miércoles, 14 de diciembre de 2011

Invitación Lunada Literaria Biblioteca Virgilio Barco

Cordialmente,

Paula Castellanos Cuervo

Promotora de lectura y escritura - Franja Jóvenes & Adultos

Biblioteca Pública Virgilio Barco

Red Capital de Bibliotecas Públicas-BibloRed

Secretaría de Educación del Distrito Capital

Tel: 3158890 ext. 381

3793520 ext. 3013

martes, 13 de diciembre de 2011

Tomás González: la difícil sombra

"Sentí que esa no era la escritura de González, no era su lenguaje; llegué a pensar que él se había cansado y había puesto a otro a escribir por él para tomar del pelo a las instituciones literarias del país"
Portada: La luz difícil, última novela de Tomás González. foto:fuente:revistagalactica.com

Cuando compré la más reciente novela de Tomás González, La luz difícil, la emoción era inmensa. Ahora, después de leerla, no puedo estar menos de acuerdo con la banda que acompaña el libro, una frase de Luis Fernando Afanador: "Nunca olvidaré la plenitud que sentí al terminar de leer La luz difícil. No espero más de la literatura". Yo no sentí esa plenitud y sí espero más, mucho más, de la literatura y también de la escritura de González.

Como es costumbre en este escritor, la novela es corta (132 páginas) y, como también es costumbre, se mezclan en ella el dolor más agudo y la alegría más sencilla. David, pintor, padre de tres hijos y esposo de Sara, cuenta la historia fragmentada de sus días desde aquel lejano en el que su hijo Jacobo decide morir para huirle al dolor de sus huesos, de su cuerpo, causado por un accidente de tránsito que lo dejó parapléjico. David y Sara esperan en su apartamento de Nueva York la llamada de sus hijos avisando acerca del estado de Jacobo. La narración se alterna con la de los días más recientes de David (veinte años después de lo sucedido en Nueva York) en una finca cerca de La Mesa, que pasa en compañía de una mujer contratada para que lo ayude en los menesteres de la casa, mientras él escribe –con la dificultad que le produce el hecho de estar quedándose ciego– el relato que el lector tiene entre sus manos.

¿Qué sucede, entonces, con la novela? Recuerdo nítidamente toda la trama de Primero estaba el mar, de La historia de Horacio, de Los caballitos del diablo, de Abraham entre bandidos, de los cuentos de El rey del Honka-Monka (especialmente, "Verdor", que conecta directamente con el motivo de La luz difícil), pero en este momento, no me queda ninguna imagen memorable de esta nueva novela de González; trato de sentir por qué. Aquí los opuestos no configuran tensiones tan vivas como en las narraciones que nombré anteriormente, aquí esas tensiones no me conmueven. David, el joven "desorientado" de Los caballitos del diablo, aparece aquí también como una especie de alter ego de Tomás González; un pintor ignorado por los medios y luego muy reconocido y visitado por estudiosos y periodistas en su casa de La Mesa (que también podría ser Cachipay).

En muchos momentos sentí que esa no era la escritura de González, no era su lenguaje; llegué a pensar que él se había cansado y había puesto a otro a escribir por él para tomar del pelo a las instituciones literarias del país y a los medios de comunicación que desde hace una década (cuando la desaparecida Norma reeditó su obra) y, especialmente, desde hace cinco años (cuando empezaron a aparecer largos artículos y entrevistas sobre su vida y obra en revistas culturales) vienen repitiendo frases hechas sobre la calidad de sus novelas. Es la primera vez que el narrador de González asume la voz en primera persona, asume un yo total para contar la historia. Es también la primera vez que no siento en González la búsqueda de un lenguaje que yuxtapone los opuestos, que conjuga la poesía y la prosa del mundo; más bien el lector encuentra aquí una prosa despreocupada de sí misma, despreocupada de las búsquedas estéticas. El lenguaje se depura hasta eliminar toda carga simbólica y las palabras son lo que son, tienen el peso que pueden tener bajo las ceibas del parque de Envigado (como diría su tío Fernando González) o en una hamaca de una finca en Cachipay.

La luz difícil, lo mismo que Para antes del olvido, configura una novela de transición en la poética de González, novela que marca búsquedas literarias –y vitales– distintas dentro de ese propósito armónico y unitario del resto de sus novelas. Sin embargo, la búsqueda en La luz difícil está lejos de la de Para antes del olvido. Ya no el malabarismo del lenguaje, ya no el papel de un testigo fiel a documentos que reconstruyen, de manera fragmentada, parte de la saga familiar que tanto ha interesado al escritor paisa; ahora, aquí, el lenguaje se hace aún más cercano y la prosa pasa apenas por encima de los hechos, apenas los nombra, los roza, sin demorarse en ellos. El narrador, a diferencia del mito literario creado sobre el escritor ciego, no gana en profundidad sino en superficialidad; las imágenes son efímeras: el dolor apenas se presiente, el deseo apenas se intuye. La sombra se difumina y gana la claridad, fácilmente; la luz, pues, no es tan difícil como en sus anteriores obras. González deja ahora que el mayor peso esté de este lado; le bastan sus plantas, el clima favorable, el café recién hecho, una presentida desnudez al lado de la piscina.

¿Qué queda, entonces? Casi nada y me pesa decirlo porque admiro y estimo demasiado a este escritor. Tan leve su novela entre las miles de páginas que se publican cada día, tan ligero su peso entre la ligereza ominosa de las recetas para la vida, de las píldoras de optimismo que se publican cada día. David es la tranquilidad hecha personaje literario y tal vez ahí reside su fuerza y lo extraño de su presencia dentro de la turbulenta vida en nuestro país, dentro del ruido que nos acompaña desde nuestro nacimiento. Esta soportable levedad de la novela de González me vuelve más cercano al escritor, al hombre y, paradójicamente, me produce más deseos de viajar hasta Cachipay y buscar su finca, las flores, las plantas y perderme un rato entre ellas.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Revelación de un mundo

¿Qué recuerdo tenemos de nosotros mismos como lectores? ¿Qué libro, escritor, historieta o revista nos revelaron la posibilidad de otros mundos? ¿Por qué ése y no todos los anteriores? ¿Y qué hay de aquello que perdimos sin terminar de leer? ¿Y qué pasa cuando lo reencontramos?
Lectora.pintura. Fernando Botero. foto.fuente:pagina12.com.ar

Dedicada a un ensayo sobre la lectura, Angela Pradelli convocó a escritores, profesores, poetas, editores, traductores, guionistas, dibujantes y músicos a escribir sobre esa escena de lectura fundacional en sus vidas. Parte de un libro en preparación, éstos son apenas algunos de los muchos que le fueron llegando.

Desde hace muchos años que la lectura es un tema de reflexión para mí, y desde hace unos meses estoy escribiendo un ensayo que lleva por título Leer, una meditación sobre la lectura y el recuerdo. Toda escritura es una colaboración, pero tal vez, este ensayo sobre la lectura lo sea aún más que cualquier otro libro, ya que para escribirlo convoqué a diferentes personas de las que me siento cerca sea por la razón que sea, a que escribieran una escena personal con relación a la lectura que consideraran muy significativa en sus vidas. Les aclaré en cada caso que no había que explicar los motivos de esa elección sino únicamente contar la escena en la que algo del orden quizás de lo trascendente e inolvidable había tenido lugar en la vida de cada uno. Sin interpretaciones ni conclusiones sino más bien el puro contar (y descubrir, porque quien cuenta siempre corre un velo). Enseguida me fueron llegando bellos relatos de músicos, fotógrafos, historietistas, directores de teatro, poetas, guionistas, docentes, narradores, editores. Muchos de los autores son argentinos, pero también hay textos de mexicanos, cubanos, italianos, suizos, franceses, alemanes.

¿Cuáles son nuestras escenas de lectura más significativas, cómo las recordamos? ¿Qué encontramos hoy al volver a ese lugar y qué vemos en esas experiencias en que los textos vinieron a buscarnos o nosotros fuimos hacia ellos y los abordamos?

En cada lectura vamos rodeando ciertas zonas del lenguaje al mismo tiempo que nos separamos de otros territorios de palabras que aparecen como ajenos a ese texto. Cada lectura, según se mire, nos lleva o nos trae, nos acerca o nos aleja.

Qué vemos si nos detenemos a observar nuestras escenas propias de lectura, esos momentos en que los textos vinieron a buscarnos o nosotros fuimos hacia ellos y los abordamos. Cuando vamos al pasado a buscarnos como lectores, con qué paisajes nos cruzamos, cuáles fueron nuestros pasos, nuestros pensamientos. En suma, qué recordamos de esas escenas y qué significan esas experiencias hoy para nosotros.

En esas rutas de memoria, nuestra propia historia en la lectura, reposan imágenes a veces impasibles pero enteras. Claro, en esas sendas, hay también poblaciones de olvidos, sin embargo, aun en esos olvidos y en los no-recuerdos siguen allí, serenos pero firmes, nuestros gestos de lectores. Estamos hechos también de nuestras lecturas y las experiencias en torno de ella, para bien o para mal, nos fueron construyendo. Y estamos hechos también de sus ausencias.

La escritura estuvo siempre asociada a la memoria, se escribe para no olvidar, para que no se olvide, para recordar, pero qué relación hay entre la lectura y la memoria. De qué manera el acto de leer conlleva también al gesto de memorizar. Hacer memoria, ¿no es también hacer una lectura? Cuando buscamos en el pasado y elegimos algunos acontecimientos, es nuestra lectura la que extrae ciertos acontecimientos y el lenguaje lo traemos al presente, y lo hace vivir a través de la palabra.

En wichí leer se dice "yah'yen" que quiere decir "mirar profundo". Mirar profundo en el pasado para rescatar las escenas que tuvieron la lectura como centro, como eje alrededor del cual se desarrolló la experiencia. "Yah'yen" viene de la palabra "yah'hene", que significa advertir, prevenir, avisar o instruir. ¿Hay en nuestras experiencias con la lectura ciertos indicios que pueden ser leídos como marcas que nos avisan, que nos advierten, que nos previenen, que nos marcan una determinada dirección? ¿Cuál es la relación entre nuestras experiencias con la lectura y nuestra vida, de qué modo inciden nuestras lecturas en lo que luego serán nuestras elecciones, oficios, trabajos? Yah'yin a nayij es la frase que usan los wichí para saludar a alguien que se va, es decir, traducido al español, el saludo de los wichí para despedir a alguien que se aleja es mira tu camino, lee la vida.

Si es cierto lo que dice Roland Barthes respecto de que la escritura realiza el lenguaje en su totalidad, al leer estaríamos enfrentándonos con esa totalidad. Más allá de la calidad del texto y del gusto personal, leer sería vérselas, no ya con la suma, sino con la integridad del lenguaje. El lenguaje total cabe en una oración simple, breve, por lo tanto la lectura de una oración, de un puñado de palabras, nos pone frente a esa totalidad. Leemos un párrafo breve y sin embargo atravesamos en esa lectura todo el lenguaje. No importa lo que se diga, más allá del prestigio literario o de la simpleza del texto. Todo el lenguaje está puesto en esa enunciación y por lo tanto también en esa lectura.

Vuelvo enseguida.
Horario de trenes.
Mishia: no te alejes de la felicidad. Acéptala mientras se te ofrece gratuitamente, después correrás detrás de ella, pero no la podrás alcanzar.
Ofertas del día.
Ser o no ser.

La lista podría ser infinita, pero en verdad se necesita estar instalado en la complejidad del lenguaje para escribir cualquiera de estas frases breves. De la misma manera, también para leerlas. Leer una oración simple puede enredarnos incluso con las palabras que la oración no tiene, perdernos en una confusión oscura de laberintos, tropezarnos con el pasado de nuestro lenguaje, enredarnos en las palabras que todavía no conocemos, en las que nunca dijimos aún. Leer es comprender el significado de una oración en el mar inabarcable del lenguaje que, sin embargo, está apretado en esa misma oración.

Para enfrentar la noche de los textos necesitamos llevar una luz que, al mismo tiempo, ilumine nuestra oscuridad más interna. Necesitamos aire, para no sucumbir en el mar de las palabras que nos rodean hasta en los sueños. Para leer bien necesitamos ubicarnos en un lugar determinado en relación con el texto y encontrar cuál es la distancia exacta entre nuestros ojos y el dibujo de las palabras. Para verlas con precisión, tenemos que acercarnos a ellas, aunque si nos pegamos demasiado, no podríamos distinguirlas y todo se volvería confuso, indescifrable.

