Carlos Fuentes
La muñeca reina
I
Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo
recordar su existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas
habían reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba
acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de
sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías más
altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las
hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayó
una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que
cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la
decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos
conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y
relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que
poseían la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores
para preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son
desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por
caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así como las que de
buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca
vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la
familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas. Sólo sé que de
entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con
la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y me buscas
aquí como te lo divujo.
Y detrás estaba ese plano de un sendero
que partía de la X que debía indicar, sin duda, la banca del parque
donde yo, adolescente rebelde a la educación prescrita y tediosa, me
olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo libros
que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que
sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos
correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que
bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos
americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al
principio no escuché los pasos ligeros que, después de correr sobre la
grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era Amilamia y no supe
cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si su espíritu travieso,
cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con
los vilanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los labios
hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó mi nombre y después de
considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa,
si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que
Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de
expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta
que los niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos
solemnes de la presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más
bien, era un don de su naturaleza, al grado de que sus momentos de
espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos. Quiero recordarla, una
tarde y otra, en una sucesión de imágenes fijas que acaban por sumar a
Amilamia entera. Y no deja de sorprenderme que no pueda pensar en ella
como realmente fue, o como en verdad se movía, ligera, interrogante,
mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla detenida para
siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el lugar
donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado llano
donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes
y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su
carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de
florecillas apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca
abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la
niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo
un llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una
flor entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde,
no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la
casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros azules
venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia viéndome leer,
detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde, inquiriendo
con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa leía, como
si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas.
Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía
girar sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del
mundo en ese vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose
con el brazo en alto y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil
posturas que adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las
piernas al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con
las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre
el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles,
dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes de la
banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las cortezas
sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá
de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de
pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo,
nada. Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero
también su manera de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo
fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la contemplación de la
niña mofletuda, de cabello liso y cambiante con los reflejos de la luz:
ora pajizo, ora de un castaño quemado. Y sólo hoy pienso que Amilamia,
en ese momento, establecía el otro punto de apoyo para mi vida, el que
creaba la tensión entre mi propia infancia irresuelta y el mundo
abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.
Entonces
no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras -la
palabra me trastornaba- que asumían el disfraz de la Reina para comprar
el collar en secreto, con las invenciones mitológicas -mitad seres
reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos y vientres húmedos-
que esperaban a los monarcas en sus lechos. Y así, imperceptiblemente,
pasé de la indiferencia hacia mi compañía infantil a una aceptación de
la gracia y gravedad de la niña, y de allí a un rechazo impensado de esa
presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que ya tenía catorce años,
esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su nostalgia, sino el
pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una flaqueza.
Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos
habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba
con celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de
papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde,
cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al
pie de ella caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello
de la niña en mis labios, y sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos
pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con enojo los
brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la rodilla y el
codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego Amilamia se fue y al día
siguiente regresó, me entregó el papel sin decir palabra y se perdió,
canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o guardarla en
las páginas del libro. Las tardes de la granja. Hasta mis lecturas se
estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regresó al parque.
Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y después regresé a los deberes
del primer año de bachillerato. Nunca la volví a ver.
II
Y
ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser
fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado
y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la
pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar
con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación.
Pues aquí habían nacido, hablado y muerto Strogoff y Huckleberry, Milady
de Winter y Genoveva de Brabante: en un pequeño jardín rodeado de rejas
mohosas, plantado de escasos árboles viejos y descuidados, adornado
apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me obliga a
pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde, nunca
existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina...
¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y
subía durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos
juntos? Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que
mi memoria se empeñaba en darle.
