí, mi amor,
pero después...”. Plata, plata, plata: en casa de Luz Angélica sus hermanos no
hablaban jamás sino de plata. Todos los hombres son iguales. Vio cómo la gorda
sacaba de su cartera un paquete envuelto en periódico, vio cómo el desconocido
contaba los billetes parsimoniosamente, guardaba un fajo en el bolsillo,
colocaba los restantes en la funda plástica de la grabadora, los ajustaba
contra el aparato. La gorda de las candongas exigía un beso más, como un
recibo. Mientras le daba el beso, los ojos del desconocido tropezaron con los
de Luz Angélica. Le hizo un guiño. Violentamente ruborizada, Luz Angélica se
dedicó otra vez a acariciar a Candy, como si lo frotara con linimento.
Se sentía turbada, confusa. Isma debía ser
contracción de Ismael, pensaba, y esas escapadas laterales de su imaginación la
perturbaban aún más. Al fin y al cabo qué le importaba a ella. Ismael, Isma, el
desconocido, no sabía bien cómo llamarlo, bebía de una botella blanca,
probablemente de ron, y daba de beber a pico de botella a la de las candongas.
Le rodaban gruesas gotas relucientes por la barbilla, cuello abajo, hasta los
amplios senos ceñidos por el tul, entre las risotadas y los besos. Luz Angélica
se esforzaba en vano por recordar la música del Doctor Zhivago, tan
triste:
tiri riri rin tirin
tiririri tiririn tiririn tiran...
Sobresaltada, vio la botella delante de sus
narices, el puño del desconocido, una esclava de acero con iniciales, I. N.,
unos ojos de terciopelo negro, un bigote de infierno, una sonrisa. Negó con la
cabeza y con los labios en un gesto de repulsión, violentamente, acorralada por
el vértigo.
“Ay, Isma, ven”, llamó la gorda.
Luz Angélica temblaba. Oyó chirridos, chasquidos,
roces, y la música de la grabadora cambió. Ya no eran los boleros melcochudos
de la gorda, sino una masa líquida, un chorro de agua que resbalaba en
escalones, una voz seca, sin amaneramientos:
Naciste para ser mala y mala serás
mientras vivas.
Te entregué mi cariño
y no supiste apreciar.
El desconocido la miraba intensamente, como si le
dedicara la canción. Luz Angélica apartó su mirada, sintiendo que se le helaba
el alma.
...qué mala hembra /qué mala hembra /qué mala
hembra
eres, mamá.
Que no, que no, que no,
que no te voy a amar.
Se sonrojó hasta las orejas. Nunca se había oído
llamar “hembra”. Todo le daba vueltas en su aturdimiento, y en el cuello y el
pecho la golpeaba una repentina granizada de fuego. El desconocido sonreía. La
gorda de las candongas se volvió bruscamente en su asiento, lanzándole una
mirada de rabia incrédula. Luz Angélica volvió la cabeza hacia la ventana,
sonriendo confundida: sabía que lo mejor de ella era la sonrisa. Nunca había
sido bonita, lo sabía. Nunca había despertado los celos de otra mujer. Pensó
que el desconocido podía ser tal vez egipcio, como Omar Sharif. Turco, más
bien. En la costa hay mucho turco. Sin dejar de sonreír, y aunque ya le
temblaban las comisuras de la boca y ni siquiera sabía si el turco la miraba,
mantuvo la mirada en el paisaje monótono de lomas y pastos, montañas
lejanamente manchadas de selva, nubes redondas en el cielo blanqueado de calor,
cercas de alambre reluciente y veloz entre postes y postes de matarratón
florecido, color de rosa, sin olor. Y luego fueron apareciendo platanales,
largas casas aplastadas con techo gris de palma, postes de la luz, un negro en
bicicleta, el bus entró con un silbido a un pavimento liso, casas de techo de
lata y eternit, otras casas más altas, rosadas, verde claro, camiones, un
mercado de frutas y de negros, una ancha plaza cercada de paredes sucias de
hollín y grasa, talleres, buses parados, fachadas achatadas, ferreterías, las
Residencias Lucy, el Hotel Yakarta: Montería otra vez. Un inmenso cartel la
sacó de su asombro: “Sincelejo, Capital Universal de la Cheveridad”. Recordó de
repente:
tin tiri tiri tiri ririn ririn
tin tiririri tirin tiriririri tirin tiran...
...la música tan triste, tan dulce, tan triste del Doctor
Zhivago, cuando la tempestad de nieve.
Bajaron
todos los personajes. Luz Angélica también. Quería ir al baño, quería estirar
las piernas –sí, quería ver al desconocido: ¿qué tenía eso de malo?–. En el
restaurante de las Residencias Lucy, se encontró parada frente a un mostrador
con vidriera lleno de pasteles desencuadernados como libros. El desconocido,
tres pasos más allá, bailaba solo en el piso de cemento, sin música, haciendo
con la boca tssiritssitchí tsstchiquitssí taschiquitsschí. La gorda de la
candonga reía con delirio. Luz Angélica pidió una de las milhojas de la
vitrina, y sin pedirlo le pusieron también un vaso de ron: el desconocido le
guiñó un ojo a espaldas de la gorda. Era un gesto vulgar. Y el ron era trago de
negros. Y ser negro, o meterse con negros, era lo peor que podía sucederle a
nadie en el mundo. Mordió la milhoja, que era a un tiempo arenosa y elástica y
se le pegaba al velo del paladar. Pidió una cocacola, pero nadie venía. Hizo un
buche de ron, tragó, tosió, probó de nuevo la milhoja para quitarse el calor de
la garganta, necesitó más ron para tragarla, le brotaron las lágrimas mientras
tosía otra vez, se dio cuenta de que la milhoja volvía a trepar glotis arriba
desde su estómago vacío y la empujó glotis abajo con el resto del ron. Le
temblaban las manos y las sienes. Trago de negros. Miró al desconocido con ojo
aguzado y húmedo, buscándole alguna gota de sangre negra. Turco sí, pero negro
no parecía. Aunque con los costeños no se sabe jamás. Pensó en el terremoto que
sacudiría a Manizales si ella se presentaba con ese turco en su casa –no
terminó de pensar: qué idiota, con semejante indio. Pero no: indio no, ni
tampoco negro. Turco sí, pero negro no–.
La gorda se perdió en el fondo del restaurante con
paso de borracha, buscando el baño. El desconocido se acercó a Luz Angélica,
quien sabía que vendría, pero que, al verlo venir sin tener dónde esconderse,
sintió que el corazón se le cerraba de un golpe en la mitad del pecho. Sonrió
como pudo, con los ojos dudosos y brillantes y las mejillas ardorosas.
