Palabras del poeta español en la clausura del congreso El canon del Boom. El evento, organizado por la Cátedra Vargas Llosa, se celebró la semana pasada en Casa de América, de Madrid
Detalle de la portada: Leyendas de Gutemala de Miguel Ángel Asturias./elpais.com |
Como se ha repetido hasta la saciedad, hace ahora medio siglo brota
en Latinoamérica (y reverbera en España) una poco menos que insólita
floración novelística. Fue un fenómeno llamativo, digamos que tuvo algo
de coincidencia imprevista, pero que ya se había ido fraguando a través
de algunos eminentes ejemplos anteriores. Es fácil establecer, en un
somero recuento, esas oleadas consecutivas de narradores que preceden al
advenimiento del ya incorregiblemente llamado boom. Me refiero
a lo que podría constituir un primer linaje de grandes novelistas
hispanoamericanos: José Eustasio Rivera, Rómulo Gallego, Güiraldes,
Horacio Quiroga, Asturias, Roberto Arlt, Macedonio Fernández, etc.
(contemporáneos todos ellos de Valle-Inclán, Azorín, Baroja.) Años
después, se podría igualmente juntar una nómina de narradores que
secundan las avanzadas precedentes y consolidan las venideras: Onetti,
Rulfo, Borges, Arguedas, Carpentier, Múgica Laínez, Lezama…
Es como si
se hubiese estado preparando la eclosión de una nueva cultura literaria
tanto más fecunda cuanto más enraizada en la libertad de los mestizajes
lingüísticos. Y una pregunta tal vez intempestiva: ¿qué habría pasado si
esos citados novelistas hubiesen disfrutado de una estrecha relación de
amistad y compartido experiencias similares, incluido el vehículo
editorial? ¿No se habría producido una especie de pre-boom (perdón por
el palabro) con más que sobrada capacidad para aminorar el brillo del
boom?
Decía Carlos Fuentes en expresión afortunada que todos los escritores
en lengua española “tienen un mismo origen: el territorio de La Mancha
en el que nace nuestra novela”. De acuerdo. Ese cervantino lugar de La
Mancha es consecuentemente nuestra patria común, el eje maestro de
nuestra lengua literaria. Si repito esa idea tan consabida es por una
razón muy simple: porque cuando hablamos de nuestra lengua literaria, de
nuestra literatura, ese pronombre posesivo -nuestra- debe entenderse en
su más inocultable diversificación geográfica del Rey Don Pedro.
Es como si se hubiese estado preparando la
eclosión de una nueva cultura literaria tanto más fecunda cuanto más
enraizada en la libertad de los mestizajes lingüísticos. Y una pregunta
tal vez intempestiva: ¿qué habría pasado si esos citados novelistas
hubiesen disfrutado de una estrecha relación de amistad y compartido
experiencias similares, incluido el vehículo editorial?
Los cultivadores de esas literaturas, estén donde estén, son
justamente copartícipes de una propiedad parcelada según las normas de
cada personalidad nacional. Aunque la posesión -la patria común- sea la
lengua, las mismas fronteras geográficas diversifican otros tantos
nutrientes expresivos ligados a sus respectivos mestizajes. Comparto en
este sentido la tesis del policentrismo: nadie puede monopolizar el
centro rector de esa red de variantes lingüísticas; todos los que
hablamos español somos copropietarios de ese bien común. Por supuesto
que existen rasgos distintivos, peculiaridades congénitas, pero la
pluralidad de normas tiene aquí el valor inequívoco de una gran casa
cuya unidad viene definida por el conjunto de sus distintas
habitaciones.
Todas las literaturas que se escriben en una misma lengua
constituyen, por tanto, un consorcio, una conjunción de herencias no
necesariamente afines. Ni los naturales condicionamientos geopolíticos
ni los influjos de los caracteres nacionales, perturban para nada esa
operativa evidencia. Las literaturas escritas en lengua española
pertenecen obviamente a una especie de condominio cultural, aun
conservando sus respectivas fórmulas expresivas prestigiadas por cada
tradición propia. Algo parecido a lo que el gran antropólogo cubano
Fernando Ortiz denominó transculturación. Las diferencias que puedan
rastrearse -pongo por caso- en el español de Colombia, Perú o Argentina,
son del mismo orden teórico que las que puedan advertirse entre los
distintos usos del español en Andalucía, Aragón o Asturias. Cada uno se
moviliza, natural y afortunadamente, a partir de sus respectivas
peculiaridades geográficas, de sus naturales mestizajes históricos.