Me buscas aquí como te lo
divujo. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar atrás el bosque,
descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve campo de
avellanos -era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos
blancos-, abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar,
saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas
tardes de la adolescencia, como por milagro, habían logrado suspender
los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de pitazos,
campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el
verdadero imán: el jardín silencioso o la ciudad febril? Espero el
cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el iris rojo
que detiene el tránsito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y al
cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del momento que vivo, y
sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de
los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y
ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho,
asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que mantener,
ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado por
alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción
central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y
Amilamia. Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de
un piso se suceden monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y
sus portones de pintura descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios
rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el
martilleo de un zapatero allá. En las cerradas laterales, juegan los
niños del barrio. La música de un organillo llega a mis oídos, mezclada
con las voces de las rondas. Me detengo un instante a verlos, con la
sensación, también fugaz, de que entre esos grupos de niños estaría
Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados, colgada de las
piernas desde un balcón, afecta siempre a sus extravagancias
acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos. Sonrío y
por vez primera quiero imaginar a la señorita de veintidós años que, si
aún vive en la dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso
habrá olvidado las tardes pasadas en el jardín.
La casa es
idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los
batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal
neoclásico que debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa
tendida, los tinacos de agua, el cuarto de criados, el corral. Antes de
tocar el timbre, quiero desprenderme de cualquier ilusión. Amilamia ya
no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer quince años en la misma casa?
Además, pese a su independencia y soledad prematuras, parecía una niña
bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los
padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos
inquilinos saben a dónde.
Aprieto el timbre y espero. Vuelvo a
tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en casa. Y yo, ¿sentiré
otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no será
posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la
tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que
sólo importaba por su sorpresa fugaz.
Vuelvo a tocar. Acerco la
oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración ronca y
entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso,
acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los
tablones resquebrajados del zaguán.
-Buenas tardes. ¿Podría decirme...?
Al escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de nuevo el timbre, esta vez gritando:
-¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?
No
obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me
retiro del portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si
la distancia pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda
la atención fija en esa puerta condenada, atravieso la calle caminando
hacia atrás; un grito agudo me salva a tiempo, seguido de un pitazo
prolongado y feroz, mientras yo, aturdido, busco a la persona cuya voz
acaba de salvarme, sólo veo el automóvil que se aleja por la calle y me
abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más que seguridad, me ofrece
un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre helada a la piel
ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser la de
Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la
ropa tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé;
yo veo ese pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con
pinzas al largo cordel que se mece entre una barra de fierro y un clavo
del muro blanco de la azotea.
III
En el Registro de la
Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un señor R.
Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es
Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?,
me ha preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido
presentarme calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga
nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me ofende. Asocio la
repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por las nubes bajas
-y por ello más intenso- con el deseo de regresar al parque sombreado y
húmedo. No, no es más que el deseo de saber si Amilamia vive en esa
casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo rechazar, cuanto
antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos durante la
noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en cuya
bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una
niña de siete años que yo había conocido catorce o quince antes...
Tendría una hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una
niña que quizás se vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos
juegos, ¿quién sabe?, iba al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo
hasta el portón de la casa. Toco el timbre y espero el resuello agudo
del otro lado de la puerta. Me he equivocado. Abre la puerta una mujer
que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en un chal, vestida
de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el pelo
estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o
pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan
indiferentes.
-¿Deseaba?
-Me envía el señor Valdivia.
-Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi cartapacio en la
oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi papel.
-¿Valdivia? -La mujer me interroga sin alarma; sin interés.
-Sí. El dueño de la casa.
Una cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.
-Ah sí. El dueño de la casa.
-¿Me permite?...
Creo
que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para
impedir que le cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la
señora se aparta y con un gesto de la mano me invita a pasar a lo que
debió ser una cochera. Al lado hay una puerta de cristal y madera
despintada. Camino hacia ella, sobre los azulejos amarillos del patio de
entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la señora que me sigue
con paso menudo:
-¿Por aquí?
La señora asiente y por
primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una camándula con
la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde
mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con
que la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita.
Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir
los batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas
perennes que crecen en los macetones de porcelana y vidrio incrustado.