Un poquito de tu amor,
un poquito nada más,
una sonrisa de tus labios
tan solo quiero de ti...
...le dijo. Luz Angélica perdió la voz. Entendía
que estaba cantando, sí: pero también estaba diciendo lo que estaba cantando.
Era más alto de lo que le había parecido hacía un momento, cuando cambiaba
risas con la gorda. ¿Dónde andaba la gorda? Si los veía juntos –aunque tampoco
estaban demasiado juntos– los mataría a los dos. Y sí estaban bastante juntos:
le llegaba su olor a sudor de hombre. Pero no era un olor desagradable. Temía
en cambio estar oliendo ella a sudor enfriado y rancio, de viaje largo.
–Vea, señor: usted nunca ha visto el Doctor
Zhivago, ¿cierto?
Y como él no contestaba nada, su propia timidez la
obligó a seguir:
–¿Se acuerda de la música, tin tiri tiri tiri ririn
ririn, tin tiririri tirin tiriri tirin tiran?
–Chao flaca: nos vemos –dijo él: la gorda ya
volvía. La recibió con un beso. Desde su agitación Luz Angélica se dio cuenta
de que era un beso de disimulo. No entendía qué veía en ella: gorda, vulgar,
borracha.
El aire caliente de la plaza la golpeó al salir
como una bofetada. Puso a Candy a orinar a la sombra del bus, contra la llanta.
Desde su espalda dos manos se cerraron cortándole el aliento sobre sus senos
planos, a través de la blusa. Echó a correr a ciegas, tropezó con el mostrador
de la vitrina, fue a dar al baño de hombres, acabó por fin encerrada en el de
mujeres, envuelta en un vasto olor pacífico a desinfectante de limón. Apoyó la
mejilla enrojecida en el baldosín del muro, respirando muy hondo. Turco vulgar,
turco inmundo. Sentía todavía sus manos apretando sus senos, en realidad
prácticamente inexistentes: sin el sostén, no se verían. Turco creído, debe
pensar que todas las mujeres son tan... –se vio abrumada de vergüenza al
descubrir que estaba pensando en la palabra “puta”, que ella pensaba “p...”,
como en una palabra que se le pudiera aplicar a ella misma: porque cosas así no
les pasan sino a las p...–. Lloraba, o sentía por lo menos un ardor en los
ojos. Se miró en el espejo carcomido de orín: todo le daba asco: el espejo, y
el turco, y ella misma. Se miró la nariz afilada, brillante en la punta. La
boca fina, casi sin labios. Los ojos pequeños, hundidos. Sabía que era fea; o
no fea, sino que no era atractiva. Se alisó la pañoleta, se acomodó el sostén:
las manos del turco inmundo habían estado ahí –lo pensó entre comillas: “ahí”–.
Buscó en vano una huella dactilar, alguna sombra ajada en la seda de la blusa.
Se miró de perfil. Se dio cuenta de que desde hacía rato estaba oyendo el
bramido impaciente del pito de aire del bus. La iban a dejar abandonada en
Sincelejo, eran capaces; y ni siquiera sabía por dónde andaba Candy. Corrió,
atropelló a Candy que la esperaba ante la puerta del baño, lo recogió al pasar,
salió corriendo a la plaza. Pensó que no había pagado la milhoja, pero estaba
segura de que el turco inmundo la había pagado por ella. Al pasar rumbo a su
puesto en la ventana no quiso ni mirarlo.
Boleros, besos entre el turco inmundo y la gorda
inmunda, más boleros. El resto del viaje iba a ser intolerable. Luz Angélica
deseaba ardientemente llegar pronto a Cartagena, encontrar a Nuria Esther en el
terminal de buses –y luego el Hotel Americano, el aire acondicionado, el limpio
olor del mar–. Los boleros eran siempre los mismos, y afuera el paisaje era
también el mismo, monótono y caliente. Y saber que había llegado a pensar
–idiota, idiota–: habría sido mejor perder el bus en Sincelejo, no tener que
aguantar todavía durante horas la vista de ese turco desgraciado,
desvergonzado, descastado. “Puta”, pensó con todas sus letras; pero no pensaba
en ella misma, sino en la gorda de las candongas: no podía dejar de mirarlos.
Recordaba la dureza, y al mismo tiempo la dulzura, de sus manos en sus senos, y
la quemaba el recuerdo. Lo único que quería ese hombre era “eso” –se decía, sin
atreverse a precisar qué entendía exactamente por “eso”–. Algo turbio, sucio,
pecaminoso.
Algo de clases bajas, de turcos, de boleros, de
putas.
–Llanta, señores –anunció el chofer.
Descendieron. El chofer caló el bus con grandes
piedras bajo las ruedas, desmontó la llanta, la cambió. El turco lo ayudaba. La
gorda, acurrucada a la sombra del bus, ponía bolero tras bolero y se quejaba
del dolor de cabeza: “Ay, Isma”. Mientras duró la operación Luz Angélica se
mantuvo prácticamente a pleno sol, apenas protegida por la sombra difusa y casi
transparente de un matarratón florecido, por quedar lejos de la gorda. El turco
se quitó la camisa. Luz Angélica veía el juego liso de los músculos al alzar
sin esfuerzo la gigantesca llanta, las sombras bruscas en la piel. Y tenía –al
sol, y en un dolor creciente de cabeza– una alucinación innoble y recurrente:
que apoyaba su rostro contra el pecho del turco y respiraba hondo su olor a
hombre fornido. Nunca había olido la piel de un hombre.
La gorda de las candongas se fue a dormir su
borrachera al asiento del fondo y ahora viajaban en silencio, sin boleros, sin
risas, apenas con el bramido del motor, el traqueteo desajustado de los hierros
del bus y el gemido del viento en la ventana. Pero Luz Angélica no lo oyó venir
hasta que su voz cantante le susurró al oído:
Una sonrisa de sus labios
tan solo quiero de ti.
Se estremeció. Pero lo odiaba. No quiso mirarlo.
Además, no estuvo segura de que pudiera mirarlo con el desprecio mortal que
merecía. Qué idiota había sido: “Usted no ha visto el Doctor Zhivago,
¿cierto?”. Y qué idiota: “¿Se acuerda de la música?”. Qué iba a entender de
música ese turco.
Mi debilidad,
tú eres mi debilidad:
la que me consume
y no puedo rechazar.
