Convencido de que pasará a la segunda división de la historia literaria, va ganando, a su pesar, prestigio entre las élites. Entre la era Ford y la de Obama, ha trazado el fresco del miedo en el hombre medio estadiunidense y para el resto del mundo. Pero él no se da la más mínima importancia
Stephen King. /Francois Sachet./elpais.com
Stephen King ha escrito cerca de 50 novelas y ha vendido más de 300 millones de ejemplares. El autor de Carrie (1973) y El resplandor (1979), el libro que Stanley Kubrick y Jack Nicholson convirtieron en una memorable película, es seguramente el escritor vivo más popular del mundo. Símbolo y metáfora de la cultura pop estadounidense y encarnación demócrata del sueño americano, King es, sin embargo, un tipo absolutamente humilde, un histrión tierno y simpático que tiende a minimizar su talento de escritor y que se toma el pelo a sí mismo sin parar, en un ejercicio que a veces parece sano y otras parece rozar el masoquismo.
Acaba de pasar por París por tercera vez en su vida para promocionar su última novela, Doctor Sueño (Plaza & Janés), que es una especie de secuela o pieza separada de El resplandor. Alojado en el lujoso hotel Bristol, ha paseado por la ciudad, ha dado una rueda de prensa masiva, ha hecho reír a miles de lectores en el inmenso teatro Rex, donde acababa de tocar Bob Dylan, y no ha parado de firmar ejemplares y de hacer amigos contando anécdotas y riéndose de su sombra. El autor deMisery ha contado que llevaba 35 años preguntándose qué habría sido del protagonista de Doctor Sueño, que no es otro que Danny Torrance, el niño que leía el pensamiento ajeno y que sobrevivía a duras penas a los ataques violentos de su padre alcohólico y abusador, Jack Torrance, en aquel hotel triste, solitario y final donde transcurría El resplandor.
Danny tiene ahora casi 40 años, le pega al trago como papá, acude a las sesiones de Alcohólicos Anónimos y cuida a ancianos que están a punto de morir. De ahí el título de una novela que es un compendio del potente universo de King: hay vampiros que comen niños para alimentarse, gente con poderes paranormales, tiroteos, rituales satánicos y sesiones de telepatía intensiva. No se pasa un miedo cerval como en El resplandor, pero es una muy legible novela de acción.
En un reciente artículo publicado en The New Yorker, Joshua Rothman ha explicado que King es el principal canal por donde fluyen todos los subgéneros de la mitad del siglo XX: ciencia ficción, terror, fantasía, ficción histórica, libros de superhéroes, fábulas posapocalípticas, western, que luego traslada a su pequeño reducto de Maine, el remoto Estado del noreste de EE UU donde vive, poblado por 1,2 millones de personas.
La prueba de su influjo en la cultura estadounidense son el cine y la televisión, que siguen rifándose sus historias. Aunque a los 65 años King sigue insistiendo en que lo que escribe no vale gran cosa, cuatro décadas de oficio y una legión de lectores en todo el mundo han acabado convenciendo a una parte de la crítica y a algunos compañeros de profesión de que su literatura pensada para entretener a la América rural pobre tiene más interés, sentido y calidad de la que él mismo cree.
En 2003, King ganó la Medalla de la National Book Foundation por su contribución a las letras americanas, un año después de que lo hiciera Philip Roth. Aquel día, el escritor Walter Mosley destacó su “casi instintivo entendimiento de los miedos que forman la psique de la clase trabajadora estadounidense”. Y añadió: “Conoce el miedo, y no solo el miedo de las fuerzas diabólicas, sino el de la soledad y la pobreza, del hambre y de lo desconocido”.