Sólo hay en la sala un viejo sofá de alto respaldo enrejado de bejuco y
una mecedora. Pero no son los escasos muebles o las plantas lo que llama
mi atención. La señora me invita a tomar asiento en el sofá antes de
que ella lo haga en la mecedora.
A mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.
-El señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.
La señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.
-La manda saludar y...
Me detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La revista está garabateada con un lápiz rojo.
-...y me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días...
Mis ojos buscan rápidamente.
-...Debe hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace desde... ¿Ustedes llevan viviendo aquí...?
Sí;
ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora
sonríe lo hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí
siento, por un instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus
facciones. Tampoco esta vez me contesta.
-...¿por lo menos quince años, no es cierto...?
No afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de pintura...
-...¿usted, su marido y...?
Me
mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe.
Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario,
yo inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me
levanto.
-Entonces, regresaré esta misma tarde con mis papeles...
La
señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la
revista de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.
IV
La
escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras
imaginarias en un cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de
las tablas opacas del piso y la extensión de la estancia, la señora se
mece y roza con las yemas de los dedos los tres dieces del rosario.
Suspiro al terminar el supuesto inventario de la sala y le pido que
pasemos a otros lugares de la casa. La señora se incorpora, apoyando los
brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustándose el
chal a las espaldas estrechas y huesudas.
Abre la puerta de
vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la mesa
con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni
siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La
otra ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en
ciertos momentos este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni
repisas. Sobre la mesa sólo hay un frutero de plástico con un racimo de
uvas negras, dos melocotones y una corona zumbante de moscas. La señora,
con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo, se detiene detrás de
mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente que las estancias comunes
de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.
-¿No podríamos subir a la azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.
La señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del comedor.
-¿Para qué? -dice, por fin-. La extensión la sabe bien el señor... Valdivia...
Y
esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son
los primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la
obliga, en defensa, a recurrir a cierta ironía.
-No sé -hago un
esfuerzo por sonreír-. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y no...
-mi falsa sonrisa se va derritiendo-... de abajo hacia arriba.
-Usted
seguirá mis indicaciones -dice la señora con los brazos cruzados sobre
el regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.
Antes de
sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son
inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el
cuaderno y sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la
mirada, los números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción -me lo
dice el ligero rubor de las mejillas, la definida sequedad de la lengua-
no engaña a nadie. Y al llenar la página cuadriculada de signos
absurdos de raíces cuadradas y fórmulas algebraicas, me pregunto qué
cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia y salir de aquí con
una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la certeza de
que por ese camino, si bien obtendría un respuesta, no sabría la verdad.
Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle
no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario
ramplón y habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la
ciudad para convertirse en un lugar común del misterio Tal es la
paradoja, y si las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi
apetito de imaginación seguiré las reglas del juego, agotaré las
apariencia y no reposaré hasta encontrar la respuesta -quizá simple y
clara, inmediata y evidente- a través de los inesperados velos que la
señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona
renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en los
laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero,
pero se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo
mordisqueado -me acerco con el pretexto de mis notas- por unos
dientecillos que han dejado su huella en la piel aterciopelada y la
carne ocre de la fruta. No miro hacia donde está la señora. Finjo que
sigo anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para
verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si
quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra
huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de bicicleta,
dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que llegan
hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo
largo del piso, hacía donde está la señora...
Cierro mi libro de notas.
-Continuemos, señora.
Al
darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de
una silla Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro
un hombre de espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están
escondidos por esos párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes
similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece seguir
mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos
grises, cuelgan de los pómulos salientes y las manos verdosas están
escondidas entre las axilas: viste una camisa burda, azul, y su pelo
revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de caramujos.
No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil (como
si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta
de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los
resquicios del zaguán.
Ridículamente, murmuró: -Buenas tardes...
-y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avalúo, las
pistas. La aparición de este lobo asmático justifica un pronta huida.
Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida. La máscara de la
tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece
fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se
alarga y me detiene.
-Valdivia murió hace cuatro años -dice el
hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la
laringe: una voz tipluda y débil.