Cantaba en voz baja, agachado en el asiento de
enfrente y separado de Luz Angélica solo por el estrecho pasillo y el asiento
exterior, donde Candy dormía con el ojo vidrioso y semiabierto.
Debili debili debili debili debili
mi debili mi debili debili debili debili
mi debilidad.
Era ridículo. A pesar suyo, Luz Angélica hizo una
media sonrisa, sintiéndose ridícula ella también –y para su inmenso sobresalto
el turco cayó de rodillas como tocado por un rayo–. Miró al fondo del bus,
segura de que la gorda venía a sacarle los ojos. El turco se retorcía, besaba
los tubos cromados del asiento, se erguía como un resorte para dejarse caer de
nuevo al piso con las piernas abiertas, moviendo las caderas, palmeándose los
muslos:
...debili debili debili debili debili debili
mi debilidad.
Luz Angélica sonrió abiertamente,
involuntariamente, detestándose por idiota, detestándolo por payaso, se tapó la
boca con la mano cuando estaba a punto de prorrumpir en una risa sin control:
porque así como su sonrisa era luminosa y serena, su risa tendía al hipo y a la
histeria. El turco le arrebató la mano de los labios y se la besó.
–Váyase, hombre, suelte, se despierta su amiga
–tartamudeó Luz Angélica aterrada, cuchicheante, tirando de su mano para
recuperarla. El turco tironeó de su lado, tironeó ella más fuerte,
angustiadísima, tironearon ambos. Él cedió.
–¿Viste mi debilidad, flaca?
Y regresó a su puesto. A Luz Angélica le latía el
corazón como un martillo. Se acarició la mano, donde habían quedado marcados en
rojo los dedos del turco. No debía haberse reído, no debía haberle hablado,
pero era una idiota. Lo había perdonado, qué idiota, pero lo había perdonado.
¿De dónde sabría ese hombre que a las mujeres se les besa la mano? A lo mejor
era de buena familia. Oyó la voz burlona de sus hermanos: ¿turco de buena
familia? Qué idiota, qué idiota, qué idiota, pero lo había perdonado. Y en el fragor
de su agitación se sentía liberada, tranquila, bien. Se miraba la mano donde
las marcas rojas empezaban a volverse verdugones azules. Pensó en los
verdugones de sus senos tratados con tan brusca familiaridad, avanzando como
una gran mano morada hasta cubrirle todo el pecho. Pero ya no lo odiaba. Era
una idiota, pero ya no lo odiaba. Sentía, si se esforzaba por recordarlo, el
calor brusco y doloroso de las manos del turco jugando con su pecho: y se
esforzaba por recordarlo. Se dijo: en realidad lo que pasa es que le gusto. Y
se ruborizó. Era una sensación terriblemente nueva y excitante, gustarle a un
hombre.
Corozal. Una informe plaza al sol, talleres,
ferreterías, Residencias Nancy, Telecom. El chofer anunció una parada para
remontar la llanta. Pero ya no importaba la demora. Ahora Luz Angélica quería
que el viaje durara para siempre. El terminal de Cartagena se anunciaba como
una pesadilla: dejarlo ir, perderlo para toda la vida. Decirle a su amiga con
una sonrisa desenvuelta: “Mira, Nuria Esther, te presento a Ismael, un amigo”.
Ismael no parecía nombre de turco, gracias a Dios. Más bien valluno. No era
como si se hubiera llamado Abdalá, o Alí, o Yamil, o Hassán. La gorda de las
candongas gimoteó desde el fondo:
–Ay, Isma, yo más bien te espero aquí –y al ver que
el turco se disponía a bajar, feliz, silbando: –Pero primero dame un beso,
amore.
Luz Angélica no quiso ver el beso. Había pensado
bajar ella también, pero ya no. Tampoco era una idiota.
Lo oyó tamborilear en su ventana. No volvió la
cabeza. Tamborileó más fuerte, imperioso, con urgencia. Luz Angélica miró hacia
el fondo del bus con el rabo del ojo, vio a la gorda dormida, tumbada bocarriba
en la banqueta, con las piernas abiertas: nunca había visto a nadie tan vulgar
en su vida. El turco insistía: “Baja, flaquita”. Ella dijo que no con la
cabeza.
Naciste para ser mala y mala serás
mientras vivas.
Yo te entregué mi cariño
y no supiste apreciar.
Luz Angélica se sintió invadida por una dulcísima
ternura. Sonrió por la ventana. Bajó a la plaza. El sol se ponía ya tras las
fachadas planas del occidente, detrás de Telecom. El turco la recibió tomándola
por los codos y le tarareó al oído en un cuchicheo ardiente:
A ver mamacita,
arrímate a mi cintura.
¡Tócamelo, mamá!
¡Qué rico!
Y la arrastró por un brazo, a la carrera, rumbo a
las Residencias Nancy, Comidas y Banquetes, Apartados para Familias, mientras
ella intentaba que del otro brazo no se le cayera Candy. Era como Omar Sharif
en Lawrence de Arabia. Como si de pronto la hubiera recogido al galope
con su brazo de acero y de un envión la hubiera cruzado sobre la cabeza de su
silla y hubiera echado a galopar por el desierto, sonriendo con sonrisa de
relámpago. Fue una decepción que el rapto y la carrera terminaran diez pasos
más allá, frente a una mesa redonda de metal.
–Ay, mamacita, te gozo –le dijo el turco al oído, y
se alejó medio bailando. No era muy alto, en realidad. Más bien bajito. O no,
bajito no: pero tampoco muy alto. Con el rostro ardiente se arregló la pañoleta
que dejaba escapar un mechón de su pelo castaño, casi negro a esas horas por la
grasa del viaje. Una vez más lamentó amargamente tener un pelo tan aceitoso,
tan fino, tan escaso. Él regresó, botella en mano. La hizo beber. Reían ambos.
A Luz Angélica le brillaban los ojitos hundidos, y se dio cuenta de que era
absolutamente feliz.
–Flaquita castigadora, no querías bajar.
