Entrevista al filósofo francés, que disecciona las pasiones sexuales en su último libro. Su pensamiento está marcado por el suicidio de su madre y la certeza de que Dios no existe
André Comte-Sponville, filósofo francés no cree en la invención de Dios./James Rajotte./elpais.com |
André Comte-Sponville tiene alguna peculiaridad en su expresión,
incluso en su cara, que invita a pensar a su interlocutor que tiene algo
de imperturbable, como aquel actor de París Texas, y también algo del Gary Cooper de Solo ante el peligro.
Tiene 60 años, que es una edad que ya agrupa todas las experiencias y,
por tanto, todas las expresiones, y es filósofo (“probablemente el
filósofo francés vivo más importante de la actualidad”, dice la
editorial Paidós, que lo publica en España, en su reseña de prensa);
como tal, como intelectual, se ocupa, sobre todo, de la vida cotidiana, y
por tanto, de las relaciones íntimas, de cómo las personas se
relacionan entre sí. De hecho, este último libro suyo que Paidós acaba
de presentar entre nosotros, Ni el sexo ni la muerte. Tres ensayos sobre el amor y la sexualidad,
contiene muchas conversaciones pertinentes con amigos suyos, con
ejemplos muy explícitos, sobre cómo los otros llevan adelante las
relaciones más privadas. Pero él mismo, como individuo detrás del libro,
es extremadamente íntimo; así que cuando, en el prolegómeno de la
conversación, evocamos la posibilidad de que en este tiempo de diálogo
quizá íbamos a plantear alguna pregunta personal, el autor de La felicidad, desesperadamente o El amor, la soledad
dio un respingo. Pero luego respondió, educadamente, sonriendo a veces,
y a veces guardando la sonrisa detrás del escaparate de un rostro que
mientras escucha resulta inexpresivo y gravemente silencioso, pero que
cuando responde recurre a todos los elementos de su cara angulosa y
agradable, como de confesor estoico. Al final de la conversación
(ayudada por la intérprete Elisabet Perelló), el interlocutor se queda
pensando que quizá su primitiva prevención ante las preguntas íntimas
era nada más que un desafío para que profundizáramos en ello. Pero era
tarde, se iba con sus editores a seguir la promoción en Barcelona, donde
tiene su sede Paidós.
¿Cómo se siente con los periodistas, con la gente que hace preguntas?
Bien…, no siento reticencia hacia las entrevistas. No me molestan.
Desconfío de las preguntas íntimas. Siempre que se trate de hablar de
filosofía, no hay ningún problema; en cuanto a hablar de mí mismo, ya
veremos…
¿Qué considera preguntas íntimas?
Mi infancia, mi
madre; esto ya son temas íntimos. Cuando uno escribe libros, y sobre
todo libros de filosofía, es sobre todo para intentar decir lo que uno ha entendido o cree haber entendido, más que para contar la vida propia.
Usted escribe sobre la vida cotidiana…
Y la vida
cotidiana está llena de memoria íntima. En su libro, a usted, sin
embargo, sí le gusta escuchar lo que le dicen otros sobre su intimidad.
Sí, a mí me gustan las confidencias, e incluso diría que con mis amigos
me gusta más intercambiar confidencias que hablar de filosofía. Pero es
entre amigos; no publico las experiencias de mis amigos en los
periódicos; ni las mías. Y en mi libro, cuando ocurre que me apoye en
tal o cual confidencia de algún amigo, o en mi propia experiencia, me
las arreglo para que no se sepa de dónde viene; que no se sepa quién me
lo dijo, si se trata de mi experiencia o la de un amigo. Vamos, que me
gusta la intimidad, pero la intimidad no está para exponerla en público.
En un momento determinado de este libro, usted habla de las
madres como un eslabón muy virtuoso de la vida. Y habla del padre, según
decía Sartre… Me gustaría saber cómo fue su niñez.