Arrestado por esa garra
fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros de cera
y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo,
fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:
-Amilamia...
Sí:
nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su
fuerza sólo por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y
tembloroso, antes de levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el
hombro: la señora, perpleja por primera vez, me mira con los ojos de un
ave violada y llora con un gemido seco que no logra descomponer el
azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi invención, súbitamente,
son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas pueden
confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena de
vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar
la intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo
que yo no tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto.
Nunca me han faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto
es vano: ¿voy a acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de
la señora, voy a pedir excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de
notas en la bolsa del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi
historia policial: la revista de dibujos, el lápiz labial, la fruta
mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de cuadros azules...
Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detrás de los
párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello tipludo me dice:
-¿Usted la conoció?
Ese
pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir
mis ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años?
¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por
mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente?
¿Cuándo dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse con el deleite
de un jardín siempre solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o
de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy
cuenta, Amilamia descubría y consagraba las cosas de una vida que,
acaso, intuía fugaz?
-Sí, jugamos juntos en el parque. Hace mucho.
-¿Qué edad tenía ella? -dice, con la voz aún más apagada, el viejo.
-Tendría siete años. Sí, no más de siete.
La voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:
-¿Cómo era, señor? Díganos cómo era, por favor...
Cierro
los ojos. -Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a
las cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la
veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación
de zacate. Era una colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero
con sus idas y venidas y me saludaba desde lo alto antes de bajar,
acompañada por la música, sí, la música de mis ojos, las pinturas de mi
olfato, los sabores de mi oído, los olores de mi tacto... mi
alucinación... ¿me escuchan?... bajaba saludando, vestida de blanco, con
un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen tendido en la
azotea...
Toman mis brazos y no abro los ojos.
-¿Cómo era, señor?
-Tenía los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los árboles...
Me
conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe
de la cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...
-Díganos, por favor...
-El aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre...
No abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro manos guían mi cuerpo.
-¿Cómo era, cómo era?
-Se
sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el
llanto para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.
Los
goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma
asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado
como un cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada,
ornamentado como un cetro turco, opaco como una veta honda y perdida,
brillante como una estrella muerta. Las manos me sueltan. Más que el
llanto, es el temblor de los viejos lo que me rodea. Abro lentamente los
ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea primero, en seguida la red
de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por esa enorme batalla
de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi encarnados, tal es la
presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una piel viviente:
dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo de la
gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas
incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su
rastro de cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de
allí, del sol de la vida, es posible revivir para contemplar, detrás de
los cirios y entre las flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados,
los aros de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas
transparentes; los caballos de madera con las crines destrozadas, los
patines del diablo, las muñecas despelucadas y ciegas, los osos vaciados
de serrín, los patos de hule perforado, los perros devorados por la
polilla, las cuerdas de saltar roldas, los jarrones de vidrio repletos
de dulces secos, los zapatitos gastados, el triciclo -¿tres ruedas?; no;
dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas, abajo-, los zapatitos de
cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro
levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez
flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como
aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los
elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del
féretro plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado
de raso blanco, ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de
encaje, dibujado con tintes de color de rosa: cejas que el más leve
pincel trazó, párpados cerrados, pestañas reales, gruesas, que arrojan
una sombra tenue sobre las mejillas tan saludables como en los días del
parque. Labios serios, rojos, casi en el puchero de Amilamia cuando
fingía un enojo para que yo me acercara a jugar. Manos unidas sobre el
pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre, estrangulando ese
cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber, limpio,
dócil.
Los viejos se han hincado, sollozando.
Yo alargo
la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento
el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los
fastos de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón.
Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Aparto los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la muñeca.
Y
la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y
la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de
Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no
hacen temblar la voz apagada:
-No vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.
Toco
la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza
del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la
escalera, a la sala, al patio, a la calle.