Y ella no sabía cómo explicarle que no, que no era
eso, que sí quería bajar, y al oírse llamar castigadora –castigadora ella, que
nunca se lo habría imaginado– sentía un orgullo desconocido. Cerró los ojos. Le
temblaban los párpados. Alzó los labios entreabiertos, esperando que el turco
la besara, deseando que la besara por fin. Y al mismo tiempo se empinaba en su
silla de metal para que la mesa no fuera un obstáculo si él quería cogerle los
senos otra vez. Esta vez no se retiraría, al contrario: quería que le
acariciara los senos despacio, con dulzura. Sintió que él le cogía una mano,
que tenía floja y suelta sobre la falda, y la besaba, como en el bus. Pero no
abrió los ojos, y esperaba temblando. El turco atrajo sin brusquedad su mano
dócil hacia él, y a través del dril del pantalón Luz Angélica tocó algo duro, y
tardó un momento en darse cuenta de qué se trataba. Le atravesó el cuerpo un
choque de sorpresa, de horror, pero no retiró la mano ni abrió los ojos, sino
que tembló más fuerte. Él la obligó a circundar con sus dedos delgados aquella
cosa gruesa y firme que le llenaba la mano, tensa, caliente. Se le antojaba
inverosímilmente grande.
El bus, afuera, empezó a pitar. Luz Angélica dejó
caer la mano, se levantó como una autómata, subió al bus, atravesando el
aullido angustioso del pito como si nadara. Candy corrió detrás, se quedó
ladrando al pie del escalón del bus, incapaz de subir, dando saltitos. Bajó de
nuevo a recogerlo, volvió a subir, sin ver, ensordecida, con los globos de los
ojos a punto de estallar, sudando a chorros. Se sentó en su puesto, se arregló
una y otra vez la pañoleta. El bus seguía pitando y el turco no subía todavía:
debía de estar pagando. En las pausas del pito la gorda de las candongas
escuchaba embelesada fragmentos de bolero: “no habrá ningún lamento / al fin de
mi existencia / toda esa dicha habrá / en el beso que deseo...” y violines,
saxofones, un piano. El súbito silencio del pito la dejó con el corazón en la
garganta, esperando. Sin haberlo planeado, estaba segura de que ahora el turco
se sentaría a su lado en el asiento libre, y para abrirle campo mantenía al
perro apretado contra su regazo. Pero se acomodó junto a la gorda.
Agitada, decepcionada, exhausta, aliviada también,
Luz Angélica cerró los ojos. Sobre el techo del bus cayeron algunas pesadas
gotas de lluvia, pero no menguó el calor. El plástico del forro del asiento se
le pegaba a la espalda, y el sostén le colgaba mustio entre los senos húmedos.
¿Tendría que confesarse? Pero sería un sacrilegio, porque en ella no había nada
parecido al arrepentimiento. Sería suya, sería lo que él quisiera, sería su…
sí, sería su amante. Recordaba la dureza y el calor del hombre entre su mano, y
no se arrepentía. Subrepticiamente se llevaba la mano a la cara, como si
quisiera ajustarse mejor la pañoleta, para oler en ella el olor de Ismael. En
la penumbra interrumpida apenas por el parpadeo de colores del tablero, por el reflejo
lechoso de los faros en los taludes de las curvas, por las luces violentas de
algún camión enfrentado, veía el perfil del turco, y la mano de la gorda que le
acariciaba incansablemente la nuca, y su brazo redondo, cargado de pulseras
relucientes.
Aunque no quiera Dios, ni quieras tú, ni quiera yo,
hasta la eternidad te seguirá mi amor...
...aseguraba una voz melcochuda desde la grabadora
Sony. Era eso, era eso. Luz Angélica cabeceaba involuntariamente en el bramido
sordo del motor, pero no quería dormirse. A la media luz de los bombillos del
techo se veía reflejada en el vidrio: su cara pálida y húmeda encerrada por la
pañoleta de seda, como la de una monja; sus ojos briillantes de fiebre. Sí, lo
presentaría en su casa, pasara lo que pasara. No, eso jamás: un turco. Se iría
con él, tras él, hasta donde él quisiera. Hasta la eternidad te seguirá mi
amor... Ismael, Ismael, repetía –y el nombre le sabía a miel entre los labios:
Ismael–. Tendrían hijos: al primero le pondrían Ismael lván... Luz Angélica
Piedrahíta de… –¿de Ismael?–. Intentó adivinar su apellido, que a juzgar por la
esclava de acero empezaba con una n, como en el misal: “Nuestro obispo nn,
nuestro papa nn”. La sacudía la feroz alegría del sacrilegio, y pronunciaba a
media voz: “Luz Angélica Piedrahíta de Nadir. Luz Angélica Piedrahíta de
Nablús. Luz Angélica Piedrahíta de Narzim...”.
En su mano volvía a buscar su olor, casi perdido
ya, confundido entre todos los olores de la tierra caliente que entraban por la
ventana: olor a platanales, a viento tibio del mar, a fruta podrida. En las
curvas de la bajada se veían brillar a lo lejos las luces de Cartagena, a la
orilla de la masa sombría del mar.
Luz Angélica ya no sabía adónde iba, Carretera de
la Cordialidad adelante: a Barranquilla, tal vez, o a Santa Marta, o todavía
más lejos, a Maicao. La gorda de las candongas había dicho: “Cuando lleguemos a
Maicao, amore...”. Amore, gorda vulgar. Para Luz Angélica, Maicao era un lugar
siniestro, lleno de televisores de contrabando, de turcos, de mafiosos, de
venezolanos. Pero si Maicao estaba en su destino, Maicao estaba en su destino.
En Cartagena habían subido pasajeros nuevos, todos hombres, gritones y
brillantes, que ahogaban con sus voces y sus risas los boleros inagotables de
la gorda. En el fragor del terminal de buses había visto a Nuria Esther que la
buscaba miope y perdida entre la muchedumbre, y se había refugiado detrás de
una columna con Candy entre los brazos. Había visto cómo un negro de camiseta
rosada recogía su maleta y se la llevaba con toda tranquilidad, a pesar de las
grandes etiquetas: “Luz Angélica Piedrahíta, Manizales”. No se había atrevido a
gritar. Lo único que importaba era seguir adelante con Ismael, tras Ismael, a
Maicao si era preciso. Ya no quedaba nada de su olor en su mano.
El bus paró casi en seco, con un aullido de
llantas, ante unas luces cegadoras. Subió un hombre terrible, armado de
metralleta. Detrás subieron otros dos, también armados. Entre los pasajeros, de
repente, reinaban el silencio y la parálisis.
–Se acabó la diversión –dijo el hombre terrible.
Uno de sus secuaces añadió con una gran sonrisa, haciendo como si bailara con
su metralleta:
–Llegó el comandante y mandó a parar.
Nadie sonrió.
–Todos bajan –ordenó el hombre terrible.
