El autor del artículo subraya la indiscutible influencia literaria de los grandes autores latinoamericanos de la generación del Boom.También su capacidad para despertar con igual eficacia las más feroces críticas y las loas más rendidas
Portada de Cien años de soledad, diseñada por Vicente Rojo /elpais.com |
1. Boom Bang. Hoy, cuando lo políticamente correcto es torpedear cualquier mito, se insiste en que el boom fue una pura invención editorial. Un fenómeno de mercado. Una eficaz estrategia de marketing.
Un golpe de estado y una toma del poder cultural. O, en otro sentido,
se busca arrinconar a sus miembros oficiales —Fuentes, Vargas Llosa,
García Márquez, Cortázar y acaso también Donoso y Onetti— para
desempolvar las sombras de otros grandes ocultas detrás de ellos:
Ribeyro, Di Benedetto, Ibargüengoitia, Puig, Elizondo, Saer,
Castellanos, Pitol, Arredondo, tratando de desplazar sus escrituras
“marginales” hacia el centro. Nombrar es reunir (y también excluir), y
el término boom, tan abierto o cerrado como se quiera, no cesa
de despertar suspicacias. Como fuere, adentro o al margen de la
etiqueta, durante la época de su predominio y expansión —1962, el año de
La ciudad y los perros, a 1982, cuando se le concede el Nobel a
García Márquez— hubo en América Latina una concentración de talento
literario sólo equivalente (asumo la desmesura) al Siglo de Oro, el
periodo isabelino, el Siglo de las Luces, la Rusia decimonónica o la
Viena fin-de-siècle. Con su improbable acumulación de obras maestras. Uno podrá cuestionar la hubris
política o estética de sus miembros, pero sus libros permanecen como
piezas ineludibles de una tradición que sin ellos no existiría como tal.
Nadie cuestiona la genialidad de sus predecesores —el espectro que va
de Borges a Rulfo—, o de sus contemporáneos —algunos de ellos ya
nombrados—, pero la energía desatada por el boom, o más bien por los booms que convivieron en el boom,aún se expande por todo el planeta.
2. El factor RM. Poco importa si sus antecedentes se
encuentran en el Romanticismo alemán o en Carpentier, en la fantasía
borgiana o en Asturias, en los cuentos infantiles o en Rulfo: el
realismo mágico a la García Márquez es la invención más contagiosa
surgida de nuestras tierras. A fuerza de verlo repetido hasta la
extenuación, casi nos sorprende que un procedimiento tan elemental pueda
haber infectado tantas mentes. Pero esa es justo la naturaleza de las
ideas geniales: adaptarse mejor que sus competidoras a los distintos
medios. Así, Cien años de soledad no sólo es un portento de
imaginación, sino la pieza literaria más influyente escrita en español
desde el Quijote (asumo, otra vez, la desmesura). García Márquez no
podía saber que su deslumbrante retrato de familias iba a convertirse en
una herramienta —un arma de destrucción masiva— para uso extensivo de
los novelistas provenientes de otras naciones periféricas. La intrusión
de la magia en la vida cotidiana, frente a la calculada indiferencia de
sus testigos, se convirtió de pronto en la mejor fórmula para expresar
las contradicciones del mundo no-occidental en una época en que este se
caracterizaba por su miseria y su brutalidad política. Igual en África o
en la India, o China o en Turquía, el realismo mágico permitía huir del
realismo imperialista —seña de identidad europea y estadounidense— para
dibujar escenarios contradictorios en los que la herencia tradicional,
con su caudal de mitos y leyendas, podía entretejerse con la difícil
modernización que sufrían, a pasos forzados, estas sociedades. De Salman
Rushdie a Mo Yan, de Soyinka a Murakami, de Roy a Achebe —sobran los
ejemplos— el procedimiento garciamarquiano devenía una inspiración
original. Los latinoamericanos podemos argüir que la reiteración del
recurso terminó por hostigar nuestros paladares o que su fuerza acabó
diluida en sus epígonos, pero de nada sirve negar su virulencia: hoy, el
realismo mágico continúa siendo una pandemia.
3. Baby-Boom. Resulta tan fácil decir que las últimas obras de los autores del boom
no valen nada. O descalificarlos por su compromiso político, o por sus
virajes ideológicos, o por su apoyo a figuras impresentables. Renegar
del modelo de intelectual público que encarnaron o impusieron. Burlarse
de su compostura, o de su falta de compostura, de su elegancia o su
falta de elegancia, de su brillo al hablar o sus tartamudeos. Lo único
que no puede hacerse, en América Latina, es olvidarlos. Quien más rápido
llegó a esta conclusión, y mejor supo encararla, fue Roberto Bolaño:
detestaba al boom con la misma pasión con que lo veneraba. Y
sus libros son la mejor prueba de que esta suma de emociones, de la ira
recalcitrante a la admiración desbocada, es el único antídoto contra
estos monstruos. Sólo desestimarlos te reduce a la amargura. Sólo
admirarlos te convierte en su sirviente. A todos ellos, a los oficiales y
a los marginales, los incómodos protagonistas de nuestra Edad de Oro,
no queda sino odiarlos amorosamente o amarlos rabiosamente. Sin medias
tintas.
Jorge Volpi, escritor mexicano, es autor de la novela La tejedora de
sombras y del ensayo Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción.
Twitter: @jvolpi