sábado, 26 de febrero de 2022

Tiempos líquidos: ¿volverá la gran literatura?

Indudablemente sí, pero no será gracias al mercado editorial, sino a la necesidad de responder las grandes preguntas que se agitan en nuestro interior

Thomas Mann, autor de 'La montaña mágica'.
Thomas Mann, autor de 'La montaña mágica'./elcultural.es


George Steiner sostenía que la excelencia de una obra literaria se mide por la presencia de Dios. Este juicio, no muy antiguo, hoy despierta perplejidad. Casi todos los escritores han expulsado a Dios de sus ficciones y abundan las declaraciones de hostilidad o indiferencia hacia el fenómeno religioso. La literatura ha echado raíces en la finitud, si eso es posible, pues las raíces siempre expresan anhelo de permanencia y lo finito es uno de los nombres de lo efímero y frágil. La Modernidad se ha vuelto líquida, como dijo Zygmunt Bauman, y ya no parece sensato buscar la verdad. La literatura se ha contagiado del pensamiento débil, descartando las grandes preocupaciones del pasado, cuando se escribía para abrazar el bien y la belleza o para desafiar a Dios, exaltando el mal, como hicieron Sade y Baudelaire.

Ya no quedan escritores como Miguel de Unamuno, que escribía con el corazón en la mano, volcando en cada frase su hambre de eternidad. Unamuno sostenía que solo importaba saber si poseemos un alma inmortal. Si morimos del todo, si volvemos al barro del que surgimos, sumiéndonos en la oscuridad, nada importa demasiado. Como advirtió Spinoza, todo lo que existe desea perdurar. Unamuno quería creer en Dios, pero no lo conseguía y eso le atormentaba. Sus inquietudes parecen anacrónicas, pero la muerte no ha salido del tiempo, de nuestro tiempo. Sigue ahí, empujándonos hacia una nada destructora. Que eludamos su existencia no resta un ápice de gravedad a la expectativa de disiparse en el no-ser, el único infinito que se ha librado del asalto del escepticismo.

En la Antigüedad, los dioses eran algo más que un telón de fondo en poemas y tragedias. Su intervención era decisiva. Auxiliaban a los héroes, castigaban a los malvados, cometían arbitrariedades para mostrar su poder o sufrían los estragos del destino, una fuerza que los sobrepasaba. La Edad Media liquidó el politeísmo y postuló la omnipotencia del único Dios, Señor del Tiempo y de la Historia. Rodeado de nueve anillos de ángeles, Dios es un intenso punto de luz en la Comedia de Dante. Haciéndose eco de las enseñanzas de la teología negativa o apofática, el florentino no incurre en la descripción del Ser Necesario, cuya infinitud desborda cualquier definición. No es posible encerrar el infinito en un concepto.


Escribir es una de las formas más fecundas de acercarnos a la plenitud, al saber, al absoluto moral y estético



Con Shakespeare, un humanista que ya no confiaba tanto en lo sobrenatural, Dios ya no es fuerza tan luminosa. En El rey Lear, el bufón rescata la vieja idea de que los dioses combaten su tedio enviando desgracias a los hombres. Cervantes, otro humanista pero con su fe intacta, sugiere que Dios se limita a sonreír con benevolencia ante los desatinos del ser humano. Excluir a Dios de la república de las letras no es un simple acto de impiedad. Significa darle la espalda a las grandes cuestiones que han ocupado la mente de nuestros clásicos. Sin ninguna referencia a Dios, la literatura desciende al ámbito de lo banal, perdiendo ese impulso demoníaco que circula por la tragedia griega, la poesía renacentista y el teatro isabelino. No identifico lo demoníaco con la arrogancia de los ángeles que se rebelaron contra Dios, sino con ese fondo divino que inspiró a Sócrates, transformándolo en uno de los mitos de nuestra cultura.

Los ilustrados pretendieron acabar con los prejuicios y la superstición, pero casi mataron al espíritu. Voltaire se rio de la providencia en Cándido. En Jacques el fatalista, Diderot redujo la historia del mundo a ciego determinismo físico y biológico. Sin sus pretensiones filosóficas, Jane Austen pasó por alto los problemas de la metafísica y consagró su pluma a describir los asuntos amorosos de la clase media rural, siempre anhelante de enlazar con la nobleza. Nunca mostró interés por Dios, la verdad o la belleza. Los novelistas del XIX obraron de forma similar. Flaubert, Stendhal o las hermanas Brontë fijaron su mirada en los asuntos terrenales, analizando las pasiones que unen y separan a los sexos. El amor colonizó la novela, exhibiendo sus obsesiones, frustraciones y temores. El romanticismo, una forma de neurosis, postergó a la metafísica, rebajada a mera arqueología. Solo Dostoievski situó a Dios en el centro de su prolija obra novelística. Incluso formuló una frase que competiría con el famoso "Dios ha muerto" de Nietzsche. En Los hermanos Karamazov, escribió: "Si Dios no existe, todo está permitido". Si no hay verdades inamovibles, si nada es sagrado e incuestionable, la ética solo es una forma de lidiar con el entorno y no un anhelo de perfección.

Los grandes reformadores de la novela injuriaron a Dios o le ignoraron. Entre los primeros destaca James Joyce, que alardeó de ateísmo, algo poco frecuente en un irlandés. Proust prefirió cultivar la indiferencia. Kafka eligió otra alternativa: mostrar cómo sería un mundo deshabitado por Dios. Su literatura es una crónica del vacío que ha dejado el descrédito de la fe. El ser humano ya no percibe otro horizonte que el absurdo. La vida le produce escalofríos. Sartre y Camus redundaron en esa perspectiva, pero a partir de los 70 se produjo un giro sorprendente. Las cuestiones existenciales perdieron peso. Todo se volvió ligero. Lo lúdico y pueril reemplazó a lo metafísico.


La excelencia de una obra literaria no se mide solo por la presencia o ausencia de Dios

El romanticismo siguió fluyendo por la novela, inspirado toda clase de tramas, pero los afectos se tiñeron de escepticismo. Si el amado había sido un absoluto, ahora solo era una incidencia acechada por el olvido. El flirteo sustituyó a la pasión. Los amantes ya no se suicidaban por desesperación. La posmodernidad aceleró ese proceso. Como apuntó Zygmunt Bauman, hemos caído en una época líquida, sin espesor ni profundidad. Según Bauman, la globalización ha contribuido a exacerbar esa tendencia. Hemos entrado definitivamente en la era de Andy Warhol y Madonna: lo superficial es el nuevo ídolo de la humanidad.

Pienso que George Steiner tenía razón, pero matizaría que la excelencia de una obra literaria no se mide solo por la presencia o ausencia de Dios, sino por una ambición intelectual que aborde los grandes problemas de la existencia y la civilización. Sófocles, Shakespeare, Cervantes, Faulkner o Thomas Mann se preguntaron las mismas cosas: ¿cuáles son límites del entendimiento humano?, ¿es posible elaborar una imagen del mundo como totalidad?, ¿cómo diferenciar el bien del mal?, ¿solo hay silencio después de la muerte?, ¿qué es el hombre: un asombroso fruto del azar o hay algo divino en nuestro interior?