Del asfalto recalentado de la Carretera de la
Cordialidad subía un vaho blanco, iluminado por los faros potentes de dos
camionetas paradas frente al bus. En las luces cruzadas, nimbados de luz, como
apariciones, aguardaban dos asaltantes más, armados, y otro iba requisando a
los pasajeros que bajaban, vestido de uniforme militar. Luz Angélica sintió una
gran tranquilidad: era el ejército. Se acercó al hombre terrible:
–Mi comandante… –empezó a balbucear.
En sus brazos, Candy gruñó y mostró los dientes,
sobresaltando al comandante. Pero al ver el tamaño de la fiera se la arrancó a
Luz Angélica y la cosió a tiros en el aire. El perrito no pudo ni ladrar. Luz
Angélica se quedó atrapada entre las luces de los faros, con las manos en la
boca y los ojos abiertos, hasta que el comandante la apartó de un empellón. Fue
a chocar con otro asaltante, que la lanzó más lejos, haciéndola rodar por
tierra. Los pasajeros bajaban uno a uno, se colocaban disciplinadamente en fila
con las palmas apoyadas en el costado del bus, se dejaban quitar sin protestas
el dinero, los relojes, los objetos brillantes. Medio tendida en la cuneta, Luz
Angélica veía aterrorizada la escena extrañamente silenciosa, iluminada como el
escenario de un teatro; veía a Candy aplastado en el asfalto, con las fauces
abiertas, en el centro de una mancha negra que se agrandaba lentamente.
La gorda de las candongas forcejeaba con uno de los
piratas, resuelta a defender su grabadora Sony y sus boleros. El aparato cayó
al suelo con un crujido de plástico quebrado, y la gorda lanzó a la noche un
clamor ronco y se arrojó sobre el hombre para arrancarle los ojos. Lucharon un
momento. Otro pirata la abrazó por detrás. Se rasgaron los tules, en la luz
poderosa de los faros surgió un seno violeta y de inmediato una mano oscura se
cerró sobre él mientras la gorda soltaba un grito agudo. Los hombres rieron. Y
tendieron a la gorda en el asfalto caliente, y uno la mantenía pegada a la
tierra por las muñecas y dos más le inmovilizaban el molino de las piernas, y
uno tras otro la violaban los seis, de espaldas a los pasajeros silenciosos que
apoyaban las palmas en los flancos del bus y miraban sus latas de colores con
ojos quietos. En la cuneta, protegida por la sombra, Luz Angélica temblaba. Los
gritos de la gorda se espaciaban, se enronquecían, se reducían al breve ¡aah!
de la brusca penetración, se perdían bajo el resollar del violador de turno.
–Las hembras eran dos –dijo uno de los piratas
haciendo girar una linterna para escrutar la noche.
Luz Angélica se quedó quieta como una piedra.
Cuando la alcanzó la luz, echó a correr de un salto. Cinco metros más allá la
atrapó por el hombro una mano pesada, y dos hombres la arrastraron pataleando
al escenario iluminado. Lloraba, gritaba, intentaba rasguñar y dar patadas,
había perdido en la pelea su pañoleta de seda y sus pelitos lisos y tristes le
caían en mechones de aceite sobre los hombros. El comandante le destrozó la
ropa de un manotazo, dejándola desnuda, solo con los zapatos de medio tacón y
las medias escurridas hasta las corvas. Aparecieron a la luz sus pechos planos,
moteados de verdugones y de pecas, su costillar saliente, su carne de gallina a
pesar del calor, su vientre blanquecino surcado por las cuatro estrías negras
que dejaron las uñas del comandante, los pelos lacios de su pubis, como una barba
rala. El comandante la examinó, le separó los brazos con los que ella intentaba
proteger el pecho, le apretó un pezón entre el pulgar y el índice hasta hacerla
gritar mientras saltaba grotescamente en un pie. Soltó una risotada:
–Es un gurre de mierda –dictaminó–. Nos fuimos.
Y le volvió la espalda. Luz Angélica,
desnuda, desdeñada, aliviada, humillada, comprendiendo que no la tocarían, dejó
escapar un gemido que pareció arrancarle las entrañas y cayó a tierra como un
bulto. Con la cara y los senos aplastados en la carretera caliente se sentía
rota de vergüenza. Y habría querido estar muerta, que la hubieran acribillado a
tiros como a Candy después de exhibirla desnuda para burlarse, que era eso, que
no era nada, que era un gurre de mierda, y el turco había jugado con su
corazón.
Se oyó la voz gimiente de la gorda:
–¡Ay, Isma...!
El turco se volvió a mirar. Uno de los piratas lo
observó atentamente:
–¡Mi comandante! Este es un tira.
–¿Cuál?
–Este. Este trabajaba con la Brigada en Turbo, fue
el que hizo meter preso a mi hermano Lupercio. Ismael Nayib, el turco Nayib,
uno que le decían el loco Nayib allá en Turbo, la gente se la tenía jurada.
Hasta que se voló. Decían que se había ido para Montería. Allá en Turbo andaba
de sargento de la policía. Es tira, mi comandante.
El comandante se quedó mirando al turco, pensativo.
El turco lo miraba en silencio.
–A este hijueputa lo fusilamos pero ya.
Entre dos lo cogieron, lo llevaron a empellones
lejos de los demás, lo apoyaron de espaldas en la carrocería del bus, iluminado
por los faros cegadores de las dos camionetas. El turco alzó el brazo, ya sin
reloj de cuarzo:
–Tranquilo, hermano: concédame un deseo y no se
arrepiente.
El comandante le dio una bofetada que sonó como un
disparo.
–¡Yo no soy hermano de ningún tira, gran hijueputa!
–Un deseo, mi comandante. El último deseo de un
moribundo.
El comandante pareció dudar, ceder.
–A ver. Pero prontico que estamos de afán.
–Pero venga se lo digo aquí pasito.
El comandante acercó su rostro al del turco, y Luz
Angélica pensó por un momento que el turco lo iba a escupir. Cuchicheó algo. El
comandante lo miró con asombro.
–¿A esa?
El turco hizo que sí con la cabeza.
–¿Por qué?
–Porque a ella le conviene. Y a ustedes no les
cuesta ningún trabajo.
El comandante rió, le dio un empujón casi amistoso
en el pecho:
–¡No joooda, hermano! Hay que ser muy tira y
muy hijueputa. ¿Y yo qué saco con eso?
El turco volvió a cuchichearle al oído. El
comandante le dio un nuevo empellón. Discutían. Luz Angélica quería que lo
mataran de una vez, y era la primera vez en su vida que cometía un pecado de
esa magnitud: deseaba que mataran a alguien. El comandante se volvió, furioso:
–¡A ver, carajo, quién requisó a esta gente! Este
tira de mierda dice que tienen escondidos otros trescientos mil pesos.
