La esperanza
Este prisionero era el rabí Abarbanel, judío aragonés, que -aborrecido por sus préstamos usurarios y por su desdén de los pobres- diariamente había sido sometido a la tortura durante un año. Su fanatismo, "duro como su piel", había rehusado la abjuración.
Orgulloso de una filiación milenaria -porque todos los judíos dignos de este nombre son celosos de su sangre-, descendía talmúdicamente de la esposa del último juez de Israel: Hecho que había mantenido su entereza en lo más duro de los incesantes suplicios.
Con los ojos llorosos, pensando que la tenacidad de esta alma hacía imposible la salvación, el venerable Pedro Argüés, aproximándose al tembloroso rabino, pronunció estas palabras:
-Hijo mío, alégrate: Tus trabajos van a tener fin. Si en presencia de tanta obstinación me he resignado a permitir el empleo de tantos rigores, mi tarea fraternal de corrección tiene límites. Eres la higuera reacia, que por su contumaz esterilidad está condenada a secarse... pero sólo a Dios toca determinar lo que ha de suceder a tu alma. ¡Tal vez la infinita clemencia lucirá para ti en el supremo instante! ¡Debemos esperarlo! Hay ejemplos... ¡Así sea! Reposa, pues, esta noche en paz. Mañana participarás en el auto de fe; es decir, serás llevado al quemadero, cuya brasa premonitoria del fuego eternal no quema, ya lo sabes, más que a distancia, hijo mío. La muerte tarda por lo menos dos horas (a menudo tres) en venir, a causa de las envolturas mojadas y heladas con las que preservamos la frente y el corazón de los holocaustos. Seréis cuarenta y dos solamente. Considera que, colocado en la última fila, tienes el tiempo necesario para invocar a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espíritu Santo. Confía, pues, en la Luz y duerme.
Dichas estas palabras, el Inquisidor ordenó que desencadenaran al desdichado y lo abrazó tiernamente. Lo abrazó luego el fraile redentor y, muy bajo, le rogó que le perdonara los tormentos. Después lo abrazaron los familiares, cuyo beso, ahogado por las cogullas, fue silencioso. Terminada la ceremonia, el prisionero se quedó solo, en las tinieblas.
*
El rabí Abarbanel, seca la boca, embotado el rostro por el sufrimiento, miró sin atención precisa la puerta cerrada. "¿Cerrada?..." Esta palabra despertó en lo más íntimo de sus confusos pensamientos un sueño. Había entrevisto un instante el resplandor de las linternas por la hendidura entre el muro y la puerta. Una esperanza mórbida lo agitó. Suavemente, deslizando el dedo con suma precaución, atrajo la puerta hacia él. Por un azar extraordinario, el familiar que la cerró había dado la vuelta a la llave un poco antes de llegar al tope, contra los montantes de piedra. El pestillo, enmohecido, no había entrado en su sitio y la puerta había quedado abierta.
El rabino arriesgó una mirada hacia afuera.
A favor de una lívida oscuridad, vio un semicírculo de muros terrosos en los que había labrados unos escalones; y en lo alto, después de cinco o seis peldaños, una especie de pórtico negro que daba a un vasto corredor del que no le era posible entrever, desde abajo, más que los primeros arcos.
Se arrastró hasta el nivel del umbral. Era realmente un corredor, pero casi infinito. Una luz pálida, con resplandores de sueño, lo iluminaba. Lámparas suspendidas de las bóvedas azulaban a trechos el color deslucido del aire; el fondo estaba en sombras. Ni una sola puerta en esa extensión. Por un lado, a la izquierda, troneras con rejas, troneras que por el espesor del muro dejaban pasar un crepúsculo que debía ser el del día, porque se proyectaba en cuadrículas rojas sobre el enlosado. Quizá allá lejos, en lo profundo de las brumas, una salida podía dar la libertad. La vacilante esperanza del judío era tenaz, porque era la última.
