Algunas voces de escritores
Portada El Mar de John Banville./revistadeletras.net |
“A lo mejor todo lo que nos ocurre en la vida no es más que una larga preparación para abandonarla”, proclama Max Morden, narrador y protagonista de El mar, novela de John Banville.
Su esposa Anna ha muerto después de una larga enfermedad y él decide
finalmente recluirse en el pueblo costero donde veraneaba de niño junto a
sus padres. A propósito de la pérdida de su mujer, la experiencia del
reencuentro con su pasado más remoto se verá salpicada de un puñado de
reflexiones sobre la vida, la enfermedad terminal y la muerte.
No escasean los escritores que en sus novelas miran de lleno a los ojos de la muerte. No es de extrañar, pues, como escribió Fernando Pessoa en Libro del desasosiego, “en lo que nace, tanto podemos sentir lo que nace como pensar lo que ha de morir”.
Para pensar esto último, sin embargo, tal vez sea necesario alcanzar la
facultad que este poeta supo desplegar de verse viendo por detrás de
los propios ojos:
Una idea parecida expresa Rainer Maria Rilke en Los apuntes de Malte Laurids Brigge. Escribe en un pasaje de este libro:Veo como veía, pero por detrás de los ojos me veo viendo; y sólo con ello se me oscurece el sol y el verde de los árboles es viejo y las flores se marchitan antes de aparecer.
¡Qué melancolía y dulzura tenía la belleza de las mujeres encintas y de pie, cuando su gran vientre, sobre el que, a pesar suyo, reposaban sus largas manos, contenía dos frutos: un niño y una muerte. Su sonrisa densa, casi nutritiva en su rostro tan vacío, ¿no provenía quizá de que sentían a veces crecer en ellas el uno y la otra?
Regreso a la cita de Pessoa. Su invitación a sentir en lo que nace también lo que ha de morir me remite a una nota en los últimos Diarios de Sándor Márai:
Nacer no es una experiencia, porque es accidental: nos pasa sin más, involuntariamente. La muerte sí constituye una experiencia, puesto que nos sobreviene contra nuestra voluntad.
No siempre se presenta la muerte como el
último destino dictado por el curso biológico de la existencia. Puede
aparecer de forma imprevista en cualquier momento. A pesar de esta
evidencia, se insiste en volverle la cara. Escribe Sándor Márai en otro
fragmento de sus Diarios:
Para los supervivientes, la muerte inesperada es como un insulto. Protestan indignados como si dijeran: ¡qué indiscreción!
No parece soportable convivir en un
estado de permanente vigilia con la idea de la finitud de la vida.
Incluso la inminencia de la muerte suele generar autoengaño en las
personas, tal y como indica John Banville en Los infinitos. En este libro destaca una cita de Arthur Köstler significativa al respecto:
La incredulidad ante tu propia muerte crece en proporción a su proximidad.
Añade Köstler que la mente se vale de
mecanismos para alejarse del pensamiento de la muerte. Así es capaz de
dividir en dos mitades la conciencia para que una de ellas examine
fríamente lo que la otra está experimentando. Esta idea se sitúa en la
línea de otra aportada por Freud:
Es, en efecto, imposible imaginar nuestra propia muerte; y siempre que lo intentamos advertimos que de hecho seguimos estando presentes como espectadores.
De ahí que, por lo general, se hable en clave de la muerte, de la propia y del fallecimiento de los seres más próximos. Un fragmento de Los infinitos revela ese modo de proceder que consiste en buscar voces alternativas que sustituyan a la innombrable muerte. En una estancia se han reunido el narrador e Ivy, una mujer joven. Se hallan en una finca campestre en la que se ha recluido la familia Godley a la espera de la defunción del padre de familia, el viejo Adam. No hay vuelta atrás en su estado de coma. Todos están muy ajetreados e Ivy le pregunta al narrador si ha venido de la sala donde se encuentran los demás. La escena transcurre así:
Entonces concluye el narrador, refiriéndose a los mortales y dirigiéndose al lector:- ¿Vienes de allí?
- Sí.
- ¿No hay noticias?
- Sin novedad.
Lo que es su forma en clave de consultarse sobre la cuestión del esperado fallecimiento del viejo Adam.