En tanto calibramos luz, aire, distancias y ensayamos una y otra vez nuestros movimientos para entrenarnos en el arte de la lectura, en tanto todo eso sucede las palabras nos esperan siempre allí.
Una vez por semana
Poemas a través de un vidrio
La angustia de las influencias
París Munro
La carta que iluminó la noche

domingo, 11 de diciembre de 2011

El cuento del domingo

Marco Tulio Aguilera Garramuño

La mujer y el espejo

Todo era allí diferente. Desde el patio central de cantera donde se levantaban tres absurdas columnas de granito rodeadas por una fuente colonial, hasta las habitaciones, en las que había un exceso de luz o un exceso de oscuridad, cortinas muy pesadas, colchones y almohadas extremadamente mullidas, rellenos de pluma de ganso, supongo. Cielorasos abovedados constituidos por ladrillos que iban formando círculos concéntricos cada vez más pequeños. Baños dignos de Pompeya, vasos y jarras de cristal de Bohemia. Espacios, ventanas, muros, cuidadosamente calculados para que la incidencia de la luz o la sombra crearan cuadros dignos de Velázquez a partir de las criaturas más vulgares. En la sala, rodeada por ventanales que daban a un jardín que parecía querer resumir la flora americana, bajo un gran vidrio, un entierro prehispánico, con huesos, puntas de obsidiana y cerámica prehispánica. Era notable que quien había diseñado la casa pensó hasta en el último detalle. Sin embargo sus designios, su intención no logré penetrarlos. La habitación que nos asignaron tenía un aire de santuario o de cárcel, rejas de hierro forjado, paredes muy anchas, candelabros de bronce. Las sábanas de un algodón delicadísimo, una alfombra de tejido suave en la que se hundían los pies, toallas de calidad insuperable. Todo parecía justo a la medida de alguien que no eramos ciertamente mi marido y yo. Lo que destacaba sobre todo era un anciano armario de cedro, de piso a techo, que tenía por puerta un espejo gigantesco, en el que se reflejaba casi toda la habitación. No conozco la razón por la que los espejos me ponen nerviosa, de alguna forma siento que me atrapan, que me atraen. Sé que la idea es de una vulgaridad vergonzosa, pero no puedo evitar sufrirla. No se trata de la simple vanidad que hace que me mire en mis largas soledades, pues, aunque soy bella sin escándalo, y algunos dicen que muy bella, no me ocupo demasiado de mí misma ni pierdo el tiempo maquillándome ni espero la fácil dicha en el elogio de los demás. Soy más bien sumaria en mis negocios con el espejo y con el arreglo personal. Como muchas mujeres, doy al amor mayor importancia que a cualquier otro aspecto de la relación personal. Amo a mi marido con una pasión que tal vez no alcance ese nombre y que se relaciona sobre todo con las felicidades domésticas, el tiempo compartido, el descanso de saber que cada noche yace a mi lado un hombre al que creo conocer y del que no puedo esperar nada deplorable. Me entrego a él con facilidad cuando durante el día he sentido que comparto una misión con él, cuando las cosas van bien en la casa, cuando sé que en mi marido hay un ingrediente que no podría hallar en nadie. Me abandono a él con resignación cuando mi humor no es propicio. Soy, por decirlo de alguna forma, disciplinada en el amor conyugal. Es algo como un apostolado, algo que tiene que ver con la familia, los hijos y la sospecha de Dios. Por eso me cuesta trabajo entrar en ánimo para hacer el amor cuando estoy fuera de casa y sin embargo, sé que me ruborizo al decir esto, es precisamente lejos de casa, en hoteles o lugares ajenos a los domésticos en los que me someto a los caprichos más extravagantes de mi esposo. O quizás deba decirlo, dejo salir de mi persona una permisividad absoluta, una capacidad insólita de provocar situaciones escabrosas o por lo menos desacostumbradas. Le pedí a mi marido que nos fuéramos del cuarto, que huyéramos, que regresáramos a casa. Patricio sonrió mirando de reojo el espejo. Vi en sus ojos esa expresión de maldad juguetona que le conozco cuando está tramando sus fechorías. ¿De verdad quieres irte?, dijo poniendo su mano en mi hombro y atrayéndome hacia él. No pude evitar ceder a su incitación y acerqué mi cuerpo, que se plegó al suyo con la facilidad y el placer del guante quirúrgico a la mano del cirujano. Patricio tomó mi nuca con poca delicadeza y cuando su boca se adhirió a la mía, sentí que yo era como un gran fruto en el que ese hombre goloso enterraba la boca. Patricio bajó su mano derecha por mi espalda, recorrió con ella mis vértebras una a una hasta llegar a la cintura, descendió hasta mis nalgas y enterró sus dedos con deleite, hundiendo mi falda de seda y mis interiores en la entrepierna. Sentí que perdía el aire, miré a mis espaldas el espejo. Vi su cuerpo y el mío como si fueran ajenos, imaginé una especie de batalla a la luz de una hoguera, había desesperación y deleite, rabia y amor, algo diabólico, inconfesable, en todo aquello, y sin embargo -pido perdón por la tontería que voy a decir- divino. ¿Estás segura que quieres irte?, preguntó de nuevo. Bajé los ojos y le dije que no. La verdad es que tengo unas ganas locas de quedarme. Por fortuna había muchas actividades previas a nuestro placer: unas compras, la asistencia a casa de amigos, un par de conferencias, una obra de teatro. En eso y otros asuntos más olvidables se nos fueron los primeros días, en los cuales se reiteró la pasión, de forma algo convencional. De todos modos mi esposo y yo sabíamos que ese espejo que nos miraba casi burlonamente estaba esperando el momento propicio para obligarnos a hacer lo que yo ni me atrevo a soñar, o que si sueño, luego pierdo en la piedad en el olvido. Una semana se disipó. Yo continuaba inerme, esperando con inquietud y emoción lo que tenía que pasar. Patricio seguía en sus actividades y no se percataba o fingía no hacerlo, de que el espejo nos estaba esperando, nos acechaba, con risueña paciencia. Llegué a imaginar que detrás del espejo estaba un indígena, que quizás fuera el guardián de la casa, una criatura displicente que disponía de una perseverancia de siglos y una curiosidad malsana. Imaginé que la casa ocultaba, en algún lugar, tal vez en el entierro indígena, la entrada a otro mundo, más sórdido y cercano a lo bestial, a lo que acaso en el fondo todos los seres humanos guardemos. A la octava noche, en la que los besos de mi marido me había inflamado hasta el extremo, le dije, tratando de sonar lo más natural posible, que por qué no nos acercábamos al espejo. Desnudos los dos nos arrimamos al fuego bruñido y frente a aquel enemigo nos volvimos a trenzar en un abrazo febril. Cuando tuve aliento para hacerlo, después de haber sentido el poder pleno de mi marido en las partes más evidentes, le dije sin dejar de mirar nuestro reflejo: Pídeme lo que quieras, amor, estoy dispuesta a hacerlo. Patricio se apartó ligeramente, contuvo el aliento, me miró a los ojos y preguntó ¿estás segura? Absolutamente segura, le dije, haré todo lo que quieras, me dejaré hacer lo que quieras, absolutamente todo. Y entonces lo pidió, eso que nunca me he atrevido a hacer y que no creo que nadie, aparte de las mujeres de la peor vida hagan. Hice que Patricio se tendiera, yo me acosté sobre él, pero oh Dios, no como manda la naturaleza, sino en contra de toda regla, y él comenzó a devorarme y yo con furor de leona lo atrapé con mi boca y lo mordí y lo aspiré, afiebrada, desesperada, más total que nunca, definitivamente, y no quise ni respirar sino que me lo comí todo, todo, una y otra vez, hasta el fondo, con mi boquita delicada acepté su tamaño, su vigor, hasta que supe que venía a mí y ni aun entonces quise soltarlo. Él tampoco lo evitó, sino que se vino sobre mí, inmovilizándome con sus muslos, me convirtió en su puerto y ni siquiera entonces quise soltarlo y Patricio seguía casi rugiendo sobre mi cuerpo y enterraba su rostro y se debatía como un perro rabioso y con su lengua me barría por completo y comencé a agitarme, a venirme en él, a desahogarme y ahí quedamos los dos fundidos como seres terribles fulminadas por el mismo disparo, atravesados por una lanza enorme durante horas y horas y caímos a lado y lado, él con su cuerpo glorioso y relajado y yo con el sentimiento de que al cumplir esa especie de mandato del hombre del espejo había comenzado a ser otra y que ya nada podría ser igual y que las pequeñas felicidades que hacen mi amor tendrían ahora un sentido distinto. Me levanté, fui al baño, me lavé una y otra vez, enjuagué mi boca con jabón y pasta dental. Cuando regresé Patricio seguía tendido en la alfombra con su cuerpo reflejando la luz del farol exterior y una expresión de virtud recobrada. Ya no quise abrazarlo. Al día siguiente no pude ocultar mi mal humor, mi desprecio por ese hombre que me había manchado de esa forma, pero seguí a su lado, fingiendo la paz natural, aunque mi espíritu estaba en guerra, tratando de entender, de perdonar, de olvidar. El regreso a la habitación, después de las gestiones de cada día, sería a partir de entonces triste, lúgubre y el espejo, ya libre de nosotros, parecía inocente, pero yo sabía que en él residía un poder, el conocimiento de nuestro secreto, y por eso lo depreciaba. Hubiera querido destrozarlo, pero no lo hice. Sería no sólo una falta de cortesía hacia nuestros huéspedes (que, debo decirlo, eran casi desconocidos: miembros de una nueva empresa que ofrecía turismo diferente), sino, tengo que decirlo, un acto cobarde. De alguna manera sé que tengo que vivir conmigo misma, con mi esposo, con nuestras debilidades.

Antes de cerrar la puerta el último día de nuestra estancia, Patricio (en cuyo rostro vi una angulosidad de pómulos que antes no había notado) y yo nos detuvimos frente al espejo. Mi esposo sonrió con esa confianza, con ese saber de brujo, de sabio, de imbécil, de taimado, que a veces confundo. Yo también me descubrí sonriendo. Supe que en esta vida, detrás de todo lo que sucede, siempre hay otra cosa.

Marco Tulio Aguilera Garramuño. El gusto por la palabra escrita ha llevado a este colombiano nacido en Bogotá el 27 de febrero de 1949 a desempeñarse como cuentista, novelista, crítico y periodista. Cursó una licenciatura en Filosofía en la Universidad del Valle; más adelante viajó a Lawrence, Estados Unidos, en donde realizó la Maestría en Literatura de la Universidad de Kansas. A partir de entonces ha vivido en Costa Rica y desde 1977 está radicado en México desde donde colabora en periódicos como "El Pueblo", "El País" y "El Espectador", y se desempeña como catedrático de la Universidad Veracruzana.

Su talento y gusto por la literatura le ha llevado a publicar cerca de treinta libros y a recibir un número similar de premios y reconocimientos. Entre los galardones recibidos se cuentan: Concurso Nacional de Cuento Santiago de Cali, 1975; Concurso Nacional de Cuento Corto de la Revista Mexicana de Cultura, 1977; Concurso Nacional de la Universidad de Juarez (Durango, México), 1978; Concurso Nacional de Cuento Universidad del Cauca, 1978; Concurso Nacional de Novela en Costa Rica, 1975; la Primera Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera, 1988.

Su libro Cuentos para hacer el amor del año 1983 fue clasificado como uno de los mejores de Colombia en el siglo XX. Otras obras publicadas por el autor son: Aves del paraíso (1981), Los grandes y pequeños amores (1992), Breve Historia del todas las cosas (1979), Paraísos hostiles (1985), Mujeres amadas (1991), El juego de las seducciones (1989), Los placeres perdidos (1990), La noches de Ventura (en Colombia Buenabestia, 1992), Alquimia popular (1979), Mujeres amadas, Juegos de la imaginación
.

Foto:archivo.Texto: El cuento del día. Semblanza biográfica:banrepcultural.org

sábado, 10 de diciembre de 2011

Minicuentos 20


Una sola carne

Armando José Sequera


Tan pronto el sacerdote concluyó la frase…"y formaréis una sola carne", el novio, excitado, se lanzó a devorar a la novia.

Obsesiones

Alba Omil

Soñé que me besaban: era sólo el latido de tu nombre que esa noche se durmió entre mis labios.

Anónimo

Cada vez que me dolía la cabeza, él me acariciaba el cabello con una ternura exquisita, me besaba en los ojos y susurraba con los labios pegados a mi frente que ojalá todo ese dolor lo sufriera él.
Comprendí que lo nuestro había terminado cuando me descubrí deseando que se cumpliera su deseo.

La ejecución

Hermann Hesse

En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.
-¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.
-Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.
Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.
-Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!
Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:
-¿Cómo lo adivinaste, maestro?
Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:
-No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.

El sueño del Rey

Lewis Carroll

-Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?
-Nadie lo sabe.
-Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿qué sería de ti?
-No lo sé.
-Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se despertara ese Rey te apagarías como una vela.

Su amor no era sencillo

Mario Benedetti


Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.

Programa de entretenimientos

Ana María Shua

Es un programa de juegos por la tele. Los niños se ponen zapatillas de la marca que auspicia el programa. Cada madre debe reconocer a su hijo mirando solamente las piernitas a través de una ventana en el decorado. El país es pobre, los premios son importantes. Los participantes se ponen de acuerdo para ganar siempre. Si alguna madre se equivoca, no lo dice. Después, cada una se lleva al hijo que eligió, aunque no sea el mismo que traía al llegar. Es necesario mantener la farsa largamente porque la empresa controla con visitadoras sociales los hogares de los concursantes. Hay hijos que salen perdiendo, pero a otros el cambio les conviene. También se dice que algunas madres hacen trampa, que se equivocan adrede.

