domingo, 20 de febrero de 2022

Borges perplejo

 Hay un cuento magnífico, que nos llevaría sin duda horas comentar, y se llama el Aleph. Es tal vez el cuento más famoso de Jorge Luis Borges y el más inquietante, por los muchos temas a los que alude y por el complejo contenido que abarca

Jorge Luis Borges, el Eterno./elespectador.com


El tema del soñador soñado vuelve en él, y es una gran preocupación metafísica. El tema de una cosa que es todas las cosas vuelve en él, el tema de un instante del tiempo que es todos los instantes del tiempo.

Hay un cuento magnífico, que nos llevaría sin duda horas comentar, y se llama el Aleph. Es tal vez el cuento más famoso de Jorge Luis Borges y el más inquietante, por los muchos temas a los que alude y por el complejo contenido que abarca. La idea de un lugar del espacio que contiene todos los lugares, de un pequeño objeto en donde está todo el universo y al que llamaban en las tradiciones de distintos pueblos el Aleph; esa fantasía era más fantástica cuando Borges la escribió en los años 40, que hoy.

Hoy tenemos un poco más la experiencia de sitios mínimos donde caben tantas cosas del universo; porque la red de internet, de la que Borges fue uno, si no de los precursores por lo menos de los que la adivinaron previamente, hace que haya un punto donde parecen converger todos los puntos, y tenemos maneras de conectarnos con ellos que no habrían imaginado las personas de hace 80 o 100 años.

Es la posibilidad de que cosas muy extensas y complejas puedan condensarse en objetos muy pequeños. Uno estaba acostumbrado a las vastas bibliotecas y ahora una gran biblioteca puede caber en un chip diminuto; ha cambiado nuestra concepción del espacio, y cualquier neurólogo mantiene desde hace mucho tiempo una pregunta sobre de qué manera se almacena la vastedad de nuestros recuerdos en lo diminuto de nuestras neuronas, de cómo conservamos la memoria, y de qué manera tenemos tan mágica y misteriosamente acceso a ella en el momento en que la necesitamos.

El racionalismo y el positivismo nos acostumbraron a la idea de que el mundo está muy claro y es muy fácil entenderlo, que hay un montón de instrumentos y máquinas que nos revelan qué es de verdad el mundo. Por ejemplo, una tomografía axial computarizada nos puede revelar lo que hay en nuestro cerebro: cómo está el cerebro en términos vasculares, en términos neuronales, en términos de conexiones, cómo están esas circunvoluciones y esos hemisferios.

Pero todo es apenas, no un error ni una mentira, sino una verdad muy parcial; porque si alguien le hubiera tomado una tomografía axial computarizada a la cabeza de William Shakespeare, no habría encontrado por ninguna parte a Romeo y Julieta. Solo hay cierto costado de la realidad al que puede acceder toda nuestra tecnología y nuestra capacidad de medir, y otra cosa son los arcanos de nuestra vida, los arcanos de la memoria y del lenguaje.

Estudiemos con todos los métodos físicos posibles el cuerpo humano y no encontraremos el lenguaje. Para encontrarlo tenemos que hablar, contar, y en el lenguaje hallamos no solo un diccionario, no solo unos signos, sino todas las fantasías, los recuerdos, los sueños, todas las imaginaciones, las quimeras, los fantasmas, los monstruos y los miedos. El mundo es mucho más de lo que podemos medir y a lo que podemos acceder.

Si queremos conocer a Picasso, en vano intentaríamos conocerlo examinando el cuerpo de Picasso, mejor nos vamos para un museo gigantesco, donde hay desplegados miles de cuadros que Picasso pintó, y algo veremos del diagrama del alma de Picasso, por todo eso que brotó de él. En vano intentaremos examinando el cuerpo de Shakespeare descubrir el espíritu que contenía ese cuerpo, es más fácil irnos a leer sus obras completas, a descubrir el universo que había en él y que nuestras herramientas racionales y técnicas difícilmente pueden encontrar.

¿Será posible decir que hay un tema central, un tema básico en la obra de Borges? Tal vez no, pero sí es posible decir que hay una actitud central, algo que está presente en todo, en sus relatos, en sus ensayos, en sus poemas, que es la principal característica de su sensibilidad y de su propuesta. Así como en Whitman es el entusiasmo, como en Verlaine es la sensibilidad y el “pathos de la inestabilidad emocional”, como en Baudelaire es una suerte de rebelde amargura, el sabor de las obras de Borges es el sabor de la perplejidad. Borges está perplejo, Borges está sorprendido con todo, a Borges todo le parece misterioso, porque todo en este mundo es profundamente misterioso.

Si nos sentimos muy cómodos y nos parece que todo lo entendemos, es solamente para relajarnos, pero si nos ponemos a pensar que estamos en un planeta que flota en la enormidad de un cosmos lleno de galaxias y de otras galaxias que se dilatan si fin, uno empieza a sentir: ¿dónde estoy? ¿qué es esto realmente?

Cuando pensamos que vamos a durar breve tiempo y que después no sabemos, como dice un poema de Rubén Darío, de dónde venimos ni para dónde vamos, aunque la razón nos dio algunas certezas e intentó quitarnos unos cuantos temores y monstruos de la mente, comprendemos que el mundo sigue siendo inexplicable. Y el poeta se remitía a su padre, quien una vez le dijo, cuando Borges le preguntó si creía en Dios: “Hijo mío, este mundo es tan extraño que en él todo es posible, hasta la Santísima trinidad”.

A Borges le parecería una ingenuidad ser ateo, como le parecía a Kant una ingenuidad ser ateo. Kant, nuestro padre racionalista, lo que dijo fue: Dios no es tema de la filosofía ni de la ciencia, Dios no puede ser pensado. Yo no digo si existe o no existe, eso no es tema del pensamiento. Puede ser un tema de la religión y del arte. La poesía se relaciona muy bien con Dios: cada vez que necesita decir que hay algo que merece ser reverenciado, que merece ser celebrado, que es inexplicable, puede hablar de Dios, y no necesita decir que ese Dios se llama Jehová o Alah o Ganesha o Vishnu o Brahma. Spinoza pudo decir que Dios y el universo son la misma cosa, y que cada uno de nosotros es una fracción de la divinidad.

Así que ser ateo es una ingenuidad, tanta ingenuidad como ser creyente, sin duda, porque ese es un reino en el que nadie puede tener certezas. Aunque eso sí, cuanto menos seguros estamos, más seguros fingimos estar. También en Borges el tema de Dios vuelve continuamente. Pero lo que uno siente más presente es esa perplejidad, es ese asombro.

“Mirar el río hecho de tiempo y agua/ y recordar que el tiempo es otro río,/ saber que nos perdemos como el río, / y que los rostros pasan como el agua”.