Primero,
una palabra sobre las madres antes de volver sobre mi infancia. Muy a
menudo, la persona que más nos ha querido es nuestra madre; nos guste o
no, incluso cuando se trata de una madre frágil, débil, enferma. La mía
era patológica. Hizo tres intentos de suicidio, y con el último logró su
propósito… No era ninguna santa. Solo que, sencillamente, nadie jamás
me ha querido tanto como esta mujer que hubiera dado la vida con mucho
gusto por mí. Es cierto que yo daría muy gustoso la vida por mis hijos,
pero que un padre pueda ser cariñoso lo sabemos, pero hay excepciones,
mientras que una madre que no sea cariñosa puede existir, pero es muy
poco usual. De ahí que cuando alguien no ha tenido una madre, todos lo
perciban como una desgracia. Sin embargo, que alguien no haya tenido
padre puede haber sido una suerte. Efectivamente, Jean-Paul Sartre dice
que el hecho de no haber tenido padre para él fue una suerte. Creo que
no existe mayor desgracia que la de no tener madre, y, sin embargo, el
no haber tenido padre… ¡depende de los casos! Padre y madre son capaces
de querer, pero lo que sucede más a menudo es que el amor más profundo
es el de las madres, y, de hecho, ya es cierto en las demás especies
animales.
¿Y cómo fue su infancia?
La viví como una infancia
infeliz. Bueno, no era nada trágico, no me pegaban, pero la viví como
una infancia infeliz porque mi madre era infeliz. Mi madre era una mujer
depresiva, además infeliz en su pareja, con un marido, mi padre, que
era un hombre muy duro, no era violento, pero era realmente muy duro.
Por tanto, toda mi infancia la viví con la infelicidad de mi madre. Yo
era de temperamento algo serio, no soy espontáneamente alegre y sereno.
Soy más bien sombrío y angustiado, porque nací en la angustia y la
infelicidad. De ahí que cuando descubrí la filosofía, esta me hiciera
tanto bien. Tenía la sensación de que otra vida era posible. Además, mi
madre era infeliz, pero también era… ¿cómo decir? La palabra técnica
sería histérica, pero es demasiado severo decirlo así, pero es que vivía
por la apariencia, por el parecer, sobre todo cuando se encontraba
bien. Y cuando se encontraba muy mal era cuando se volvía verdadera. Por
tanto, porque mi madre era así, yo tenía la sensación de que la
felicidad era ficticia, que hacíamos como si fuéramos felices, y que la
infelicidad era la verdad. Y cuando leí a los filósofos griegos,
descubrí la inversa, que la ilusión era lo que hacía que uno fuera
infeliz, y la verdad, lo que hacía que uno fuera feliz. Por eso suelo
decir que la filosofía griega fue mi “buena madre”, en el sentido de
madre amistosa, es decir, otra imagen de la relación entre la felicidad y
la verdad. Para mi madre, la felicidad era ficticia, la infelicidad era
verdadera; Epicuro y los demás filósofos griegos me enseñaron que podía
ser a la inversa, que la ilusión hace infeliz y en la verdad se puede
encontrar algo más de felicidad. Y por eso estudié filosofía; en el
fondo pienso que uno estudia filosofía porque no es feliz. Justamente
porque el objetivo de la filosofía es la felicidad, pues cuanto menos
feliz, más necesitamos filosofar. Alguien que sea plenamente feliz, ¿por
qué va a querer estudiar filosofía? Por tanto, tenía la sensación de
que no se me daba bien “la vida”, y sigo pensándolo, y cuando empecé a
estudiar filosofía en el colegio, yo, que era un alumno regular, de
repente tuve notas excepcionales, y me di cuenta de que se me daba mejor
pensar que vivir.
Como el amor, o la pasión, que según dice en su libro, rápidamente se convierten en una desilusión.
Yo viví el descubrimiento de la filosofía como una feliz desilusión.
Porque lo que es cierto en lo que dice es que la pasión amorosa también
es ilusoria. Cuando decía que para mi madre la felicidad era ficticia y
la desgracia verdadera, auténtica, pues ahí está: la felicidad de la
pasión amorosa es una felicidad ficticia, porque en el fondo amamos las
ilusiones que nos hacemos acerca del otro, amamos, nos alegramos por los
proyectos de futuro… Cuando salimos de la ilusión de la pasión amorosa,
no significa necesariamente que no nos queramos más, sino que hemos
aprendido a amar la verdad del otro. Y en la pareja hay un poco de cada
cosa: hay una parte de desilusión, es decir, que la mujer que vive
conmigo perderá las ilusiones acerca de mí, como yo pierdo las ilusiones
acerca de ella. Pero lejos de dejar de querernos, aprendemos a
querernos tal como somos. Y, en el fondo, una pareja feliz es una pareja
que pasa del amor ilusorio, de la pasión, al amor verdadero. Pues la
filosofía está del lado de este amor verdadero. Si la vida no se
corresponde con mis ilusiones, tal vez no se equivoque la vida, sino mis
ilusiones, que son vanas. Si es al revés, me libero de mis ilusiones;
si la acepto tal como es, entonces la puedo amar tal como es, y es lo
que llamo una feliz desilusión, es decir, el encuentro con la sabiduría.