El viento

Salarrué

La Palazón se bañaba alegre y desnuda en el viento. El sol era mareño en la mañana azul. La basura iba y venía, arrastrada por la mecida del aire. Hojas que rodaban como caracoles, polvo como espuma sucia en aquella marea.
Los charcos, en medio del camino barrioso y barrido, se secaban dejando prieta la tierra, y blandita como para meter el pie. Un ruidal de ramadas llenaba la costa entera, desde aquí quera verdeante, hasta allá lejoslejos quera azul.
También las yeguas sintieron dentrar el viento en su alegrón y se echaron a correr por el llano. A la par de las yeguas del viento, iban las yeguas de sangre, atropellándose unas con otras, soplando las narices valientes, la crin al cielo y el casco al suelo; ¡patacán, patacán, patacán!... Dejaban jumazón en la fueya, como si quemaran su libertá. Paraban su desboco, cuando ya no sentían el suelo, por miedo al vuelo desconocido. El heroísmo es un exceso de vida que puede a veces producir la muerte.
A ratos, el norte ponía mujeres de polvo, bailando vertiginosas por las veredas; bailando en puntas y cogiendo al paso mantos de nube, para enrollarse girámbulas.
Venía el chuchito perdido, arrastrando una larga pita por el camino: era negro, lagartijo, encogido y despavorido. Echaba las orejas hacia atrás; la cola entre las patas; un vivo amarillo de espanto le rodeaba los ojos polvosos. En aquella anchísima soledad, ensordecida por el viento era como un dolor extraviado. La fuerza del oleaje le hacía tambalearse. Se paraba y ponía vanos empeños por amarrar el cabo del olfato. Volvía tímido la cabeza, para mirar cuán solo estaba. Entonces su grito lastimero hacía un rasguño en el viento. Volvía atrás con igual premura; miraba al andar hacia el cielo, como si nadara. La pita lo seguía dócil, marcando un surco en el polvo por un instante. Era como un amor náufrago. Buscaba al amo, perdido en el ventarrón. A lo lejos, como un punto negro en la explanada, iba nadando hacia lo incierto. Aquella cosa tan mísera, bajo el furor del cielo, era un dolor grandioso.
Entre madejas de polvo y cáscaras doradas, apoyado al tanteyo en el palo y al tanteyo la mano en el cielo, el viejo topó a una alambrada y llamó ya sin esperanza:
-¡Mirto, Mirto!...

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El aire del poeta

Nicanor Parra, poeta de referencia en lengua castellana, ha completado la compilación de su obra en un libro plagado de poemas visuales e inéditos y rompe su silencio. "Nunca fui el autor de nada, siempre he pescado cosas que andaban en el aire", asegura
Nicanor Parra se asoma, días después de obtener el prestigioso Premio Cervantes. foto:Carla Pinilla.fuentes:elpais.com.emol.com
Es un hombre, pero podría ser otra cosa: una catástrofe, un rugido, el viento. Sentado en una butaca baja cubierta por una manta de lana, viste camisa de jean, un suéter beis que tiene varios agujeros, un pantalón de corderoy. A su espalda, una puerta vidriada separa la sala de un balcón en el que se ven dos sillas y, más allá, un terreno cubierto por arbustos. Después, el océano Pacífico, las olas que muerden rocas como corazones negros.

-Adelante, adelante.

Es un hombre, pero podría ser un dragón, el estertor de un volcán, la rigidez que antecede a un terremoto.

-Adelante, adelante.

Llegar a la casa de la calle Lincoln, en el pueblo costero de Las Cruces a 200 kilómetros de Santiago de Chile, donde vive Nicanor Parra, es fácil. Lo difícil es llegar a él.

Nicanor. Nicanor Parra. Oriundo de San Fabián de Alico, hijo primogénito de un total de ocho venidos al mundo de la unión de Nicanor Parra, profesor de colegio, y Clara Sandoval. Tenía 25 años cuando la Segunda Guerra, 66 cuando mataron a John Lennon, 87 cuando lo de los aviones y las Torres. Nicanor. Nicanor Parra. Nació en 1914. En septiembre cumplió 97. Hay quienes creen que ya no está entre los vivos.

Las Cruces es un poblado de dos mil habitantes protegido del océano Pacífico por una bahía que engarza a varios pueblos: Cartagena, El Tabo. La casa de Nicanor Parra está en una barranca, mirando el mar. En el antejardín, una escalera desciende hacia la puerta de entrada en la que un grafiti, pintado por los punkis locales para que nadie ose tocarle la vivienda, dice: "Antipoesía". En el pasillo que conduce a la sala, anotados con fibrón en la pared con su caligrafía de maestro, los nombres y los números telefónicos de algunos de sus hijos: Barraco, Colombina.

-Adelante, adelante.

El pelo de Nicanor Parra es de un blanco sulfúrico. Lleva la barba crecida y no tiene arrugas: sólo surcos en una cara que parece hecha con cosas de la tierra. Las manos bronceadas, sin manchas ni pliegues, como dos raíces pulidas por el agua. Sobre una mesa baja está el segundo tomo de sus obras completas -Obras completas & algo � (1975- 2006)- publicado cinco años después del primero por Galaxia Gutenberg, una edición a cargo del británico Niall Binns y del español Ignacio Echevarría, con un prefacio de Harold Bloom, que dice "(...) creo firmemente que, si el poeta más poderoso que hasta ahora ha dado el Nuevo Mundo sigue siendo Walt Whitman, Parra se le une como un poeta esencial de las Tierras del Crepúsculo". A fines de los ochenta, cuando aún vivía en Santiago, Parra dejó de dar entrevistas y, aunque siempre ha habido excepciones, las preguntas directas lo disgustan de formas impensadas, de modo que una conversación con él está sometida a una deriva incierta, con tópicos que repite y a los que arriba con cualquier excusa: sus nietos, el Código de Manú, el Tao Te King, Neruda.

-Hombres del sur. ¿Cómo se decía hombres del sur? A ver, a ver...

Echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos, repite el mantra perentorio:

-A ver, a ver... ¿Cómo se llaman los pueblos del sur originarios de Chile? Antes se llamaban onas, alacalufes y yaganes...

-¿Selk'nam?

-Eso, eso. Selk'nam. Hay una frase. "La tierra del fuego se apaga". Autor: Francisco Coloane. Una gran frase. Pero él era un personaje bastante antipático, ¿ah? Insoportable.

-¿Conoce Tierra del Fuego?

-He pasado con un nieto, el Tololo. Es el autor de frases muy fenomenales. Lo primero que dijo fue "dadn". Y después "diúc". Años después le dije: "Usted me va a contar qué quiso decir con 'dadn". En ese tiempo yo estaba traduciendo El Rey Lear y me paseaba de un lado a otro, y él estaba en su cuna, y yo recitaba: "I thought the king had more affected the Duke of Albany than Cornwall". Y pensaba. "¿Cómo traduzco esto?". Y él ahí pescó: el "diúk". Y le digo "¿Y el 'dadn?". Y me dijo: "To be or not to be: that is the question". That is: 'dadn". Una vez la directora de colegio citó a una reunión urgente a su mamá porque pasaba lista y el Tololo no contestaba. Entonces le dijo "Oiga, compadre, ¿por qué no contesta cuando paso lista?". "No puedo porque yo ya no me llamo Cristóbal. Ahora me llamo Hamlet". Desde esa época yo renuncié a la literatura y me dedico a anotar las frases de los niños.

La frase puede parecer un chiste, pero no: Parra anota cosas que dicen sus nietos; o Rosita Avendaño, la mujer que limpia en su casa; o la gente que pasa por ahí, y las transforma en la engañosa sencillez de sus poemas: "Después me quisieron mandar al colegio / Donde estaban los niños enfermos / Pero yo no les aguanté / Porque no soy ninguna niña enferma / Me cuesta decir las palabras / Pero no soy ninguna niña enferma", escribió en 'Rosita Avendaño'.

-¿Ha estado en la India? Estuve una semana. Yo no conocía el Código de Manú. Si lo hubiera conocido, me quedo. El último verso del Código de Manú es el siguiente: "¿Por qué?, se pregunta uno. Porque humillación más grande que existir no hay".

Cuenta las sílabas con los dedos, llevando el ritmo con los pies.

-Atención. Dice el Código de Manú: las edades del hombre no son ni dos ni tres, sino cuatro. Primero, neófito. Segundo, galán. Tercero anacoreta. Cuando nace el primer nieto, el hombre se retira del mundo. Nunca más mujer. Nunca más familia. Nunca más bienes materiales. Nunca más búsqueda de la fama.

-¿Y la cuarta edad?

-Asceta o mariposa resplandeciente. Quien haya pasado por todas esas etapas será premiado. Y para el que queda a medio camino, castigo. Resucitará. En cambio el otro, el asceta, no resucita. Porque no hay humillación más grande que existir. El mejor premio es borrarlo a uno del mapa. ¿Y entonces qué hace uno después de eso? Uno se va de la India y se viene a Las Cruces.

Tuvo una infancia con privaciones y mudanzas hasta que, a los 16 o 17, partió a Santiago, solo, y gracias a una beca en la Liga de Estudiantes Pobres terminó los estudios en un instituto prestigioso. Como tenía notas altas en materias humanísticas pero no en ciencias exactas, estudió Matemática y Física en la Universidad de Chile "para demostrarles a esos desgraciados que no sabían nada de matemáticas". En 1938, mientras se ganaba la vida como profesor, publicó Cancionero sin nombre. En 1943 viajó a Estados Unidos para estudiar mecánica avanzada; en 1949 a Inglaterra para estudiar cosmología; desde 1951 enseñó matemáticas y física en la Universidad de Chile. En 1954 publicó Poemas y antipoemas, un libro que, con un lenguaje de apariencia simple pero con un tratamiento muy sofisticado, revolucionó la poesía hispanoamericana: "Ni muy listo ni tonto de remate / fui lo que fui: una mezcla / de vinagre y de aceite de comer / ¡Un embutido de ángel y bestia!". Llevaba prólogo de Neruda, con quien Parra tendría una relación cargada de contradicciones, entre otras cosas porque sus poemas empezaron a leerse como una reacción a cualquier forma de poesía ampulosa, y fue recibido con elogios altos. Siguió, a eso, una época pródiga. Publicó La cueca larga en 1958; Versos de salón, en 1962 ("Durante medio siglo / la poesía fue / el paraíso del tonto solemne. / Hasta que vine yo / y me instalé con mi montaña rusa"); Manifiesto en 1963; Canciones rusas en 1967. En 1969 ganó el Premio Nacional de Literatura y reunió su obra en Obra Gruesa. Tenía 55 años, era procastrista y jurado del Premio Casa de las Américas cuando, en 1970, asistió a un encuentro de escritores en Washington y, junto a otros invitados, hizo una visita a la Casa Blanca donde los invitó, inesperadamente, la mujer de Nixon a tomar el té. La taza de té con la esposa de Nixon, en plena guerra de Vietnam, fue, para Parra, la aniquilación: Casa de las Américas lo inhabilitó para actuar como jurado y le llovieron denostaciones. Si su posición política cayó bajo sospecha, su obra no tardó en pasar al mismo plano: en 1972 publicó Artefactos, una serie de frases, acompañadas por dibujos, que se movían entre la irreverencia, la blasfemia y la incorrección política: "La derecha y la izquierda unidas jamás serán vencidas", "Casa Blanca Casa de las Américas Casa de orates". Los más amables dijeron que eso no era poesía. Los menos, que era la mejor propaganda que los fascistas podían conseguir. En 1977, durante la dictadura de Pinochet, publicó Sermones y prédicas del Cristo del Elqui ("Apuesto mi cabeza / a que nadie ser ríe como yo cuando los filisteos lo torturan"), y Chistes para desorientar a la policía ("De aparecer apareció / pero en la lista de los desaparecidos"), pero, como sucedió con otros poetas que se quedaron en Chile en esos años, pesó sobre él cierta sospecha de no oponerse al régimen con demasiado ímpetu. En 1985 publicó Hojas de Parra y, poco después, se fue a vivir a Las Cruces. Siguieron, a eso, veinte años de silencio hasta que, en 2004, publicó, en Ediciones Universidad Diego Portales, una traducción de Rey Lear, de Shakespeare, que fue recibida como la mejor jamás hecha al castellano.

Nicanor. Nicanor Parra. Escribe con birome común en cuadernos comunes, toma ácido ascórbico en dosis masivas, come siempre lo mismo: cazuelas, arrollados, sopas. Fue varias veces candidato al Nobel, sempiterno al Cervantes. Hace tiempo le propusieron filmar una publicidad de leche y, como Shakira formaba parte del proyecto, pidió cobrar lo mismo que ella. Dizque le pagaron treinta mil dólares por medio minuto de participación y que, desde entonces, repite que su tarifa es de mil dólares por segundo. Tiene dos casas en Santiago, una en Las Cruces, otra en Isla Negra. Nadie sabe qué hace con aquellas que no habita.

-Él tiene mucha conciencia de lo que vale, y también en eso es un antipoeta -dice Matías Rivas, director de Ediciones Universidad Diego Portales y quien se acercó a Parra para proponerle publicar la traducción de Lear. -Después que publicamos El Rey Lear entró en la universidad y eran miles de jóvenes detrás de él. Volvió convertido en un rock star. Está más vivo y despierto que uno. Por eso los interlocutores de su edad, o un poco menores, se quedan espantados con los Artefactos. Nicanor está en la onda punk, y los interlocutores más viejos llegaron hasta su onda jazz. "Más vale nuevo que bueno", dice siempre.