V
Si no un
año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría
ha dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de
la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me
he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis
horas de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto
enfermo. La imagen de la vida es más poderosa que la otra. Me digo que
viviré para siempre con mi verdadera Amilamia, vencedora de la
caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar aquel cuaderno de
hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo. Y de sus
páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafía
infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al recogerla.
Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de
todo, aceptarían este regalo.
Me pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y ofrecerles ese papel con la letra de la niña?
Me
acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en
gotones aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez
mágica, ese olor de bendición mojada que parece remover los humus y
precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una raíz en el
polvo.
Toco el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz
chillona grita: ¡Voy!, y espero que la figura de la madre, con su eterno
rosario, me reciba. Me levanto las solapas del saco. También mi ropa,
mi cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta se
abre.
-¿Qué quiere usted? ¡Qué bueno que vino!
Sobre la
silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la
perilla y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho
convierte el vestido en una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que,
sin embargo, da un aire de coquetería el delantal de cuadros azules. La
pequeña mujer extrae de la bolsa del delantal una cajetilla de cigarros y
enciende uno con rapidez, manchando el cabo con los labios pintados de
color naranja. El humo le hace guiñar los hermosos ojos grises. Se
arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la permanente, sin dejar de
mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero también anhelante,
ahora miedoso.
-No, Carlos. Vete. No vuelvas más.
Y desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez más cerca:
-¿Dónde estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?
Y
el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la
boca, y las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas
la revista de historietas.
Carlos Fuentes Macías (
Panamá,
11 de noviembre de
1928 - †
México, D. F.,
15 de mayo de
2012)
1 2 fue uno de los
escritores más conocidos de finales del
siglo XX, candidato al
Premio Nobel de Literatura en reiteradas ocasiones y autor de novelas y ensayos, entre los que destacan
Aura,
La muerte de Artemio Cruz,
La región más transparente y
Terra Nostra. Ha recibido, entre otros, el
Premio Rómulo Gallegos en 1977, el
Cervantes en 1987, el
Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1994 y en 2009 la
Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica. Fue nombrado miembro honorario de la
Academia Mexicana de la Lengua en agosto de 2001.
4
Carlos Fuentes nació de padres mexicanos en
Panamá, el
11 de noviembre de 1928 y falleció a los 83 años en la Ciudad de México, el
15 de mayo de 2012. Su padre era diplomático, y pasó su infancia en diversas capitales de América:
Montevideo,
Río de Janeiro,
Washington D.C,
Santiago de Chile,
Quito y
Buenos Aires, ciudad a la que su padre llega en
1934 como consejero de la embajada de México. Los veranos los pasa en la
Ciudad de México, estudiando en escuelas para no perder el idioma y para aprender la historia de su país. Vivió en Santiago de Chile (1941-1943)
5 y Buenos Aires en donde recibió la influencia de notables personalidades de la esfera cultural americana.
Llegó a México a los 16 años y entró en la preparatoria en el
Centro Universitario México. Se inició como periodista colaborador de la revista
Hoy y obtenía el primer lugar del concurso literario del Colegio Francés Morelos.
Se graduó en leyes en la
Universidad Nacional Autónoma de México y en economía en el Instituto Altos Estudios Internacionales de
Ginebra. En 1972 fue elegido miembro de
El Colegio Nacional, fue presentado por el poeta
Octavio Paz y su discurso de ingreso fue "Palabras iniciales".
6
En
1975 acepta el nombramiento de
embajador de México en Francia
como homenaje a la memoria de su padre. Durante su gestión, abre las
puertas de la embajada a los refugiados políticos latinoamericanos y a
la resistencia española. Actúa como delegado en la Conferencia sobre
Ciencia y Desarrollo en
Dubrovnik,
Yugoslavia.
En
1977 renuncia a su puesto de embajador en protesta contra el nombramiento del ex presidente
Díaz Ordaz como primer
embajador de México en España después de la muerte de
Franco.
