Revisión de un clásico de la literatura, En busca del tiempo perdido, de la mano del especialista colombiano Carlos José Reyes
Marcel Proust con su pinta de dandy francés. Sólo vivió 51 años, entre 1871 y 1922. /elespectador.com |
¿Qué le aporta a un ser humano leer a Marcel Proust? Noventa años
después de la muerte del novelista francés la pregunta sigue tan vigente
como su obra, en plena reedición en todo el mundo con motivo del
aniversario. En abril pasado fue uno de los temas de debate sobre la
cultura de hoy entre el Nobel de literatura Mario Vargas Llosa y el
influyente filósofo Gilles Lipovetsky. Coincidieron en la trascendencia
de las siete novelas que integran En busca del tiempo perdido. El
peruano dijo que haberlas leído enriqueció su vida “enormemente” y
descubrió un tipo de sensibilidad fundamental frente a la condición
humana. El francés opinó que la felicidad o la cultura de una persona no
necesariamente está ligada al conocimiento de un clásico. Mientras
Vargas Llosa teme a la confusión cultural por “la desaparición de los
cánones”, Lipovetsky cree que a alguien le puede gustar algo kitsch y al
mismo tiempo ser un lector de Proust. Sea porque se quiera enaltecerlo o
desmitificarlo, Proust tiene y tendrá capítulo especial en la historia
de la literatura universal.
Aún así, no son muchos los que
realmente han disfrutado a conciencia de esta obra monumental, tal vez
intimidados por su tamaño y densidad (3.000 páginas). En Colombia, un
especialista en Proust es el escritor y profesor Carlos José Reyes,
dramaturgo de 72 años, pionero del teatro nacional, ganador de los
premios Casa de las Américas y Vida y Obra de la Secretaría de Cultura
de Bogotá, y recordado como guionista de la serie de televisión
Revivamos nuestra historia. Este lector e investigador ejemplar,
exdirector de la Biblioteca Nacional, enseñó a leer En busca del tiempo
perdido durante un seminario para estudiantes de la Maestría de
Escrituras Creativas de la Universidad Nacional.
No basta haberse
acercado con timidez a alguna de las siete novelas, la gracia es
completar paso a paso, degustando cada página, esta maratón literaria
confrontándola con la vida de Proust y con los eventos históricos que
influyeron en él y en su escritura. No es una prueba de velocidad como
Pedro Páramo de Rulfo, sino una de largo aliento. Entre seis meses y un
año, dependiendo del juicio del emprendedor, demanda la lectura
disciplinada de Por el camino de Swann, A la sombra de las muchachas en
flor, El mundo de Guermantes, Sodoma y Gomorra, La prisionera, La
fugitiva y El tiempo recobrado. En la era del afán parece una locura
dedicarle tanto tiempo a un autor, pero Reyes la releyó con los alumnos
haciendo anotaciones al margen, en español y en francés, hasta descubrir
la verdadera riqueza de La recherche.
Aunque Proust ha sido
incluido en la odiosa lista de “autores imposibles”, como James Joyce,
cualquier lector puede dejarse llevar por la sensibilidad con que
describe su vida campestre en Combray (en realidad Illiers) y Balbec
(Deauville) y la citadina en París, desde su triste y enfermiza niñez,
su soledad inspiradora, hasta su vida en los salones de la alta sociedad
francesa, pasando por el complejo de Edipo y la definitiva influencia
de su madre, lectora y traductora; su amor por la pintura y la música;
el conflicto con su padre médico porque lo hizo estudiar ciencia
política en la Sorbona y lo imaginaba diplomático, mientras él soñaba
con ser escritor; sus depresiones, sus enamoramientos y
desenamoramientos contenidos y dosificados; el descubrimiento gradual de
su homosexualidad; su visión crítica del hombre en la transición entre
el siglo XIX y el XX.
Sólo un experto como Reyes, que ha leído las
principales biografías sobre Proust, por ejemplo la de Ghislain de
Diesbach (Anagrama) y la de George Painter (Lumen), en especial la
primera, que confronta esa vida con la historia y luego recoge los pasos
del autor en Francia, puede ver aquello que los desprevenidos que dicen
aburrirse en la primera novela no intuyen.