Hasta hace poco, el diccionario era más bien parco en la definición
de las voces mestizo y mestizaje, referidas sin más al cruzamiento de
razas distintas y no a la confluencia de culturas. A nadie se le oculta
además que la voz mestizo podía llegar a ser bastante ambigua y suscitó
algunas equívocas desviaciones semánticas. Recuérdese, sin ir más lejos,
que en ciertos ámbitos sociales europeos, el mestizaje dispone de una
acepción de directo alcance vejatorio. Entre nosotros, sin embargo, ese
concepto acabó asociándose a la convivencia de culturas o a la
resultante magnánima de esa convivencia, vinculada ahora al campo
ultramarino de la lengua. Un campo que debe entenderse, con óptica
justiciera, como una mancomunidad, una copropiedad referida
indistintamente a todos y cada uno de los hispanohablantes de veinte
nacionalidades.
Las literaturas escritas en lengua española
pertenecen obviamente a una especie de condominio cultural, aun
conservando sus respectivas fórmulas expresivas prestigiadas por cada
tradición propia. Algo parecido a lo que el gran antropólogo cubano
Fernando Ortiz denominó transculturación.
Pero tal vez convenga matizar un poco esa cuestión, en especial por
lo que respecta a algún que otro alarmismo sobre las corrupciones y
fragmentaciones del idioma. Recuérdese que Borges respondía en un
artículo, con irónica sagacidad, a las alarmas de Américo Castro sobre
las graves alteraciones que éste advertía en el español rioplatense.
Esos presuntos desvíos lingüísticos no suponían para Borges más que
“ejercicios caricaturales”, hablas arrabaleras, tan contagiadas de
impurezas -añado yo- como podían estarlo los rasgos dialectales propios
de cada región peninsular. El purismo léxico remite por lo común al
estancamiento de las ideas. Digamos que un purista es un racista en
versión lexicológica. Aquel tan aireado manifiesto de Neruda, abogando
por una poesía “impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de
nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños,
vigilias, profecías, declaraciones de amor y de odio...”, esa afirmación
–digo- era algo más que una mera ocurrencia retórica, era toda una
paladina declaración de principios. Neruda rescata de las trastiendas
originarias del idioma unas palabras maltratadas por la rutina,
disecadas por el rigorismo académico, y las reconstruye, las dota de una
nueva y libre capacidad comunicativa. El poeta se apropia efectivamente
de un aluvión de equivalencias poéticas con la realidad que incluían,
aparte de una serie de elementos oriundos de la tradición, lo que
podrían ser sus variantes más contaminadas de impurezas, entendiendo por
impureza lo enemistado con lo convencional, con lo inerte. Qué
extraordinaria lengua impura la que hablaron, pongo por caso, Pedro
Páramo, Díaz Grey, el Jaguar, Aureliano Buendía, Oppiano Licario, la
Maga, Artemio Cruz… Y un hecho significativo a este respecto, hubo en
los primeros tiempos del boom algún lector editorial, presunto seguidor
de puristas, que juzgó impublicables en España novelas luego notorias
porque estaban escritas en mexicano, en peruano, en argentino. Un
dictamen que quedó finalmente invalidado por su propia majadería.
