sábado, 26 de febrero de 2022

Tiempos líquidos: ¿volverá la gran literatura?

Indudablemente sí, pero no será gracias al mercado editorial, sino a la necesidad de responder las grandes preguntas que se agitan en nuestro interior

Thomas Mann, autor de 'La montaña mágica'.
Thomas Mann, autor de 'La montaña mágica'./elcultural.es


George Steiner sostenía que la excelencia de una obra literaria se mide por la presencia de Dios. Este juicio, no muy antiguo, hoy despierta perplejidad. Casi todos los escritores han expulsado a Dios de sus ficciones y abundan las declaraciones de hostilidad o indiferencia hacia el fenómeno religioso. La literatura ha echado raíces en la finitud, si eso es posible, pues las raíces siempre expresan anhelo de permanencia y lo finito es uno de los nombres de lo efímero y frágil. La Modernidad se ha vuelto líquida, como dijo Zygmunt Bauman, y ya no parece sensato buscar la verdad. La literatura se ha contagiado del pensamiento débil, descartando las grandes preocupaciones del pasado, cuando se escribía para abrazar el bien y la belleza o para desafiar a Dios, exaltando el mal, como hicieron Sade y Baudelaire.

Ya no quedan escritores como Miguel de Unamuno, que escribía con el corazón en la mano, volcando en cada frase su hambre de eternidad. Unamuno sostenía que solo importaba saber si poseemos un alma inmortal. Si morimos del todo, si volvemos al barro del que surgimos, sumiéndonos en la oscuridad, nada importa demasiado. Como advirtió Spinoza, todo lo que existe desea perdurar. Unamuno quería creer en Dios, pero no lo conseguía y eso le atormentaba. Sus inquietudes parecen anacrónicas, pero la muerte no ha salido del tiempo, de nuestro tiempo. Sigue ahí, empujándonos hacia una nada destructora. Que eludamos su existencia no resta un ápice de gravedad a la expectativa de disiparse en el no-ser, el único infinito que se ha librado del asalto del escepticismo.

En la Antigüedad, los dioses eran algo más que un telón de fondo en poemas y tragedias. Su intervención era decisiva. Auxiliaban a los héroes, castigaban a los malvados, cometían arbitrariedades para mostrar su poder o sufrían los estragos del destino, una fuerza que los sobrepasaba. La Edad Media liquidó el politeísmo y postuló la omnipotencia del único Dios, Señor del Tiempo y de la Historia. Rodeado de nueve anillos de ángeles, Dios es un intenso punto de luz en la Comedia de Dante. Haciéndose eco de las enseñanzas de la teología negativa o apofática, el florentino no incurre en la descripción del Ser Necesario, cuya infinitud desborda cualquier definición. No es posible encerrar el infinito en un concepto.


Escribir es una de las formas más fecundas de acercarnos a la plenitud, al saber, al absoluto moral y estético



Con Shakespeare, un humanista que ya no confiaba tanto en lo sobrenatural, Dios ya no es fuerza tan luminosa. En El rey Lear, el bufón rescata la vieja idea de que los dioses combaten su tedio enviando desgracias a los hombres. Cervantes, otro humanista pero con su fe intacta, sugiere que Dios se limita a sonreír con benevolencia ante los desatinos del ser humano. Excluir a Dios de la república de las letras no es un simple acto de impiedad. Significa darle la espalda a las grandes cuestiones que han ocupado la mente de nuestros clásicos. Sin ninguna referencia a Dios, la literatura desciende al ámbito de lo banal, perdiendo ese impulso demoníaco que circula por la tragedia griega, la poesía renacentista y el teatro isabelino. No identifico lo demoníaco con la arrogancia de los ángeles que se rebelaron contra Dios, sino con ese fondo divino que inspiró a Sócrates, transformándolo en uno de los mitos de nuestra cultura.

Los ilustrados pretendieron acabar con los prejuicios y la superstición, pero casi mataron al espíritu. Voltaire se rio de la providencia en Cándido. En Jacques el fatalista, Diderot redujo la historia del mundo a ciego determinismo físico y biológico. Sin sus pretensiones filosóficas, Jane Austen pasó por alto los problemas de la metafísica y consagró su pluma a describir los asuntos amorosos de la clase media rural, siempre anhelante de enlazar con la nobleza. Nunca mostró interés por Dios, la verdad o la belleza. Los novelistas del XIX obraron de forma similar. Flaubert, Stendhal o las hermanas Brontë fijaron su mirada en los asuntos terrenales, analizando las pasiones que unen y separan a los sexos. El amor colonizó la novela, exhibiendo sus obsesiones, frustraciones y temores. El romanticismo, una forma de neurosis, postergó a la metafísica, rebajada a mera arqueología. Solo Dostoievski situó a Dios en el centro de su prolija obra novelística. Incluso formuló una frase que competiría con el famoso "Dios ha muerto" de Nietzsche. En Los hermanos Karamazov, escribió: "Si Dios no existe, todo está permitido". Si no hay verdades inamovibles, si nada es sagrado e incuestionable, la ética solo es una forma de lidiar con el entorno y no un anhelo de perfección.