Los catálogos de las grandes editoriales, las que logran la atención de los medios y los lectores, están saturados de novelas que hablan sobre la insatisfacción matrimonial y sexual, la crisis de la mediana edad, la dificultad para conciliar el trabajo y las tareas domésticas, mujeres que se redescubren a sí mismas, hombres que no quieren ser hombres, conflictos de identidad que oscilan entre el narcisismo y la estupidez. La ambición de los escritores se ha empequeñecido. Hoy en día nadie se plantea un proyecto de la envergadura de La montaña mágica, de Thomas Mann. Mann intentó comprender qué había provocado la Gran Guerra, si era un simple conflicto político o la expresión de un choque entre las grandes corrientes de pensamiento de la cultura europea. También exploró la relación entre las patologías individuales y colectivas, la forma de afrontar la muerte, el eterno conflicto entre lo místico y lo racional, las tensiones antagónicas que articulan el erotismo, el lenguaje musical como forma de conocimiento.


Sin ninguna referencia a Dios, la literatura desciende al ámbito de lo banal

¿Volverá la gran literatura? Indudablemente sí, pero no será gracias al mercado editorial, sino a la necesidad de responder las grandes preguntas que se agitan en nuestro interior. Necesitamos respuestas que aplaquen nuestras perplejidades o que al menos nos enseñen a convivir con ellas. La literatura es hija de la insatisfacción y la infelicidad. Los dioses no escriben, ya lo advirtió Ernesto Sábato. Nuestro sino es escribir, quizás porque sabemos que la perfección es inalcanzable. Imagino que al finalizar La montaña mágica, Thomas Mann contempló la cima que había culminado, comprendiendo que no podría permanecer allí mucho tiempo. Como un buen alpinista, descendió antes de que anocheciera, pero con la determinación de volver a escalar. Escribir es una de las formas más fecundas de acercarnos a la plenitud, al saber, al absoluto moral y estético. Nunca renunciaremos a esa posibilidad. Los tiempos líquidos pasarán y el espíritu volverá a llevarnos a esas alturas donde Naptha y Settembrini hablaron sobre Dios, el hombre y el destino de los pueblos.

domingo, 20 de febrero de 2022

Borges perplejo

 Hay un cuento magnífico, que nos llevaría sin duda horas comentar, y se llama el Aleph. Es tal vez el cuento más famoso de Jorge Luis Borges y el más inquietante, por los muchos temas a los que alude y por el complejo contenido que abarca

Jorge Luis Borges, el Eterno./elespectador.com


El tema del soñador soñado vuelve en él, y es una gran preocupación metafísica. El tema de una cosa que es todas las cosas vuelve en él, el tema de un instante del tiempo que es todos los instantes del tiempo.

Hay un cuento magnífico, que nos llevaría sin duda horas comentar, y se llama el Aleph. Es tal vez el cuento más famoso de Jorge Luis Borges y el más inquietante, por los muchos temas a los que alude y por el complejo contenido que abarca. La idea de un lugar del espacio que contiene todos los lugares, de un pequeño objeto en donde está todo el universo y al que llamaban en las tradiciones de distintos pueblos el Aleph; esa fantasía era más fantástica cuando Borges la escribió en los años 40, que hoy.

Hoy tenemos un poco más la experiencia de sitios mínimos donde caben tantas cosas del universo; porque la red de internet, de la que Borges fue uno, si no de los precursores por lo menos de los que la adivinaron previamente, hace que haya un punto donde parecen converger todos los puntos, y tenemos maneras de conectarnos con ellos que no habrían imaginado las personas de hace 80 o 100 años.

Es la posibilidad de que cosas muy extensas y complejas puedan condensarse en objetos muy pequeños. Uno estaba acostumbrado a las vastas bibliotecas y ahora una gran biblioteca puede caber en un chip diminuto; ha cambiado nuestra concepción del espacio, y cualquier neurólogo mantiene desde hace mucho tiempo una pregunta sobre de qué manera se almacena la vastedad de nuestros recuerdos en lo diminuto de nuestras neuronas, de cómo conservamos la memoria, y de qué manera tenemos tan mágica y misteriosamente acceso a ella en el momento en que la necesitamos.

El racionalismo y el positivismo nos acostumbraron a la idea de que el mundo está muy claro y es muy fácil entenderlo, que hay un montón de instrumentos y máquinas que nos revelan qué es de verdad el mundo. Por ejemplo, una tomografía axial computarizada nos puede revelar lo que hay en nuestro cerebro: cómo está el cerebro en términos vasculares, en términos neuronales, en términos de conexiones, cómo están esas circunvoluciones y esos hemisferios.

Pero todo es apenas, no un error ni una mentira, sino una verdad muy parcial; porque si alguien le hubiera tomado una tomografía axial computarizada a la cabeza de William Shakespeare, no habría encontrado por ninguna parte a Romeo y Julieta. Solo hay cierto costado de la realidad al que puede acceder toda nuestra tecnología y nuestra capacidad de medir, y otra cosa son los arcanos de nuestra vida, los arcanos de la memoria y del lenguaje.

Estudiemos con todos los métodos físicos posibles el cuerpo humano y no encontraremos el lenguaje. Para encontrarlo tenemos que hablar, contar, y en el lenguaje hallamos no solo un diccionario, no solo unos signos, sino todas las fantasías, los recuerdos, los sueños, todas las imaginaciones, las quimeras, los fantasmas, los monstruos y los miedos. El mundo es mucho más de lo que podemos medir y a lo que podemos acceder.

Si queremos conocer a Picasso, en vano intentaríamos conocerlo examinando el cuerpo de Picasso, mejor nos vamos para un museo gigantesco, donde hay desplegados miles de cuadros que Picasso pintó, y algo veremos del diagrama del alma de Picasso, por todo eso que brotó de él. En vano intentaremos examinando el cuerpo de Shakespeare descubrir el espíritu que contenía ese cuerpo, es más fácil irnos a leer sus obras completas, a descubrir el universo que había en él y que nuestras herramientas racionales y técnicas difícilmente pueden encontrar.

¿Será posible decir que hay un tema central, un tema básico en la obra de Borges? Tal vez no, pero sí es posible decir que hay una actitud central, algo que está presente en todo, en sus relatos, en sus ensayos, en sus poemas, que es la principal característica de su sensibilidad y de su propuesta. Así como en Whitman es el entusiasmo, como en Verlaine es la sensibilidad y el “pathos de la inestabilidad emocional”, como en Baudelaire es una suerte de rebelde amargura, el sabor de las obras de Borges es el sabor de la perplejidad. Borges está perplejo, Borges está sorprendido con todo, a Borges todo le parece misterioso, porque todo en este mundo es profundamente misterioso.

Si nos sentimos muy cómodos y nos parece que todo lo entendemos, es solamente para relajarnos, pero si nos ponemos a pensar que estamos en un planeta que flota en la enormidad de un cosmos lleno de galaxias y de otras galaxias que se dilatan si fin, uno empieza a sentir: ¿dónde estoy? ¿qué es esto realmente?