Permítaseme un apunte retrospectivo. Los primeros cronistas de Indias
se enfrentan a un mundo insólito por desconocido, sin ningún previo
referente cultural, a una realidad maravillosa (a lo “real maravilloso”,
por usar el término acuñado por Carpentier). Y crean una prosa como
recién alumbrada, cuya vitalidad exuberante se correspondía con la
exuberante vitalidad de las nuevas realidades. En el castellano de fines
del XV, de principios del XVI, se opera algo así como una conmoción
imaginativa. No había palabras para nombrar las cosas desconocidas, las
sensaciones ignoradas. Como en Macondo, “el mundo era tan reciente que
muchas cosas carecían de nombre”. Pero en vez de señalarlas con el dedo,
se moviliza una confluencia de voces hispanas y prehispanas: todo un
enriquecimiento mutuo propiciado por la invasión -por la invención,
diría Vargas Llosa- de la realidad. La literatura se inyecta así sus
propios tónicos verbales. El asombro ante la naturaleza inusitada
posibilita el asombro de otra nueva especie de literatura más
integradora. Basta releer a los grandes historiadores de Indias -Díaz
del Castillo, López de Gómara, Fernández de Oviedo- para corroborar
hasta qué punto la realidad de un mundo nuevo ha movilizado un nuevo
enriquecimiento de la lengua. ¿Cómo referirse si no, en castellano, a
los animales, plantas, alimentos, utensilios de la vida cotidiana
propiedad de los indios?
El purismo léxico remite por lo común al
estancamiento de las ideas. Digamos que un purista es un racista en
versión lexicológica. Aquel tan aireado manifiesto de Neruda, abogando
por una poesía “impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de
nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños,
vigilias, profecías, declaraciones de amor y de odio...”, esa afirmación
–digo- era algo más que una mera ocurrencia retórica, era toda una
paladina declaración de principios
Ahí se delimita teóricamente una conducta del lenguaje ante la
realidad no muy distinta a la usada por los consecutivos renovadores
latinoamericanos de la literatura. Pensemos en esa común cultura
literaria que va, por ejemplo, de sor Juana Inés de la Cruz a César
Vallejo, del Inca Garcilaso a Rubén Darío, de José Asunción Silva a
Alfonso Reyes, entre los que se va estabilizando, por así decirlo, una
literatura criolla, es decir, una literatura nacida en América de padres
españoles. O una literatura propiamente mestiza, gestada en el cruce
léxico y sintáctico de lo amerindio y lo español. En cualquier caso, se
trata de un mestizaje lingüístico tan natural y prolífico como el de la
sangre, similar en cierta manera al sincretismo religioso. Algo que
realmente solo ocurrió -conviene reiterarlo- en el ámbito social y
cultural de la conquista de América por parte de españoles y portugueses
y que constituye, a no dudarlo, un paradigma histórico: el más digno
fundamento de una coexistencia que prevaleció a pesar de tantos expolios
culturales, atropellos doctrinarios, desmanes sin cuento. Resulta
indudable además que todo eso obedeció a un proceso natural verificado a
espaldas de los poderes políticos y religiosos. Ahí se fundamentan los
modernos conceptos de lo multirracial como norma de conducta, pero
también de lo multicultural como modelo de convivencia. El primer
hispanoamericano propiamente dicho fue hijo, pongamos por caso, de un
marinero de Palos de la Frontera y de una india pipil de San Salvador. A
partir de ahí, el ritual de la vida de cada día, pero también el arte y
la literatura, se van haciendo mestizos. Una evidencia que salta por
encima de todas las demasías y despojamientos y acaba avecindándose en
las páginas del derecho consuetudinario.
No se olvide que la conquista y colonización de América del Norte fue
hecha por puritanos (es decir, por calvinistas ingleses y holandeses)
que emigraron a la otra orilla del Atlántico con sus bagajes de pueblo
elegido, predestinado a apropiarse de aquel territorio después de
aniquilar a sus propietarios. Con independencia de los terribles métodos
utilizados, la colonización española estaba encaminada a la expansión
del Imperio y a la redención a ultranza de los indios, mientras que la
anglosajona fue una empresa privada financiada por calvinistas
enfrentados al poder metropolitano y escogidos por Dios para adueñarse
de las tierras de unos salvajes. En contra de lo que ocurrió en otras
latitudes, en Iberoamérica se acabó intercalando una sociedad española o
portuguesa en otras aborígenes, generando así una sociedad
paulatinamente mestiza. Para los anglosajones el término mestizo era más
bien un insulto, una aberración teológica; para los españoles tenía el
sentido de una prolongación natural en el nuevo mundo de sus propios
mestizajes históricos. Al margen de tantas barbaries y latrocinios, el
cruce de formas de vida española e indígena da origen a una nueva
realidad social adosada en una nueva realidad física. Ni siquiera los
copiosos argumentos sobre la destrucción de las Indias, invalidan esa
evidencia. No me refiero sólo al núcleo racial de los indios sojuzgados y
perplejos, sino al de los negros ferozmente esclavizados. Si antaño se
hablaba en la Península en latín, en hebreo, en árabe -hasta que el
castellano acaba absorbiéndolos como lengua imperial-, en Ultramar el
idioma de los invasores convive con el de los invadidos -guaraní,
quechua, nahuatl, araucano, maya- y el de los negros -yoruba, mandinga,
carabalí-, hasta constituir ese espléndido mosaico del español hablado
en Chile, en Cuba, en México, en Uruguay. Ocurrió como con algunas
mezclas de vinos diferentes, esos coupages cuyo resultado final
mejora la calidad de las partes. Así se volvió a revitalizar en cada
caso el español, porque así lo demandaba la geografía física y humana
donde se trasplantó.