La frase no es una declamación vacía: hace poco, Parra escribió un rap, El rap de la Sagrada Familia, que cuenta la relación entre un viejo y una estudiante, y su producción de Artefactos, que ahora acompaña con el dibujo de un corazón con ojos, no sólo no ha dejado de crecer sino que se le han agregado los Trabajos prácticos, objetos intervenidos como una cruz donde, en vez de Cristo, hay un cartel que dice "Voy y vuelvo", o una foto de Bolaño con una cita de Hamlet: "Good night sweet prince".

En 1940 se casó con Anita Troncoso, con quien tuvo tres hijos y, en 1951, con Inga Palmen. Tuvo un hijo con Rosita Muñoz, que fuera su empleada, y dos más con Nury Tuca, a quien le llevaba treinta y tres años. En 1978 conoció a Ana María Molinare, de poco más de treinta. Ella lo dejó y él, que mordió el polvo, escribió un mantra radioactivo, un poema llamado 'El hombre imaginario': "El hombre imaginario / vive en una mansión imaginaria / rodeada de árboles imaginarios / a la orilla de un río imaginario". Tres años más tarde, Ana María Molinare se suicidó. A mediados de los noventa conoció a Andrea Lodeiro, a quien le llevaba varias décadas -quizás seis- y con quien estuvo hasta 1998. Desde entonces permanece -más o menos- solo. "Lo que yo necesito urgentemente / es una María Kodama / que se haga cargo de la biblioteca (...) con una viuda joven en el horizonte/ (...) el ataúd se ve color de rosa / hasta los dolores de guata / provocados x los académicos de Estocolmo / desaparecen como x encanto", escribió. En sus años altos empezó a cultivar una imagen desmañada. Compra ropa de segunda mano en el Puerto de San Antonio, un sitio rufián por el que se mueve cómodo, como en todas partes: cuando, tiempo atrás, desaparecieron de su casa algunos de los cuadernos en los que escribe y supo que unos dealers locales los habían recibido en forma de pago, marchó a buscarlos y le fueron devueltos con disculpas. Su reticencia a publicar es legendaria. Aun cuando en Ediciones Universidad Diego Portales sacó dos libros más -Discursos de sobremesa (2006) y La vuelta del cristo de Elqui (2007)-, demora años en firmar contrato, meses en llegar a una versión con la que esté conforme. El proceso de las obras completas llevó casi una década. En noviembre de 1999, Ignacio Echevarría y Roberto Bolaño, que se había transformado en un gran impulsor de la obra de Parra ("escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado", escribió), fueron a visitarlo.

-De regreso en Barcelona -dice Ignacio Echevarría-, Roberto me sugirió que hiciera las obras completas de Parra. Todos me dijeron que era imposible, pero se lo propuse y dijo que estaba dispuesto. Claro que luego yo le enviaba un contrato, él lo tenía seis meses y me decía que lo había perdido, y había que hacer todo de nuevo. Tres años pasaron hasta que, luego de la muerte de Bolaño, viajé a Chile, lo visité y me dijo: "Voy a firmar el contrato. A Roberto le hubiera gustado, ¿verdad? Vamos a hacerlo por Roberto". Pero he ido sintiendo un escrúpulo cada vez mayor por haber obligado a Parra a hacer algo que él no quería hacer. Él concibe la antipoesía como algo que se escribe en un muro, en una servilleta. Y creo que la idea de las obras completas le repugna.

En el baño de la casa, colgada de un clavo, sobre el inodoro, hay una bandeja de cartón que, con su caligrafía, dice: "No tire el papel en la taza del water". En la sala, Parra toma té y recita en griego los primeros versos de la Ilíada. Después, echa la cabeza hacia atrás y se coloca la bolsa de té sobre el ojo derecho.

-Tengo algo en el ojo. Con esto se cura. La vez pasada me fui corriendo de la clínica, en Santiago. El urólogo me dijo: "Preparesé, compadre, porque mañana es la intervención quirúrgica. Una simple sistología". Y entonces le dije: "Prefiero morirme. Deme de alta o salto por esa ventana". Y yo iba a saltar. Acabo de descubrir en mi biblioteca un libro que se llama El libro del desasosiego.

-De Pessoa.

-Ya no corre. Ese chiste de los heterónimos. Ya, compadre, ya. Tiene un poema que es insuperable. Dice: "Todas las cartas de amor son ridículas. Si no fueren ridículas no serían cartas de amor". Y sigue, "yo también en mi tiempo escribí cartas de amor, como las otras, ridículas". Mire usted las volteretas que se da. Como esas poetisas argentinas. La María Elena

... la María Elena...

-¿Walsh?

-Claaaro. A ver, hay otras.

-¿Alejandra Pizarnik?

-Ah, la Pizarnik. Fantástica. ¿Y cuál de ellas es la autora de La vaca estudiosa?

María Elena Walsh se dedicó, aunque no únicamente, a escribir para niños, rama en la que tuvo el más alto de los prestigios pero, en cualquier caso, es dueña de una obra muy distinta a la de Alejandra Pizarnik, una poeta oscura que se suicidó en 1972. La vaca estudiosa es una canción de María Elena Walsh, que cuenta la historia de una vaca que quería estudiar.

-Ah, qué maravilla. Y para matar el aburrimiento la vaca se matricula en una escuela. Y a los niños les llama la atención, entonces ella dice: "No, yo me comprometo a ser una vaca estudiosa". No, la María Elena. Estamos cien por ciento con ella.

-Tiene esa cosa ladina, Nicanor, de descalificar sin estridencias, dice Alejandro Zambra, que trabajó con Parra en El Rey Lear y que, como otros escritores jóvenes, asegura que se ha comportado siempre con una generosidad titánica. -Él no te va a decir algo malo de Neruda, pero te va a contar algo de tal forma que solidarices con él, y no con Neruda.

-Es un gato de campo, dice Sergio Parra, editor y poeta, que conoce a Parra desde los ochenta. -Una vez estábamos en su casa y él se fue a buscar sus cuadernos. Me dijo: "Te voy a leer unos textos". Y de pronto se da vuelta y me dice "Pero sin moverse, ah".

-¿Le conté la historia de la huiña? La huiña es un gato salvaje, de monte.

Parra abre la puerta que separa la sala del balcón y señala un trozo de tierra entre las plantas del jardín trasero.

-Era arisca. Pero un día se acercó y la pude tocar. Y al otro día estaba muerta. Le molestó que yo la tocara. Se sintió desvirgada. Está enterrada ahí. Le hicimos los funerales.

De regreso en la sala se pone una chaqueta verde, un sombrero de paja.

-Vamos a almorzar.

En el auto, camino al restaurante, mira por la ventanilla y dice, divertido:

-¿Usted es de Buenos Aires? Una vez a Borges le preguntaron qué pasaba con la poesía chilena y dijo: "¿Qué es eso?". Y le dijeron que ahí estaba un premio Nobel que era Pablo Neruda. Y dijo: "Ya lo dijo Juan Ramón Jiménez, un gran mal poeta". Y eso que Neruda todavía no había descubierto el kitsch. Y le preguntaron por Nicanor Parra. Y dijo: "No puede haber un poeta con un nombre tan horrible".

El restaurante es un sitio familiar, con un menú que ofrece empanadas y mariscos y que él escudriña sin usar la lupa que lleva en el bolsillo (no usa gafas).

-Yo quiero una empanada de camarón, le dice a la mesera.

-Vienen dos.

Parra hace un silencio.

-Entonces nada.

-¿Nada?

Otro silencio.

-Mire, tiene razón. Dos empanadas. Y nada más. Ya me enojé, ya.

La conversación deriva hacia algunos poetas chilenos, hacia la visita que la fotógrafa argentina Sara Facio hizo en los años 50 a su casa de Isla Negra para hacerle un retrato.

-Con lo de la Sarita hubo un punto de inflexión. Una revista puso en la portada una foto que decía: "El poeta de Isla Negra: Nicanor Parra". Neruda vio eso y dijo "Esta es la cabeza de una maniobra internacional antineruda, pero yo voy a descargar todo mi poder en la cabeza de Nicanor Parra". Y dicho y hecho. Descargó todo el poder del PC internacional.

-¿Se acuerda de ese verso de Neruda, "dar muerte a una monja con un golpe de oreja"?

-Un poeta, Braulio Arenas, me enseñó que cada diez versos hay que tirar uno oscuro, uno que no entienda nadie, ni uno mismo. Y ahí se arregla la cosa.

Después, de regreso a su casa, desde el auto, señala una colina.

-Ahí hay un desarmadero de automóviles. A veces voy. Me gusta ese sitio.

-¿Está contento con las obras completas?

-Sorprendido. Yo leo esos poemas y no me siento el autor. Pienso que nunca fui el autor de nada porque siempre he pescado cosas que andaban en el aire.

El asfalto se desliza terso, entre los pinos y el mar, bajo una luz suave.

-Bonito, ¿ah?

-Para quedarse a vivir.

-O sea, a morir.

Algo en la tarde recuerda la respiración plácida de un animal dormido.

-Fíjese todo lo que han hecho y no han podido resolver ese asunto.

-¿Qué asunto?

-El de la muerte. Han resuelto otras cosas. ¿Pero por qué no se concentran en eso?

Obras Completas II. Obras completas & algo � (1975-2006). Nicanor Parra. Prefacio de Harold Bloom. Niall Binns e Ignacio Echevarría, editores. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2011. 1.200 páginas. 58 euros. Obras Completas I. Obras Completas & algo � (1935-1972). Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2006. 1.224 páginas. 55 euros.

domingo, 4 de diciembre de 2011

El cuento del domingo

Francis Scott Fitzgerald

El Curioso Caso de Benjamin Button


I.

Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto de referirles.

Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.

Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con Esta o Aquella Familia, lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello Duro.

La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había traído en su seno una nueva vida.

A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las manos como si se las lavara, como todos los médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la profesión.

El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.

—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!

El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se acercaba.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué…?

—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.

—¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.

El doctor Keene frunció el entrecejo.

—Diantre, sí, supongo… en cierto modo. —Y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor Button.

—¿Mi mujer está bien?

—Sí.

—¿Es niño o niña?

—¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —La última palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina… la ruina de cualquiera.

—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?

—¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verle ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!

Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y se alejó muy serio.

El señor Button se quedó en la acera, estupefacto y temblando de pies a cabeza. ¿Qué horrible desgracia había ocurrido? De repente había perdido el más mínimo deseo de entrar en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un instante después, haciendo un terrible esfuerzo, se obligó a subir las escaleras y cruzó la puerta principal.

Había una enfermera sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo. Venciendo su vergüenza, el señor Button se le acercó.

—Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.

—Buenos días. Soy… Soy el señor Button.

Una expresión de horror se adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un salto y pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias a un esfuerzo ímprobo y evidente.

—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.

La enfermera lanzó un débil grito.

—¡Por supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las escaleras. ¡Suba!

Le señaló la dirección con el dedo, y el señor Button, bañado en sudor frío, dio media vuelta, vacilante, y empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de arriba se dirigió a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la mano.

—Soy el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi…

¡Clanc! La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc! Empezó un metódico descenso, como si participara en el terror general que había desatado aquel caballero.

—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba. Estaba a punto de sufrir un ataque.

¡Clanc! La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el control de sí misma y lanzó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.

—De acuerdo, señor Button —concedió con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si usted supiera cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante! Esta clínica no conservará ni sombra de su reputación después de…

—¡Rápido! —gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más esta situación!

—Venga entonces por aquí, señor Button.

Se arrastró penosamente tras ella. Al final de un largo pasillo llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una sala que, de hecho, sería conocida en el futuro como la «sala de los lloros». Entraron. Alineadas a lo largo de las paredes había media docena de cunas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una etiqueta pegada en la cabecera.

—Bueno —resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?

—Aquél —dijo la enfermera.

Los ojos del señor Button siguieron la dirección que señalaba el dedo de la enfermera, y esto es lo que vieron: envuelto en una voluminosa manta blanca, casi saliéndose de la cuna, había sentado un anciano que aparentaba unos setenta años. Sus escasos cabellos eran casi blancos, y del mentón le caía una larga barba color humo que ondeaba absurdamente de acá para allá, abanicada por la brisa que entraba por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos desvaídos y marchitos, en los que acechaba una interrogación que no hallaba respuesta.

—¿Estoy loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O la clínica quiere gastarme una broma de mal gusto?

—A nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severamente—. Y no sé si usted está loco o no, pero lo que es absolutamente seguro es que ése es su hijo.

El sudor frío se duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a abrirlos, y miró. No era un error: veía a un hombre de setenta años, un recién nacido de setenta años, un recién nacido al que las piernas se le salían de la cuna en la que descansaba.

El anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un instante, y de repente habló con voz cascada y vieja:

—¿Eres mi padre? —preguntó.

El señor Button y la enfermera se llevaron un terrible susto.

—Porque, si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras de este sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora cómoda.

—Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres tú? —estalló el señor Button exasperado.

—No te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz quejumbrosa—, porque sólo hace unas cuantas horas que he nacido. Pero mi apellido es Button, no hay duda.

—¡Mientes! ¡Eres un impostor!

El anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.

—Bonito modo de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—. Dígale que se equivoca, ¿quiere?

—Se equivoca, señor Button —dijo severamente la enfermera—. Este es su hijo. Debería asumir la situación de la mejor manera posible. Nos vemos en la obligación de pedirle que se lo lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.