Cuando pensamos que vamos a durar breve tiempo y que después no sabemos, como dice un poema de Rubén Darío, de dónde venimos ni para dónde vamos, aunque la razón nos dio algunas certezas e intentó quitarnos unos cuantos temores y monstruos de la mente, comprendemos que el mundo sigue siendo inexplicable. Y el poeta se remitía a su padre, quien una vez le dijo, cuando Borges le preguntó si creía en Dios: “Hijo mío, este mundo es tan extraño que en él todo es posible, hasta la Santísima trinidad”.

A Borges le parecería una ingenuidad ser ateo, como le parecía a Kant una ingenuidad ser ateo. Kant, nuestro padre racionalista, lo que dijo fue: Dios no es tema de la filosofía ni de la ciencia, Dios no puede ser pensado. Yo no digo si existe o no existe, eso no es tema del pensamiento. Puede ser un tema de la religión y del arte. La poesía se relaciona muy bien con Dios: cada vez que necesita decir que hay algo que merece ser reverenciado, que merece ser celebrado, que es inexplicable, puede hablar de Dios, y no necesita decir que ese Dios se llama Jehová o Alah o Ganesha o Vishnu o Brahma. Spinoza pudo decir que Dios y el universo son la misma cosa, y que cada uno de nosotros es una fracción de la divinidad.

Así que ser ateo es una ingenuidad, tanta ingenuidad como ser creyente, sin duda, porque ese es un reino en el que nadie puede tener certezas. Aunque eso sí, cuanto menos seguros estamos, más seguros fingimos estar. También en Borges el tema de Dios vuelve continuamente. Pero lo que uno siente más presente es esa perplejidad, es ese asombro.

“Mirar el río hecho de tiempo y agua/ y recordar que el tiempo es otro río,/ saber que nos perdemos como el río, / y que los rostros pasan como el agua”.

sábado, 19 de febrero de 2022

El periodista Vicente Vallés gana el Premio Primavera de Novela con una trama de espionaje

 El fallo del jurado destaca la intriga de Operación Kazán, que atraviesa casi todo el siglo XX y llega hasta la actualidad

Vicente Vallés ha ganado el premio Primavera con su novela de debut, 'Operación Kazán'/lavangurdia, elpais.com


La novela Operación Kazán del periodista Vicente Vallés ha ganado el Premio Primavera 2022, dotado con 100.000 euros, ha anunciado el fallo del jurado, hecho público este viernes, que ha destacado la trama de intriga de esta historia de espionaje que atraviesa casi todo el siglo XX y el XXI hasta la actualidad. La novela se publicará el 23 de marzo. La novela ganadora de la XXVI edición del Primavera, convocado por la editorial Espasa y Ámbito Cultural de El Corte Inglés, es una historia “llena de intriga que, desde una perspectiva muy original, plantea un asunto de ficción que bien podría ser de la más absoluta realidad”, ha indicado el jurado. Un total de 1.428 originales se han presentado a esta convocatoria del premio, de los que 694 procedían de España, seguida por Argentina y México, con 223 y 110 originales, respectivamente.

El punto de partida de Operación Kazán “es el nacimiento en Nueva York, en 1992, de un niño para el que los servicios de inteligencia soviéticos diseñan el más audaz plan de espionaje jamás imaginado. Años después, Lavrenti Beria, el sanguinario jefe de la policía bolchevique, presentará ese plan a Stalin, que se apropiará del operativo y lo convertirá en una misión personal y extremadamente secreta”.

A través de las páginas de la novela, el lector revive desde la Revolución Rusa en 1917 hasta las diferentes elecciones en Estados Unidos del siglo XXI, “pasando por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el desembarco de Normandía, la Guerra Fría, la caída del Muro de Berlín en 1989, el colapso de los regímenes comunistas en los años noventa y la actual injerencia rusa en las democracias occidentales”, suscribe la nota.

sábado, 12 de febrero de 2022

Novela negra en español: todo lo que necesita saber sobre un género en continua expansión

La ficción criminal se encuentra en un momento dorado, con más variedad, presencia social y exposición comercial que nunca. De aventura marginal y esencialmente masculina a fenómeno global que celebra su gran fiesta en BCNegra. ¿Se ha traicionado para triunfar? ¿Qué hay más allá de los grandes éxitos de ventas? ¿Hacia dónde va?

Manuel Vásquez Montalbán, sus novelas de marcado carácter social, urbanas, transgresoras e incómodas,con su alter ego: Pepe Carvalho.



Alicia Giménez Bartlett, Empezó en la novela negra “como un juego”. No podía imaginar dónde iba a llevarla el personaje de Petra Delicado.



Lorenzo Silva, español, autor de la saga  de policiales puros protagonizados por dos guardias civiles: Bevilacqua y Chamorro. 




Claudia Piñeiro, escritora argentina.



Carlos Zanón, ¿el mejor escritor español de novela negra actual?



En 1980 el teórico cultural Javier Coma publicó en El viejo topo un ensayo titulado La novela negra. Historia de la aplicación del realismo crítico a la novela policíaca norteamericana. El artefacto servía al lector para entender lo que venía de fuera y lo que empezaba a florecer en el raquítico panorama español. Hoy, el género más potente y diverso no necesita contextualización. ¿O sí? Tras demostrar durante la pandemia que era el refugio perfecto para el lector y una de las grandes bazas de las editoriales para llegar hasta él, la novela negra vive en España un momento prolífico y expansivo. Pasada hace tiempo la moda nórdica, conjurados los temores de una burbuja, es una parte sólida del negocio editorial, llegan decenas de novedades a las librerías todos los trimestres, los festivales jalonan la geografía española y, sin ir más lejos, desde el pasado jueves y hasta el domingo 13 se celebra en Barcelona BCNegra, uno de los más potentes del panorama europeo.

Pero ¿se traslada esta efervescencia a los autores en castellano? ¿Quiénes destacan? ¿Por qué volvimos a llegar tarde, pero no mal? Las respuestas a esas y otras preguntas pueden trazar los perfiles de un género inabordable y transversal, que invade y se deja invadir, cómodo en el mestizaje literario. Dos aclaraciones antes de analizar la escena del crimen. No busquen, en lo que sigue, una lista exhaustiva de autores. Tampoco ha lugar a batalla terminológica alguna: novela negra se aceptará como expresión que engloba todo lo demás: policial, thriller, novela de espías, híbridos, etc.

De acuerdo, pero ¿cómo empezó todo?

Asegura la tradición que los totalitarismos no dan buenas novelas negras. Ahí están, por ejemplo, el cubano Leonardo Padura o el chino Qiu Xiaolong para desmentirlo. Francisco García Pavón creó en 1965 el primer policía español protagonista de una serie, “el único policía que nos gustaba en el franquismo”, que diría el librero y agitador cultural Paco Camarasa. Se llama Manuel González, pero se lo conoce como Plinio y va acompañado de su Watson particular, el veterinario don Lotario. Es policía local en Tomelloso, Ciudad Real. Aparece por primera vez en una novela corta titulada Los carros vacíos y alcanza su plenitud en El reinado de Witiza y Las hermanas coloradas, con la que gana el Nadal. Son buenas novelas y buenas historias policiales que indagan con inteligencia en las sombras del franquismo.