La reacción contra las formas rígidas, anquilosadas, del español
metropolitano no fue más que una natural reacción literaria, aparte de
lo que pudiera tener de enfrentamiento político a otras tiránicas formas
de colonialismo. La inflexible pureza del idioma es la antítesis del
mestizaje vivificante. Como nadie ignora, un diccionario recoge, antes
que las voces que las autoridades literarias avalan, las legitimadas por
la frecuencia del uso popular. Y en América había multitud de palabras
que tenían que integrarse necesariamente en el caudal léxico de las
variantes del español que allí se hablaba. No deja de ser aleccionador,
por otra parte, que muchas voces ya desusadas en España permanecieran
muy vivas en ciertas zonas hispanoamericanas, no como arcaísmos sino
como ejemplos lozanos de los reflujos expansivos de la lengua. Los
primitivos colonos que fueron estableciéndose en el Nuevo Mundo, se
llevaron con ellos sus maneras de vivir, sus fanatismos religiosos y sus
tácticas de rapiña, pero también la norma lingüística que les era
propia.
O una literatura propiamente mestiza, gestada en
el cruce léxico y sintáctico de lo amerindio y lo español. En cualquier
caso, se trata de un mestizaje lingüístico tan natural y prolífico como
el de la sangre, similar en cierta manera al sincretismo religioso
El resultado de ese largo proceso de mestizajes lingüísticos se hace
más notorio cuando la América hispana se escinde de la metrópoli y
recorre los caminos históricos de su independencia, muchos de cuyos
artífices -por cierto- eran criollos, como Bolívar, Miranda o San
Martín, y muchos de cuyos herederos en la lucha por la libertad eran
mestizos, como Benito Juárez, Emiliano Zapata o Porfirio Díaz. Y fue
precisamente otro mestizo, Rubén Darío, el que iba a inaugurar una
magistral síntesis poética que sirvió de guía a todas las poéticas
surgidas en las áreas geográficas hispanohablantes. Un mestizo
nicaragüense emprende una hazaña literaria que afectaría de manera
decisiva al desarrollo de toda la poesía escrita en español a partir de
entonces. Darío no pertenece a la otra orilla oceánica del idioma, es un
depositario de nuestra lengua común que aglutina en su obra elementos
de la tradición clásica española, de la aborigen centroamericana y, en
este caso, de la parnasiana francesa. Ahí rebrota el sedimento
integrador de una expresión poética que supuso, de hecho, el germen de
toda una serie de nuevas posibilidades creadoras dentro de nuestra
lengua literaria. Darío devuelve a la literatura española, en una
magistral reconversión estética, lo que la literatura española había
trasvasado a América.
Los andaluces Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, el gallego
Valle-Inclán, los vascos Unamuno y Baroja, los levantinos Azorín o
Gabriel Miró, el canario Tomás Morales -por ejemplo- se instalan de uno u
otro modo en esa reciente tradición. Y en esa misma tradición, adaptada
a su medio, comparecen los mexicanos Gutiérrez Nájera y López Velarde,
los cubanos José Martí y Julián del Casal, el colombiano José Asunción
Silva, el uruguayo Herrera y Reissig, el argentino Leopoldo Lugones,
etc. La paulatina consolidación de nuestra literatura contemporánea -la
de España y la de América- consiste precisamente en eso: en una
conciencia lingüística de espléndida diversidad. Algo que también cabría
referir a la poesía afroantillana -o afrohispana- de un Nicolás
Guillén, un Palés Matos o un Emilio Ballagas, cuando la rítmica
sonoridad de las voces negras bulle en el torrente léxico del español.