—¿A casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.

—Sí, no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?

—Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el sitio ideal para albergar a un joven de gustos tranquilos. Con todos estos chillidos y llantos, no he podido pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una aguda nota de protesta— ¡y me han traído una botella de leche!

El señor Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la cara entre las manos.

—¡Dios mío! —murmuró, aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a hacer?

—Tiene que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Inmediatamente!

Una imagen grotesca se materializó con tremenda nitidez ante los ojos del hombre atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas calles de la ciudad con aquella espantosa aparición renqueando a su lado.

—No puedo hacerlo, no puedo —gimió.

La gente se pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a ese… a ese septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana temprano». Y el anciano se acurrucaría bajo la manta y seguirían su camino penosamente, pasando por delante de las tiendas atestadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante, el señor Button deseó fervientemente que su hijo fuera negro), por delante de las lujosas casas de los barrios residenciales y el asilo de ancianos…

—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la enfermera.

—Mire —anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir casa con esta manta, se equivoca de medio a medio.

—Los niños pequeños siempre llevan mantas.

Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.

—¡Mire! —dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han preparado.

—Los niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadamente.

—Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puesto dentro de dos minutos. Esta manta pica. Me podrían haber dado por los menos una sábana.

—¡Déjatela! ¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió hacia la enfermera—. ¿Qué hago?

—Vaya al centro y cómprele a su hijo algo de ropa.

La voz del anciano siguió al señor Button hasta el vestíbulo:

—Y un bastón, papá. Quiero un bastón.

El señor Button salió dando un terrible portazo.

II.

—Buenos días —dijo el señor Button, nervioso, al dependiente de la mercería Chesapeake—. Quisiera comprar ropa para mi hijo.

—¿Qué edad tiene su hijo, señor?

—Seis horas —respondió el señor Button, sin pensárselo dos veces.

—La sección de bebés está en la parte de atrás.

—Bueno, no creo… No estoy seguro de lo que busco. Es… es un niño extraordinariamente grande. Excepcionalmente… excepcionalmente grande.

—Allí puede encontrar tallas grandes para bebés.

—¿Dónde está la sección de chicos? —preguntó el señor Button, cambiando desesperadamente de tema. Tenía la impresión de que el dependiente se había olido ya su vergonzoso secreto.

—Aquí mismo.

—Bueno… —el señor Button dudó. Le repugnaba la idea de vestir a su hijo con ropa de hombre. Si, por ejemplo, pudiera encontrar un traje de chico grande, muy grande, podría cortar aquella larga y horrible barba y teñir las canas: así conseguiría disimular los peores detalles, y conservar algo de su dignidad, por no mencionar su posición social en Baltimore.

Pero la búsqueda afanosa por la sección de chicos fue inútil: no encontró ropa adecuada para el Button que acababa de nacer. Roger Button le echaba la culpa a la tienda, claro está… En semejantes casos lo apropiado es echarle la culpa a la tienda.

—¿Qué edad me ha dicho que tiene su hijo? —preguntó el dependiente con curiosidad.

—Tiene… dieciséis años.

—Ah, perdone. Había entendido seis horas. Encontrará la sección de jóvenes en el siguiente pasillo.

El señor Button se alejó con aire triste. De repente se paró, radiante, y señaló con el dedo hacia un maniquí del escaparate.

—¡Aquél! —exclamó—. Me llevo ese traje, el que lleva el maniquí.

El dependiente lo miró asombrado.

—Pero, hombre —protestó—, ése no es un traje para chicos. Podría ponérselo un chico, sí, pero es un disfraz. ¡También se lo podría poner usted!

—Envuélvamelo —insistió el cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.

El sorprendido dependiente obedeció.

De vuelta en la clínica, el señor Button entró en la sala de los recién nacidos y casi le lanzó el paquete a su hijo.

—Aquí tienes la ropa —le espetó.

El anciano desenvolvió el paquete y examinó su contenido con mirada burlona.

—Me parece un poco ridículo —se quejó—. No quiero que me conviertan en un mono de…

—¡Tú sí que me has convertido en un mono! —estalló el señor Button, feroz—. Es mejor que no pienses en lo ridículo que pareces. Ponte la ropa… o… o te pegaré.

Le costó pronunciar la última palabra, aunque consideraba que era lo que debía decir.

—De acuerdo, padre —era una grotesca simulación de respeto filial—. Tú has vivido más, tú sabes más. Como tú digas.

Como antes, el sonido de la palabra «padre» estremeció violentamente al señor Button. —Y date prisa.

—Me estoy dando prisa, padre.

Cuando su hijo acabó de vestirse, el señor Button lo miró desolado. El traje se componía de calcecines de lunares, leotardos rosa y una blusa con cintutón y un amplio cuello blanco. Sobre el cuello ondeaba la larga barba blanca, que casi llegaba a la cintura. No producía buen efecto.

—¡Espera!

El señor Button empuñó unas tijeras de quirófano y con tres rápidos tijeretazos cercenó gran parte de la barba. Pero, a pesar de la mejora, el conjunto distaba mucho de la perfección. La greña enmarañada que aún quedaba, los ojos acuosos, los dientes de viejo, producían un raro contraste con aquel traje tan alegre. El señor Button, sin embargo, era obstinado. Alargó una mano.

—¡Vamos! —dijo con severidad.

Su hijo le cogió de la mano confiadamente.

—¿Cómo me vas a llamar, papi? —preguntó con voz temblorosa cuando salían de la sala de los recién nacidos—. ¿Nene, a secas, hasta que pienses un nombre mejor?

El señor Button gruñó.

—No sé —respondió agriamente—. Creo que te llamaremos Matusalén.

III.

Incluso después de que al nuevo miembro de la familia Button le cortaran el pelo y se lo tiñeran de un negro desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta el punto de que le resplandeciera la cara, y lo equiparan con ropa de muchachito hecha a la medida por un sastre estupefacto, era imposible que el señor Button olvidara que su hijo era un triste remedo de primogénito. Aunque encorvado por la edad, Benjamin Button —pues este nombre le pusieron, en vez del más apropiado, aunque demasiado pretencioso, de Matusalén— medía un metro y setenta y cinco centímetros. La ropa no disimulaba la estatura, ni la depilación y el tinte de las cejas ocultaban el hecho de que los ojos que había debajo estaban apagados, húmedos y cansados. Y, en cuanto vio al recién nacido, la niñera que los Button habían contratado abandonó la casa, sensiblemente indignada.

Pero el señor Button persistió en su propósito inamovible. Bejamin era un niño, y como un niño había que tratarlo. Al principio sentenció que, si a Benjamin no le gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto, harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamin, insistió, en términos que no admitían réplica, en que debía jugar con él; el anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y todo el día pudieron oír cómo lo agitaba de vez en cuando obedientemente.

Pero no había duda de que el sonajero lo aburría, y de que disfrutaba de otras diversiones más reconfortantes cuando estaba solo. Por ejemplo, un día el señor Button descubrió que la semana anterior había fumado muchos más puros de los que acostumbraba, fenómeno que se aclaró días después cuando, al entrar inesperadamente en el cuarto del niño, lo encontró inmerso en una vaga humareda azulada, mientras Benjamin, con expresión culpable, trataba de esconder los restos de un habano. Aquello exigía, como es natural, una buena paliza, pero el señor Button no se sintió con fuerzas para administrarla. Se limitó a advertirle a su hijo que el humo frenaba el crecimiento.

El señor Button, a pesar de todo, persistió en su actitud. Llevó a casa soldaditos de plomo, llevó trenes de juguete, llevó grandes y preciosos animales de trapo y, para darle veracidad a la ilusión que estaba creando —al menos para sí mismo—, preguntó con vehemencia al dependiente de la juguetería si el pato rosa desteñiría si el niño se lo metía en la boca. Pero, a pesar de los esfuerzos paternos, a Benjamin nada de aquello le interesaba. Se escabullía por las escaleras de servicio y volvía a su habitación con un volumen de la Enciclopedia Británica, ante el que podía pasar absorto una tarde entera, mientras las vacas de trapo y el arca de Noé yacían abandonadas en el suelo. Contra una tozudez semejante, los esfuerzos del señor Button sirvieron de poco.

Fue enorme la sensación que, en un primer momento, causó en Baltimore. Lo que aquella desgracia podría haberles costado a los Button y a sus parientes no podemos calcularlo, porque el estallido de la Guerra Civil dirigió la atención de los ciudadanos hacia otros asuntos. Hubo quienes, irreprochablemente corteses, se devanaron los sesos para felicitar a los padres; y al fin se les ocurrió la ingeniosa estratagema de decir que el niño se parecía a su abuelo, lo que, dadas las condiciones de normal decadencia comunes a todos los hombres de setenta años, resultaba innegable. A Roger Button y su esposa no les agradó, y el abuelo de Benjamin se sintió terriblemente ofendido.

Benjamin, en cuanto salió de la clínica, se tomó la vida como venía. Invitaron a algunos niños para que jugaran con él, y pasó una tarde agotadora intentando encontrarles algún interés al trompo y las canicas. Incluso se las arregló para romper, casi sin querer, una ventana de la cocina con un tirachinas, hazaña que complació secretamente a su padre. Desde entonces Benjamin se las ingeniaba para romper algo todos los días, pero hacía cosas así porque era lo que esperaban de él, y porque era servicial por naturaleza.

Cuando la hostilidad inicial de su abuelo desapareció, Benjamin y aquel caballero encontraron un enorme placer en su mutua compañía. Tan alejados en edad y experiencia, podían pasarse horas y horas sentados, discutiendo como viejos compinches, con monotonía incansable, los lentos acontecimientos de la jornada. Benjamin se sentía más a sus anchas con su abuelo que con sus padres, que parecían tenerle una especie de temor invencible y reverencial, y, a pesar de la autoridad dictatorial que ejercían, a menudo le trataban de usted.

Benjamin estaba tan asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y mental que aparentaba al nacer. Leyó revistas de medicina, pero, por lo que pudo ver, no se conocía ningún caso semejante al suyo. Ante la insistencia de su padre, hizo sinceros esfuerzos por jugar con otros niños, y a menudo participó en los juegos más pacíficos: el fútbol lo trastornaba demasiado, y temía que, en caso de fractura, sus huesos de viejo se negaran a soldarse.

Cuando cumplió cinco años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el arte de pegar papel verde sobre papel naranja, de hacer mantelitos de colores y construir infinitas cenefas. Tenía propensión a adormilarse, e incluso a dormirse, en mitad de esas tareas, costumbre que irritaba y asustaba a su joven profesora. Para su alivio, la profesora se quejó a sus padres y éstos lo sacaron del colegio. Los Button dijeron a sus amigos que el niño era demasiado pequeño.

Cuando cumplió doce años los padres ya se habían habituado a su hijo. La fuerza de la costumbre es tan poderosa que ya no se daban cuenta de que era diferente a todos los niños, salvo cuando alguna anomalía curiosa les recordaba el hecho. Pero un día, pocas semanas después de su duodécimo cumpleaños, mientras se miraba al espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un asombroso descubrimiento. ¿Lo engañaba la vista, o le había cambiado el pelo, del blanco a un gris acero, bajo el tinte, en sus doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada la red de arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más saludable y firme, incluso con algo del buen color que da el invierno? No podía decirlo. Sabía que ya no andaba encorvado y que sus condiciones físicas habían mejorado desde sus primeros días de vida.

—¿Será que…? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se atrevió a pensar.

Fue a hablar con su padre.

—Ya soy mayor —anunció con determinación—. Quiero ponerme pantalones largos.

Su padre dudó.

—Bueno —dijo por fin—, no sé. Catorce años es la edad adecuada para ponerse pantalones largos, y tú sólo tienes doce.

—Pero tienes que admitir —protestó Benjamin— que estoy muy grande para la edad que tengo.

Su padre lo miró, fingiendo entregarse a laboriosos cálculos.

—Ah, no estoy muy seguro de eso —dijo—. Yo era tan grande como tú a los doce años.

No era verdad: aquella afirmación formaba parte del pacto secreto que Roger Button había hecho consigo mismo para creer en la normalidad de su hijo.

Llegaron por fin a un acuerdo. Benjamin continuaría tiñéndose el pelo, pondría más empeño en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni llevaría bastón por la calle. A cambio de tales concesiones, recibió permiso para su primer traje de pantalones largos.

IV.

No me extenderé demasiado sobre la vida de Benjamin Button entre los doce y los veinte años. Baste recordar que fueron años de normal decrecimiento. Cuando Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan derecho como un hombre de cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro; su paso era firme, su voz había perdido el temblor cascado: ahora era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre lo mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso en la Universidad de Yale. Benjamin superó el examen y se convirtió en alumno de primer curso.

Tres días después de matricularse recibió una notificación del señor Hart, secretario de la Universidad, que lo citaba en su despacho para establecer el plan de estudios. Benjamin se miró al espejo: necesitaba volver a tintarse el pelo. Pero, después de buscar angustiosamente en el cajón de la cómoda, descubrió que no estaba la botella de tinte marrón. Se acordó entonces: se le había terminado el día anterior y la había tirado.

Estaba en apuros. Tenía que presentarse en el despacho del secretario dentro de cinco minutos. No había solución: tenía que ir tal y como estaba. Y fue.

—Buenos días —dijo el secretario educadamente—. Habrá venido para interesarse por su hijo.