Resultado de una apuesta durante una borrachera, Manuel Vázquez Montalbán publica en 1974 Tatuaje, la primera historia del mítico Pepe Carvalho (si olvidamos la experimental Yo maté a Kennedy), verdadero personaje fundacional de la novela negra española, protagonista de 23 libros entre novelas y relatos, un Philip Marlowe mediterráneo sin el que no se entiende lo que pasó después ni en España ni en parte de Europa. Ahí tienen a Montalbano, eje indispensable de la novela negra mediterránea y genial homenaje de Camilleri al maestro barcelonés. Tatuaje, por cierto, fue masacrada por la crítica y no vendió nada. Junto a Vázquez Montalbán dan el salto al género Juan Madrid y Andreu Martín con novelas de marcado carácter social, urbanas, transgresoras e incómodas, estilo en el que se han mantenido hasta hoy. Los acompaña Jorge M. Reverte y su periodista Julio GálvezFrancisco González Ledesma, antes Silver Kane y otros pseudónimos, constituye el puente ideal entre la literatura de quiosco —que mantuvo vivo el género con sus historias o las de Guillermo López Hipkiss— y su época germinal a finales de los setenta y durante la década de los ochenta.

Un momento, ¿aquí solo hay señores?

En la novela negra española, y en la universal y que Miss Marple nos perdone, tardó en llegar una autora con protagonista femenina, pero cuando lo hizo fue con una fuerza avasalladora. Existe algún precedente (las novelas de la detective Lònia Guiu escritas por Maria Antònia Oliver) pero es en 1996 cuando Alicia Giménez Bartlett crea a Petra Delicado, una agente de la Policía Nacional en Barcelona, divorciada varias veces, a la que nos encontramos por primera vez, ya con Fermín Garzón de escudero, en Ritos de muerte. Desde entonces, 11 novelas y un libro de relatos, enorme éxito en Italia o Alemania y, sobre todo, un camino abierto por el que pudieran transitar otras autoras.

Los barómetros de lectura prueban cada año que las mujeres leen más que los hombres, bastante más. Y van reduciendo también la distancia en libros publicados (alrededor del 60%- 40% según datos de 2020). ¿Cómo se refleja todo esto en el género? “Creo que se está leyendo mucha más novela negra escrita por mujeres y ese es el primer paso. Parece algo de la prehistoria, pero muchos lectores hombres sintieron durante tantísimo tiempo que un libro escrito por una mujer no era para ellos. Para llegar a festivales, a premios o crítica literaria en los medios culturales, necesitábamos que nos leyeran. Eso de a poco va cambiando, con gran esfuerzo de nuestra parte, y teniendo que soportar las quejas por nuestras quejas”, reflexiona la argentina Claudia Piñeiro, autora de La viuda de los jueves o Catedrales y premio Pepe Carvalho de BCNegra 2018, una de las escritoras que mejor ha sabido andar ese camino. No es la única y no ha sido fácil. Berna González Harbour y su comisaria Ruiz ganaron en 2020 el Dashiell Hammett, premio que concede la Semana Negra de Gijón y que solo había recaído una vez en 32 años en una mujer (Cristina Fallarás en 2012). En 2021 lo ganó la propia Piñeiro. Rosa Ribas desde la década de 2000 o Arantza Portabales desde hace unos años siguen la tradición del policial sólido. Quienes busquen un camino más canallesco tienen a Esther García Llovet, siempre desde el margen, y quienes quieran una apuesta literaria por probar los límites del género y alejarlo de lo lúdico la encontrarán en la serie de Zarco de Marta Sanz, coronada con excelencia por pequeñas mujeres rojas.

Esta historia quedaría coja sin el fenómeno generado por Dolores Redondo con la Trilogía del Baztán. Iniciada en 2013 con El guardián invisible, la serie protagonizada por Amaia Salazar vendió cientos de miles de ejemplares, fue multitraducida, se llevó al cine a todo trapo y puso en el mapa global la pequeña localidad navarra de Elizondo. Si unas frecuentaron el camino abierto por Giménez Bartlett, a su manera Eva García Sáenz de Urturi o María Oruña han sabido explotar la autopista abierta por Redondo.

De haber sido escrito antes del 15 de octubre de 2021, este reportaje hablaría del éxito de Carmen Mola y las novelas protagonizadas por la inspectora Elena Blanco, pero el Premio Planeta destripó la trama y el misterio quedó reducido a un trío de guionistas, hombres todos. ¿Y de la nueva hornada? Dejemos que la propia Giménez Bartlett elija: “Personalmente, leo con mucho gusto a Susana Martín Gijón”.

¿Es el género más leído?

Es un género con sólida presencia social —que no mediática, a pesar de esto que tienen ahora entre manos— y cuenta con más festivales, clubes de lectura y más seguidores o, al menos, mejor organizados, que cualquier otro. Es también un género popular, algo que ha jugado muchas veces en contra de sus integrantes y de cómo eran percibidos en el mundo literario. Pero, ¿es el más leído? Eso siempre va a depender de a quién se pregunte. Los datos que manejan las editoriales proporcionados por la consultora GFK no son públicos. Ahora bien, sabemos que Juan Gómez-Jurado ha vendido más de dos millones de ejemplares de Reina roja (entendida como trilogía junto a Loba negra Rey blanco). Entre los tres han pasado de las 160 ediciones y de las 155 semanas en las listas de los más vendidos. Estas y otras cifras relacionadas con Gómez-Jurado son desconocidas para el resto del género y del panorama literario español. Hay otros casos. Javier Castillo pasó de la autoedición a superar el millón de ejemplares con sus cinco novelas publicadas por el grupo Penguin Random House hasta la fecha. A eso se suma el ya citado éxito comercial de Dolores Redondo o uno de más largo aliento, el del clásico contemporáneo Lorenzo Silva, ya más de 20 años contando las historias de su pareja de guardias civiles, Bevilacqua y Chamorro.

No todos, claro, siguen esta suerte y la novela negra española, como la literatura española en general, está llena de autores notables de tiradas mínimas que buscan el sustento en otra parte y padece, para qué negarlo, de sobreproducción. Hay muchos lectores, sí, más que de ningún otro género, puede, pero no tantos para tanta novela.

¿Mi ciudad es la única de España sin un festival de negra?

La proliferación de festivales en los últimos años es un síntoma de que algo se mueve en el género. “El cambio de paradigma lo ejemplifica, mejor que nada, el hecho de que hace 35 años hacíamos un encuentro de un género marginal en la literatura y hoy día el género negro está en la centralidad de la literatura”, comenta Ángel de la Calle, director de la Semana Negra, certamen decano en España. Los datos de BCNegra, que este año vuelve a modo presencial, son dignos de un gran evento cultural: 12.000 personas asistieron a los actos en la edición 2020. La de 2021, condicionada por la pandemia, fue vista por 35.000 espectadores vía telemática. Getafe Negro, Salamanca Negra, Tenerife Noir, Pamplona Negra, Valencia Negra, Granada Noir, Aragón Negro, Collbató… La lista sigue. ¿Demasiados? Lorenzo Silva, que dirige el de Getafe, suele subrayar el hecho de que no se cuestione que haya muchos estadios de fútbol u otras actividades pero sí festivales de novela negra. Lo cierto es que los lectores se movilizan. “El objetivo de la Semana Negra es la promoción de la lectura. Cuantos más encuentros haya con este objetivo mejor. Igual que ferias del libro, cuántas más mejor”, resume De la Calle

¿Y de verdad no nos va a dar una lista de sospechosos habituales?

