El pensador francés subraya el espíritu igualitario y comunista del proyecto político de Platón
Obra de Rafael. La Academia fundada por Platón en el año 388 a. C. en Atenas./revista Ñ |
Imaginemos: un cine constante, donde se suceden las películas.
El único trabajo es mirar y dejarse convencer. Los espectadores tienen
las cabezas fijas, auriculares inamovibles, y no pueden abandonar los
asientos. No hay diversión, o es una diversión triste e inútil. En la
primera versión de este mito, de hace unos dos mil cuatrocientos años,
los espectadores eran prisioneros de una caverna y no veían películas
sino figuras proyectadas por el fuego sobre un fondo de piedra. Esa es
la versión de Platón. En la última, del filósofo francés Alain Badiou,
los hombres que viven alimentados de las apariencias, sin llegar jamás
al conocimiento, ven una tras otra todas las novedades de Hollywood.
Sin
dudas, leyendo el mito de la caverna uno imagina inevitablemente una
sala de cine. Ya lo había reconocido Cornford, el experto inglés, en su
clásica traducción de la República . Pero es posible que la
coincidencia, como tantas otras que descubrimos entre el pensamiento de
Platón y la actualidad de nuestro mundo, no sea producto del azar. Al
menos esa es la convicción de Badiou. Para demostrarlo, nada mejor que
tomar el texto capital de Platón y hacerlo valer de vuelta, es decir,
retraducirlo. En nuestro mundo, al igual que en el tiempo de Platón,
reinan los sofistas y es preciso combatirlos. También ahora, aunque se
desconfíe de ellas, existen las verdades y las ideas. Y si bien algunos
lo niegan, sigue siendo válido que la filosofía y la política deben ir
de la mano.
Pero no se trata de una traducción cualquiera. En su versión propia, llamada La República de Platón
(Fondo de Cultura Económica), Badiou convertirá ese ideal de la ciudad
que representa la República en el ideal de la política, es decir, en la
igualdad ideal del comunismo.
La vasta obra de Badiou está repleta de declaraciones sobre su propio platonismo. En La hipótesis comunista
, libro aún no traducido al castellano, define este programa como un
“renacimiento del uso de Platón”. Y es en esta renovación del
pensamiento del filósofo griego que Badiou introduce el experimento de
su “hipertraducción” de la República . Para lograrlo, deberá
multiplicar las operaciones textuales. Por un lado, reemplazar las
referencias culturales que en las ediciones clásicas están explicadas
con una nota al pie. En Badiou ya no se habla del poeta Orfeo, sino de
Mallarmé; el posmoderno Jean-François Lyotard será amigo del sofista
Trasímaco; las malas artes de Heródico, que mezcló la gimnasia con la
medicina, se convertirán en la obsesión moderna por la dieta y el
deporte, en aquellos que miden las pulsaciones y los gramos de la
ensalada que se comen con tanto cuidado después. No es casual que el
tono sea burlesco, porque el Sócrates platónico también lo era. Por otro
lado, todo lo oscuro de la dialéctica, de las figuras matemáticas sin
formalizar, quedará esclarecido, lo farragoso será suprimido, y se
sucederán ejemplos de la historia y de la filosofía posterior. Badiou,
él mismo autor de obras de teatro, explora también todo el potencial
teatral y literario de los diálogos de Platón. Para esto, además de
algunas libertades de traducción, cambia de signo a un personaje que se
vuelve clave: de Adimanto inventa a Amaranta, una joven resuelta y
apasionada que irá puntuando, junto con su hermano Glaucón, el avance de
la argumentación socrática. Pero los jóvenes no se limitarán a decir
siempre que sí, serán también sus críticos implacables. Toda esta
transformación prolífica está coronada por audaces reconversiones de
conceptos: el Bien será la Verdad, Dios el gran Otro. Y sin embargo, la República de Platón parece sobrevivir.
Toda
traducción de un texto clásico es una actualización inevitable. Pero la
operación de Badiou va mucho más allá, y busca la provocación. Sin
embargo, el gesto tiene sus antepasados en la tradición de la traducción
francesa. Acaso sea escandaloso, pero no necesariamente nuevo. Durante
la época de Racine y de Corneille, el paradigma de la traducción de la
literatura griega y romana estaba plagado de estos mismos
procedimientos. Estas traducciones fueron llamadas “las bellas
infieles”. Lo importante era que el texto no sonara extranjero, que
fuera armonioso, que cultivara la lengua francesa. Su más famoso
exponente fue un tal Perrot d’Ablancourt, que traducía los clásicos con
la convicción de que servir al original era, precisamente, no
respetarlo. En cierto modo, se trata de la reedición de la vieja
querella entre fidelidad y adaptación. Ese movimiento de claridad y
embellecimiento tuvo su repercusión en el estilo de escritura francés de
épocas posteriores. Su contraparte absoluta fue poco después la teoría
de la traducción radicalmente fiel, propuesta por el romanticismo
alemán.
¿Pero por qué debería la filosofía, casi cuatrocientos
años más tarde, usar esos artificios literarios? ¿No corre el riesgo de
quedar pegada del lado del poema y del lado, peor aún, de la sofística
tan condenada? En el prólogo de La aventura de la filosofía francesa
(Eterna Cadencia), Badiou hace un retrato de ese acontecimiento que
fue (y acaso aún lo sea) el pensamiento francés desde la segunda mitad
del siglo XX. En la búsqueda de una nueva relación entre el concepto y
la existencia, autores como Foucault, Sartre y Deleuze se propusieron
inscribir la filosofía en la modernidad y crear un nuevo estilo de
exposición filosófica. Este nuevo estilo, asegura Badiou, rivalizó muy a
conciencia con la literatura. Se trata de un cruce que podríamos
remontar, al otro lado del Rin, hasta Schopenhauer. O quizá hasta los
griegos, porque ahí está presente todo el despliegue literario de los
diálogos de Platón.
Fiel a su platonismo y a su propia
proveniencia filosófica, Badiou elige con esta hipertraducción, que
gracias a la tenaz traducción de María del Carmen Rodríguez podemos leer
hoy en castellano, algo similar a una intensificación (¿última?) de esa
corriente de pensamiento, tan indispensable como creativa, que comenzó
hacia mediados del siglo pasado en Francia conectando filosofía y
escritura. Pero el ciclo no debería cerrarse con este gesto. No al menos
si los jóvenes, como quería Sócrates con sus preguntas y como quisiera
Badiou con su literaria República, son aún corruptibles por la filosofía
con cualquiera de sus recursos, es decir, si gracias a la filosofía son
capaces de plantearse qué es una vida justa, qué es la política y cómo
se construye una verdad. Para eso, todo vale.