Cuando estalló la Revolución bolchevique, en 1917, la poeta rusa Marina Tsvietáieva
 llevaba ya acumulados algunos infiernos por dentro, aunque pesaba más 
la pasión. La muerte prematura del padre, una madre intransigente 
obsesionada por hacer de la hija la pianista que ella soñó ser, el 
desprecio sucesivo de sus hermanastras, la indiferencia de su padrastro y
 la necesidad de no agitar demasiado su pasión por la poesía en un 
entorno familiar hostil a esas veleidades. En 1917 Tsvietáieva tenía 25 
años, dos hijas (Alia e Irina), tres libros de poemas publicados ('Álbum
 de la tarde', 'Linterna mágica', 'De dos libros') y un matrimonio en 
marcha con un cadete militar del Ejército Blanco, Sergei Efron.
Todo más o menos normal. Todo más o menos catastrófico. Pero, en 
cualquier caso, todo en marcha. Atrás quedaron los internados burgueses 
en Friburgo y Lausana, los viajes de placer a París y el confort que 
hasta entonces permitía a Marina pensar sin más en sí misma mientras 
apostaba su talento y su entusiasmo a la escritura. Pero aquel octubre de 1917,
 en Rusia, la vida comenzó a girar en sentido opuesto al de los 
biorritmos de millones de seres entre los que estaba, con sitio propio 
en las capillas literarias de la ciudad, Tsvietáieva, marcada por su 
pasado y por un marido adscrito al ejército del zar. Hasta entonces su 
vida había sido compleja, pero no difícil. Ahora comenzaba lo terrible. 
Los bolcheviques confiscaron la herencia que le había dejado su madre. Y
 a compás de tanto traspiés, en la biografía de esta mujer inagotable 
asomó su zarpa el hambre. Y también el frío, el desconcierto, la 
necesidad.
Hizo de algunos de sus poemas la cima de su ansia inflamable, pero la
 certificación de su desbarrancadero quedó fijada de modo atroz en las 
páginas de unos cuadernos escritos de 1917 a 1919, un testimonio 
directo, claro y fiero que ahora recupera en un volumen la editorial 
Acantilado: 'Diarios de la Revolución de 1917', 
revisados y traducidos por Selma Ancira. "Lo que hace tan singulares 
estos escritos es su falta de afectación política. Ella no tuvo 
necesidad de dejar una idea de la Revolución desde la adscripción o el 
odio a uno de los dos bandos en lucha. Sencillamente se dedicó a 
describir cómo pasó aquello por su vida. No hace juicios de valor, sino 
que constata lo que ve. Y lo hace con esa prosa suya tan incandescente, 
como una gran cronista capaz de hacer descripciones tan intensas que 
casi puedes tocar aquello que cuenta", explica la traductora. 
Cuando el estallido de la Revolución, Marina Tsvietáieva está en 
Crimea con su hermana Anastasia. Regresa a Moscú de urgencia en un viaje
 penoso. Las noticias sobre el levantamiento bolchevique son cada vez 
más alarmantes. Y escribe: "Dos días y medio ni un bocado, ni un trago. 
(La garganta cerrada.) Los soldados traen los periódicos -en papel 
rosado. El Kremlin y todos los monumentos han sido volados. (...) 16.000
 muertos. En la siguiente estación ya eran 25.000. Callo. Fumo. Mis 
compañeros de viaje, toman los trenes que van de regreso". 
En Moscú los días son feroces. Ella escribe en el diario, con algo de
 pulso sonámbulo, buscando razones para tanta violencia, pero sin 
ocultar esa singular pasión que acumulaba. Aún tiene, pese a todo, la 
vida por delante. Por la ciudad galopan mil rumores y otros mil 
desastres: el fusilamiento del zar Nicolás II, el complot para asesinar a
 Lenin (que desencadena una siniestra oleada de represiones por parte de
 la Checa en la que fueron asesinados centenares de inocentes), la 
epidemia de sarna, la hambruna... Marina Tsvietáieva no volverá a ver a 
su marido hasta seis años más tarde. Los amantes se suceden, los daños, 
las conspiraciones. Osip Mandelshtam la odia. Vladimir 
Mayakovski la odia. Boris Pasternak la ama. Y como él, otros tantos 
hombres que se suceden en su alcoba con algo de frenesí, de cobijo, de 
antídoto contra la desesperación.
En una de las anotaciones del diario apunta: "Moscú. Negrura. A la 
ciudad se puede entrar con un salvoconducto. Yo tengo uno, del todo 
distinto, pero es igual. (...) Las calles desiertas, desertadas. No 
reconozco el camino, no lo conozco. Algo atravesamos y por algo huele a 
heno. Suenan disparos en los puestos de guardia: alguien no se rinde". 
