lunes, 3 de junio de 2013

Carranza lírico

Poesía de la A a la Z

2013, declarado año del poeta al cumplirse cien años de nacimiento de quien fue director de Lecturas Dominicales, suplemento literario

Eduardo Carranza: "su lirismo resiste"./eltiempo.com
Lirios y jardines, estrellas y jazmines: la primera poesía de Eduardo Carranza (1913-1985) crece sobre los hombros de mu­chachas cuyos ojos tienen “siempre color de nunca más” y piel morena. Eran los años de 1935. Una poesía frágil, armada con juegos de palabras, deudora, obvio, de Juan Ramón Jiménez, pero que insertaba también algo de la tierra natal de Carranza, Apiay, en los Llanos, con sus palmas, sus potros y sus frutas.
Pero él se detiene en las doncellas, en las niñas que crecen, en Ellas, los días y las nubes (1941): donde cada mes, en versículos que a veces son prosa, recorre su geografía anímica de amores y ciudades y, so­bre todo, de los ríos de la patria. El Meta y el Orinoco, el Vaupés y el Gua­viare. Es una enumeración que hace del cuerpo de la tierra el cuerpo de la amada y su fluyente fuga de letras líquidas, de nubes y reflejos, donde hay aromas pero también putrefacción. A los Llanos se añade Popayán como eje de sus afectos y su poesía, ya desde entonces se impregna de melancó­licas elegías, de adioses y despedidas, entre flores, ángeles y holán. Espi­gas y cocuyos.
Estos son tics verbales que ya no lo abandonarían. También la mú­sica de su poesía se sustentaría en un entramado de citas, como epígra­fes o intercaladas en el texto, que bien pueden incorporar a Pombo o a Eduardo Castillo como reconocimientos que asume, o rendir homena­je a Becquer, “celeste abuelo mío”. Con este bagaje metafórico alcanza­rá uno de sus momentos más altos. Me refiero a la certera gracia con la que arma el soneto, esos sonetos sentimentales, como los llama, que en­tre 1937 y 1944 marcaron una época de la poesía colombiana en com­pañía de Jorge Rojas y Arturo Camacho.
Ya había trazado las líneas de su silueta poética. Alguien que desde una isla del río, a caballo o asomado a un balcón, los ojos turbios por el llanto, ve irse las cosas. Pero en sus sonetos concentra esa actitud con mucho ingenio e innegable capacidad para enaltecer tanto el amor como su consiguiente olvido con aciertos verbales que aún perduran. Tere­sa, en cuya frente el cielo empieza, /como el aroma en la sien de la flor” o “Salvo mi corazón, todo está bien. En uno de ellos, Soneto a la rosa se siente eco de la música de Rubén Darío al producir una nueva y lo­grada variación.
Esto correspondía al propósito expresado por Carranza de una vuel­ta al orden, después del estallido de las vanguardias, al buscar “un equi­librio entre lo vital y lo formal, la perfecta correspondencia entre el impulso creador y la expresión artística: lo sentimental ciñéndose exac­tamente al modelado de lo intelectual”. Pero un largo trecho de su poe­sía, que él mismo fecha entre 1942 y 1975, está destinado a un Canto en voz alta como él mismo lo antologiza en su libro Los pasos cantados (1975), síntesis de toda su obra.
A los ríos ya enumerados seguirá su poema ‘veintejuliero’, su canto a la bandera, su Oda al Tolima Grande y Se canta a los llanos de la pa­tria en metáfora de muchacha. Una poesía oratoria, para ser recitada, y no demasiado llamativa. Desfallece bajo el alud retórico. Este comple­mento innegable de su tarea como profesor y funcionario de la cultura, exaltará también a España delante del general Franco y se verá feliz­mente superado por un libro hermoso, El olvidado y Alhambra (1957).
Un retorno feliz a la raíz árabe y al hundirse en los sueños, la penum­bra y la melancolía. Poemas nítidos de un hombre que es ya fantasma de sí mismo. Que se completa desvelado en las muy largas noches de in­somnio, al percibir pasos que crujen y el tictac de la sangre en pos de un cuerpo que se hace humo, sombra, nada. Años de vejez y recapitu­lación. De últimos amores enfebrecidos y conciencia de agonías límites. Del vino rojo como reanimador en cántigas, kasidas y madrigales. Sin embargo no descartará aventuras político-líricas como su Himno a la Anapo que el periódico Alerta fechado el 13 de junio de 1971 en Leyva publica, para acompañar el discurso del general Rojas Pinilla y su dia­léctica de la yuca. Carranza aportará el viejo ímpetu beligerante, con Bo­lívar a la cabeza, pueblo y lucero, espada y pan. Afortunadamente su poe­sía intimista y desgarrada será mucho más seria y honda. Verá la tierra como “un redondo cementerio”. Apela a Jorge Manrique y Quevedo para combatir el avance indetenible del tiempo y repensar conmovido el Cromos de los treinta y ver todos los sueños hechos trizas o aunar, en ‘Galope súbito’, sus viejos motivos en una conmovedora, y postrera, afirmación vital: el amor, en la grupa de un potro, desaparece en el mar y la muerte.
Su lirismo subsiste y su música punza y conmueve, sus afanes por una Colombia ideal, donde Don Qui­jote se unía a Jiménez de Quesada, no fructificó y su proclama de un azul campesino y espiritual fue arro­llada por la industrialización incontenible y la fusión de negocios con tecnología, de demagogia con corrup­ción. Solo que su apostolado poético fue una cruzada memorable en pos de una palabra que hoy, cien años después, aún vibra en el joropo que exaltó y en la veta agonista de una poesía como la del Siglo de Oro que continuó: Te llamarás silencio en adelante. / Y el si­tio que ocupabas en el aire / Se llamará melancolía.
SONETO A LA ROSA
A Jorge Rojas
En el aire quedó la rosa escrita.
La escribió, a tenue pulso, la mañana.
Y, puesta su mejilla en la ventana
de la luz, a lo azul cumple la cita.
Casi perfecta y sin razón medita
ensimismada en su hermosura vana;
no la toca el olvido, no la afana
con su pena de amor la margarita.
A la luna no más tiende los brazos
de aroma y anda con secretos pasos
de aroma, nada más, hacia su estrella.
Existe, inaccesible, a quien la cante,
de todas sus espinas ignorante,
mientras el ruiseñor muere por ella.