Sin titubear se aventuró por el corredor, sorteando las troneras, tratando de confundirse con la tenebrosa penumbra de las largas murallas. Se arrastraba con lentitud, conteniendo los gritos que pugnaban por brotar cuando lo martirizaba una llaga.
De repente un ruido de sandalias que se aproximaba lo alcanzó en el eco de esta senda de piedra. Tembló, la ansiedad lo ahogaba, se le nublaron los ojos. Se agazapó en un rincón y, medio muerto, esperó.
Era un familiar que se apresuraba. Pasó rápidamente con una tenaza en la mano, la cogulla baja, terrible, y desapareció. El rabino, casi suspendidas las funciones vitales, estuvo cerca de una hora sin poder iniciar un movimiento. El temor de una nueva serie de tormentos, si lo apresaban, lo hizo pensar en volver a su calabozo. Pero la vieja esperanza le murmuraba en el alma ese divino tal vez, que reconforta en las peores circunstancias. Un milagro lo favorecía. ¿Cómo dudar? Siguió, pues, arrastrándose hacia la evasión posible. Extenuado de dolores y de hambre, temblando de angustia, avanzaba. El corredor parecía alargarse misteriosamente. Él no acababa de avanzar; miraba siempre la sombra lejana, donde debía existir una salida salvadora.
De nuevo resonaron unos pasos, pero esta vez más lentos y más sombríos. Las figuras blancas y negras, los largos sombreros de bordes redondos, de dos inquisidores, emergieron de lejos en la penumbra. Hablaban en voz baja y parecían discutir algo muy importante, porque las manos accionaban con viveza.
Ya cerca, los dos inquisidores se detuvieron bajo la lámpara, sin duda por un azar de la discusión. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor, se puso a mirar al rabino. Bajo esta incomprensible mirada, el rabino creyó que las tenazas mordían todavía su propia carne; muy pronto volvería a ser una llaga y un grito.
Desfalleciente, sin poder respirar, las pupilas temblorosas, se estremecía bajo el roce espinoso de la ropa. Pero, cosa a la vez extraña y natural: los ojos del inquisidor eran los de un hombre profundamente preocupado de lo que iba a responder, absorto en las palabras que escuchaba; estaban fijos y miraban al judío, sin verlo.
Al cabo de unos minutos los dos siniestros discutidores continuaron su camino a pasos lentos, siempre hablando en voz baja, hacia la encrucijada de donde venía el rabino. No lo habían visto. Esta idea atravesó su cerebro: ¿No me ven porque estoy muerto? Sobre las rodillas, sobre las manos, sobre el vientre, prosiguió su dolorosa fuga, y acabó por entrar en la parte oscura del espantoso corredor.
De pronto sintió frío sobre las manos que apoyaba en el enlosado; el frío venía de una rendija bajo una puerta hacia cuyo marco convergían los dos muros. Sintió en todo su ser como un vértigo de esperanza. Examinó la puerta de arriba abajo, sin poder distinguirla bien, a causa de la oscuridad que la rodeaba. Tentó: Nada de cerrojos ni cerraduras. ¡Un picaporte! Se levantó. El picaporte cedió bajo su mano y la silenciosa puerta giró.
*
La puerta se abría sobre jardines, bajo una noche de estrellas. En plena primavera, la libertad y la vida. Los jardines daban al campo, que se prolongaba hacia la sierra, en el horizonte. Ahí estaba la salvación. ¡Oh, huir! Correría toda la noche, bajo esos bosques de limoneros, cuyas fragancias lo buscaban. Una vez en las montañas, estaría a salvo. Respiró el aire sagrado, el viento lo reanimó, sus pulmones resucitaban. Y para bendecir otra vez a su Dios, que le acordaba esta misericordia, extendió los brazos, levantando los ojos al firmamento. Fue un éxtasis.