A veces podría parecer que hay un género para cada autor. Esto dificulta la elaboración de cualquier lista prescriptora, pero ahí van unas pistas de lectura, amén de lo ya citado. Si hablamos de novela negra urbana Carlos Zanón —que entra y sale del género como otros muchos compañeros— surge enseguida. Además, fue el encargado de seguir la estela de Carvalho, como comisario de BCNegra y en la novela que continuaba con las aventuras del personaje. Víctor del Árbol fue un mosso que ahora escribe novelas negras veneradas en Francia en las que los policías no juegan un papel relevante y Toni Hill, traductor, ocupó su lugar en el mapa negrocriminal con los libros del mosso Héctor Salgado. Si quieren novelas de crooks, de golfos de mal vivir en todos los estratos de la escala social, el maestro es Alexis Ravelo y si desean, en cambio, que el fuera de la ley sea el autor, pasen por los libros de argumentos imposibles del poeta Carlos Salem. La apuesta psicológica, lo turbio, lo domina como nadie la prosa medida de Marcelo Luján. Los dos autores son argentinos afincados en España desde hace tanto tiempo que cuesta saber dónde colocarlos. No son los únicos.

Alejado de las grandes ciudades, el cacereño Eugenio Fuentes ha creado con Ricardo Cupido y a lo largo de siete novelas un personaje esencial. Y, hablando de personajes, dos que vuelan bajo el radar, pero con fuerza: el prolífico Jordi Sierra i Fabra, que también tiene su sitio en el género negro con la serie del inspector Mascarell, y el comisario Polo, de Justo Navarro, que mezcla con acierto novela negra e histórica, híbrido que, por cierto, está por desarrollar en España (a pesar de buenas incursiones como las de Ignacio del Valle), con la intensidad que alcanza en otros lugares de Europa. Algo parecido ocurre con el género del espionaje.

Podríamos seguir unas cuantas páginas más, pero ya dijimos que esto no era de ninguna manera una lista de la compra.

Ya, ¿y los otros casi 500 millones de hablantes de español?

Una tradición tan fecunda y una realidad tan vital requerirían de mucho más espacio, pero dejemos unas pinceladas. Traemos para empezar, a Borges y Bioy Casares. ¿Cómo? Se preguntarán. Pues es su calidad de editores, lectores y traductores que, desde 1945, permitieron que se pudieran leer los grandes clásicos británicos y estadounidenses en castellano en las buenas ediciones de El Séptimo Círculo. La editorial publicó su último libro, el 366, en 1983. No está mal como ejercicio de divulgación. Ricardo Piglia también amó el género, lo difundió y lo frecuentó con su genial comisario Croce.

Osvaldo Soriano debutó con Triste, solitario y final, un curioso homenaje a Marlowe, en 1973, pero sería después con Cuarteles de invierno No habrá más penas ni olvido cuando consolida las bases de una tradición, seguida luego por Guillermo Saccomanno y otros, tan americana, de novelas que descomponen los males de las sociedades y los escupen en forma de trama novelesca. La también argentina María Inés Krimer mira la misma realidad pero desde el lado femenino, una veta que no ha dejado de crecer y que tiene en la mencionada Piñeiro o en Fernanda Melchor escritoras soberbias que están probando los límites del género y abriendo los ojos al lector. La novela negra latinoamericana es pujante y con perspectiva global y el premio Princesa de Asturias a Leonardo Padura, el éxito de la novela narco del mexicano Élmer Mendoza y su Zurdo Mendieta o de las ficciones del peruano Santiago Roncagliolo son tres pruebas de su vitalidad y alcance. No olvidamos al chileno Luis Sepúlveda y sus excelentes historias llenas de nostalgia y estilo que mostraron como pocas los estigmas de la dictadura.

¿Es la novela criminal un gueto peligroso?

“No vamos a repetir aquí el juicio por brujería contra la literatura negra en contraposición a la blanca, entre otras cosas porque la frontera que las separa dista de ser impermeable: hay trasvases en ambos sentidos… aunque no tienen el mismo sentido”. El autor del certero análisis es Pierre Lemaitre en su Diccionario apasionado de novela negra, de reciente aparición en EspañaSabe de lo que habla: orgulloso miembro del gueto, vio cómo tenía que abandonar la novela negra para ser reconocido y ganar el Goncourt. En España siempre ha habido intercambio en dos direcciones. De Eduardo Mendoza y La verdad sobre el caso Savolta a Javier Cercas con las novelas de Melchor Marín pasando por Arturo Pérez-Reverte y su serie de Falcó, no han faltado visitantes a una u otra modalidad del universo criminal.

¿Y al revés? Pues también, y mucho, a veces porque así lo marca el camino literario, otras por la voracidad de ciertos premios que querían a un escritor y a sus lectores, no tanto que este siguiera en el gueto. Tema delicado el de los premios, pero es cierto que dos de los galardones comerciales con más dinero y resonancia (el Nadal y el Planeta) tienen en su nómina no pocos autores de novela negra premiados por una obra adscrita al género. La bestia, de Carmen Mola, último Premio Planeta con polémica de regalo, es el perfecto paradigma de todos los factores implicados.

¿Tiene que ser crítico con el sistema? ¿Y si solo me quiero divertir?

Descartada la explicación terminológica (que atribuye unas cualidades y condiciones a la novela negra distintas de la policiaca, el thriller o la novela de espías) hablemos de tradiciones. La crítica social es un elemento a tener en cuenta, pero no indispensable si entendemos la novela negra como un campo amplio de creación literaria. Está presente en el hard boiled de la década de los treinta y cuarenta del siglo XX, en Chandler, Hammett u Horace McCoy, una etapa que supera la novela enigma, alérgica a cuitas sociales. Constituye también la esencia del neopolar que cambió el género en Francia en la década de los setenta de la mano de Jean-Patrick Manchette y del plan de 10 novelas de los fundadores del noir nórdico, Maj SjöwalL y Per Wahlöo, movimientos ambos de amplia influencia en Europa que a España llegaron con fuerza. “Hay que estar más pegados a la realidad y contar conflictos. Si no hay conflicto, ¿qué me estás contando?”, se pregunta Juan Madrid.

Y, sin embargo, el género en España ha crecido tanto y en tantos sentidos que esa crítica social ha dejado de ser un rasgo definitorio como pudo serlo en los ochenta. Existe, quién puede negarlo, y ahí tenemos las novelas de Ravelo, de Piñeiro y Sanz, o las aproximaciones de David Llorente como ejemplos, pero se ha diluido. Y eso sin hablar de la vertiente más lúdica, el thiller, la novela espectáculo, la hibridación con la crónica sentimental, todos ya abordados más arriba y que son, en definitiva, los que arrastran en España una masa de lectores. Y un último aspecto: género tan dado a no saber dónde empieza y dónde acaba, muchas veces es en esas zonas fronterizas donde están las críticas más punzantes. Lean, si no, y aquí volvemos a mirar al otro lado del océano, Le viste la cara a dios, de Gabriela Cabezón Cámara o Cometierra, de Dolores Reyes.