Pero sobre todo lo demás, King es un personajazo. Fue hijo de madre soltera y pobre, mide casi dos metros, es desgarbado y muy flaco, tiene una cara enorme, habla por los codos, no para de decir tacos, se ha metido varias cosechas de “cerveza, cocaína y jarabe para la tos”, toca la guitarra en una banda de rock con amigos, tiene una mujer católica “llena de hermanos”, tres hijos, cuatro nietos, una cuenta llena de ceros, ha pedido al Gobierno que le cobre más impuestos de los que paga, adora a Obama, odia al Tea Party, hace campaña contra las armas de fuego y es una mina como entrevistado: rara vez se olvida de dejar un par de titulares por respuesta.
¿Así que no le gusta venir a Europa? Vine una vez a París con mi mujer en 1991, y otra a Venecia y a Viena en 1998 con mi hijo; esa vez pasamos una noche por París, pero fuimos a ver una película de David Cronenberg. En Europa paso vergüenza: no hablo otra lengua salvo el inglés, y no me gusta ir dándomelas de celebridad. Prefiero un perfil bajo. Yo vivo en Maine, en un pueblo pequeño donde soy uno más. Cuando vengo a París soy la novedad, nadie me ha visto antes; allí llevan viéndome toda la vida y les da igual; soy el vecino.
¿Y por qué tiende a infravalorarse? Lo contrario de eso sería llamarme Il Grande, que sería lo mismo que llamarme El Gran Gilipollas.No quiero ser eso. Quiero ser tratado como una persona normal. Los escritores tenemos que mirar a la sociedad, y no al revés. Si mis editores me dicen que venga a París, es porque quieren vender libros. En las ferias de América trabajan chicas como gancho: se ponen en las puertas de los locales de striptease y mueven un poco el culo para atraer a los clientes. Aquí yo soy el que mueve el culo. En casa estoy en mi sitio, en la silla justa, escribiendo. Es ahí donde debo estar.
¿Qué se siente al haber vendido 300 millones de libros? Lo importante es saber que la cena está pagada, el número de copias que vendes da igual mientras sean suficientes para seguir escribiendo. Adoro este trabajo.
¿No siente orgullo? No sé si es orgullo, pero me hace feliz saber que mi trabajo conecta con la gente. Crecí para contar historias y entretener. En ese sentido creo que he sido un éxito. Pero el día a día es mi mujer diciendo: “Steve, baja la basura y pon el lavaplatos”.
¿Se siente maltratado por la crítica? Al principio de mi carrera vendía tantos libros que los críticos decían: “Si eso le gusta a tanta gente, no puede ser bueno”. Pero empecé joven y he logrado sobrevivir a casi todos ellos. Muchos críticos saben que llevo años tratando de demostrar que soy un escritor popular, pero serio. A veces es verdad que lo que vende mucho es muy malo, por ejemplo 50 sombras de Grey es basura, porno para mamás. Pero La sombra del viento, de Ruiz Zafón, es bueno, y Umberto Eco ha sido muy popular y es estupendo. La popularidad no siempre significa que algo sea malo. Cuando leo una crítica muy negativa, me callo la boca para que el crítico no sepa que lloriqueo. Pero siempre las leo porque quiero aprender, y cuando una crítica está bien hecha, te ayuda a saber lo que hiciste mal. Si todos dicen que algo no funciona, te puedes fiar. En todo caso, la mejor réplica a una crítica la hizo un músico del XIX cuya ópera fue demolida. Le escribió una carta al crítico diciendo: “Estoy en la habitación más pequeña de mi casa. Tengo su crítica delante, y muy pronto la tendré detrás”.
¿Cuándo decidió ser escritor? Sabía lo que haría a los doce años. Escribir nunca ha sido un trabajo. Llevo 54 años haciéndolo y todavía no puedo creer que me sigan pagando por esto. ¡De hecho, no puedo creer que nos paguen a los dos por estar haciendo esto!