En los casos en que nos encontramos
junto a un moribundo, asistir a su muerte nos puede llevar a
experimentar una sensación de temor, cuando no de pánico. Interiormente
se desea salir corriendo a pedir auxilio, como si la muerte fuera una
experiencia más de entre las experiencias temporales. Cuenta Max Morden
en El mar, recordando su presencia en la habitación del hospital donde estaba ingresada su mujer:
Anna tosió, y sonó como un entrechocar de huesos. Sabía que era el final. Sentí que no estaba a la altura del momento y quise gritar pidiendo ayuda. ¡Enfermera, enfermera, venga rápido, mi mujer me está dejando!
Antes de presenciar la muerte por
enfermedad de un ser querido hemos de enfrentarnos al anuncio del
diagnóstico médico. Ante la sospecha del peor mal, la mente suele
recurrir a divagaciones como un modo de distracción. Es lo que le ocurre
a Max Morden en la primera consulta decisiva con el doctor, el señor
Todd (Tod en alemán significa muerte). Dice en un pasaje de El mar:
El señor Todd nos invitó a sentarnos. No podía tolerar la idea de acomodarme en una silla, por lo que me acerqué hasta la pared de cristal y me quedé allí de pie, asomándome. Justo debajo de mí había un roble, o quizá era un haya, nunca he distinguido muy bien esos árboles caducifolios tan grandes, desde luego no era un olmo, pues están todos muertos, pero algo noble, de todos modos, el verde veraniego de su amplia copa apenas había sido plateado por el aliento del invierno. Relucían los techos de los coches. Una joven con un vestido oscuro cruzaba rápidamente el aparcamiento, e incluso a esa distancia podía oír el sonido metálico de sus tacones sobre el asfalto. Anna se reflejaba pálidamente en el cristal que tenía delante de mí, sentada muy cerca sobre la silla metálica, en un perfil de tres cuartos, comportándose como la paciente modelo, una rodilla cruzada sobre la otra y las manos juntas sobre el muslo. El señor Todd se sentaba de lado ante su escritorio, hojeando los papeles del historial médico de Anna; la cartulina rosa pálido de la carpeta me recordó esas gélidas mañanas de verano en la escuela después de las vacaciones de verano, el tacto de los flamantes libros de texto y el olor de tinta y de los lápices afilados, lleno de presagios. Cómo divaga la mente, incluso en las ocasiones más concentradas.
Una vez conocido el dictamen médico, se
alza un muro infranqueable entre la vida y la enfermedad mortal. Se
siente, haciendo uso de unas palabras de Rilke, que
la vida se desliza sin estar anudada a ninguna cosa, como un reloj en un cuarto vacío.
De esta sensación habla también Enrique Vila-Matas en su primer Dietario voluble. Cuenta sobre su enfermedad renal severa que a punto estuvo de llevarle a la tumba. Al tercer día de su ingreso en la décima planta de un hospital descubrió desde la ventana que sorprendentemente había vida abajo. Se fijó en el hormigueo de gente, según escribe,
cruzando febrilmente avenidas y calles: la misma enloquecida circulación humana que no se alteró cuando el joven de La condena de Kafka se arrojó desde la ventana de su casa paterna.
También cuando alguien muere las cosas continúan existiendo, encantadoras e indiferentes. Dice Vila-Matas en su Dietario voluble:
¡Pero si ya sabemos que nada revela tanto la pérdida de un individuo como la continuación de la vida en el mundo, que se aleja cada vez más de los ojos que ya no lo pueden mirar!
En versos de la poeta Emily Dickinson, que podrían aludir al sentimiento de pérdida de los supervivientes afectados:
Los cielos, sonrientes, se deslizansobre nuestras cabezas contrariadassin una sola sílaba.
Se siente, de golpe, que se ha de empezar de nuevo. Comenta Max Morden en El mar, una vez que ha muerto Anna:
Y ahora todo había acabado, y para mí había empezado otra cosa, que era el delicado asunto de haberla sobrevivido.
En páginas anteriores recurre a la imagen del sol para expresar su dolor:
El sol es para mí el grueso ojo del mundo que me mira con sumo deleite mientras yo me retuerzo en mi tristeza.
Y en otro lugar de El mar dice:
En lo sucesivo tendría que tratar a las cosas como son, no como me las imaginaba, pues esta era una nueva versión de la realidad.