Los grandes reformadores de la novela injuriaron a Dios o le ignoraron. Entre los primeros destaca James Joyce, que alardeó de ateísmo, algo poco frecuente en un irlandés. Proust prefirió cultivar la indiferencia. Kafka eligió otra alternativa: mostrar cómo sería un mundo deshabitado por Dios. Su literatura es una crónica del vacío que ha dejado el descrédito de la fe. El ser humano ya no percibe otro horizonte que el absurdo. La vida le produce escalofríos. Sartre y Camus redundaron en esa perspectiva, pero a partir de los 70 se produjo un giro sorprendente. Las cuestiones existenciales perdieron peso. Todo se volvió ligero. Lo lúdico y pueril reemplazó a lo metafísico.


La excelencia de una obra literaria no se mide solo por la presencia o ausencia de Dios

El romanticismo siguió fluyendo por la novela, inspirado toda clase de tramas, pero los afectos se tiñeron de escepticismo. Si el amado había sido un absoluto, ahora solo era una incidencia acechada por el olvido. El flirteo sustituyó a la pasión. Los amantes ya no se suicidaban por desesperación. La posmodernidad aceleró ese proceso. Como apuntó Zygmunt Bauman, hemos caído en una época líquida, sin espesor ni profundidad. Según Bauman, la globalización ha contribuido a exacerbar esa tendencia. Hemos entrado definitivamente en la era de Andy Warhol y Madonna: lo superficial es el nuevo ídolo de la humanidad.

Pienso que George Steiner tenía razón, pero matizaría que la excelencia de una obra literaria no se mide solo por la presencia o ausencia de Dios, sino por una ambición intelectual que aborde los grandes problemas de la existencia y la civilización. Sófocles, Shakespeare, Cervantes, Faulkner o Thomas Mann se preguntaron las mismas cosas: ¿cuáles son límites del entendimiento humano?, ¿es posible elaborar una imagen del mundo como totalidad?, ¿cómo diferenciar el bien del mal?, ¿solo hay silencio después de la muerte?, ¿qué es el hombre: un asombroso fruto del azar o hay algo divino en nuestro interior?

Los catálogos de las grandes editoriales, las que logran la atención de los medios y los lectores, están saturados de novelas que hablan sobre la insatisfacción matrimonial y sexual, la crisis de la mediana edad, la dificultad para conciliar el trabajo y las tareas domésticas, mujeres que se redescubren a sí mismas, hombres que no quieren ser hombres, conflictos de identidad que oscilan entre el narcisismo y la estupidez. La ambición de los escritores se ha empequeñecido. Hoy en día nadie se plantea un proyecto de la envergadura de La montaña mágica, de Thomas Mann. Mann intentó comprender qué había provocado la Gran Guerra, si era un simple conflicto político o la expresión de un choque entre las grandes corrientes de pensamiento de la cultura europea. También exploró la relación entre las patologías individuales y colectivas, la forma de afrontar la muerte, el eterno conflicto entre lo místico y lo racional, las tensiones antagónicas que articulan el erotismo, el lenguaje musical como forma de conocimiento.


Sin ninguna referencia a Dios, la literatura desciende al ámbito de lo banal

¿Volverá la gran literatura? Indudablemente sí, pero no será gracias al mercado editorial, sino a la necesidad de responder las grandes preguntas que se agitan en nuestro interior. Necesitamos respuestas que aplaquen nuestras perplejidades o que al menos nos enseñen a convivir con ellas. La literatura es hija de la insatisfacción y la infelicidad. Los dioses no escriben, ya lo advirtió Ernesto Sábato. Nuestro sino es escribir, quizás porque sabemos que la perfección es inalcanzable. Imagino que al finalizar La montaña mágica, Thomas Mann contempló la cima que había culminado, comprendiendo que no podría permanecer allí mucho tiempo. Como un buen alpinista, descendió antes de que anocheciera, pero con la determinación de volver a escalar. Escribir es una de las formas más fecundas de acercarnos a la plenitud, al saber, al absoluto moral y estético. Nunca renunciaremos a esa posibilidad. Los tiempos líquidos pasarán y el espíritu volverá a llevarnos a esas alturas donde Naptha y Settembrini hablaron sobre Dios, el hombre y el destino de los pueblos.