Yo tampoco. ¿Es verdad que tuvo una infancia un poco ‘Oliver Twist’? No tanto. Mi padre se fue de casa cuando yo tenía dos años y mi madre trabajó muy duro para criarnos a mí y a mi hermano. Lo que más siento es que murió de cáncer antes de que yo tuviera éxito. ¡Me habría gustado tratarla como a una reina! Mi primera novela, Carrie, se publicó en abril de 1974, y ella murió en febrero. Al menos recibí el adelanto y eso sirvió para cuidarla bien. Llegó a leerla y le gustó, dijo que era maravillosa y que tendría mucho éxito.
¿Heredó de ella la imaginación? No, el sentido del humor. La fantasía y la escritura las heredé de mi padre. Solía enviar relatos a las revistas ilustradas en los años treinta y cuarenta, aunque nunca se los publicaron. Adoraba la fantasía, la ciencia ficción, las historias de terror. De pequeño encontré en casa una caja llena de libros de Lovecraft, de Clark Ashton Smith; fue como un mensaje suyo lleno de cosas buenas.
¿Cómo es su relación con el dinero? Nunca aprendí a ser rico, no dan clases para eso, y no crecí con dinero. De pequeño solía pedir 25 centavos para ir al cine o trabajar cogiendo patatas. Nunca pensé que tendría mucha pasta. Mi madre pasó sus últimos diez años cuidando de sus padres y en casa nunca hubo liquidez. En esos casos, si de repente amasas una fortuna, puedes volverte vulgar y comprarte un enorme Cadillac, trajes de tres piezas a medida y zapatos caros. Pero yo crecí en una comunidad yanqui donde la ostentación no estaba bien vista. Luego me casé con una mujer muy pegada a la tierra que se habría reído mucho si yo hubiera vuelto a casa con un abrigo de pelo de camello. Me habría dicho: “¿Quién te crees que eres? ¿Mohamed Alí?”. Aunque me vendo como una puta por los zapatos y los coches, solo tengo un coche eléctrico. Vivimos modestamente y damos dinero a las librerías de los pueblos pequeños, a Unicef, a la Cruz Roja.… Seguimos el lema de J. P. Morgan: el hombre que muere millonario muere fracasado. El dinero sirve para pagar las cuentas, hacer tu trabajo, ayudar a mi familia y a mi suegro.
O sea, que es un hombre hecho a sí mismo, con conciencia social, que pide pagar más impuestos de los que paga. Todo el mundo debería pagar impuestos según sus ingresos. A mí me gusta pagarlos solo para buenas causas, y no para sufragar guerras en Irak, que fue la más estúpida del mundo. En ese sentido, encarno el sueño americano, aunque sin un Cadillac.
También hace campañas contra la venta libre de armas. ¿Una causa perdida? El problema no son las escopetas de caza. El 70% de EE UU es rural, y no tengo problema en que la gente cace ciervos y se los coma. Tener revólveres en casa tampoco me parece mal, yo mismo tengo uno, descargado y lejos del alcance de los niños. El gran problema, lo que me pone fuera de mí, son las armas semiautomáticas. Pegan 40, 60 u 80 tiros seguidos, como la que se empleó en la matanza de Connecticut. Es vergonzoso que se vendan, pero el lobby de la Asociación Nacional del Rifle trabaja para los fabricantes de armas y se basa en la fantasía de que EE UU es como hace 50 o 60 años. Dicen que las muertes de niños son el precio a pagar por la seguridad. La cultura pistolera forma parte de la cultura americana, pero odio eso, me repugna. Luego dicen que por qué nunca vengo a Francia o Alemania: porque son civilizados, y yo siento vergüenza de ser estadounidense. Amo a mi país, pero está lleno de basura.
¿Quién ganará la guerra entre Obama y el Tea Party? Los del Tea Party son unos idiotas y unos racistas que básicamente disparan contra Obama porque tiene la piel oscura. Cuando Bush arruinó al mundo entero en 2008 con sus ideas ultraliberales, no dijeron nada. Ahora ese alien ha crecido en el Partido Republicano y no va a parar hasta destruirlo, lo cual no me parece mal. Su única idea es bloquear al Gobierno, sin darse cuenta de que la situación económica es bastante mejor que con Bush. Son como una obstrucción intestinal. Espero que en 2014 los americanos decidan dar esos 30 escaños a 30 demócratas. Todo irá mejor. En todo caso, si están molestos con Obama, peor estarán en unos años: el próximo presidente llevará falda.