Cierto que resulta de veras fascinante atravesar ese inmenso
territorio que va de la Patagonia al río Bravo, y aun penetra en Estados
Unidos, y entenderse en la misma lengua dentro de su natural
diversificación de matices, giros, hábitos dialectales. Esa evidencia
emocionante basta para ratificar que, al margen de todos los ultrajes y
expolios de la historia, las mezclas culturales que se fraguan en
Ultramar propiciaron una nueva siembra lingüística que llegó a
convertirse en el más fecundo logro de la presencia española en América.
Asolamos, quién lo duda, civilizaciones insignes, inculcamos fanatismos
e intolerancias, pero abrimos la ruta integradora de una lengua y una
cultura literaria que prevaleció hasta nuestros días.
Frente a la ideología dominante y al suministro
de una lengua oficialmente depauperada, los novelistas hispánicos que
empiezan a publicar en la década de los 60, habían descubierto que esa
lengua común necesitaba de alguna suerte de rehabilitación, de
remozamiento, frente a los desgastes y anemias del inmovilismo.
(Recuerdo a este respecto una anécdota que he oído contar atribuida a
otros, pero de la que también yo fui protagonista. Un día, cuando yo
vivía en Colombia, viajaba con unos amigos por lo que allí llaman Tierra
caliente. Nos detuvimos en una cantina y allí nos sentamos un rato,
cuando el cantinero, muy respetuosamente, me preguntó si yo era español.
Yo le pregunté a mi vez que en qué lo había notado. “En el dialecto”,
respondió el cantinero. Un excelente compendio, en tres palabras, de la
historia social del mestizaje.)
Bien. Una última apostilla. Hay un libro de Carlos Fuentes que
alcanzó especial resonancia en América Latina y no demasiada en España,
pese a su condición -digamos- fundacional. Me refiero, claro, a La nueva novela hispanoamericana,
publicada en México en 1969. En ese libro, y aparte del dictamen
general sobre los factores históricos de cambio en la narrativa en
cuestión, se estudian cinco novelistas contemporáneos: Vargas Llosa,
Carpentier, García Márquez, Cortázar y Juan Goytisolo. (Es significativa
la inclusión de Goytisolo como correlato español del boom.) Los juicios
de Fuentes a propósito de la evolución de la novela hispanoamericana
tuvieron en cierta forma algo de proféticos. El autor revisita esa
novelística en busca de las causas que propiciaron su apogeo y fija así
un primer canon de lo que se llamaría el boom, fundamentalmente referido
a la reconquista literaria de la lengua. Las circunstancias políticas
en no pocos países latinoamericanos -y, por supuesto, en España- eran
entonces bastante conflictivas, incluso podían llegar a ser asfixiantes.
Y no por casualidad eligió Fuentes a unos escritores (son sus palabras)
“que toman partido por la civilización frente a la barbarie”, enfocando
así de modo unitario un fenómeno que afectó por igual a todas las
literaturas escritas en lengua española.
Frente a la ideología dominante y al suministro de una lengua
oficialmente depauperada, los novelistas hispánicos que empiezan a
publicar en la década de los 60, habían descubierto que esa lengua común
necesitaba de alguna suerte de rehabilitación, de remozamiento, frente a
los desgastes y anemias del inmovilismo. Es lo que ya habían emprendido
sus inmediatos antecesores: Onetti, Rulfo, Borges, Carpentier, Lezama,
Arguedas, Octavio Paz, forjando una literatura que “reivindica la
necesidad evidente de ser ante todo escritura”. Por encima de
restricciones didácticas, de modelos anquilosados, se estabiliza una
literatura –una poética- que cimenta en el lenguaje su exclusiva razón
de ser.