Usted estudia la muerte, el sexo, el amor, la amistad, porque
son elementos sobre los que usted se interroga para saber cómo se debe
comportar ante ellos.
Sí, por supuesto, la filosofía es la
búsqueda de la verdad, el amor a la verdad, el placer de entender, pero
no solo para los filósofos. Nos gusta más entender que no entender. Lo
que es tal vez específico en la filosofía es en el fondo el hecho de
buscar algo: el hecho de buscar la mayor verdad posible, y la mayor
felicidad posible, intentando articular ambas cosas. Alguien que estudia
matemáticas busca una verdad matemática, pero no cuenta con las
matemáticas para ser feliz. Y alguien que busca la felicidad en la
ilusión es otra cosa. La singularidad del filósofo en el fondo es que
tiene dos amores: la verdad, la razón, entender, y la felicidad. E
intenta vivir ambos amores juntos, pero privilegiando la verdad. El
hecho de que una idea me haga feliz no quiere decir que tenga que
pensarla, porque muchas ilusiones me hacen feliz más fácilmente que
muchas verdades desagradables que conozco. Por tanto: la felicidad es el
objetivo, pero la verdad es el camino.
Todo eso dividido por el tiempo porque lo que convierte la
felicidad, el amor, el placer, incluso la amistad, es la evidencia de
que el tiempo viene y acaba con todo.
La muerte. La muerte. El
tiempo… ¿Cuánto tiempo querré a mis hijos? El tiempo que viva: es una
evidencia. Por tanto, la muerte se lo lleva todo, pero el tiempo no.
¿Cuánto tiempo querré a mi mejor amigo? Sinceramente, nos conocemos
desde hace 40 años, nos queremos desde hace 40 años, no hay ninguna
razón para que pare. Lo más probable es que lo quiera hasta mi muerte.
¿Cuánto tiempo querré a mi pareja? Pues llevamos 24 años viviendo
juntos, seguimos queriéndonos, y lo más verosímil, me parece, es que
sigamos queriéndonos. Por tanto, no es cierto que todo desaparezca con
el tiempo. Y, de hecho, pienso que si casi todos escogemos vivir en
pareja, vivir una historia que dure, es porque llevamos dentro lo que el
poeta Paul Éluard llama “el duro deseo de durar”. No es cierto que el
tiempo lo borre todo. Hay amores que duran hasta la muerte, por nuestros
hijos, es una evidencia, pero también es cierto de la mayor parte de
las amistades verdaderas, es cierto de muchas parejas. De ahí lo
trágico: quisiéramos que el amor durara siempre; puede durar toda una
vida, pero para mí, que soy ateo, no más tiempo que una vida.
Quizá los hombres inventamos a Dios para creer que algo
duraba toda la vida; es más, que nos íbamos a prolongar después de la
muerte.
Sí, desde luego. Los hombres inventaron a Dios para
convencerse de que las cosas podían durar más que la vida. Es cierto: me
parece que en Occidente inventamos a Dios para tranquilizarnos con
poco. Sin embargo, creo que la verdadera sabiduría estriba en aceptar la
impermanencia. Puedo amar a alguien toda la vida, pero, a pesar de
todo, este amor desaparecerá conmigo, ya que todo desaparece. Según mi
punto de vista, es mayor la sabiduría del que acepta su finitud, su
propia mortalidad, que del que intenta tranquilizarse a buen precio,
imaginando que después de la muerte existe otra vida que no acabará
nunca.
¿Le parecería una cuestión íntima si le preguntara cómo se lleva con la muerte?