Háblenos de Danny Torrance, el niño de ‘El resplandor’, que ahora vuelve en ‘Doctor Sueño’. Al final de El resplandor, era 1977, Danny tenía cuatro o cinco años, porque escribí la novela en 1976, durante el bicentenario, cuando era presidente Ford. Al principio de Doctor Sueño tiene ocho años. Durante 33 años, ese niño ha estado en mi cabeza. Me preguntaba qué sería de él, si seguiría o no manteniendo ese talento, el resplandor de leer los pensamientos de la gente. Creció en una familia terrible. Su madre malherida sobrevivió de milagro a la paliza de la mesa del comedor, y el padre, Jack, era alcohólico, como yo… Sabía que Danny debía seguir estando rabioso con el mundo, porque su padre era un canalla que abusaba de ellos. La rabia es el centro del libro, de Jack a Danny hay una generación marcada por la rabia.
¿Usted bebía mucho entonces? Cuando escribí la novela, muchísimo. Pero ya sabe, los escritores tenemos que hablar de lo que conocemos.
…¿Qué tomaba? Tomaba mucha cerveza.
Eso no es tan duro… Es que me tomaba una caja diaria, 24 o 25 latas…
¿Con otras sustancias? No en ese momento. Luego sí, tomé todo lo que pueda imaginarse. Cocaína, Valium, Xanax, lejía, jarabe para la tos… Digamos que era multitoxicómano. Lo malo es que entonces no había programas de ayuda, e hice de Jack un alcohólico peor que yo. Se intentaba curar la adicción por las bravas y era peor. Ahora he intentado equilibrar eso en Doctor Sueño pensando qué habría pasado si Jack hubiera tenido ayuda. Así que metí a Danny en Alcohólicos Anónimos.
Aquella novela supuso que le etiquetaran como un narrador de historias de terror. ¿Le molestó? La gente, y sobre todo los críticos y los editores, adoran las etiquetas, les gusta meter en jaulas a los autores, ponerles en una carpeta. Para los editores es como vender comida: este escritor os dará judías verdes; este, terror; este, chocolate. No me parece mal. Cuando salió Carrie, tenía dos novelas más escritas, y le pregunté al editor en Nueva York cuál prefería, una de un secuestro más literaria, Blaze, u otra de terror, Salem’s lot. Y él me dijo: “La segunda será un best seller, pero si sacamos la de terror, te encasillarán”. Y yo le dije: “Me importa un carajo si paga la cuenta del supermercado. Mi mujer me llama cariño; mis hijos, papá; mis nietos, abuelito, y yo me llamo Steve. Me da igual cómo me llamen los demás”.
¿Ha pensado en qué lugar de la literatura estadounidense quedará Stephen King? Es difícil saberlo. No sé si hay vida después, aunque no creo. Pero si quedara algo similar a la conciencia, lo último que me preocuparía es saber si me lee o no la próxima generación. Dicho esto, cuando los escritores mueren, o sus libros se siguen publicando, o desaparecen. La mayoría desaparece. Quedan solo algunos, y esos son los importantes: Faulkner, Hemingway, Scott Fitzgerald, olvidado cuando murió y rescatado más tarde. En español, Cervantes, García Márquez, Roberto Bolaño, esos quedarán. Bolaño sabía tragar drogas y beber. Pero también sucede que queda la gente más rara: de Stanley Gardner, el autor de Perry Mason, quedó muy poco; pero no quedó nada de John D. McDonald, que era estupendo. Y apenas nada de John M. Cain, pero sí de Jim Thompson. Y, más extraño aún, queda Agatha Christie… Es decir, nunca sabes quién va a perdurar. Creo que los escritores de fantasía tienen más posibilidades de quedar. Y creo que, de mis libros, resistirán El misterio de Salems’ lot, El resplandor, It y quizá La danza de la muerte. Pero no Carrie. Y quizá también Misery. Esos son los imprescindibles para la gente que los leyó, pero no estoy nada seguro de que la gente siga pensando en mi trabajo cuando palme. Quién sabe. Somerset Maugham fue muy popular en su día. Ahora nadie lo lee. Escribió grandes novelas. Alguien le preguntó por su legado, y dijo: “Estaré en la primera fila del segundo rango”. Dirán eso de mí.