—Bueno, la verdad es que soy Button —empezó a decir Benjamin, pero el señor Hart lo interrumpió.

—Encantando de conocerle, señor Button. Estoy esperando a su hijo de un momento a otro.

—¡Soy yo! —explotó Benjamin—. Soy alumno de primer curso.

—¿Cómo?

—Soy alumno de primero.

—Bromea usted, claro.

—En absoluto.

El secretario frunció el entrecejo y echó una ojeada a una ficha que tenía delante.

—Bueno, según mis datos, el señor Benjamin Button tiene dieciocho años.

—Esa edad tengo —corroboró Benjamin, enrojeciendo un poco.

El secretario lo miró con un gesto de fastidio.

—No esperará que me lo crea, ¿no?

Benjamin sonrió con un gesto de fastidio.

—Tengo dieciocho años —repitió.

El secretario señaló con determinación la puerta.

—Fuera —dijo—. Váyase de la universidad y de la ciudad. Es usted un lunático peligroso.

—Tengo dieciocho años.

El señor Hart abrió la puerta.

—¡Qué ocurrencia! —gritó—. Un hombre de su edad intentando matricularse en primero. Tiene dieciocho años, ¿no? Muy bien le doy dieciocho minutos para que abandone la ciudad.

Benjamin Button salió con dignidad del despacho, y media docena de estudiantes que esperaban en el vestíbulo lo siguieron intrigados con la mirada. Cuando hubo recorrido unos metros, se volvió y, enfrentándose al enfurecido secretario, que aún permanecía en la puerta, repitió con voz firme:

—Tengo dieciocho años.

Entre un coro de risas disimuladas, procedente del grupo de estudiantes, Benjamin salió.

Pero no quería el destino que escapara con tanta facilidad. En su melancólico paseo hacia la estación de ferrocarril se dio cuenta de que lo seguía un grupo, luego un tropel y por fin una muchedumbre de estudiantes. Se había corrido la voz de que un lunático había aprobado el examen de ingreso en Yale y pretendía hacerse pasar por un joven de dieciocho años. Una excitación febril se apoderó de la universidad. Hombres sin sombrero se precipitaban fuera de las aulas, el equipo de fútbol abandonó el entrenamiento y se unió a la multitud, las esposas de los profesores, con la cofia torcida y el polisón mal puesto, corrían y gritaban tras la comitiva, de la que procedía una serie incesante de comentarios dirigidos a los delicados sentimientos de Benjamin Button. —¡Debe ser el Judío Errante!

—¡A su edad debería ir al instituto!

—¡Mirad al niño prodigio!

—¡Creería que esto era un asilo de ancianos!

—¡Que se vaya a Harvard!

Benjamin aceleró el paso y pronto echó a correr. ¡Ya les enseñaría! ¡Iría a Harvard, y se arrepentirían de aquellas burlas irreflexivas!

A salvo en el tren de Baltimore, sacó la cabeza por la ventanilla.

—¡Os arrepentiréis! —gritó.

—Ja, ja! —rieron los estudiantes—. Ja, ja, ja!

Fue el mayor error que la Universidad de Yale haya cometido en su historia.

V.

En 1880 Benjamin Button tenía veinte años, y celebró su cumpleaños comenzando a trabajar en la empresa de su padre, Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas. Aquel año también empezó a alternar en sociedad: es decir, su padre se empeñó en llevarlo a algunos bailes elegantes. Roger Button tenía entonces cincuenta años, y él y su hijo se entendían cada vez mejor. De hecho, desde que Benjamin había dejado de tintarse el pelo, todavía canoso, parecían más o menos de la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos.

Una noche de agosto salieron en el faetón vestidos de etiqueta, camino de un baile en la casa de campo de los Shevlin, justo a la salida de Baltimore. Era una noche magnífica. La luna llena bañaba la carretera con un apagado color platino, y, en el aire inmóvil, la cosecha de flores tardías exhalaba aromas que eran como risas suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de trigo reluciente, brillaban como si fuera de día. Era casi imposible no emocionarse ante la belleza del cielo, casi imposible.

—El negocio de la mercería tiene un gran futuro —estaba diciendo Roger Button. No era un hombre espiritual: su sentido de la estética era rudimentario—. Los viejos ya tenemos poco que aprender —observó profundamente—. Sois vosotros, los jóvenes con energía y vitalidad, los que tenéis un gran futuro por delante.

Las luces de la casa de campo de los Shevlin surgieron al final del camino. Ahora les llegaba un rumor, como un suspiro inacabable: podía ser la queja de los violines o el susurro del trigo plateado bajo la luna.

Se detuvieron tras un distinguido carruaje cuyos pasajeros se apeaban ante la puerta. Bajó una dama, la siguió un caballero de mediana edad, y por fin apareció otra dama, una joven bella como el pecado. Benjamin se sobresaltó: fue como si una transformación química disolviera y recompusiera cada partícula de su cuerpo. Se apoderó de él cierta rigidez, la sangre le afluyó a las mejillas y a la frente, y sintió en los oídos el palpitar constante de la sangre. Era el primer amor.

La chica era frágil y delgada, de cabellos cenicientos a la luz de la luna y color miel bajo las chisporroteantes lámparas del pórtico. Llevaba echada sobre los hombros una mantilla española del amarillo más pálido, con bordados en negro; sus pies eran relucientes capullos que asomaban bajo el traje con polisón.

Roger Button se acercó confidencialmente a su hijo.

—Ésa —dijo— es la joven Hildegarde Moncrief, la hija del general Moncrief.

Benjamin asintió con frialdad.

—Una criatura preciosa —dijo con indiferencia. Pero, en cuanto el criado negro se hubo llevado el carruaje, añadió—: Podrías presentármela, papá.

Se acercaron a un grupo en el que la señorita Moncrief era el centro. Educada según las viejas tradiciones, se inclinó ante Benjamin. Sí, le concedería un baile. Benjamin le dio las gracias y se alejó tambaleándose.

La espera hasta que llegara su turno se hizo interminablemente larga. Benjamin se quedó cerca de la pared, callado, inescrutable, mirando con ojos asesinos a los aristocráticos jóvenes de Baltimore que mariposeaban alrededor de Hildegarde Moncrief con caras de apasionada admiración. ¡Qué detestables le parecían a Benjamin; qué intolerablemente sonrosados! Aquellas barbas morenas y rizadas le provocaban una sensación parecida a la indigestión.

Pero cuando llegó su turno, y se deslizaba con ella por la movediza pista de baile al compás del último vals de París, la angustia y los celos se derritieron como un manto de nieve. Ciego de placer, hechizado, sintió que la vida acababa de empezar.

—Usted y su hermano llegaron cuando llegábamos nosotros, ¿verdad? —preguntó Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalte azul.

Benjamin dudó. Si Hildegarde lo tomaba por el hermano de su padre, ¿debía aclarar la confusión? Recordó su experiencia en Yale, y decidió no hacerlo. Sería una descortesía contradecir a una dama; sería un crimen echar a perder aquella exquisita oportunidad con la grotesca historia de su nacimiento. Más tarde, quizá. Así que asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.

—Me gustan los hombres de su edad —decía Hildegarde—. Los jóvenes son tan tontos… Me cuentan cuánto champán bebieron en la universidad, y cuánto dinero perdieron jugando a las cartas. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.

Benjamin sintió que estaba a punto de declararse. Dominó la tentación con esfuerzo.

—Usted está en la edad romántica —continuó Hildegarde—. Cincuenta años. A los veinticinco los hombres son demasiado mundanos; a los treinta están atosigados por el exceso de trabajo. Los cuarenta son la edad de las historias largas: para contarlas se necesita un puro entero; los sesenta… Ah, los sesenta están demasiado cerca de los setenta, pero los cincuenta son la edad de la madurez. Me encantan los cincuenta.

Los cincuenta le parecieron a Benjamin una edad gloriosa. Deseó apasionadamente tener cincuenta años.

—Siempre lo he dicho —continuó Hildegarde—: prefiero casarme con un hombre de cincuenta años y que me cuide, a casarme con uno de treinta y cuidar de él.

Para Benjamin el resto de la velada estuvo bañado por una neblina color miel. Hildegarde le concedió dos bailes más, y descubrieron que estaban maravillosamente de acuerdo en todos los temas de actualidad. Darían un paseo en calesa el domingo, y hablarían más detenidamente.

Volviendo a casa en el faetón, justo antes de romper el alba, cuando empezaban a zumbar las primeras abejas y la luna consumida brillaba débilmente en la niebla fría, Benjamin se dio cuenta vagamente de que su padre estaba hablando de ferretería al por mayor.

—¿Qué asunto propones que tratemos, además de los clavos y los martillos? —decía el señor Button.

—Los besos —respondió Benjamin, distraído.

—¿Los pesos? —exclamó Roger Button—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos y básculas!

Benjamin lo miró aturdido, y el cielo, hacia el este, reventó de luz, y una oropéndola bostezó entre los árboles que pasaban veloces…

VI.

Cuando, seis meses después, se supo la noticia del enlace entre la señorita Hildegarde Moncrief y el señor Benjamin Button (y digo «se supo la noticia» porque el general Moncrief declaró que prefería arrojarse sobre su espada antes que anunciarlo), la conmoción de la alta sociedad de Baltimore alcanzó niveles febriles. La casi olvidada historia del nacimiento de Benjamin fue recordada y propalada escandalosamente a los cuatro vientos de los modos más picarescos e increíbles. Se dijo que, en realidad, Benjamin era el padre de Roger Button, que era un hermano que había pasado cuarenta años en la cárcel, que era el mismísimo John Wilkes Booth disfrazado… y que dos cuernecillos despuntaban en su cabeza.

Los suplementos dominicales de los periódicos de Nueva York explotaron el caso con fascinantes ilustraciones que mostraban la cabeza de Benjamin Button acoplada al cuerpo de un pez o de una serpiente, o rematando una estatua de bronce. Llegó a ser conocido en el mundo periodístico como El Misterioso Hombre de Maryland. Pero la verdadera historia, como suele ser normal, apenas tuvo difusión.

Como quiera que fuera, todos coincidieron con el general Moncrief: era un crimen que una chica encantadora, que podía haberse casado con el mejor galán de Baltimore, se arrojara en brazos de un hombre que tenía por lo menos cincuenta años. Fue inútil que el señor Roger Button publicara el certificado de nacimiento de su hijo en grandes caracteres en el Blaze de Baltimore. Nadie lo creyó. Bastaba tener ojos en la cara y mirar a Benjamin.

Por lo que se refiere a las dos personas a quienes más concernía el asunto, no hubo vacilación alguna. Circulaban tantas historias falsas acerca de su prometido, que Hildegarde se negó terminantemente a creer la verdadera. Fue inútil que el general Moncrief le señalara el alto índice de mortalidad entre los hombres de cincuenta años, o, al menos, entre los hombres que aparentaban cincuenta años; e inútil que le hablara de la inestabilidad del negocio de la ferretería al por mayor. Hildegarde eligió casarse con la madurez… y se casó.

VII.

En una cosa, al menos, los amigos de Hildegarde Moncrief se equivocaron. El negocio de ferretería al por mayor prosperó de manera asombrosa. En los quince años que transcurrieron entre la boda de Benjamin Button, en 1880, y la jubilación de su padre, en 1895, la fortuna familiar se había duplicado, gracias en gran medida al miembro más joven de la firma.

No hay que decir que Baltimore acabó acogiendo a la pareja en su seno. Incluso el anciano general Moncrief llegó a reconciliarse con su yerno cuando Benjamin le dio el dinero necesario para sacar a la luz su Historia de la Guerra Civil en treinta volúmenes, que había sido rechazada por nueve destacados editores.

Quince años provocaron muchos cambios en el propio Benjamin. Le parecía que la sangre le corría con nuevo vigor por las venas. Empezó a gustarle levantarse por la mañana, caminar con paso enérgico por la calle concurrida y soleada, trabajar incansablemente en sus envíos de martillos y sus cargamentos de clavos. Fue en 1890 cuando logró su mayor éxito en los negocios: lanzó la famosa idea de que todos los clavos usados para clavar cajas destinadas al transporte de clavos son propiedad del transportista, propuesta que, con rango de proyecto de ley, fue aprobada por el presidente del Tribunal Supremo, el señor Fossile, y ahorró a Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, más de seiscientos clavos anuales.

Y Benjamin descubrió que lo atraía cada vez más el lado alegre de la vida. Típico de su creciente entusiasmo por el placer fue el hecho de que se convirtiera en el primer hombre de la ciudad de Baltimore que poseyó y condujo un automóvil. Cuando se lo encontraban por la calle, sus coetáneos lo miraban con envidia, tal era su imagen de salud y vitalidad.

—Parece que está más joven cada día —observaban. Y, si el viejo Roger Button, ahora de sesenta y cinco años, no había sabido darle a su hijo una bienvenida adecuada, acabó reparando su falta colmándolo de atenciones que rozaban la adulación.

Llegamos a un asunto desagradable sobre el que pasaremos lo más rápidamente posible. Sólo una cosa preocupaba a Benjamin Button: su mujer había dejado de atraerle.