Pero, ¿esta novela no la había leído ya?

“Me carcajeo cuando alguien me dice lo de best-seller: ‘Ya, muy bien, estupendo. Pues hazlo tú”, comentaba Gómez- Jurado en una entrevista con EL PAÍS en 2021. Y ahí está el problema: en un género saturado de novelas se repite el molde en busca de los mismos lectores. “El género negro en España está en plena ebullición aunque, buscando el éxito, ha tendido a la uniformidad: sangre, vísceras, violencia, toques mágicos, regionalización de los detectives... No sé, supongo que es una tendencia europea y no solo de nuestro país”, resume Giménez Bartlett.

El efecto positivo de esa sobreproducción es la posibilidad de encontrar autores y libros que se salgan de esa rutina. En estas líneas encontrarán muchos y los que están por venir. Hablando de éxito: no todos los días aterriza en el panorama una escritora española que venga de recibir el beneplácito de la crítica y los lectores en Estados Unidos y Reino Unido con una novela escrita en inglés. Se llama Virginia Feito y ha publicado La señora March, un thriller psicológico de altos vuelos. Como no podía ser de otra manera, la comparación con Patricia Highsmith es exagerada, pero el éxito obtenido no.

Coda: dos malditos a los que volver

No vinieron a la novela negra a hacer amigos. Sus personajes no están en la casilla de lo políticamente correcto. Sus historias, en primera persona, dejan el regusto amargo de las buenas historias tristes. Julián Ibáñez explora en las novelas de Bellón un mundo plagado de “fulanos”, gente de barrio, policías listillos, tipos violentos, oficinistas que “parece que esperan la hora del bocadillo para suicidarse”. Carlos Pérez Merinero llegó sin personaje fijo, si excluimos la amoralidad, pero con una idea: escribir novelas y relatos con personalidad, rápidas, de apariencia sencilla y recuerdo duradero. Pérez Merinero murió en 2012. Ibáñez sigue en activo. Busquen sus libros si quieren un poco de verdad..

sábado, 5 de febrero de 2022

Velia Vidal: '¿De qué sirve leer cuentos en una vida tan dura?'"

 Velia Vidal, autora de Aguas de estuario, se ha dedicado a narrar la belleza y el horror del Chocó

Velia dirigió varios programas a nivel cultural en la Gobernación de Antioquia, pero abandonó todo por volver a tener cerca el mar, a su abuela Belice y su gente./eltiempo.com

Su libro de no ficción, Aguas de estuario, es una colección de cartas sobre su vida en las tensiones del Pacifico chocoano, su trabajo como promotora cultural y el descubrimiento como escritora./Laguna Libros


“¿De qué sirve leer cuentos en una vida tan dura?”, se dijo Velia Vidal, cuando Grisela, una niña que la visitaba sagradamente cada domingo para leer en el piso de la biblioteca, llegó con los ojos rojos y le dio una noticia desgarradora: “mataron a mi hermanito”. La escena se quedó en su cabeza y fue una de las cartas que escribió en su libro Aguas de estuario.

Velia vive en Bahía Solano entre el paraíso de la naturaleza y el infierno de la realidad colombiana. Antes de irse al aeropuerto para participar en el Hay Festival en Cartagena, el ruido de una explosión de granada la sacó de la cama. La violencia no da tregua. La imagen que tiene de su último viaje largo, también la dejó atormentada: después de haber estado tres meses en Europa, su abuela –que siempre había sido una mujer de puertas abiertas– había pasado los cerrojos y prácticamente miraba por la rendija. La misma mañana se había desatado una balacera al frente de su casa.

La poética de Velia está construida con los grises que quedan entre las dualidades: tierra-mar, volver-regresar, dar-recibir. A veces es testimonial, a veces epistolar, y en sus letras siempre está el misterioso Chocó. Aguas de estuario (Laguna Libros) ha estado en los últimos meses en boca de varios lectores entusiastas que no se han cansado de recomendarla. Su escritura es fresca, honesta y directa. Su cuento Alabao, la narración de un difunto asesinado en una mina en Paimadó que es testigo de su propio velorio y se queda solo con las ánimas cuando se desata un aguacero, fue seleccionado para la edición sobre Colombia de la revista más antigua de literatura del mundo anglófono: The London Magazine.

Velia Vidal vivió en Quibdó hasta los 11 años. Sin embargo, con su mamá, la pobreza no les dejó otro camino que huir a Cali, en búsqueda de mejores oportunidades. Allí las encontró, pero también descubrió el racismo estructural del país en el que vivía, en Medellín, a donde se mudó cinco años después, no fue distinto: el racismo es un problema nacional. Pero Velia no se quedó en lamentos de dientes para adentro. Estudió Comunicación social y periodismo en la Universidad de Antioquia. Fue la primera ganadora de la Beca Creación de autoras afrocolombianas, negras, raizales y palenqueras por Aguas de Estuario. Recibió una mención de honor por su certificación en Estudios Afrolatinoamericanos en Harvard University y recibió una beca en Josepha, una residencia de artistas en Ahrenshoop, Alemania. También publicó Oír somos río (2019), un libro de viajes sobre el río San Juan a partir de su propia experiencia, junto a las memorias de la investigadora Godula Buchholz, que hizo el mismo viaje en 1959.

En el 2015, decidió regresar a Bahía Solano, pero su retorno ha coincidido con épocas de una violencia brutal que no había conocido en su infancia. Ese mismo año, el 25 de mayo, empezó su correspondencia de cartas y correos con un amigo, una colección que terminó convirtiéndose en Aguas de Estuario, publicado en 2020. En sus páginas, Velia relata su llegada al Chocó, y descubre sus dos facetas: su pasión por la promoción cultural y su pluma como escritora.
Los estuarios son las desembocaduras de los grandes ríos en el mar donde se mezcla el agua salada y el agua dulce a través de las mareas, y así es su libro: un intercambio de correspondencias donde se dibuja el mapa de un Choco variopinto y en el que la palabra no solo es clamor de su abandono, sino una oda a la belleza implícita de su verdor y su lucha. Sabe que hace parte de una legión de escritores conscientes del pedazo de agua y tierra que les han otorgado: su amiga Amalia Lú Posso Figueroa, Óscar Collazos, Rogerio Velásquez y, por supuesto, el inmenso Arnoldo Palacios, el autor de Las estrellas son negras.

En cada municipio hay una tragedia por contar de cuenta del narcotráfico, la trata de personas, de cuenta de la presencia del ELN, de todos los grupos. ¿Quién puede vivir en el Chocó hoy?

Velia creó Motete, una corporación educativa y cultural que le apuesta a tener un impacto social en el departamento más pobre de Colombia mediante la lectura y el arte. Hoy asisten más de 1500 familias a los programas y actividades que organizan, y en el 2018, crearon FLECHO, la Fiesta de Lectura y Escritura en Quibdó, donde participan aproximadamente 10.000 personas.