Me llevo muy bien con la muerte. No la temo. Cuando era muy joven,
tenía miedo a morir antes de haber escrito mis libros. Y cada vez que
publico un libro pienso: “Bueno, por lo menos, ¡ahí va otro que ya está
hecho!”. Y como he escrito más o menos los libros que quería, pues… ya
no temo a la muerte. Esto es el primer punto. Segundo punto: en cuanto
uno tiene hijos (bueno, yo perdí al primero…), nuestra muerte se
convierte en algo indiferente, comparado con la muerte de nuestros
hijos; y por tanto, la paternidad y la maternidad nos liberan algo del
pequeño ego tembloroso que teme morir. Es normal morir. Y tercer punto:
al envejecer, cuanto más se avecina la muerte, porque se avecina
inevitablemente, más me es indiferente. Incluso, si me apura, hay
momentos de fatiga en los que casi pudiera ser una tentación. Bueno, ¡ya
veremos cuando esté frente a ella! Si mañana por la mañana me anunciara
un médico que tengo cáncer y que me quedan seis meses, pienso que lo
viviría bastante mal. No tengo ningunas ganas de morir, no tengo
pulsiones suicidas, pero en este momento, verdaderamente, desde hace
años, estoy muy tranquilo con la muerte; y está este comentario de
Montaigne que siempre me afectó mucho. En los Ensayos escribe: “Si no
sabes morir, ¡no te preocupes! ¡La naturaleza te informará de ello en
seguida!”. Es decir, como lo decía otro escritor: “La muerte es el único
examen que no suspende nadie”; todo el mundo es capaz de morir, ¿por
qué quiere que yo no lo consiga? Pues todo esto porque usted me
preguntaba qué tal me llevo con la muerte. Me llevo muy bien. A veces,
la vida me cuesta más.
En sus biografías se pone mucho énfasis en el momento en que
usted perdió la fe en Dios, a los 18 años, que es una edad importante
para que el hombre empiece a revolverse, a preguntarse por sí mismo.
No me desperté de la noche a la mañana ateo de repente; se trata de un
proceso. Fue en el 68, había una gran pasión política, yo tenía 16 años y
de repente la pasión política se lo llevó todo, y como solo se puede
tener una pasión a la vez, la política ocupó todo el terreno y, por
tanto, ya no quedaba sitio para Dios. Yo había escrito que, primero,
Dios cesó de interesarme porque solo me interesaba la revolución, y
luego cesé de creer en él; pero ocurrió, en el fondo, de una forma muy
tranquila. Lo viví más bien como una forma de liberación, como una
conquista de la sencillez. Sabe, cuando está uno en un coloquio y luego
por la noche llega a su habitación de hotel, se queda solo, cierra la
puerta y siente un gran alivio, y piensa: “¡Por fin solo!”, ¡sin “s” al
final!, como decía Jules Renard en su diario íntimo. Pues cuando perdí
la fe, mi primera reacción fue la de decir: “¡Por fin solo!” ¡Y sin “s”
al final! Porque esta mirada de Dios siempre encima –pues yo era
realmente un ferviente cristiano– en el fondo es cansado, es complicado,
¡qué peso! Luego te dicen: “Sí, pero es una mirada de amor”. Pues
¡justamente!, si por lo menos fuera una mirada indiferente, nos podría
dar igual, pero ¡una mirada de amor!, ¿quién de nosotros quisiera vivir
siempre bajo la mirada de su madre? Pero nadie, ¡por supuesto! Por
tanto, cuando perdí la fe, en substancia, me di cuenta después, pero era
algo que sentía: ¡por fin solo! Sin “s” al final; es decir, que me
parece que perdí la fe por gusto a la soledad y a la sencillez; de
repente, todo se convertía en algo mucho más sencillo. Luego tuve que
asumir lo que significa aquello que llamo la parte de desesperación en
la condición humana. Si Dios no existe, si no hay vida después de la
muerte, hay algo desesperante en la condición humana. Intento pensar que
se puede convertir esta desesperación en una felicidad, esto era el
sentido de mis primeros libros, pero no fue ninguna crisis, no lo viví
como algo angustioso, sino como una liberación.
¿Qué pasó luego con la pasión de la revolución, y con el abrazo a la política?
Como cualquier pasión, también desapareció. Ninguna pasión dura, y
especialmente la pasión política. Luego viví lo que vivió mucha gente de
mi generación, es decir, que el joven revolucionario que era a los 18
años se convirtió en un socialdemócrata como muchos. Siempre voté a la
izquierda, y sigo votando a la izquierda, pero obviamente la revolución
ha dejado de hacerme soñar. Sin embargo, la política me sigue
interesando. Ya no es el centro de mi vida. Forma parte de las cosas
importantes de las que hay que ocuparse, pero quisiera decir que más
vale ser lo menos apasionado posible. En el fondo, el sistema
socialdemócrata, que es aquel en el que me reconozco, de la izquierda
europea de hoy día, a menudo se dice que es un modelo poco exaltante; y
yo contesto que esa es su principal cualidad. Desconfío de la exaltación
en política. Y todos aquellos exaltados de extrema izquierda
revolucionaria, o de extrema derecha, lo cual es incluso peor, me
asustan. A mí me gusta, en el modelo reformista socialdemócrata, el
hecho, justamente, de que no sea exaltante, porque la política no está
allí para exaltarnos, sino para ayudarnos a tomar nuestro destino
colectivo en nuestras manos. Europa, hoy día, lo necesita sobremanera.