En diversas ocasiones habló favorablemente de
Fidel Castro aunque, en algunas otras ocasiones, le puso reparos importantes. Elogió también la apertura de
Raúl Castro. Fue amigo personal de hombres poderosos de la política mundial, como
Bill Clinton o
Jacques Chirac, y de la economía empresarial, como
Alberto Cortina (
ACS,
Banco Zaragozano, etc.), el empresario
Javier Merino, el propietario de la multinacional
Cámper, el mallorquín
Llorenç Fluxà;
Alfredo Sáenz (vicepresidente del
Banco Santander), los millonarios
Josep María Ollé,
Leopoldo Rodés o el hotelero
Simón Pedro Barceló, del
Grupo Barceló. Con respecto a la política mexicana en las
elecciones federales en México de 2006 acabó criticando duramente al candidato de izquierda
Andrés Manuel López Obrador, tras el sexenio de
Felipe Calderón Hinojosa, se mostró favorable con la candidatura de López Obrador para las
elecciones federales en México de 2012.
7
Gran aficionado al cine, escribió guiones para numerosas películas, como
Las dos Elenas, filme corto basado en su cuento homónimo y dirigida en 1964 por José Luis Ibáñez (director de otra cinta,
Las dos cautivas, también basada en una historia de Fuentes),
El gallo de oro (1964, junto con
Gabriel García Márquez y el director de la película Roberto Gavaldón),
Un alma pura (1965),
Tiempo de morir (1966, junto con Gabriel García Márquez),
Pedro Páramo (adaptación de la novela de Juan Rulfo, con Carlos Velo, director, y Manuel Barbachano Ponce, 1967),
Ignacio (también adaptado de un cuento de Juan Rulfo, 1975). El mexicano
Juan Ibáñez rodó en 1965
Un alma pura, Sergio Olhovich filmó
Muñeca Reina en 1972 y en 1988
Orlando Merino realizó el mediometraje
Vieja Moralidad. Estos tres filmes se basan en relatos homónimos del libro de cuentos de Fuentes
Cantar de ciegos.
Su novela
La cabeza de la hidra fue llevada al cine en 1981 por el director mexicano
Paul Leduc con el título de
Complot Petróleo: La cabeza de la hidra y guion del propio Fuentes. El argentino
Luis Puenzo filmó en 1989
Gringo viejo. Filmó la serie televisiva
El espejo enterrado, que se comienza a difundir en
1992 y sobre cuya base publica el libro homónimo.
El profesor Lanin A. Gyurko, de la
Universidad de Arizona, ha demostrado, en
The Shattered Screen. Myth and Demythification in the Art of Carlos Fuentes and Billy Wilder (New Orleans: University Press of the South, 2009) y
Magic Lens. The Transformation of the Visual Arts in the Narrative World of Carlos Fuentes
(New Orleans: University Press of the South, 2010), la influencia de
Carlos Fuentes sobre el cine norteamericano y la del cine sobre la obra
literaria de este.
Fallece en la
Ciudad de México el
15 de mayo de
2012 a los 83 años de edad, debido a una
hemorragia masiva producto de una
úlcera gástrica.
1 8 El
16 de mayo sus restos fueron homenajeados en el
Palacio de Bellas Artes,
9 posteriormente estos serán cremados para ser depositados en el
Cementerio de Montparnasse en
París donde descansan los restos de sus hijos Carlos y Natasha.
10 Novelas:La región más transparente,
Fondo de Cultura Económica, México, 1958
. Las buenas conciencias,
Fondo de Cultura Económica, México, 1959
. La muerte de Artemio Cruz,
Fondo de Cultura Económica, Colección Popular, México, 1962
. Aura, Ediciones Era, México, 1962
. Zona Sagrada, Siglo Veintiuno Editores, México, 1967
.Cambio de piel, J. Mortiz, México, 1967
. Cumpleaños, J. Mortiz, México, 1969
.Terra Nostra, J. Mortiz, México, 1975; Seix Barral, Biblioteca Breve 385, Barcelona, 1975.
La cabeza de la hidra, Argos, Barcelona, 1978.