Vel, Velita, la Seño Velia como la llaman en Motete, Veliamar, como se llama ella misma, dialoga durante sus viajes con los mares, el Baltico, el Caribe, a través del Pacifico que lleva dentro. Su familia materna viene de Juradó, la paterna de Juribiná, en Nuqui. Su vida y su obra son un poema a los 21 municipios de la región del Chocó. Un verso a la resistencia de una población que no se amilana por el abandono, que se rodea de un paraíso natural del cual se inspira para continuar. La tarea de Velia, y de la cultura, es mantener viva la capacidad de soñar y hacer poesía, porque sin ella no se puede vivir.

En Aguas de Estuario hay varios episodios que evidencian la situación de violencia en Quibdó. ¿Cómo lo ha enfrentado usted?

Cuando yo era niña, todavía no se veían las cosas que empezaron a verse luego. Hoy tú no puedes decir que no haya ninguna persona en el Chocó que esté por encima de la situación tan crítica que se vive de orden público. Todos tenemos un amigo, hermano, familiar que está siendo, o ha sido, extorsionado. Todos hemos tenido que escuchar una balacera. A todos nos ha tocado una explosion como las que nos tocó en Bahía. En Quibdó la extorsión ha sido terrible; los índices de asesinatos son brutales. El desplazamiento que hay en la región del San Juan es absolutamente desproporcionado, masivo, solo hay que ver la cantidad de comunidades indígenas que han llegado a Istmina, por ejemplo. Hay crisis humanitaria. El año pasado hubo 28 víctimas de minas antipersona en el Chocó. En el Atrato, bajo el reclutamiento de niños y jóvenes, el conflicto es altísimo. En cada municipio hay una tragedia por contar de cuenta del narcotráfico, la trata de personas, de cuenta de la presencia del ELN, de todos los grupos. ¿Quién puede vivir en el Chocó hoy? Hoy nadie vive en el Chocó exento del conflicto. Absolutamente nadie.


Quisiera hacerle la pregunta que usted misma se hizo en el libro. ¿De qué sirve leer cuentos en una vida tan dura?
(Respira un momento). Muchas lecturas y conversaciones desde ese momento hasta hoy han sido fundamentales para irme respondiendo esa pregunta, y sobre todo para irmelo creyendo. Llevar un libro le permite a estos niños el derecho a la imaginación. Les permite el derecho a la lectura, a poner su mente al menos un instante en otro lugar y eso vale la pena. Un libro sirve para que los niños imaginen que otro mundo es posible. El libro como excusa para encontrarnos y detrás de ese encuentro, que fue lo que sentí hace poco, hay esperanza.

¿Recuerda alguna anécdota?

Yo llegué al barrio El futuro ll la semana pasada a saludar a los niños, las familias, porque estamos construyendo una caseta comunitaria para los clubes de lectura y empecé a preguntar cuándo entraban a clase. Alguien me dijo, “no, seño’ Velia, no podemos mandar a este niño al colegio porque no hay útiles escolares’. Pero eso no podía pasar, así que lo resolvimos y ya está estudiando. Pero a ese niño y a esa familia los conocimos por un libro. Ellos llegaron un día a leer conmigo. Fui el canal para solucionar una situación trascendental como es estar un año entero en la escuela y fue un libro el que nos dio la posibilidad de encontrarnos ahí para construir algo juntos, construir esperanza y así tenemos muchas historias y todo eso ha venido detrás de La princesa Ana, que fue el primer libro que leí en el El futuro ll.

En una ocasión me gritaron en coro “negra hijueputa”. Y cuando mi mamá fue al colegio a pedir explicaciones, la maestra le dijo que el problema era que yo era muy malgeniada.

Cuénteme sobre su primera relación con el Chocó, en su infancia, ¿cómo fue?
Yo primero viví en Bahía Solano con mis abuelos paternos, mi abuela Belisa y mi abuelo Manuel Antonio. Luego fui a Quibdó donde vivía mi mamá y mi tía Ludis, que es como mi otra madre. Tengo tres madres que son mi abuela, mi tía y mi mamá biológica. Estudiaba en Quibdó y pasaba las vacaciones en Bahía Solano. Yo sentía que vivía más en Bahía. Solo los últimos años antes de irme a Cali, sí sentí que viví más en Quibdó, y fueron unos años muy difíciles para nosotros.

¿Por qué?
Recuerdo que tenía un deseo profundo de irme, muy profundo. No me sentía bien en ese momento en Quibdó porque teníamos muchas dificultades económicas. Tenía la ilusión que en Cali iba a poder acceder a cosas que no tenía, por ejemplo, que podríamos abrir una llave y que saliera agua. No teníamos acueducto en el lugar donde vivíamos. Nos tocaba a veces ir a sacar el agua a un pozo. A veces teníamos dificultades con la comida u otras cosas…

¿Y en Bahía Solano?
En Bahía no sentíamos eso, es muy curioso. Allí no teníamos esa sensación aunque también hicieran falta cosas. Por el mar, la pesca, porque todo está aparentemente al alcance de la mano, pero en Quibdó todo era mucho más precario. Se ganaba un salario mínimo que en esa época eran como 32000 pesos. Sentíamos el deseo de irnos por la ilusión de tener oportunidad y mejores condiciones de vida.


¿En qué momento dejó el Chocó?
Yo salí del Chocó a los 11 años. Me fui a Cali. Mi mamá había terminado la universidad y entonces quería buscar otras posibilidades de empleo, y además, parte de mi familia ya estaba ahí. Empecé a estudiar el séptimo grado del colegio.
Y cuando llegó a Cali, ¿recibió algún comentario sobre su condición de mujer negra?
Fue el momento en el que me hice consciente del racismo. Cuando mis hermanos, que en realidad son mis primos, llegaron a Cali, ya se había presentado un hecho muy fuerte con uno de ellos. Pasaron muchas cosas horribles con su maestra, por ejemplo: lo ponía al sol porque era negro. Él entró en una crisis muy fuerte, de ansiedad y muchas cosas, porque nunca lo habíamos vivido. Eso lo que nos permitió como familia fue entender que eso pasaba. Se hicieron cambios muy pequeños dentro de la escuela para que al menos él estuviera mejor, y un niño de ocho años no tuviera que soportar a una maestra racista.


¿Y usted también recuerda haber vivido algo parecido en el colegio?

No era un colegio particularmente con altos grados de tolerancia, de convivencia. Había conflictos, aunque también habían grandes maestros que intentaban dar lo mejor en medio de esas circunstancias. Yo me destacaba fácilmente porque era disciplinada, respetuosa, y eso molestaba a veces a mis compañeros, y en una ocasión me gritaron en coro “negra hijueputa”. Y cuando mi mamá fue al colegio a pedir explicaciones, la maestra le dijo que el problema era que yo era muy malgeniada. Entonces no era responsabilidad de mis compañeros sino que era mi culpa.

¿Cómo reaccionó su madre y usted?

Yo reaccioné molesta, por supuesto, y les dije que yo era negra pero que ellos eran unos brutos todos (se ríe). Imagínate el nivel de frustración que puede sentir una niña de 12 años. Solo porque me habían puesto de monitora y yo les dije que estaban haciendo mucho desorden… y por eso me rechazan y me insultan con comentarios racistas. No necesitas más en una ciudad como Cali para entender dónde estás.

