De la realidad y la fantasía III
Apuntador
José Luis Zárate Herrera
—¿De dónde sacas tantas historias? —preguntó
el sultán, pero Scherezada jamás le reveló lo de su apuntador electrónico ni de
su hermana escondida en una recámara alejada, con un libro de cuentos en la
mano y un walkie-talkie en la otra.
El
niño del cuento
Luis A. Schekar O.
Esta narración me la
hizo mi hija Elka, de 4 años
de edad, el día del Padre, cuando regresábamos de
La Vega. Lo único mío es eltítulo…
La Vega. Lo único mío es eltítulo…
“El niño del cuento tenía 4 hermanitos que eran un Perrito, un Patito y un
Pajarito. Un día el Perrito tiró al Patito en un estanque con agua porque el
niño siempre estaba jugando con el patito, pero como el patito sabía nadar no
se ahogó y se fue nadando. Entonces vino un ALAGARTO “VAPOROSO ” (PAVOROSO) y
se trepó encima del patito y entonces vino un tiburón MUY grande y se los
comió. El Perrito estaba muy contento porque no quería al patito. El patito
gritaba dentro de la barriga del tiburón: ¡auxilio! ¡socorro!
El niño buscaba su patito, pero como no lo encontró, se puso a llorar en un
banco. Entonces vino un pajarito y le dijo que el tiburón se había comido al
Patito.
Entonces…“Y bueno ¿qué hizo el niño entonces? Interrumpí la narración,
ansioso de tener una respuesta y de saber el desenlace de la historia…
“Entonces… Me contestó mi hija con desenfado: “Yo que sé, DIPARATE” y no habló
más ni del niño ni del cuento.
Torpemente había cortado yo la espontaneidad a la artista.
El enfermo y el bombero
Robert Louis Stevenson
Había una vez un enfermo en una casa incendiada, a donde llegó un bombero.
“No me salve”, dijo el enfermo. “Salve a los que están sanos”.
“¿Tendría usted la bondad de explicarme por qué?”, preguntó el bombero, que
era un hombre bien educado. “Nada más fácil”, dijo el enfermo, “Los sanos deben
ser preferidos porque son más útiles para el mundo”. El bombero quedó meditando
ya que era un hombre de cierta filosofía “De acuerdo”, dijo al fin, mientras se
hundía parte del techo. “Pero puesto que estamos conversando, ¿cómo definiría
usted el deber de los sanos?”
“Nada más fácil, replicó el enfermo, “El deber de los sanos es ayudar a los
enfermos”.
Como antes, el bombero se quedó meditando, ya que no había ninguna prisa en
ese hombre ejemplar. “Yo podría perdonarle estar enfermo”, dijo por fin”,
mientras se caía parte de la pared. “Pero no ser tan necio”. Con esas palabras
alzó su hacha de bombero, porque era singularmente justo, y hendió sobre la
cama al enfermo.
Texto para el último día bajo la lluvia
Wilfredo
Machado
El hombre despertó de un sueño pesado y confuso. A su lado, la mujer seguía
dormida con el pelo enredado como telaraña sobre los hombros. Notó la depresión
casi triste de los senos donde la sombra se hacía más espesa, y el camino se
abría desde el ombligo hasta la sinuosa abertura del sexo, casi oculto entre el
descolor de las sábanas y la luz pálida que se colaba a través de las persianas
desde la calle. No recordaba la cara de la mujer, ni el momento preciso del
encuentro, si es que hubo tal encuentro; pero ahí estaba el reflejo de la mujer
frente a la vidriera bajo la lluvia, el pelo húmedo empegostado al cuerpo, el
perfil casi griego detenido entre las luces del aparador, las manos flacas y
descoloridas sobresaliendo del guardapolvo. Era un viernes y había un cielo
como de ceniza sobre las azoteas. No sé cómo comenzamos a hablar del tiempo y
de lluvia y de los cafés y la ópera. Hacía frío y fuimos caminando sin rumbo
bajo las hojas aplastadas por la lluvia. Dije que no recordaba la cara de la
mujer, pero hay una fotografía manchada y sucia en algún lugar de la
habitación. Ella respira como los gatos y trepa sobre la almohada como encerrada
en un sueño. Al principio sólo era el ruido de la cremallera en la oscuridad,
los zapatos mojados sobre el linóleo, el ronroneo de los gatos en las cornisas
azuladas por los reflectores de neón, los muslos suaves como felpa. Invento un
camino con mi lengua en su cuerpo. La noche salta desde el vidrio de la ventana
arremolinando las sábanas en un desorden de ruidos y siseos como lengua golosa.