Requisaron de nuevo a todos los pasajeros. Una mano
brutal le arrancó a Luz Angélica la cadenita de oro en la garganta, con un
corazoncito de oro que se abría y dentro tenía una perlita y grabado su nombre.
Recordó la plata de la gorda, los trescientos mil pesos escondidos en la
grabadora Sony.
–No hay nada, mi comandante. ¿Los empelotamos a
todos?
–¡Tira hijueputa! –el comandante, furioso, le puso
la pistola en la sien–. ¡O habla, o lo quemo!
Luz Angélica escuchó la voz del turco, ronca, pero
perfectamente audible ahora:
–Ahí verá, hermano. O me cumplen mi último deseo, o
ahí se quedan sin su buen billete.
El comandante vaciló.
–Y si le tiene tantas ganas, ¿por qué no se la tira
usted mismo? Nosotros lo esperamos.
El turco negó con la cabeza, volvió a hablar.
–No, hermano... A qué horas. ¿No ve que con esta
vaina del fusilamiento me puso las huevas de corbatín?
El comandante, sin preaviso, le dio una violenta
patada en los testículos que lo dobló en dos.
–Para que tengas de qué quejarte, hijueputa
–masculló–. Bueno, compas: el tira este de mierda está proponiendo un trato.
–Fusilémoslo, mi comandante.
–Eso no hay de otra. Pero el tipo ofrece que, si
nos tiramos a su novia, nos da trescientos mil pesos.
Hubo un silencio de asombro.
–A esa ya nos la tiramos, mi comandante –rió un
uniformado–. ¿No será más bien que quedó contenta?
Todos rieron, incluso algunos pasajeros.
–Esa no. La otra. La cachaca. De nuevo hubo un
silencio.
–Este tipo nos está mamando gallo, mi comandante
–opinó uno. Otro miró dubitativo a Luz Angélica por encima del hombro:
–A esa no se la come ni el gusano.
Luz Angélica sintió un vahído. Ella. La plata de la
gorda. Se sintió pagada, se sintió comprada, se sintió amada, tal vez.
–Tráiganla –ordenó el comandante.
Luz Angélica sintió que la cogían por las muñecas y
la ponían violentamente en pie. El comandante la miró a la luz de arriba a
abajo: los ojos parpadeantes en su rostro puntudo de ratón, bañado en lágrimas,
la boca abierta mostrando los dientes inferiores, el flaco cuerpo desnudo,
escurrido, blanco como la leche, salpicado de pecas, la barba lacia entre las
piernas.
–Rocky, tú –ordenó.
–¿Yo? –Rocky sonaba incrédulo. Los otros rieron,
palmeándose los muslos, palmeándole la espalda:
–¡Eso, Rocky, éntrale, hermano!
Trajeron al turco a empellones, lo tumbaron de un
culatazo en la cara.
Luz Angélica oyó crujir el hueso. Rocky se abrió la
bragueta, se sacó el miembro con la mano, encogiéndose de hombros. Era un negro
alto y joven, con cara de niño. Luz Angélica se dejó tender dócilmente en el
asfalto, oyendo la respiración honda y rota del turco, sintió la mano dura de
Rocky abriéndole las piernas, y entre sus muslos el calor blando de su miembro.
–No se me para –explicó Rocky, riendo con dientes
blancos y grandes en la oscuridad lisa de su cara de niño.
–Hazte la paja, Rocky –sugirió alguno por detrás.
Luz Angélica cerraba los ojos y trataba de no pensar
en nada, y oía risas y voces y el resuello del turco tumbado en la carretera
entre botas y culatas de fusil. Pero Rocky golpeaba ahora con fuerza entre sus
piernas y ella sentía sus golpes ciegos, dolorosos, y todo el peso del hombre
sobre su pelvis y el frío metálico de las cartucheras clavado en el pecho,
hiriéndola. Rocky golpeaba ayudándose con una mano, riendo. Y de pronto Luz
Angélica sintió un agudísimo dolor de desgarrón y el miembro duro de Rocky que
se abría paso en ella rompiéndola, como si la fuera a abrir en dos, que
penetraba en ella hasta donde ella nunca, en sus lecturas, había creído que
fuera posible penetrar. Recubriendo el dolor sintió punzadas de algo que debía
ser placer, y luego oyó su propio grito de animal mientras se abría aún más
para que Rocky entrara todavía más hondo, y se sintió dejada y otra vez llena
hasta reventar, y sintió crecer en ella una oleada que ahora sí, sin duda, era
placer, y un jadeo le llenó la garganta. Por entre los párpados inundados de
llanto veía la cara aplastada del turco, el puente roto de su nariz, y entre
sus propios gritos y gemidos oía la risa de Rocky y luego su repentino resollar
y todo su peso caliente y sudoroso sobre su cuerpo y un chorro palpitante
reventando en el fondo de ella con una fuerza inesperada y en una nueva marea
de delicia. Después, Rocky retiró su miembro ensangrentado y lo limpió en el
muslo de Luz Angélica, y se cerró la bragueta sin parar de reír mientras ella
seguía sintiendo oleadas que la envolvían y se retiraban un instante para
volver a envolverla, y apenas sentía la palma pálida de Rocky que le daba en la
mejilla un par de golpecitos cariñosos.
–Estás buena, cachaca. Te falta práctica.
El comandante pateó al turco en las costillas.
–Bueno, hijueputa, ya te hicimos el favor. Si me
engañaste te vamos a colgar de las huevas. Dónde está el billete.
El turco señaló con el dedo:
–Ahí.
De la boca le salió un chorrito de sangre. El
propio comandante se metió debajo del bus para pescar los restos aplastados de
la grabadora Sony. Tiró al suelo el aparato despedazado y empezó a sacar
puñados de billetes de la funda de plástico.
–¡Ah, hijueputa, y los tenías bien escondidos...!
Pero no creas que te salvas tan fácil, gran hijueputa.
Lo alzaron entre dos. Luz Angélica vio que arqueba
la ceja, mirándola, y trató de cubrirse el vientre con las manos. El turco le
sonrió:
–Chao, flaquita.
–¡Fusílenlo!
Una ráfaga de metralleta lo dobló contra el bus.
–Qué tal, el muy hijueputa...
Los piratas se montaron en sus dos camionetas,
giraron con un chirriar de llantas y partieron a toda velocidad. Durante unos
instantes solo se oyeron los ruidos calientes de la noche, horadada hasta muy
lejos por los faros del bus detenido. Luego los pasajeros empezaron a moverse.