Se retrata en esos meses sobreviviendo desde el centro mismo de la 
miseria. Sin dinero. Buscando en la caridad alimentos para las hijas, 
hurgando en los despojos de los otros para rescatar algo que subir a 
casa, a la buhardilla de la calle Boris y Gleb. Detalla
 con dolor la visita a un almacén insalubre para conseguir un puñado de 
basura: "Las patatas están en el suelo: ocupan tres corredores. Las del 
final, las más protegidas, están menos podridas. Pero no hay otro camino
 para llegar que caminar por encima de ellas. Y entonces caminas: con 
los pies descalzos o con botas. Es como andar sobre una montaña de 
medusas. Congeladas se pegan unas a otras en racimos monstruosos. No 
tengo cuchillo y, desesperada (no siento las manos), tomo las que sean: 
aplastadas, congeladas, blandas...".
Estos relatos se acumulan en sus cuadernos, junto a las menciones de 
amantes, de poetas a los que lee con fervor, junto a la referencia de 
libros que la alivian... "En sus textos no es como Anna Ajmátova,
 que oculta su intimidad, sino que se muestra expansiva. Dice lo que 
piensa, lo que siente. Lo que dice es tan importante como la forma en 
que lo dice. Ahí reside uno de los aspectos extraordinarios de su obra: 
también en el estilo".
En los primeros compases de la Revolución deja el último de los 
trabajos como archivera en el Comisariado Popular. Otra iniciativa 
desafortunada que tendrá una consecuencia letal: la necesidad de 
ingresar a su hija Irina en un orfanato estatal de Kúntsevo, a las 
afueras de Moscú. No podía asumir la manutención de las dos niñas. Alia 
contrajo malaria y durante los dos meses de su convalecencia no pasó por
 el orfanato a preguntar por Irina. Cuando al final la vida parecía 
normalizarse y va a rescatar a la otra hija le dieron el peor golpe: 
había muerto días antes de hambre... "Tengo una pena muy grande: murió 
en el albergue Irina, el 3 de febrero, hace cuatro días. Y la culpa es 
mía. Estaba tan ocupada con la enfermedad de Alia (malaria con ataques 
recurrentes) y tenía tanto miedo de ir al albergue (tenía miedo de que 
sucediera lo que finalmente acaba de suceder), que deposité mi confianza
 en el destino. (...) Vivo con un nudo en la garganta, al filo del 
abismo. Ahora entiendo muchas cosas: la culpa de todo la tiene mi 
espíritu de aventura, mi manera superficial de encarar las dificultades,
 en última instancia la salud, mi monstruosa resistencia. Cuando para ti
 es fácil no ves que para el otro es difícil. Todo el mundo tiene a 
alguien: un marido, un padre, un hermano. Dios me castigó". Esto lo 
escribe en una carta a su amiga y poeta Vera Zviaguínsteva.
No consiguió publicar en vida estos diarios. El motivo del rechazo 
del editor fue tajante: "Son apolíticos". Pero ella se revela: "¿No es 
política la muerte por hambre de una hija en un orfanato?". Lo es. 
Marina Tsvietáieva es consciente de su carácter explosivo, entre el 
romanticismo y la neurosis, entre la ingenuiad y el voraz apetito 
sexual. Y, pese a tanto, no se rinde. Escribe poemas, cartas, notas en 
su diario, aforismos: "Soy una fuente inagotable de herejías. Sin 
conocer ninguna, las confieso todas. Y quizá las elaboro".
Lo que exhibe Marina Tsvietáieva en estos diarios es la convulsa 
Rusia revolucionaria vista desde otro ángulo. Desde 1917 la vida no le 
fue ni buena, ni noble, ni sagrada. Todo es deambular y enterrar a 
amigos. Y un desfondarse. Su marido cambió al final de bando, cuando ya 
Marina vivía en París. Se comprometió con el Ejército rojo y la arrastró
 a ella y a su hija. Fue el fin. Años después de escribir estos diarios,
 Tsvietáieva regresó a Moscú. Allí fusilaron a casi todos los suyos. 
Allí fue purgada y expulsada de la ciudad junto a otros escritores. 
Aquella mujer con el alma de dinamita perdió el fuelle de vivir. Pocos 
días antes de suicidarse escribió a su hijo: "Esto ya no soy yo". Había 
mendigado un puesto de fregaplatos en una cantina. También la 
rechazaron. Hasta el derecho a la miseria le negaban. El 31 de agosto de 1941
 se ahorcó en Yelábuga. Le dieron tierra en una fosa cualquiera. "Es el 
'no puedo' y no el 'no quiero' el que hace a los héroes". Pero ella 
prefirió no serlo.