Bajo el espejo ella ahora sonríe recostada a un sillón de arpillera, y era
—casi sin querer, pienso— una piel que comenzaba a romperse con los años, una
forma de vengarse ante el espejo que la hacía vieja. Después, apenas un
deslizamiento de los cuerpos rodando sobre el linóleo, sobre las arañas de
vidrio, sobre el frio de los cristales, sobre el techo que vibraba con el
movimiento de las nalgas, como medias lunas cayendo desde el cielo.
Dije que había una canilla mal cerrada en algún lugar de la habitación —creo que no— y que el ruido que produce al chocar contra la alfombra es insoportable. A través de las persianas entra un poco de luz. Ella, lo sé sin necesidad de mirar, sigue parada frente al espejo viendo como envejece su cuerpo; maquillándose las ojeras en la oscuridad, retocando un poco esa marchitez que cuelga macilenta en su rostro. Después, comenzará a vestirse lentamente: los senos lívidos y pequeños en el brasier descolorido por el sudor, el calzón de seda que comienza a subir hasta ocultar el sexo, la franela, el jean. Doy una pitada a mi cigarrillo. Afuera la noche se ha hecho más densa, más silenciosa. Las luces de un automóvil rayan el pavimento a lo lejos; sobre los edificios grises las antenas son esqueletos retorcidos en la neblina. La puerta suena a mi espalda y el ascensor comienza a descender. Ocho pisos abajo, tu figura es un punto inseguro bajo la lluvia; seguramente el pelo húmedo chorreando agua hasta los hombros, seguramente la esquina bajo el farol, seguramente tus ojos levantados a la ventana de un octavo piso, mientras la lluvia deslíe la pintura de tu rostro.
Ahora que estoy solo, voy a acostarme y cerrar los ojos hasta que la última figura salga de la habitación y se pierda en la oscuridad.
Dije que había una canilla mal cerrada en algún lugar de la habitación —creo que no— y que el ruido que produce al chocar contra la alfombra es insoportable. A través de las persianas entra un poco de luz. Ella, lo sé sin necesidad de mirar, sigue parada frente al espejo viendo como envejece su cuerpo; maquillándose las ojeras en la oscuridad, retocando un poco esa marchitez que cuelga macilenta en su rostro. Después, comenzará a vestirse lentamente: los senos lívidos y pequeños en el brasier descolorido por el sudor, el calzón de seda que comienza a subir hasta ocultar el sexo, la franela, el jean. Doy una pitada a mi cigarrillo. Afuera la noche se ha hecho más densa, más silenciosa. Las luces de un automóvil rayan el pavimento a lo lejos; sobre los edificios grises las antenas son esqueletos retorcidos en la neblina. La puerta suena a mi espalda y el ascensor comienza a descender. Ocho pisos abajo, tu figura es un punto inseguro bajo la lluvia; seguramente el pelo húmedo chorreando agua hasta los hombros, seguramente la esquina bajo el farol, seguramente tus ojos levantados a la ventana de un octavo piso, mientras la lluvia deslíe la pintura de tu rostro.
Ahora que estoy solo, voy a acostarme y cerrar los ojos hasta que la última figura salga de la habitación y se pierda en la oscuridad.