En aquel tiempo Hildegarde era una mujer de treinta y cinco años, con un hijo, Roscoe, de catorce. En los primeros días de su matrimonio Benjamin había sentido adoración por ella. Pero, con los años su cabellera color miel se volvió castaña, vulgar, y el esmalte azul de sus ojos adquirió el aspecto de la loza barata. Además, y por encima de todo, Hildegarde había ido moderando sus costumbres, demasiado plácida, demasiado satisfecha, demasiado anémica en sus manifestaciones de entusiasmo: sus gustos eran demasiado sobrios. Cuando eran novios ella era la que arrastraba a Benjamin a bailes y cenas; pero ahora era al contrario. Hildegarde lo acompañaba siempre en sociedad, pero sin entusiasmo, consumida ya por esa sempiterna inercia que viene a vivir un día con nosotros y se queda a nuestro lado hasta el final.

La insatisfacción de Benjamin se hizo cada vez más profunda. Cuando estalló la Guerra Hispano-Norteamericana en 1898, su casa le ofrecía tan pocos atractivos que decidió alistarse en el ejército. Gracias a su influencia en el campo de los negocios, obtuvo el grado de capitán, y demostró tanta eficacia que fue ascendido a mayor y por fin a teniente coronel, justo a tiempo para participar en la famosa carga contra la colina de San Juan. Fue herido levemente y mereció una medalla.

Benjamin estaba tan apegado a las actividades y las emociones del ejército, que lamentó tener que licenciarse, pero los negocios exigían su atención, así que renunció a los galones y volvió a su ciudad. Una banda de música lo recibió en la estación y lo escoltó hasta su casa.

VIII.

Hildegarde, ondeando una gran bandera de seda, lo recibió en el porche, y en el momento preciso de besarla Benjamin sintió que el corazón le daba un vuelco: aquellos tres años habían tenido un precio. Hildegarde era ahora una mujer de cuarenta años, y una tenue sombra gris se insinuaba ya en su pelo. El descubrimiento lo entristeció.

Cuando llegó a su habitación, se miró en el espejo: se acercó más y examinó su cara con ansiedad, comparándola con una foto en la que aparecía en uniforme, una foto de antes de la guerra.

—¡Dios santo! —dijo en voz alta. El proceso continuaba. No había la más mínima duda: ahora aparentaba tener treinta años. En vez de alegrarse, se preocupó: estaba rejuveneciendo. Hasta entonces había creído que, cuando alcanzara una edad corporal equivalente a su edad en años, cesaría el fenómeno grotesco que había caracterizado su nacimiento. Se estremeció. Su destino le pareció horrible, increíble.

Volvió a la planta principal. Hildegarde lo estaba esperando: parecía enfadada, y Benjamin se preguntó si habría descubierto al fin que pasaba algo malo. E, intentado aliviar la tensión, abordó el asunto durante la comida, de la manera más delicada que se le ocurrió.

—Bueno —observó en tono desenfadado—, todos dicen que parezco más joven que nunca.

Hildegarde lo miró con desdén. Y sollozó.

—¿Y te parece algo de lo que presumir?

—No estoy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.

Ella volvió a sollozar.

—Vaya idea —dijo, y agregó un instante después—: Creía que tendrías el suficiente amor propio como para acabar con esto.

—¿Y cómo? —preguntó Benjamin.

—No voy a discutir contigo —replicó su mujer—. Pero hay una manera apropiada de hacer las cosas y una manera equivocada. Si tú has decidido ser distinto a todos, me figuro que no puedo impedírtelo, pero la verdad es que no me parece muy considerado por tu parte.

—Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!

—Sí que puedes. Pero eres un cabezón, sólo eso. Estás convencido de que tienes que ser distinto. Has sido siempre así y lo seguirás siendo. Pero piensa, sólo un momento, qué pasaría si todos compartieran tu manera de ver las cosas… ¿Cómo sería el mundo?

Se trababa de una discusión estéril, sin solución, así que Benjamin no contestó, y desde aquel instante un abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y Benjamin se preguntaba qué fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro tiempo.

Y, para ahondar la brecha, Benjamin se dio cuenta de que, a medida que el nuevo siglo avanzaba, se fortalecía su sed de diversiones. No había fiesta en Baltimore en la que no se le viera bailar con las casadas más hermosas y charlar con las debutantes más solicitadas, disfrutando de los encantos de su compañía, mientras su mujer, como una viuda de mal agüero, se sentaba entre las madres y las tías vigilantes, para observarlo con altiva desaprobación, o seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.

—¡Mira! —comentaba la gente—. ¡Qué lástima! Un joven de esa edad casado con una mujer de cuarenta y cinco años. Debe de tener por lo menos veinte años menos que su mujer.

Habían olvidado —porque la gente olvida inevitablemente— que ya en 1880 sus papás y mamás también habían hecho comentarios sobre aquel matrimonio mal emparejado.

Pero la gran variedad de sus nuevas aficiones compensaba la creciente infelicidad hogareña de Benjamin. Descubrió el golf, y obtuvo grandes éxitos. Se entregó al baile: en 1906 era un experto en el boston, y en 1908 era considerado un experto del maxixe, mientras que en 1909 su castle walk fue la envidia de todos los jóvenes de la ciudad.

Su vida social, naturalmente, se mezcló hasta cierto punto con sus negocios, pero ya llevaba veinticinco años dedicado en cuerpo y alma a la ferretería al por mayor y pensó que iba siendo hora de que se hiciera cargo del negocio su hijo Roscoe, que había terminado sus estudios en Harvard.

Y, de hecho, a menudo confundían a Benjamin con su hijo. Semejante confusión agradaba a Benjamin, que olvidó pronto el miedo insidioso que lo había invadido a su regreso de la Guerra Hispano-Norteamericana: su aspecto le producía ahora un placer ingenuo. Sólo tenía una contraindicación aquel delicioso ungüento: detestaba aparecer en público con su mujer. Hildegarde tenía casi cincuenta años, y, cuando la veía, se sentía completamente absurdo.

IX.

Un día de septiembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe Button se hicera cargo de la Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas— un hombre que aparentaba unos veinte años se matriculó como alumno de primer curso en la Universidad de Harvard, en Cambridge. No cometió el error de anunciar que nunca volvería a cumplir los cincuenta, ni mencionó el hecho de que su hijo había obtenido su licenciatura en la misma institución diez años antes.

Fue admitido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevante posición en su curso, en parte porque parecía un poco mayor que los otros estudiantes de primero, cuya media de edad rondaba los dieciocho años.

Pero su éxito se debió fundamentalmente al hecho de que en el partido de fútbol contra Yale jugó de forma tan brillante, con tanto brío y tanta furia fría e implacable, que marcó siete touchdowns y catorce goles de campo a favor de Harvard, y consiguió que los once hombres de Yale fueran sacados uno a uno del campo, inconscientes. Se convirtió en el hombre más célebre de la universidad.

Aunque parezca raro, en tercer curso apenas si fue capaz de formar parte del equipo. Los entrenadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores repararon en que no era tan alto como antes. Ya no marcaba touchdowns. Lo mantenían en el equipo con la esperanza de que su enorme reputación sembrara el terror y la desorganización en el equipo de Yale.

En el último curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelto tan delgado y frágil que un día unos estudiantes de segundo lo confundieron con un novato, incidente que lo humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una especie de prodigio —un alumno de los últimos cursos que quizá no tenía más de dieciséis años— y a menudo lo escandalizaba la mundanería de algunos de sus compañeros. Los estudios le parecían más difíciles, demasiado avanzados. Había oído a sus compañeros hablar del San Midas, famoso colegio preuniversitario, en el que muchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió que, cuando acabara la licenciatura, se matricularía en el San Midas, donde, entre chicos de su complexión, estaría más protegido y la vida sería más agradable.

Terminó los estudios en 1914 y volvió a su casa, a Baltimore, con el título de Harvard en el bolsillo. Hildegarde residía ahora en Italia, así que Benjamin se fue a vivir con su hijo, Roscoe. Pero, aunque fue recibido como de costumbre, era evidente que el afecto de su hijo se había enfriado: incluso manifestaba cierta tendencia a considerar un estorbo a Benjamin, cuando vagaba por la casa presa de melancolías de adolescente. Roscoe se había casado, ocupaba un lugar prominente en la vida social de Baltimore, y no deseaba que en torno a su familia se suscitara el menor escándalo.

Benjamin ya no era persona grata entre las debutantes y los universitarios más jóvenes, y se sentía abandonado, muy solo, con la única compañía de tres o cuatro chicos de la vecindad, de catorce o quince años. Recordó el proyecto de ir al colegio de San Midas.

—Oye —le dijo a Roscoe un día—, ¿cuántas veces tengo que decirte que quiero ir al colegio?

—Bueno, pues ve, entonces —abrevió Roscoe. El asunto le desagradaba, y deseaba evitar la discusión.

—No puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que matricularme y llevarme tú.

—No tengo tiempo —declaró Roscoe con brusquedad. Entrecerró los ojos y miró preocupado a su padre—. El caso es —añadió— que ya está bien: podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor… —se interrumpió, y su cara se volvió roja mientras buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro de ciento ochenta grados: empezar de nuevo, pero en dirección contraria. Esto ya ha ido demasiado lejos para ser una broma. Ya no tiene gracia. Tú… ¡Ya es hora de que te portes bien!

Benjamin lo miró, al borde de las lágrimas.

—Y otra cosa —continuó Roscoe—: cuando haya visitas en casa, quiero que me llames tío, no Roscoe, sino tío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince años me llame por mi nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme tío siempre, así te acostumbrarías.

Después de mirar severamente a su padre, Roscoe le dio la espalda.

X.

Cuando terminó esta discusión, Benjamin, muy triste, subió a su dormitorio y se miró al espejo. No se afeitaba desde hacía tres meses, pero apenas si se descubría en la cara una pelusilla incolora, que no valía la pena tocar. La primera vez que, en vacaciones, volvió de Harvad, Roscoe se había atrevido a sugerirle que debería llevar gafas y una barba postiza pegada a las mejillas: por un momento pareció que iba a repetirse la farsa de sus primeros años. Pero la barba le picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado cediendo a regañadientes.

Benjamin abrió un libro de cuentos para niños, Los boy scouts en la bahía de Bimini, y comenzó a leer. Pero no podía quitarse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que Estados Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alistarse, pero, ay, dieciséis años eran la edad mínima, y Benjamin no parecía tenerlos. De cualquier modo, su verdadera edad, cincuenta y cinco años, también lo inhabilitaba para el ejército.

Llamaron a la puerta y el mayordomo apareció con una carta con gran membrete oficial en una esquina, dirigida al señor Benjamin Button. Benjamin la abrió, rasgando el sobre con impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos militares de alta graduación, actualmente en la reserva, que habían prestado servicio durante la guerra con España, estaban siendo llamados al servicio con un rango superior. Con la carta se adjuntaba su nombramiento como general de brigada del ejército de Estados Unidos y la orden de incorporarse inmediatamente.

Benjamin se puso en pie de un salto, casi temblando de entusiasmo. Aquello era lo que había deseado. Cogió su gorra y diez minutos después entraba en una gran sastrería de Charles Street y, con insegura voz de tiple, ordenaba que le tomaran medidas para el uniforme.

—¿Quieres jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependiente, con indiferencia.

Benjamin enrojeció.

—¡Oiga! ¡A usted no le importa lo que yo quiera! —replicó con rabia—. Me llamo Button y vivo en la Mt. Vernon Place, así que ya sabe quién soy.

—Bueno —admitió el dependiente, titubeando—, por lo menos sé quién es su padre.

Le tomaron las medidas, y una semana después estuvo listo el uniforme. Tuvo algunos problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el comerciante insistía en que una bonita insignia de la Asociación de Jóvenes Cristianos quedaría igual de bien y sería mucho mejor para jugar.

Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se trasladó en tren a Camp Mosby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de infantería. En un sofocante día de abril Benjamin llegó a las puertas del campamento, pagó el taxi que lo había llevado hasta allí desde la estación y se dirigió al centinela de guardia.

—¡Que alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicamente.

El centinela lo miró con mala cara.

—Dime —observó—, ¿adónde vas disfrazado de general, niño?

Benjamin, veterano de la Guerra Hispano-Norteamericana, se volvió hacia el soldado echando chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.

—¡Cuádrese! —intentó decir con voz de trueno; hizo una pausa para recobrar el aliento, e inmediatamente vio cómo el centinela entrechocaba los talones y presentaba armas. Benjamin disimuló una sonrisa de satisfacción, pero cuando miró a su alrededor la sonrisa se le heló en los labios. No había sido él la causa de aquel gesto de obediencia, sino un imponente coronel de artillería que se acercaba a caballo.

—¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.

El coronel se acercó, tiró de las riendas y lo miró fríamente desde lo alto, con un extraño centelleo en los ojos.

—¿Quién eres, niño? ¿Quién es tu padre? —preguntó afectuosamente.

—Ya le enseñaré yo quién soy —contestó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje inmediatamente del caballo!

El coronel se rió a carcajadas.

—Quieres mi caballo, ¿eh, general?

—¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.

El coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbitas.

—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó, metiéndose el documento en su bolsillo.

—¡Me lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!

—¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí hablaremos. Venga, vamos.

El coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puesto de mando. Y Benjamin no tuvo más remedio que seguirlo con toda la dignidad de la que era capaz: prometiéndose, mientras tanto, una dura venganza.

