lunes, 12 de agosto de 2013

El despacho del abogado del diablo

Cuando su amigo Ian McEwan lo visitó en el hospital, Christopher Hitchens había convertido su habitación en una sala de lectura

Los escritores Ian McEwan, Christopher Hitchens y Martin Amis./elpais.com
¿Quién te crees que eres? Christopher Hitchens solía decir que esa es la pregunta que tarde o temprano le tocará oír a todo el que se aparte de la opinión dominante, por lo que recomendaba responder con otra pregunta: ¿Quién quiere saberlo? Erudito en el fondo y brillante en la forma, con ese punto de falsa ingenuidad y chulería auténtica que salpimenta el mejor ensayismo, Hitchens era uno de los grandes escritores anglosajones de no ficción de las últimas décadas. Para comprender lo que significaba para las letras inglesas bastaría recordar que cuando murió —el 15 de diciembre de 2011, a los 62 años— el conservador The Times le dedicó un editorial en el que comparaba su influencia en Washington con la de Tocqueville mientras el progresista The Guardian le reservó la fotografía de portada —a cuatro columnas— y seis páginas interiores. Todo un gesto en una tradición que suele despedir a sus ilustres con una impecable pero solitaria necrológica.
En aquella ocasión, la foto acompañaba un emocionante artículo de Ian McEwan en el que el autor de Expiación recordaba la última visita a su amigo en un hospital de Houston. La mera descripción del modo en que Hitchens había colonizado la aséptica habitación en la que se trataba de un cáncer de esófago es el mejor retrato de un lector omnívoro que alardeaba de escribir mil palabras “publicables” al día y que dedicó libros demoledores a personajes éticamente dudosos como la Madre Teresa de Calcuta. Pese a lo jocoso del título -La postura del misionero-, la prueba de la seriedad de ese trabajo es que durante el proceso de beatificación de la monja albanesa el gran provocador fue convocado por el Vaticano en calidad de abogado del diablo.
Si el ensayo Dios no es bueno —un alegato contra las religiones— lo convirtió en eso que llaman figura mediática, sus memorias le garantizan un lugar en la historia de la literatura. Hitch-22 es, de hecho, una de esas obras a las que cuadra perfectamente la vehemente recomendación de Lichtenberg: quien tenga dos pantalones que venda uno y compre ese libro. Vale también para las faldas y hay traducción al castellano, en Debate, a cargo de Daniel Gascón.
"Los amigos son la disculpa que nos ofrece dios por habernos dado
a nuestros parientes"
Cuando McEwan llegó a Houston, su amigo recibía regularmente morfina contra el dolor pero se aplicaba en redactar la reseña de una nueva biografía de Chesterton. Cuando vio que el recién llegado llevaba en la maleta el último ensayo de Peter Acroyd se lo pidió prestado y dedicó unos minutos a glosar con pasión su obra completa. Al terminar dijo “hola”. En aquella habitación no se hablaba de salud sino de política y de literatura. Hitchens la había transformado en una mezcla de despacho y sala de lectura en la que su memoria inagotable pasaba de los versos de Philip Larkin a los de James Fenton y de estos a las relaciones entre Alemania y Turquía a raíz de una reciente relectura de La montaña mágica.
Desde que tuvo noticia de su enfermedad, Hitchens escribió sobre ella en su columna de Vanity Fair. De allí salió más tarde el libro Mortalidad (también en Debate), lúcido y crudo pero atravesado por el mismo sentido del humor que el resto de su obra: “¿Viviré para leer —si no escribir— las necrológicas de viejos villanos como Henry Kissinger y Joseph Ratzinger?”, se pregunta. Cuando el tratamiento le hace perder seis kilos apostilla: “Por fin delgado”. La fama de Hitchens se disparó con la publicación de Dios no es bueno, de ahí que dedicara un capítulo a la capacidad curativa de la fe cuando supo que el 20 de septiembre había sido designado Día Universal de Oración por Hitchens. Ese capítulo es un ejemplo de agudeza y escepticismo. También de respeto por aquellos que habían convocado la jornada, entre los que había religiosos con los que había debatido ferozmente desplegando una batería de argumentos científicos y filosóficos que matizaban otro que le hizo célebre: “Lo que se afirma sin pruebas puede refutarse sin pruebas”.
La irreductibilidad de Hitchens respecto a la religión es comprensible si se piensa que uno de los motores de su gran best seller fue la rabia ante la tibia actitud de muchos teólogos e intelectuales tras la fetua del ayatolá Jomeini contra su amigo Salman Rushdie, al que llegó a alojar en secreto en su casa durante los años de mayor amenaza. Rushdie fue uno de los participantes en el homenaje póstumo que se celebró en Nueva York en abril del año pasado. Allí le acompañó una veintena de amigos y admiradores de Hitchens entre los que estaban Tom Stoppard, Sean Penn, Anna Wintour, Martin Amis y, por supuesto, McEwan. Los dos últimos le han dedicado sus novelas más recientes: Lionel Asbo y Sweet Tooth. No es la primera vez. Hitchens estaba especialmente orgulloso de ello, por eso en sus memorias recogió con sorna una frase sin precio: “Los amigos son la disculpa que nos ofrece dios por habernos dado a nuestros parientes”.
Hablando de parientes elegidos, Mortalidad se cierra con un precioso postfacio de Carol Blue, la esposa de Hitchens, cuyo carácter se resume bien en la anécdota que Martin Amis cuenta en Experiencia, su propio libro de memorias (otro por el que merece la pena sacrificar un pantalón). El día que iba a presentarle a su padre, el escritor Kingsley Amis, Blue le pidió consejo sobre cómo actuar ante alguien con fama de conservador tronante. Martin respondió con un consejo triple: “No digas nada que suene a izquierdista”. Ella estuvo de acuerdo. Más tarde: “No digas demasiado de nada”. Lo mismo. Finalmente: “Mejor no digas nada de nada”. De acuerdo igual. Hechas las presentaciones, Carol Blue se lanzó a ponderar por extenso la alta tasa de alfabetización de Cuba. Eran tal para cual.