Entonces creyó ver la sombra de sus brazos retornando sobre él mismo; creyó sentir que esos brazos de sombra lo rodeaban, lo envolvían, y tiernamente lo oprimían contra su pecho. Una alta figura estaba, en efecto, junto a la suya. Confiado, bajó la mirada hacia esta figura, y se quedó jadeante, enloquecido, los ojos sombríos, hinchadas las mejillas y balbuceando de espanto. Estaba en brazos del Gran Inquisidor, del venerable Pedro Argüés, que lo contemplaba, llenos los ojos de lágrimas y con el aire del pastor que encuentra la oveja descarriada.
Mientras el rabino, los ojos sombríos bajo las pupilas, jadeaba de angustia en los brazos del Inquisidor y adivinaba confusamente que todas las fases de la jornada no eran más que un suplicio previsto, el de la esperanza, el sombrío sacerdote, con un acento de reproche conmovedor y la vista consternada, le murmuraba al oído, con una voz debilitada por los ayunos:
-¡Cómo, hijo mío! ¿En vísperas, tal vez, de la salvación, querías abandonarnos?
1. Familiar: agente de la Inquisición Española. 1888
Jean Marie Mathias Philippe Auguste, conde de Villiers de L'Isle-Adam, más conocido como Auguste Villiers de L'Isle-Adam (Saint- Brieuc 1838-París 1889). Escritor, dramaturgo y crítico francés del siglo XIX, se identificó principalmente con el romanticismo y el simbolismo, consiguiendo en sus textos una novedosa mezcla de cuento filosófico, relato de terror, ciencia-ficción y esoterismo (una de sus grandes aficiones).
Aunque de origen aristocrático (sus antepasados fueron Grandes Maestres de la Orden de Malta), los descabellados negocios de su padre hacen que el patrimonio familiar se vea seriamente mermado. Durante su infancia recorre multitud de colegios en distintas ciudades de la Bretaña francesa, hasta que en 1855 su familia se instala definitivamente en París. Allí, el joven Auguste frecuenta los salones y cafés donde se dan cita los artistas. De esta época data su amistad con Charles Baudelaire y su descubrimiento de Edgar Allan Poe (a través, precisamente, de las traducciones de Baudelaire) y de la filosofía de Hegel, factores que van a influenciarle en gran manera en sus futuras obras. Preocupados por los ambientes que frecuenta, sus padres intentan convencerle de que se recluya en la abadía de Solesmes, cuyo superior es amigo de la familia, pero Auguste se niega.
En 1858 publica su primer libro, Dos ensayos de poesía, y comienza su carrera como crítico musical en la revista La Causerie. Al año siguiente publica su siguiente libro, Primeras poesías, aunque éste pasa totalmente desapercibido. En 1862 publica una de sus novelas más conocidas,Isis. En 1865 escribe la obraElën y al año siguiente comienza a colaborar con el Parnasse Contemporain y escribe Morgane, un drama en cinco actos. En esta época conoce al que sería uno de sus grandes amigos, Stepháne Mallarmé. En 1867 se convierte en redactor jefe de la Revue des Lettres et des Arts, escribe el primero de sus Cuentos crueles (L'Intersigne) y publica la novela corta Claire Lenoir.
A partir de 1870, con el estallido de la guerra franco-prusiana
su ya inestable economía empieza a desmoronarse.
Para solventar su situación económica intenta casarse con una rica heredera que lo rechaza. En parte por la acuciante necesidad y en parte por una inagotable capacidad de escribir, Villiers no cesa de producir relatos. En esta época conoce a Wagner, de cuyas óperas es un auténtico apasionado.
La publicación en 1883 de sus Cuentos Crueles le valió cierta notoriedad aunque siguió viviendo en la precariedad hasta su muerte. Entre los años 1885 y 1888 publica la obra de teatroAxël (1885, aunque se estrena en de manera póstuma en 1890), las novelas
La Eva futura (1886) y La extraña historia del Dr. Tribulat Bonhomet (1887) y las colecciones de relatos Historias insólitasy Nuevos cuentos crueles (ambas de 1888).
Muere en agosto de 1889 a causa de un cáncer de estómago
Foto y Semblanza biográfica:scrib.com.Texto:ciudadseva.com