La gorda de las candongas soltaba gemiditos, intentaba cubrirse los senos con
los brazos, el vientre con los tules destrozados. Algunos pasajeros la miraban
con lascivia. El chofer se acercó al turco inmóvil, cuya cabeza se apoyaba en
un ángulo extraño en la llanta delantera del bus.
–Está muerto –dijo.
Luz Angélica lo oyó sin emoción, encogida en el
piso. Sentía que entre las piernas le empezaba a escurrir el líquido ya
enfriado del hombre, mezclado con su sangre. “Es tuyo, Ismael”, pensaba. “Es
mío. Es Ismael Iván. Es nuestro hijo”. No se dio cuenta cuando la de las
candongas se acercó a ella tambaleante y le escupió en la cara.
POST
SCRIPTUM
Poética
Salvo este, que apareció en el primer número de El
Malpensante hace 18 años, y un par de pretenciosas tentativas juveniles 25
años antes, nunca he publicado cuentos. Y solo una novela, Sin remedio,
hace ya treinta. Y es porque la ficción, que obsesiona a tantos escritores
hasta el punto de que no conciben que puedan existir otros géneros literarios
–la poesía, el ensayo, el panfleto, el periodismo–, tiene la virtud de que en
ella caben todos a la vez. Pero tiene también una difícil exigencia: lo que se
dice con ella no puede ser dicho de otra manera.
Alguna vez leí que Karl Marx, cuando trabajaba en
el árido tratado económico-político de El capital, creía estar
componiendo un poema. Y lo que le salió fue una obra de ficción.
Antonio Caballero
Antonio Caballero Holguín estudió algunos años de su formación
primaría en el Colegio Ramiro de Maestro en Madrid (España) que
complementó con una educación familiar cuando vivía en Tipacoque, Boyacá.
Durante los años cincuenta, a raíz del cierre del diario El Tiempo,
donde laboraba su padre, vivió entre España y Colombia. Más adelante
gozó de una educación privilegiada, primero en el Colegio Mayor de
Nuestra Señora del Rosario, donde también estudio el columnista Daniel
Coronell, y después en el Gimnasio Moderno, uno de los colegios más
reconocidos de Bogotá y de donde se recibe como bachiller. Comenzó sus
estudios de Derecho en la Universidad del Rosario, aunque aprovechando el reciente nombramiento de su padre como embajador en la Unesco, se trasladó a París donde continuó sus estudios en Ciencia política, abandonando así la practica del derecho.
Uno de los primeros hechos que lo impactó políticamente fue la
Revolución Cubana de 1959, pero su inicio en el periodismo sería durante
su estancia en París, cuando presenció uno de los eventos más
esenciales para su generación: el Mayo de 1968.
París fue el escenario de una serie de revueltas que por primera vez
mostraron la capacidad de organización y rebelión de una generación
desencantada frente al orden establecido. Sin embargo, a raíz del caos
que desataron las revueltas, la facultad de Ciencias Políticas cerró y
Caballero no pudo continuar sus estudios, por lo cual se vio forzado a
volver a Bogotá. Ya colaboraba con El Tiempo desde 1964, pero como
caricaturista, con su serie Cartones que se publicó en ese diario hasta
1974.
Poco después volvió a Europa, donde viajó por Italia, Grecia, España e Inglaterra. Se instaló en Londres donde comenzó a trabajar para la BBC de Londres y la revista The Economist. Posteriormente se trasladó a Roma, donde permaneció alrededor de un año antes de partir a Grecia. Allí se instaló en Cefalonia donde subsistió durante un año de los dibujos que vendía semanalmente.
De Grecia partió a Madrid cuando Juan Tomás de Salas fundó la revista Cambio 16. Allí escribió para la revista hasta 1975, el año en que murió Francisco Franco. Regresó entonces a Colombia para escribir en la revista Alternativa, la cual había sido fundada en 1974
con el propósito de mostrar las luchas populares y brindarle voz a la
oposición política y los sindicatos que en ese entonces se empezaban a
articular contra el establecimiento, pero que eran ignorados y solo
vistos como bandolerismo o sindicalismo subversivo.1
Permaneció como jefe de redacción y corresponsal internacional de la
revista hasta su última publicación. Allí publicó dos series de
caricaturas, bajo el título Macondo y El Señor Agente.
Sin embargo, en una conversación con Enrique Santos, aseguró que
escribir en la revista había reprimido su estilo y tono de escritura,
puesto que cualquier artículo debía pasar por un consejo de redacción
para ser corregido y aprobado. Su voz pasaba entonces a formar parte de
la voz unívoca en la que se conglomeraba las otras voces del grupo de
Alternativa.2
En la década de los 80 fue columnista de El Espectador. Pero en 1996
regresó a la revista Semana. Desde entonces sostiene una columna semanal
sobre política y actualidad y la serie de caricaturas, Monólogo. Desde
estos espacios de opinión se ha caracterizado como uno de los críticos
más agudos de los sucesivos gobiernos de Colombia y de la influencia de Estados Unidos en la política interna colombiana, en especial, a raíz de la llamada "Guerra contra las Drogas".
En 1984 Caballero incursionó en la novela de ficción con la publicación de Sin remedio.
La novela cuenta las aventuras y desdichas de Escobar, un poeta
frustrado en la convulsionada Bogotá de los años 70 o, simplemente, como
él mismo la definió, "una novela sobre lo difícil que es escribir
poesía". Pese a su éxito de crítica, la novela duró descontinuada hasta
que en 2004, la editorial Alfaguara la reeditó. En 2008 fue traducida al
francés. Sin remedio ha sido considerada por la crítica nacional
como una de las novelas más representativas del género urbano en
Colombia. La novela se ha usado como base incluso para estudios
doctorales en Estados Unidos acerca de la transformación urbanística de
la ciudad de Bogotá.3
En 1989 escribió Isabel en Invierno, un libro infantil que
también ilustró. En noviembre de 1996 apareció publicado en el primer
número de la revista El Malpensante un cuento suyo, "El padre de mis hijos", que fue parte de la recopilación de Luz Mary Giraldo, Cuentos
del Fin de Siglo, antología de escritores colombianos, editada en 1999
por Seix Barral.
Varias recopilaciones de sus columnas y crónicas han sido publicadas
en Colombia. La primera, editada por editorial La Hoja, se llamó 15 años
de mal agüero. El 1999 fue distinguido por la Editorial Planeta con su
premio de periodismo y la publicación de la antología No es por aguar la
fiesta.