Oír somos río (2019). Su título palíndromo es una referencia a su contenido: un libro de memorias de viaje por el río San Juan desde el recuerdo de dos mujeres en dos tiempos distintos y desde dos orígenes distintos: Velia Vidal y Godula Buchholz.


Yo, más que nada, soy una mujer negra. Para mí es muy importante ser del Chocó porque siento que eso ha cambiado muchas cosas y en particular de Bahía Solano.

Usted vivió allí 5 años y luego se fue a Medellín. ¿En qué momento ese deseo de no volver de niña se transformó en esa añoranza por regresar al Chocó?

El deseo fue de irme en particular de Quibdó. Para mí, Quibdó era necesidad, era falta de agua, en Bahía nunca nos faltó. Quibdó significaba para mí carencias. Yo me sentía pobre allá, en Bahía, nunca. Entonces un poco era eso de lo que quería huir. ¿Quién no quiere irse de ahí? Pero algo que he notado desde que regresé es que no sabía que Quibdó tenía los atardeceres más lindos del mundo. Pasé 17 años sin ir a Quibdó, a Bahía nunca dejé de ir, pero cuando regresé, lo primero fue que descubrí que tenía unos atardeceres hermosos y me preguntaba… ¿por qué no veía la belleza de niña? No íbamos con mi mamá a ver el atardecer, a ver el río que es tan lindo, pero es que cuando tienes tantas necesidades, se te nubla la posibilidad de ver la belleza.

Su obra también es una invitación para conocer de verdad el Chocó a través de sus viajes. ¿Ha resignificado su región después de su regreso?
Una de las cosas que sentía era que de los 125 municipios de Antioquia, conozco 123. Solo hay 2 que no conozco. Y sin embargo, no conocía al Choco lo suficiente. Sentía que tenía esa deuda de conocer mi departamento. Tuve la fortuna de que me ofrecieron un trabajo (con la Cámara de Comercio del Chocó) que implicaba viajar por el Pacifico chocoano. Entonces creo que todos estos viajes y nuevos encuentros me permitieron hacer una resignificación. Construir una mirada auténtica, porque al estar tanto tiempo por fuera y haber sido formada en universidades de otras regiones, en un sistema racista, como un problema estructural, inevitablemente mi mirada estaba mediada por eso. Entonces volver a recorrer mi región y departamento, me permitió reconstruir mi mirada. Eso ha sido absolutamente enriquecedor para mi trabajo de escritura y de gestión cultural.


Motete cumple 5 años, ¿qué proyectos tiene en los próximos años?
Yo he llamado a los próximos 5 años ‘Selva adentro’. No nos interesa crecer más, ir a otros departamentos, trabajar con más familias. Trabajamos ahorita aproximadamente con 1550 familias en los dos proyectos más grandes. Nuestro propósito es profundizar la relación con estas comunidades, con estas instituciones educativas y familias, saber quienes son. Al final no importa la cifra de 10.000 o 3000 si solo pasan y no sabemos quienes son. Lo que yo veo en Motete es la capacidad de seguir construyendo capital humano, para el Chocó.

Su obra se ha destacado por usar el género epistolar en sus libros. ¿Por qué le gustan las cartas?
Yo encontré en las cartas la oportunidad de expresar todas esas cosas que sentía, y siento. Escribo cartas todo el tiempo. He escrito cartas a mi papá, a mi abuela, a mi mamá, a mi esposo cuando era mi novio, y luego cuando me invitaron a ser parte del proyecto Oír somos río, lo que me salió fue hacer cartas.
¿Cómo fue la decisión de convertir la colección de cartas a su amigo en un libro?
Para mí es más fácil escribir todas mis emociones a mi destinatario, que es un destinatario real. Él dice que puedo decir quién es, pero yo no quiero. Es un gran amigo que es de Medellín. Nos queremos muchísimo. Imprimí todas nuestras cartas, hay cartas físicas pero esa no se las pedí para el libro. Hice un regalo para él y uno para mí, todas eran digitales, correos electrónicos. Iban 3 años de cartas e imprimí una copia para él y una para mí. Nos vimos, nos vemos muy poco, yo le firmé mi copia, él me firmó mi copia y después eso se convirtió en el manuscrito de Aguas de estuario.

¿Y en sus futuros proyectos sigue haciendo cartas o explora otros géneros?
En el London Magazine me propuse hacer un cuento, en la residencia en Ahrenshoop el año pasado escribí poemas y ahora estoy trabajando con la poeta Carolina Dávila. Estoy muy emocionada con este ejercicio. Y en el trabajo del Centro de Excelencia Santo Domingo del British Museum, escribí un cuento pero tuve la fortuna que el centro me invitó a ser parte del programa de Fellowship. En abril regreso a Londres y vamos a estar trabajando más profundamente en una colección. Ahí seguro vamos a escribir un artículo académico. También estoy escribiendo una novela que ocurre en el río San Juan, que todo ocurre ahí. Pero no puedo desligarme del todo de las cartas, me siento más cómoda, sobre todo porque puedo ser muy honesta, y para mí esa honestidad es fundamental.

Con todo esto, ¿qué significa ser una escritora negra? Usted escribe en el libro su nombre como Vel, Veliamar, Velia Vidal, ¿tiene alguna razón este ‘juego’ de nombrarse?

Yo creo que las identidades son unas cosas que cambian y están en movimiento. Yo, más que nada, soy una mujer negra. Para mí es muy importante ser del Chocó porque siento que eso ha cambiado muchas cosas y en particular de Bahía Solano que significa esa relación con el mar, la lluvia, la selva, la humedad y creo que toda esa suma de cosas inciden en mi lugar de enunciación con todo lo que significa ser una mujer negra en Colombia que no es poco. Nos hemos visto obligados a definirnos, y se espera de nosotros que nos definamos. Una persona mestiza nunca tiene que pensar qué es, cómo es, mucho menos una persona blanca, europea. Yo entiendo que necesitamos nombrarnos políticamente como personas afro, negras, afrodescendientes, colombianos, porque si no nos nombramos, vamos a seguir sumidos en la invisibilización.

¿Y esa lucha cómo se refleja en su construcción como escritora?

Es muy fuerte, porque ese acto político, ese acto público, trasciende a la vida privada y ahí es donde uno tiene que jugársela ser un poco rebelde y decir ‘bueno, entiendo el poder y la necesidad de nombrarnos, pero eso no significa que yo deba escribir sobre lo que se supone que debo escribir o comportarme de cierta forma’. Es un reto bastante exigente. Cuando escribo un cuento, tengo que pensar dos veces. Bueno, ¿qué es lo que yo estoy proyectando aquí?, no puedo reducirme sólo a la historia que quiero contar sino también tengo que pensar que soy una escritora negra. Quisiera ser solo una escritora, pero vivo en una época en la que no puedo ser solo eso. Entiendo que va a ir cambiando y lo asumo, porque espero que las niñas o mujeres negras escritoras dentro de 50 años no tengan que tener las mismas preguntas que yo, que puedan vivir con un poco más de libertad.