Pero la venganza no llegó a materializarse. Se materializó, dos días después, su hijo Roscoe, que llegó de Baltimore, acalorado y de mal humor por el viaje inesperado, y escoltó al lloroso general, sin uniforme, de vuelta a casa.

XI.

En 1920 nació el primer hijo de Roscoe Button. Durante las fiestas de rigor, a nadie se le ocurrió mencionar que el chiquillo mugriento que aparentaba unos diez años de edad y jugueteaba por la casa con soldaditos de plomo y un circo en miniatura era el mismísimo abuelo del recién nacido.

A nadie molestaba aquel chiquillo de cara fresca y alegre en la que a veces se adivinaba una sombra de tristeza, pero para Roscoe Button su presencia era una fuente de preocupaciones. En el idioma de su generación, Roscoe no consideraba que el asunto reportara la menor utilidad. Le parecía que su padre, negándose a parecer un anciano de sesenta años, no se comportaba como un «hombre de pelo en pecho» —ésta era la expresión preferida de Roscoe—, sino de un modo perverso y estrafalario. Pensar en aquel asunto más de media hora lo ponía al borde de la locura. Roscoe creía que los «hombres con nervios de acero» debían mantenerse jóvenes, pero llevar las cosas a tal extremo… no reportaba ninguna utilidad. Y en este punto Roscoe interrumpía sus pensamientos.

Cinco años más tarde, el hijo de Roscoe había crecido lo suficiente para jugar con el pequeño Benjamin bajo la supervisión de la misma niñera. Roscoe los llevó a los dos al parvulario el mismo día y Benjamin descubrió que jugar con tiras de papel de colores, y hacer mantelitos y cenefas y curiosos y bonitos dibujos, era el juego más fascinante del mundo. Una vez se portó mal y tuvo que quedarse en un rincón, y lloró, pero casi siempre las horas transcurrían felices en aquella habitación alegre, donde la luz del sol entraba por las ventanas y la amable mano de la señorita Bailey de vez en cuando se posaba sobre su pelo despeinado.

Un año después el hijo de Roscoe pasó a primer grado, pero Benjamin siguió en el parvulario. Era muy feliz. Algunas veces, cuando otros niños hablaban de lo que harían cuando fueran mayores, una sombra cruzaba su carita como si de un modo vago, pueril, se diera cuenta de que eran cosas que él nunca compartiría.

Los días pasaban con alegre monotonía. Volvió por tercer año al parvulario, pero ya era demasiado pequeño para entender para qué servían las brillantes y llamativas tiras de papel. Lloraba porque los otros niños eran mayores y le daban miedo. La maestra habló con él, pero, aunque intentó comprender, no comprendió nada.

Lo sacaron del parvulario. Su niñera, Nana, con su uniforme almidonado, pasó a ser el centro de su minúsculo mundo. Los días de sol iban de paseo al parque; Nana le señalaba con el dedo un gran monstruo gris y decía «elefante», y Benjamin debía repetir la palabra, y aquella noche, mientras lo desnudaran para acostarlo, la repetiría una y otra vez en voz alta: «leíante, lefante, leíante». Algunas veces Nana le permitía saltar en la cama, y entonces se lo pasaba muy bien, porque, si te sentabas exactamente como debías, rebotabas, y si decías «ah» durante mucho tiempo mientras dabas saltos, conseguías un efecto vocal intermitente muy agradable.

Le gustaba mucho coger del perchero un gran bastón y andar de acá para allá golpeando sillas y mesas, y diciendo: «Pelea, pelea, pelea». Si había visita, las señoras mayores chasqueaban la lengua a su paso, lo que le llamaba la atención, y las jóvenes intentaban besarlo, a lo que él se sometía con un ligero fastidio. Y, cuando el largo día acababa, a las cinco en punto, Nana lo llevaba arriba y le daba a cucharadas harina de avena y unas papillas estupendas.

No había malos recuerdos en su sueño infantil: no le quedaban recuerdos de sus magníficos días universitarios ni de los años espléndidos en que rompía el corazón de tantas chicas. Sólo existían las blancas, seguras paredes de su cuna, y Nana y un hombre que venía a verlo de vez en cuando, y una inmensa esfera anaranjada, que Nana le señalaba un segundo antes del crepúsculo y la hora de dormir, a la que Nana llamaba el sol. Cuando el sol desaparecía, los ojos de Benjamin se cerraban, soñolientos… Y no había sueños, ningún sueño venía a perturbarlo.

El pasado: la salvaje carga al frente de sus hombres contra la colina de San Juan; los primeros años de su matrimonio, cuando se quedaba trabajando hasta muy tarde en los anocheceres veraniegos de la ciudad presurosa, trabajando por la joven Hildegarde, a la que quería; y, antes, aquellos días en que se sentaba a fumar con su abuelo hasta bien entrada la noche en la vieja y lóbrega casa de los Button, en Monroe Street… Todo se había desvanecido como un sueño inconsistente, pura imaginación, como si nunca hubiera existido.

No se acordaba de nada. No recordaba con claridad si la leche de su última comida estaba templada o fría; ni el paso de los días… Sólo existían su cuna y la presencia familiar de Nana. Y, aparte de eso, no se acordaba de nada. Cuando tenía hambre lloraba, eso era todo. Durante las tardes y las noches respiraba, y lo envolvían suaves murmullos y susurros que apenas oía, y olores casi indistinguibles, y luz y oscuridad.

Luego fue todo oscuridad, y su blanca cuna y los rostros confusos que se movían por encima de él, y el tibio y dulce aroma de la leche, acabaron de desvanecerse.

Francis Scott Key Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota, 24 de septiembre de 1896 - Hollywood, California, 21 de diciembre de 1940). Novelista estadounidense de la época del jazz. Su obra es el reflejo de los problemas de la juventud de su país en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. En sus novelas expresa el desencanto de los privilegiados jóvenes de su generación que arrastraban su lasitud entre el jazz y la ginebra (A este lado del paraíso, 1920), en Europa en la Costa Azul (Suave es la noche, 1934), o en el fascinante decorado de las ciudades estadounidenses (El gran Gatsby, 1925).

Se le considera uno de los más importantes escritores estadounidenses del siglo XX. Fue portavoz de la «Generación Perdida», aquellos estadounidenses nacidos en la última década del siglo XIX que les tocó madurar durante la Primera Guerra Mundial. Escribió cinco novelas y docenas de historias breves que abordan temas como «la juventud» o «la desesperación» con una extraordinaria honestidad al plasmar sus emociones. Sus héroes, atractivos, confiados y condenados, resplandecen brillantemente antes de explotar («Muéstrame un héroe», dijo Fitzgerald en una ocasión, «y te escribiré una tragedia»), y sus heroínas son bellas y de personalidad compleja.

Scott Fitzgerald estudió en Saint Paul Academy and Summit School de Saint Paul, Minnesota en 1908-1911, empezó a escribir en esta época. Más tarde, continuó en Newman School, una escuela de secundaria privada de Hackensack, Nueva Jersey, en 1911-12. Inició sus estudios universitarios en la Universidad de Princeton en 1913 dentro de la promoción de 1917 y fue allí donde hizo amistad con futuros críticos y escritores como Edmund Wilson o John Peale Bishop. Fitzgerald afrontó dificultades académicas durante sus tres años de carrera universitaria, abandonándola en 1917 para alistarse al ejército de los Estados Unidos cuando entraron en la Primera Guerra Mundial. No obstante, la Gran Guerra terminó poco tiempo después, siendo licenciado sin haber llegado a embarcar hacia Europa.

Cierto es que quería morir en la guerra dejando un legado literario. Fitzgerald había escrito rápidamente una novela con el título The Romantic Egotist cuando se encontraba en los campos de entrenamiento militar de Camp Taylor, Louisville, Kentucky, y de Camp Sheridan, Alabama. A pesar de haberla halagado, un editor de la neoyorquina Charles Scribner's Sons, editorial a la que presentó su novela, la rechazó.

Mientras estaba en Camp Sheridan, Fitzgerald conoció a Zelda Sayre (1900-1948), la «top girl», según el propio Fitzgerald, de Montgomery, Alabama. Los dos adquirieron compromiso en 1919 y Fitzgerald se mudó a un apartamento en 200 Claremont Avenue en Nueva York para intentar sentar las bases de su relación con Zelda. Aun trabajando para una compañía publicitaria y escribiendo historias breves, Fitzgerald fue incapaz de convencer a Zelda de que él le daría el apoyo que ella necesitaba. Zelda rompió el compromiso y Fitzgerald volvió a la casa de sus padres en St. Paul para revisar The Romantic Egotist. Bajo el nombre de This Side of Paradise, Scribner's la aceptaron en el otoño de 1919, reanudándose la relación entre Zelda y Scott. La novela se publicó el 26 de marzo de 1920 y se convirtió en uno de los superventas de ese año, sirviendo para definir la generación flapper. A la semana siguiente, Scott y Zelda se casaron en la Catedral de St. Patrick de Nueva York. Su única hija, Frances Scott "Scottie" Fitzgerald, nació el 26 de octubre de 1921.

Aunque Fitzgerald tenía una clara vocación por escribir novelas, éstas nunca le aportaron los suficientes ingresos como para mantener el opulento estilo de vida que tanto él como Zelda adoptaron. Por ello, Fitzgerald escribió historias cortas para revistas tales como Saturday Evening Post, Collier's Magazine y Esquire, y vendió a los estudios de Hollywood los derechos para realizar películas basadas en su producción literaria. Él tenía constantemente problemas financieros y a menudo solicitaba préstamos a su agente literario, Harold Ober, y a su editor en Scribner's, Maxwell Perkins.

La década de 1920 fue la de mayor repercusión de la literatura de Fitzgerald. Su segunda novela, The Beautiful and Damned, publicada en 1922, representa un impresionante desarrollo en comparación con el Fitzgerald inmaduro de This Side of Paradise. El gran Gatsby, considerada por muchos su obra maestra, se publicó en 1925. Fitzgerald viajó varias veces a Europa, sobre todo a París y a la Riviera Francesa durante los años 20, donde entabló amistad con muchos estadounidenses expatriados que vivían en París, de entre los que destaca Ernest Hemingway.

A finales de los años veinte Fitzgerald comenzó a trabajar en su cuarta novela pero la dejó de lado debido a la esquizofrenia que padeció Zelda Sayre Fitzgerald en 1930 y a sus dificultades económicas. Por ello, tuvo que seguir escribiendo esas historias breves comerciales. A partir de entonces, la salud de Zelda continuó frágil. En 1932, la hospitalizaron en Baltimore, Maryland, y Scott alquiló la finca de "La Paix" en los alrededores de Towson para poder trabajar en su libro, que trataba la historia del ascenso y el fracaso de Dick Diver, un prometedor psiquiatra psicoanalista y su mujer, Nicole, quien es, además, una de sus pacientes. Este libro se publicó en 1934 bajo el título Tender Is the Night. [1]. La crítica opina que éste es uno de sus mejores trabajos.

De nuevo, sufriendo terribles aprietos financieros, Fitzgerald pasó la segunda mitad de los años 30 en Hollywood, escribiendo más historias breves, guiones para la Metro-Goldwyn-Mayer, y su quinta y última novela, The Love of the Last Tycoon, basada en la vida del ejecutivo cinematográfico Irving Thalberg. Él y Zelda se alejaron el uno del otro; ella continuó viviendo en centros psiquiátricos de la costa este, mientras que él vivía con su amante Sheilah Graham en Hollywood.

Alcoholizado, a finales de 1940, Fitzgerald sufrió dos ataques cardiacos. El segundo le provocó la muerte el 21 de diciembre de 1940, en el apartamento de Sheilah Graham en Hollywood. Zelda murió en un incendio en el centro de atención psiquiátrica de Highland en Asheville, North Carolina, en 1948. Ambos fueron enterrados en el Cementerio de Saint Mary, en Rockville, Maryland.

Fitzgerald no tuvo tiempo de terminar The Love of the Last Tycoon. Las notas que tenía para la novela fueron corregidas por su amigo Edmund Wilson y publicadas en 1941 bajo el título The Last Tycoon. Hay controversia entre los críticos literarios sobre si era realmente el propósito de Fitzgerald titular su última novela The Love of the Last Tycoon, tal y como se refleja en una nueva edición de 1994, corregida por el especialista Matthew Bruccoli de la Universidad de Carolina del Sur.

El curioso caso de Benjamin Button fue un novela corta publicada en 1921, primero en la revista Colliers y luego como parte de su libro Tales of the Jazz Age. Los derechos fueron comprados y la historia adaptada para la filmación de la película del mismo nombre, dirigida en 2008 por David Fincher y protagonizada por Brad Pitt. El actor Malcolm Gets personificó a F. Scott Fitzgerald en la película La señora Parker y el círculo vicioso. El actor Gregory Peck interpretó a F. Scott Fitzgerald en la película de 1959 Días sin vida (Beloved Infidel), centrada en los años del escritor en Hollywood y en la escritura de su última novela, El último magnate. El nombre de la popular serie de videojuegos The Legend of Zelda, así como la Princesa Zelda de Hyrule, uno de sus personajes, honran la memoria de Zelda Fitzgerald. El actor Tom Hiddleston interpreta a F. Scott Fitzgerald en la película de Woody Allen Midnight in Paris, de 2010.

Foto:internet. Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:El cuento del día.