En el ámbito de la crítica de arte, la obra de Caballero fue recogida en Paisajes con Figuras, de 1997 y reeditada en 2009.
En 2000 El Áncora Editorial publicó Y Occidente conquistó al mundo,
una crónica "entre el gran pavor del año 1000 y el gran terror del año
2000". Las ilustraciones en esta ocasión corrieron a cargo del español Juan Ballesta.
Caballero es taurino y uno de los principales cronistas y defensores
de la fiesta brava. En este ámbito ha publicado Los Siete Pilares del
Toreo (2003) y Torero en el Sillón (2010).En 2011 suscribió un
Manifiesto en favor del toreo, junto con figuras como Alfredo Molano Bravo.
Ricardo Sánchez Ángel muestra dentro del repertorio de escritores de Antonio Caballero a Jean Paul Sartre como uno de los focos que le han permitido consolidar su escritura en lo que respecta al ensayo político. Henry de Montherlant
ha sido también otras de sus influencias y con quien tuvo presente la
importancia del cambio de tonos, temas, estilos, la escritura libre y al
gusto del autor. Asimismo las lecturas del escritor, iniciadas desde
muy joven, han sido otro de sus aportes literarios, Calderón de la Barca, Miguel de Cervantes, San Juan de la Cruz, son algunos ejemplos, al igual que textos de la picaresca española (El diablo cojuelo y El lazarillo de Tormes) y obras de Robert Musil, con quien concibió la novela como género abierto; otros escritores dentro de sus lecturas como León Tolstoi, Ernest Hemingway, Gustave Flaubert, Fiódor Dostoievski, William Faulkner, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Tomas Carrasquilla, entre otros.
En cuanto a sus rasgos humorísticos presente en gran parte en su
periodismo, Sánchez menciona su proveniencia a partir de la influencia
de Hernando Martínez Rueda,
poeta cuya poesía se ve marcada por el cinismo, la ferocidad, la
improvisación y el humor, componentes que le ayudaron a condensar una
buena escritura en sus verso.
El estilo crítico de Antonio Caballero empezó a trazarse bajo las
impresiones que le provocaron el acontecimiento de mayo del 1968, sus
primeras expresiones críticas aparecen en los cartones, cuyos inicios
son flojos y poco recibidos en Bogotá, puesto que sus expresiones
carecen de movilidad, tienen cierto hermetismo y salpullido metafísico.2 El hermetismo de ese entonces, se debió a que eran cartones solo perceptibles para el autor y sus allegados,4 es decir, para quienes vivían en la ciudad.
El tiempo y el trabajo restituyeron el estilo inmóvil de los cartones
por el estilo ágil y variado de los dibujos que, asimismo, lograron
romper con la comprensión hermética del humor bogotano para traspasar su
comprensión a otras regiones colombianas; para volverse figuras que
plasmaban el entonces de la historia de Colombia, pero sobre todo,
figuras de una comedia colombiana.4
Se ha caracterizado las diferencias de los cartones y caricaturas de
Caballero a partir de la imaginación y realidad. Los cartones hacen
parte de la imaginación del escritor, mientras las caricaturas
pertenecen a la realidad política social mostrada con crueldad, sin
elogios y en la que se encuentra los estereotipos populares, el factor
común de la sociedad de donde Caballero pudo difundir una compresión
eficaz y general.
Algunas figuras representativas y pertenecientes a ambos polos de la
sociedad son: los burgueses, políticos, militares, cardenales (propios
de la clase alta) y hombres y mujeres comunes de barrio popular
(representantes de la clase baja). De las anteriores figuras empleadas
en la caricatura de Caballero se ha mencionado en el prólogo de uno de
sus libro de caricaturas:
“…no son caricaturas de personajes conocidos, sino que cada cuadro
es una caricatura completa de toda la sociedad colombiana, que a
Antonio Caballero parece parecerle pervertida y condenada, y que a su
modo de ver no tiene salvación (…)”
Caballero, Antonio.; Holguín (1986). Reflexione monos: 20 años de caricatura de Antonio Caballero. Colombia: Fondo Editorial Cerec.
Así, la caricatura de Antonio Caballero manifiesta como eje central
el tono humorístico y su materia prima: la realidad con sus estereotipos
sociales; tras esto, se encuentran el tono crítico de la vida política y
social, en profundidad aparece el tono existencial y melancólico de la
vida individual.
Un periodismo como el de Antonio Caballero se encuentra presente en
las columnas de las revistas, en los artículos de periódicos e incluso
en recopilaciones a través de sus libros, tales como No es por aguar la fiesta y Quince años de mal agüero.
Se caracteriza por ser un periodismo censor de los comportamientos
políticos, los establecimientos económicos y sociales, dando así como
resultado una conciencia crítica del periodismo colombiano. Además, se
caracteriza por enfocarse bajo la fórmula del análisis y la ética, cuyo
fin no es otro que mantener viva la llama de la libertad y la justicia.2
Es por tanto, un periodismo ético que se indigna, asume y estimula.
La indignación es necesaria para poder enfrentar las situaciones y
encontrarles remedio, junto a esa indignación también son fundamentales
la desobediencia civil y el ejercicio crítico, pues permiten la
construcción de la salvación del pueblo y la nación.
Todos estos tres componentes conllevan al estímulo de una conducta
ética colectiva, de allí que se le asigne un carácter ético.
Lo polémico de un estilo periodístico como el de Caballero, radica en
su expresividad directa y tajante, puesto que es desmitificador de la
mentira: a cada cosa se la señala por su nombre, se la señala según su
responsabilidad. En este periodismo se acaba la complicidad, los elogios
y los silencios que, por el contrario, se dan en otros círculos de los
medios masivos. Obra publicada. Novela. Sin remedio. Novela (1984). Caricatura. Reflexionémonos: 20 años de caricaturas (1986). Este país (1998). Literatura infantil. Isabel en invierno (1989) (Texto e ilustraciones). Sobre toros. Toro, toreros y público (1992). A la sombra de la muerte (1994). Los siete pilares de un torero (2003). Torero de sillón (2010). Periodismo. Quince años de mal agüero: 1981-1996, artículos de prensa (1996). No es por aguar la fiesta (1999). Patadas de ahorcado: Caballero se desahoga, una conversación con Juan Carlos Iragorri (2003).Comer o no comer y otras notas de cocina (2014). Sobre arte. Paisaje con figuras : crónicas de arte y literatura (1997). Luis Caballero erótico (2010). Sobre historia. Y occidente conquistó el mundo : entre el gran pavor del año 1000 y el gran terror del año 2000 (2000).