Una familia lejana, Ediciones Era, México, 1980
. Agua Quemada. Cuarteto Narrativo Fondo de Cultura Económica, México, 1983
. Gringo Viejo,
Fondo de Cultura Económica, colección Tierra Firme, México, 1985
. Cristóbal Nonato,
Fondo de Cultura Económica, colección Tierra Firme, México 1987.
Constancia y otras novelas para vírgenes,
Fondo de Cultura Económica, colección Tierra Firme, México, 1990. Contiene 5 novelas cortas:
Constancia,
La desdichada,
El prisionero de Las Lomas,
Viva mi fama y
Gente de razón. La campaña (1990); México: Santillana. (Alfaguara)(2002).
Los años con Laura Díaz (México, Alfaguara, 1999).
Instinto de Inez, Alfaguara, México, 2001.
La silla del águila, Alfaguara, 2003.
Todas las familias felices, Alfaguara, 2006.
La voluntad y la fortuna, Alfaguara, México, 2008
. Adán en Edén, Alfaguara, México, 2009
. Vlad, Alfaguara, México, 2010
12.
Relatos y cuentos: Los días enmascarados,
Editorial Novaro, Los Presentes, México, 1954. Contiene 6 relatos:
Chac Mool,
En defensa de la Trigolibia,
Tlactocatzine, del jardín de Flandes,
Letanía de la orquídea,
Por boca de los dioses y
El que inventó la pólvora. Cantar de ciegos, J. Mortiz, México, 1964 (Serie del volador)
ISBN 978-97-0749-017-8. Contiene 7 cuentos:
Las dos Elenas,
La muñeca reina,
Fortuna lo que ha querido,
Vieja moralidad,
El costo de la vida,
Un alma pura y
A la víbora de la mar. Chac Mool y otros cuentos, Salvat Editores, Barcelona, 1973. Con prólogo de
José Donoso, contiene 7 relatos:
Chac Mool,
Tlactocatzine, del jardín de Flandes,
Las dos Elenas,
La muñeca reina,
Fortuna lo que ha querido,
El costo de la vida y
Un alma pura. Agua quemada, México: CREA, 1983 (Biblioteca Joven; 4)
ISBN 968-16-1577-8. Contiene 4 relatos:
El día de las madres,
Estos fueron los palacios,
Las mañanitas y
El hijo de Andrés Aparicio. Dos educaciones, Mondadori España, Madrid, 1991
ISBN 84-397-1728-8. El naranjo, Alfaguara, 1994. Contiene 5 relatos:
Las dos orillas (1991-92),
Los hijos del conquistador (1992),
Las dos Numancias (1992),
Apolo y las putas (1991-92) y
Las dos Américas (1992).
La frontera de cristal. Una novela en nueve cuentos (1995) 2. reimpr. Madrid: Santillana, 1996. (Alfaguara )
ISBN 968-19-0268-8 Incluye:
La capitalina,
La pena,
El despojo,
La raya del olvido,
Malintzin de las maquilas,
Las amigas,
La frontera de cristal,
La apuesta y
Río GRANDE, río bravo. Inquieta compañía, Alfaguara, 2004. Contiene 6 relatos:
El amante del teatro,
La gata de mi madre,
La buena compañía,
Calixta Brand,
La bella durmiente y
Vlad. Cuentos fantásticos, Alfaguara, 2007. Contiene 8 relatos más una novela breve:
Chac Mool,
Pantera en jazz,
Tlactocatzine, del jardín de Flandes,
Por boca de los dioses,
Letanía de la orquídea,
La muñeca reina,
El robot sacramentado,
Un fantasma tropical y
Aura. Cuentos naturales, Alfaguara, 2007. Contiene 6 relatos:
Vieja moralidad,
Las dos Elenas,
Un alma pura,
Malintzin de las maquilas,
La sierva del padrey
La línea de la vida. Carolina Grau, Alfaguara, México, 2010; 8 cuentos que pueden ser leídos como una novela:
El prisionero del castillo de If;
Brillante;
El hijo pródigo;
Olmeca;
La tumba de Leopardi;
Salamandra;
El arquitecto del castillo de If y
El dueño de la casa.