¿Ve cómo prefiere militar en segunda división? Cuando estás dentro del negocio, sabes bien cuál es tu nivel de talento. Cuando lees a un escritor bueno, piensas: “Si yo pudiera escribir así”, notas mucho la diferencia entre lo que haces y lo que escribe gente como Philip Roth, Cormac McCarthy, Jonathan Franzen o Anne Tyler. Hay muchos muy buenos.
¿Sigue leyendo mucho? Todo lo que puedo, cada día, aunque veo mucha tele. Y escribo todos los días, acabo de escribir una cosa sobre Kennedy para The New York Times. Este oficio es una pasión. Más que vivir de ella, me gusta practicarla. Preferiría estar escribiendo ahora en vez de estar aquí.
Ya acabamos. No, si es usted un tipo estupendo, pero es que las ideas me vienen sin querer. Esta mañana íbamos en el coche, nos paramos al lado de un autobús donde iba una mujer sentada y pensé: ¿Y si ahora sube un tipo y le corta el cuello? Será un cuento corto, aunque eso nunca se sabe; Carrie iba a ser un relato también y acabó siendo una novela. Lo importante es esa pregunta: ¿qué pasaría si…? Ese es el motor de mis historias.
Y luego acaban en el cine o en la tele. Sí, mucha gente va al cine en el mundo y eso ayuda a hacerte popular. Pero al final todo da igual, porque un día te encuentras con gente por la calle que te reconoce y te dice: “¿Eres Stephen King? Tío, me encantan tus películas”, y otro día, en un supermercado de Florida, me para una mujer y me regaña porque escribo cosas terroríficas. Dice: “Prefiero The Shawshank redemption”. Y yo: “La escribí yo”. Y ella: “No es verdad, para nada”. Y se larga.
¿El libro electrónico le ha ayudado a vender más? ¿Qué piensa de Amazon? Amazon y el libro electrónico son fantásticos para los escritores. Si antes un editor decía no, era no. Ahora puedes editar tu libro y venderlo. Para los que llevamos tiempo en esto, es un mercado más. Antes había tapa dura, tapa blanda y audio. Ahora hay también libros digitales, que son maravillosos. Todo eso es formidable para los suministradores del material, que somos nosotros: siempre van a seguir necesitando historias. Es un problema para los editores, que siempre han sido los cancerberos de la calidad, pero muchos descubren en la red nuevos talentos. Y para los lectores es ambivalente: sin librerías, el 90% de lo que inunda en Amazon es basura. Como 50 sombras de Grey. ¡Vender eso como ficción es increíble!.
Stephen King
Su padre abandonó el hogar cuando él tenía dos años, pero le dejó su clave para la supervivencia siempre en el Estado de Maine, donde aún vive. Una caja llena de historias de, entre otros, Lovecraft. Luego King empezó a escribir novelas. Entre Carrie, la primera, y Doctor Sueño, una secuela de El resplandor, han caído unas 50, además de 200 relatos que ahondan en los miedos que a todos nos acechan, entre el terror, la fantasía y la ciencia ficción. Laureado con premios de género, empieza destacar entre la crítica digamos seria y académica, que le ha reconocido, entre otras cosas, con la Medalla de la National Book Foundation, un año después de otorgársela a Philip Roth, por ejemplo.