¿Qué le exalta hoy?
Nada, en el fondo, no soy un
exaltado. Soy, y cada vez más, un moderado; lo cual no significa que no
exista el placer, sino que mis placeres no son alocados. Lo que vivo con
más intensidad ¿qué es? Pues a la vez la vida afectiva y sexual, es
decir, con mi mujer existe una verdadera… no diría exaltación, sino una
verdadera excitación sexual. El arte a veces, sobre todo la música, me
exalta.
Habla en sus libros de relaciones afectivas. En España, el Tribunal Constitucional ha aprobado el matrimonio homosexual.
El amor, la familia, las relaciones han cambiado por completo, y la ley
lo reconoce. Es cierto que el mundo ha cambiado. Cuando pienso
justamente que la España católica, pudibunda que conocí fue el primer
país en legalizar el matrimonio homosexual, pienso ¡vaya cambio! Y
afortunadamente. Lo que creo es que somos más libres que nunca en
nuestra vida afectiva y sexual. Y al mismo tiempo nos permite
reflexionar sobre el fondo de los problemas. Porque antes muchas
personas no se planteaban cómo ser felices en pareja, ya que nos casaban
los padres, a menudo sin poder opinar, pues el matrimonio por amor es
bastante reciente desde el punto de vista histórico, y la religión, la
moral, prohibían el divorcio. Por tanto, lo teníamos que aceptar como
fuera. No teníamos que escoger un marido, lo hacía la familia; no
teníamos derecho a divorciarnos; quedaba excluido el hecho de ser
homosexual, y, por tanto, el camino estaba todo indicado, y era
estrecho. No teníamos mucho donde elegir. Hoy día ya no hay camino.
Existe una especie de vasta planicie en la que cada uno puede ir a la
derecha, a la izquierda, y hacer su propio camino. Por tanto, somos
mucho más libres que nunca, y pienso que menos mal, obviamente, pero al
mismo tiempo hace falta reflexionar, y ¿reflexionar sobre qué? Pues
sobre el amor, la sexualidad, la diferencia entre ambos. En el fondo, si
los homosexuales quieren poder casarse, será porque tienen la sensación
de que se quieren, y no hay ninguna razón para prohibirles construir
una pareja, incluso institucionalizada, sobre la base de dicho amor. El
matrimonio de homosexuales es muy nuevo, el amor es muy antiguo,
incluido el amor homosexual, porque el texto del que más hablo en este
libro es, a pesar de todo, El banquete, de Platón, en el que el único
amor evocado es un amor homosexual. Porque a Platón solo le gustaron
siempre los chicos. Por tanto, están ambos lados. Sí, las cosas han
cambiado, y, efectivamente, este libro corresponde a una época, a
nuestra modernidad, pero al mismo tiempo estos cambios nos hacen más
libres para vivir algo que existe desde hace mucho tiempo; bueno, en
realidad dos cosas: el sexo y el amor… bueno, tres cosas…
Usted me ha dicho que se ha enamorado cuatro o cinco veces en su vida. Disculpe esta pregunta íntima: ¿ahora está enamorado?
No, pero amo a mi mujer, y sabe más rico. Le diré una cosa, no me gusta
especialmente el estado de enamoramiento. Me ocurrió varias veces, sé
el encanto que puede tener, pero no me siento muy normal, no me siento
muy inteligente, muy lúcido, me siento un poco exaltado, y no me gusta
mucho la exaltación. Sin embargo, me gusta el amor, y me gusta una
pareja que se ama, que ya no está en la pasión, sino en la cotidianeidad
feliz, en el deseo, en la intimidad carnal, más que los jóvenes
enamorados “que se besuquean en los bancos públicos”, como cantaba
Brassens, pero que ignoran casi todo el uno del otro, y que aún no han
empezado a amarse realmente.