Ensayo: Magic Lens. The Transformation of the Visual Arts in the Narrative World of Carlos Fuentes, Lanin A Gyurko, University Press of the South, Nueva Orleáns, 2010.
The Shattered Screen. Myth and Demythification in the Art of Carlos Fuentes and Billy Wilder, Lanin A Gyurko, University Press of the South, Nueva Orleáns, 2009.
La nueva novela hispanoamericana, J. Mortiz, México, 1969 (colección Cuadernos de Joaquín Mortiz 4)
. El mundo de José Luis Cuevas, Tudor Publishing Company, Nueva York, 1969
. Casa con dos puertas, J. Mortiz, México, 1970
. Tiempo mexicano, J. Mortiz, México, 1971 (colección Cuadernos de Joaquín Mortiz 11-12; recopilación de artículos publicados en periódicos
. Cervantes o la crítica de la lectura, J. Mortiz, México, 1976 (colección Cuadernos de Joaquín Mortiz 42)
. El Dragón y el Unicornio: La tensión del pensamiento entre las
antiguas relaciones de sangre y las nuevas relaciones jurídico-estatales
que surgieron con la civilización. Co-autoría Alejandro Carrillo Castro (Cal y Arena 1980).Valiente mundo nuevo. Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, Mondadori España, Madrid, 1990
. El espejo enterrado,
Fondo de Cultura Económica, colección Tierra Firme, México, 1992
. Geografía de la novela,
Fondo de Cultura Económica, México, 1993. Contiene 13 ensayos:
¿Ha muerto la novela?,
Jorge Luis Borges: La herida de Babel,
Juan Goytisolo y el honor de la novela,
Augusto Roa Bastos: El poder de la imaginación,
Sergio Ramírez: El derecho a la ficción,
Héctor Aguilar Camín: La verdad de la mentira,
Milan Kundera: El idilio secreto,
György Konrád: La ciudad en guerra, Julian Barnes: Dos veces el sol
, Artur Lundkvist: La ficción poética
, Italo Calvino: El lector conoce el futuro
, Salman Rushdie: Una conclusión y una carta
y Geografia de la novela.
Tres discursos para dos aldeas.
Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1993 (Colección Popular 489)
ISBN 950-557-195-X. Nuevo tiempo mexicano, Aguilar, México, 1994
. Retratos en el tiempo, con Carlos Fuentes Lemus, Alfaguara, México, 1998.
Los cinco soles de México: memoria de un milenio, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2000.
ISBN 84-322-1063-3. En esto creo, Seix Barral, Barcelona, 2002
. Contra Bush, Aguilar, México, 2004
. Los 68, Grijalbo, México, 2005
. La gran novela latinoamericana, Alfaguara, Madrid, 2011.
Teatro: Todos los gatos son pardos, Siglo Veintiuno Editores, México, 1970.
El tuerto es rey J. Mortiz, México, 1970 (Teatro del volador).
Los reinos originarios, Seix Barral, Barcelona, 1971.
Orquídeas a la luz de la luna. Comedia mexicana, Seix Barral, Biblioteca Breve 494, Barcelona, 1982
.Ceremonias del alba, Mondadori España, Madrid, 1991. Reescritura hecha por Fuentes en 1990 de
Todos los gatos son pardos; en esta reestructuración, introdujo nuevos personajes y situaciones.
Argumentos y guiones cinematográficos: ¿No oyes ladrar los perros? (1974).
Pedro Páramo (1967).
Los caifanes (1966).
Un alma pura (1965) (episodio de
Los bienamados).
Tiempo de morir (1965) (en colaboración con Gabriel García Márquez).
Las dos Elenas (1964).
El gallo de oro (1964) (escrito en colaboración con Gabriel García Márquez y Roberto Gavaldón, a partir de una historia de Juan Rulfo).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Foto y texto:ciudadseva.com