El autor de En busca
del tiempo perdido nació en París el 10 de julio de 1871, en plena caída
del imperio de Napoleón III, sobrino de Bonaparte, mientras estallaba
la comuna de la capital francesa. Con el tiempo este ambiente
revolucionario afectó a un niño hipersensible como Proust. El único
evento político en el que participó tiene que ver con tal proceso y fue
el famoso caso del capitán Alfred Dreyfus, juzgado como traidor por la
supuesta venta de secretos militares franceses a Alemania, condenado a
cadena perpetua, declarado inocente luego de ser defendido por Émile
Zola, a quien se plegó Proust en 1898, en una cruzada contra el
antisemitismo, porque Dreyfus era de origen judío, como la madre de
Proust. Se les unieron artistas como Monet y otros escritores como
Anatole France, la estrella del momento que no trascendió a pesar de
ganar el Nobel en 1921, ¡premio que no recibió Proust!
Por
pintores como Monet, Degas, por la última etapa del impresionismo, por
el puntillismo de Seurat, el comienzo del cubismo de Picasso, la amistad
con Beraud, es que En busca del tiempo perdido se convirtió “en un
paralelo entre la vida y el arte, con una mirada ennoblecida por la
sublimación estética”. Preguntas del profesor Reyes a los lectores: ¿por
qué el protagónico señor Swann es un conocedor del arte? ¿Cómo no ver
la influencia de Renoir en las muchachas en flor y la de Botticelli en
el imaginario de Odette de Crécy? El último deseo de Proust antes de
morir el 18 de noviembre de 1922, a causa de una insuficiencia pulmonar
que ni su padre pudo controlar, fue contemplar el óleo Vista de Delft
(1660), del holandés Vermeer.
A partir de la toma de La Bastilla
(1979), el comienzo de la Revolución francesa, Proust descubrió a
Chateaubriand. Leyó El genio del cristianismo, atraído por iglesias,
catedrales y ritos católicos que luego desfilaron por su obra. Lo
impactaron las Memorias de ultratumba, esa crónica personal del vizconde
sobre su vida en Francia e Inglaterra. La tragedia griega, las
Confesiones de San Agustín y La comedia humana de Balzac también fueron
grandes influencias contrapuestas de intentos de “contar la vida”.
En
el caso del burgués Balzac, analizó su aproximación a los arquetipos de
la sociedad francesa que Proust luego penetró con maestría a través del
señor Swann, su esposa Odette, la señora de Villeparisis, el señor de
Norpois, la familia Verdurin, etc., personajes que encarnan los
hipócritas rituales parisinos de reconocimiento y ascenso social,
todavía reinantes en la actualidad.
Una vez estudió los modelos
narrativos de la novela de los siglos XVIII y XIX encontró en Flaubert
“la obra abierta, sin comienzo ni final establecido”, una línea
innovadora que lo llevó, teniendo en cuenta a Madame Bovary, a la Naná
de Zola y a la Dulcinea del Quijote, a crear su Albertina, el amor
imposible de Marcel, el protagonista de En busca del tiempo perdido. Es
la voz adulta de Marcel la que “destruye desde adentro, desde su primera
persona, la estructura que hasta entonces le daba el hilo conductor a
un protagonista creado por un narrador omnisciente”.
Proust, según
Reyes, revalida en carne propia el eterno retorno al yo aprendido de
Nietzsche y el mundo en acción representado bajo la concepción de
Schopenhauer. El yo vuelve a la niñez y desde allí se desplaza hacia los
demás personajes. Tampoco fue ajeno a los efectos de la Ilustración a
través de Rousseau, ni a la poesía de Rimbaud, Verlaine y Baudelaire.
“Las flores del mal le dieron aliento poético, el equilibrio estético
entre el horror y la belleza”. La avidez de Proust lo llevó incluso a
leer al colombiano José Asunción Silva, que vivió en Francia y frecuentó
los salones parisinos de la intelectualidad modernista, donde el
venezolano Reynaldo Hahn tocaba el piano mientras el dandy Proust leía
sus borradores. En esa atmósfera conoció a Wilde y a Gide. Este último
era crítico de libros y dijo que a En busca del tiempo perdido le
faltaba estructura.
Otro arte transversal en la obra de Proust es
la música. Reyes relee casi tarareándolo para demostrar “el ritmo de
sonata en tres tiempos y el uso de la coda”. También están el teatro y
la arquitectura. Proust dijo que sus novelas tenían la estructura del
“edificio inmenso del recuerdo” con los detalles de una catedral gótica:
“Mi obra es toda mi teoría del arte”. Integró la pasión artística a la
pasión por la naturaleza y las experimentó hasta lo sensual.
