El Chejov estadounidense regresa a las librerías con Cuentos, compilación de su literatura breve.Sus mejores relatos también conviven con Fall River, reunión de sus cuentos de aprendizaje, que anunciaba su ascenso como el gran escritor de la clase media gringa
Cuando descubrimos una vieja foto de la juventud,
sentimos vergüenza y nos congratulamos de la mejoría. El paso del
tiempo, a menudo, supera la magia del Photoshop. Con la literatura,
también ocurre.
Los primeros escritos siempre suelen ser obras menores. ¿Incluso
cuando hablamos de John Cheever? Quizás. “Peor” se define como “de menor
calidad”, pero la “calidad” sigue presente en el significado.
Fall River (Tropo editores, 2010), por ejemplo. Esta pequeña colección de relatos cheeverianos nos adentra en los principios del escritor nacido en Massachusetts, ganador del Pulitzer y considerado el Chejov norteamericano. En este puñado de cuentos –Río de otoño, La corista o Cena en familia- descubrimos `lo peor´ de Cheever, sus comienzos como escritor.
“Este libro recopila 13 especímenes de lo que se conoce, como
`relatos de aprendizaje´. Lo que no significa que sean relatos de
aprendizajes comunes, porque quien los firma es un aprendiz de John
Cheever”, escribe en el prólogo Rodrigo Fresán.
Sin embargo, emerge de la veta un diamante en bruto que ciega con su brillo. Es Autobiografía de un viajante, un cuento oportuno para los tiempos que corren.
Autobiografía de un viajante narra el ascenso del hijo de
una viuda, de familia pobre, que abandona la escuela, trabaja de botones
y conserje, hasta que consigue un empleo en una fábrica de zapatos.
Cuando logra convertirse en viajante de comercio, vendiendo género por todos los Estados Unidos,
logra una carrera meteórica como comercial (“la mitad del tiempo tenía
más dinero del que podía gastar”). Poco a poco, Cheever nos lleva de la
mano en esta biografía de éxito hasta que llega el crash del 29 y todo
se trunca:
“Después, traté de encontrar otra empresa de zapatos, pero no pude
encontrar ninguna. (…) Todas estaban cerrando. (…) Cuando cumplí 62 años
no tenía trabajo. Mi póliza de seguros venció. (…) Mis amigos están
muertos. (…) Hemos sido olvidados como viejas guías telefónicas”,
culmina Cheever.
Hoy, la relectura de este cuento cobra mucho más sentido si lo trasladamos a la realidad de España, Italia o Grecia. Cheever se adelantó a su tiempo, o tal vez, lo que trataba de decirnos es que todo se repite.
Si en Fall River encontramos los peores cuentos de Cheever, en La geometría del amor (Emece, 2002) está su excelencia. Este libro de culto posee gemas como El ladrón de Shady –con uno de sus más portentosos comienzos-, El nadador –que interpretó para el cine Burt Lancaster- o la rareza de El enorme receptor de radio.
Justo este mes, su obra breve regresa a las librerías, como una bocanada de esperanza entre tanto best seller. Se reúne bajo el título Cuentos (RBA, 2012), compilación que cohabita con la reedición también de su novela Falconer.
Con estos tres ejemplares de una extensa bibliografía, el lector
profano -y el devoto de Cheever- pueda rastrear la evolución del
escritor estadounidense, desde su aprendizaje hasta su cénit.
La crítica siempre compara la equidistancia de Cheever (falsa plenitud) con Raymond Carver
(doloroso vacío). No en vano, Carver retrata personajes desdichados que
deambulan por un infierno del que nunca saldrán. En cambio, Cheever
estropea los falsos paraísos (Cheever Country) y convierte a sus
protagonistas en ángeles caídos –o a punto de sufrir una dolorosa
caída-.
Aunque, tal vez, la mejor descripción de aquel escritor de los
barrios residenciales del extrarradio, aquel que pergeñaba sus relatos
en calzoncillos en su cocina, sea la que dieron otros autores que le
sucedieron.
"Su intención no fue solo hallar evidencia de una vida moral en el
caos de una sociedad, sino también brindarnos la poesía de ese asombro,
estupendo y ensoñador mundo en que vivimos", dijo de él Saul Bellow.