En un angosto margen de tiempo -de 1962 a 1967- se publican La ciudad y los perros, La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, Cien años de soledad, El peso de la noche, El lugar sin límites.
Las afinidades poéticas de sus autores era tan relativa como copiosa su
unánime conciencia de renovación en libertad de un lenguaje literario
malgastado
Es cierto que, al margen de los condicionamientos socioculturales de
cada país, no sería discreto dejar de reiterar el estímulo indirecto que
supuso para la cultura literaria de Latinoamérica la triunfante
revolución cubana. Como es bien sabido, en La Habana arraiga entonces
una creciente atención por la literatura que estaba produciéndose en
Latinoamérica. Los exponentes de lo que pronto se llamaría el boom se
adhieren en aquellos primeros años 60 a los supuestos revolucionarios
cubanos. La historia -y la vida- eran muy distintos entonces a lo que
serían poco después. Los más o menos prolongados marasmos y trances
difíciles que afectaban a un buen número de países de Latinoamérica (y
por supuesto a España) acusan de pronto una agitación que conecta, a
través del campo ideológico, con el literario. Desde un principio, La
Habana se encarga de catapultar, con no improvisada astucia, la imagen
global de unos hechos culturales hasta hacía poco diseminados,
desdibujados por su propio aislamiento o sus precarias posibilidades de
expansión.
En todo caso, lo que de veras promovió una creciente atracción
universal fue el poderoso rango expresivo de unas pocas novelas que,
aparte del natural “exotismo” temático, respondían en muy estimable
medida a “una nueva fundación del lenguaje.” Frente a la obediencia a
normas ya fosilizadas, ese lenguaje proponía el desacato, la afortunada
reinvención de una lengua literaria instintivamente forjada en la
memoria de tantos mestizajes históricos. Como bien se sabe, el eje
editorial de Barcelona (con Carlos Barral a la cabeza y ramificaciones
en México y Buenos Aires) hizo todo lo demás: canalizó en parte la nueva
novela latinoamericana y auspició la recuperación de escritores de
anteriores generaciones. En principio se trataba de cuatro o cinco
narradores amigos, más o menos residentes a la sazón en Barcelona. La
tiranía didáctica de los manuales canonizó sin más el retrato de los
componentes del boom: García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, a
veces Edward, a veces Donoso, una especie de númerus clausus
que desplazaba tácitamente a otros colegas de notable personalidad,
aunque a la larga también acabarían favorecidos por la onda expansiva
del boom.
En un angosto margen de tiempo -de 1962 a 1967- se publican La ciudad y los perros, La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, Cien años de soledad, El peso de la noche, El lugar sin límites.
Las afinidades poéticas de sus autores era tan relativa como copiosa su
unánime conciencia de renovación en libertad de un lenguaje literario
malgastado. Y algo ciertamente ejemplar: esa media docena de narradores
convierten en universal el español que usan los mexicanos, los limeños,
los bonaerenses, los bogotanos, los santiaguinos; trasmutan en lengua
literaria el habla local, a la vez que habilitan nuevas técnicas
novelísticas y nuevas propuestas innovadoras. Una restauración a la que
habría que ir sumando enseguida a Sergio Pitol, Cabrera Infante, Julio
Ramón Rybeiro, Gómez Valderrama, Elizondo, Manuel Puig, Fernando del
Paso, Bryce Echenique, etc. Es el ciclo aún inacabado del post-boom,
surgido en cualesquiera de las áreas del español ultramarino. Ahí están
ya, por ejemplo, sobradamente refrendados los Fernando Vallejo, Roberto
Bolaño, Sergio Ramírez, Juan Villoro, Jorge Volpi, Leonardo Padura,
Santiago Roncagliolo, etc. Y así hasta llegar a los más recientes
propósitos generacionales de revisión estética del boom, una nueva
búsqueda de empresas literarias más complejas, más libres, como pedía
aquel “manifiesto del crack” que puso en circulación Jorge Volpi, o
demandaba aquel otro movimiento infrarrealista en el que Roberto Bolaño
hereda de Roberto Matta la idea de “volarle la tapa de los sesos a la
cultura oficial”, una medida ciertamente saludable. Y por ahí andamos, a
ver qué pasa.