Materia
prima fundida, transformada en un clásico de ritmo no lineal sino
arbitrario, al rescate de los recuerdos: “La memoria como fuente de
escritura y a la vez como acto de vida; vivir y escribir se confundieron
y Proust terminó viviendo en el libro y ahí plasmó su entrega absoluta a
una obra monumental que le tomó entre 1908 y su muerte en 1922”. La
vida biológica transcurre a la par de la vida mental: un olor, un
objeto, una textura, una situación cotidiana, desatan el proceso
creativo desde lo sensorial hacia la narración, la idealización, la
reflexión, la ensoñación, la intensidad de lo que se ve, se siente, se
oye, se percibe.
La narración —un flujo permanente, meticuloso
pero sutil, rico en digresiones— se construye con base en frases
subordinadas que molestan a algunos puristas de la llamada “narración
eficaz” y desconcentran a lectores descuidados, pero son esas ideas,
yendo y viniendo, las que dan musicalidad y belleza a la prosa. En la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional hay un ensayo
de A. M. Bergmann sobre Proust, en el que define así su estilo: “Es como
el deslizarse con las puntas de los dedos por la superficie de una seda
suntuosa”. En concepto del poeta y ensayista Juan Gustavo Cobo Borda,
otro experto colombiano en Proust, una “sólida y a la vez fulgurante
hazaña narrativa”.
No por eso las novelas dejan de ceñirse a su
época: la Francia convulsionada, la gran Exposición Universal de 1900,
el París de las cenas y las fiestas, de los paseos por los Campos
Elíseos, la Italia de la Florencia perfumada; fichas al servicio de la
experiencia de vida y del ejercicio del escritor, no puestas allí para
decorar. Proust no juzga a la aristocracia empoderada tras la caída de
Napoleón III, sin embargo, gracias a su técnica narrativa logra una
reveladora radiografía y establece una ruptura con la sociedad francesa
que conoció. La misma técnica que permite a los personajes aparecer con
discreción, tomar fuerza, trascender y difuminarse dejando huella. Bien
dijo el profesor Reyes: “Balzac hacía sus personajes desde afuera y
Proust los construyó desde adentro, desde sus emociones”.
La
cereza del pastel, porque de Proust también se puede hacer un tratado de
culinaria, es que de forma paralela elabora entre líneas un discurso
contra el arribismo social, la politiquería, el nacionalismo, la
religión que manipula, los tinterillos, el periodismo amarillista, las
falsas posturas frente a la sexualidad para acallar la homosexualidad
hace un siglo (leer Sodoma y Gomorra), sobre qué es y qué no es
literatura. El resultado es una obra totalizante, comparable al Ulises
en pretensión y efecto, distinta a la de Joyce en cuanto a lenguaje,
estructura, ambigüedad y complejidad.
Con una obra de arte mayor
como En busca del tiempo perdido y con un profesor de la talla de Carlos
José Reyes es difícil negarse a conocer el mundo de Proust, sin
importar si en ese viaje delicioso la vida contrapuesta del lector a la
del autor se refleja más en el estético y dubitativo camino de Swann o
en el mundano e ilusorio camino de Guermantes... o se funde en los dos.
Proust se renueva en librerías y hasta en cómic
Con
motivo de los 90 años de la muerte del autor, su obra fue reeditada en
Francia y España. La novedad es el rescate de su poesía inédita,
publicada ahora en español en 368 páginas bajo el sello Cátedra, gracias
al traductor y editor Santiago R. Santerbás, quien advirtió: “No se
puede hablar de poesía proustiana como de un conjunto uniforme,
constante y susceptible de clasificación. Los primeros versos y los
retratos de poetas y músicos responden quizás a una sincera e ingenua
vocación poética. Los restantes, inéditos, son de muy variada índole.
Rechaza el clasicismo parnasiano y presenta esquemas a lo Baudelaire y
Verlaine. O simples juegos versificados sin pretensión alguna…. porque
Proust no era poeta, y él era consciente de ello”. También en Francia y
España acaba de aparecer en cómic el II volumen de los siete de ‘En
busca del tiempo perdido’, novela ilustrada por el francés Stéphane
Heuet e ideada por la editorial Sexto Piso. En Colombia el sello
editorial Taurus lanzó ‘Días de lectura’, sobre qué y cómo leía Proust.