De poco sirve en esas circunstancias idear una estrategia para sentir menos intensamente el dolor. Lo único que se puede hacer con el sufrimiento es aguantarlo, escribe C. S. Lewis en Una pena en observación, y agrega, recurriendo al símil del dolor en la consulta del dentista:
En realidad da igual agarrarse de forma crispada a los brazos del sillón del dentista que dejar las manos reposando en el regazo. El taladro taladra igual.
Difícil, por otro lado, convivir con la gente corriente, desconocedora de la inmensa tristeza del superviviente. Un pasaje de El mar parece hablar en este sentido:
Lo que pasa, ya ve -dije- es que mi esposa ha muerto.No sé por qué me dio por soltarlo así. (…) Avril me miró a la cara sin expresión, a la espera de que dijera algo más, sin duda. Pero ¿qué más podía decir? Cuando se anuncia algo así no hay manera de ampliarlo.
La reacción de las personas conocidas
ante la enfermedad mortal suele así mismo acentuar la distancia entre
los afectados y el mundo de los vivos. Reflexiona de la siguiente manera
Max Morden, ya en casa, después de acudir a la consulta del señor Todd:
Comprendí tristemente que así serían las cosas a partir de entonces, que allí donde Anna fuera la precedería el mudo repicar de la campana del leproso. ¡Qué buen aspecto tienes!, exclamarían, ¡vaya, nunca te había visto tan bien! Y ella poniendo su brillante sonrisa, su cara de valor, pobre señorita Enloshuesos.
También se suele dar una distancia
insalvable entre la persona que padece una enfermedad terminal y sus
acompañantes directos. Por mucho que haya implicación de la otra parte,
parece que la enfermedad es una experiencia intransferible. Comenta Max
Morden en una página de El mar:
Un día, Anna, después de que se le cayera el pelo, vio pasar por la acera de enfrente una mujer que también era calva. No sé si Anna me vio mirando la mirada que intercambiaron, las dos perplejas y al mismo tiempo perspicaces, ladinas, cómplices. En los interminables doce meses de su enfermedad no creo que me sintiera más distante de ella que en ese momento, apartado por la fraternidad de los afligidos.
Cuando muere un ser querido, el
sentimiento de pérdida se ve reforzado por esa modalidad de indiferencia
que muestran los humanos hacia la muerte en general. Como si pensaran
que son siempre los otros los que se mueren, suelen dar la espalda a la
propia condición mortal. En Dietario voluble de Enrique
Vila-Matas se presenta una escena de bañistas que continuaron
bronceándose en una piscina pública a escasos metros de un cadáver. El
muerto era un joven al que posiblemente le dio un corte de digestión.
Sigue contando Vila-Matas:
Al pobre Joseph, que fue el socorrista que buscó desesperadamente salvarle la vida, se le acercó un bañista (cuando más desolado estaba por el fracaso de su inútil intento) y le pidió cambio de un euro. Otros, los pocos que decidieron marcharse de la piscina (seguramente se iban a comer, eran las tres de la tarde) pidieron que se les devolviera el dinero de la entrada.
En El hombre sin atributos describe Robert Musil un accidente que presenciaron dos personas en la calle. Un camión, frenado de golpe, había rebasado la acera con una rueda. Un hombre, recostado en el bordillo de la calzada, yacía como muerto. Igual que las abejas, concentradas a la entrada de la colmena, se agolpaba la gente alrededor de un círculo que nadie se atrevía a franquear. En él estaba el conductor del camión descolorido como un papel de envolver, explicando con burdos ademanes el accidente. Los circundantes no decidieron en esta ocasión pasar de largo, pero tampoco socorrer al accidentado.
Turnándose se arrodillaban frente a él por hacer algo; alguien le abrió la chaqueta y se la cerró; unos le incorporaron, otros volvían a acostarlo; en definitiva, nadie pretendía otra cosa que cubrir el expediente hasta que el servicio de ambulancia se hiciera cargo de él y le prestara ayuda eficaz.
Tampoco los dos paseantes intentaron
auxiliar al hombre. Después de partir la ambulancia, rompieron el hielo
hablando del sistema de frenos y ambos se sintieron aliviados una vez
que se concentraron en un problema técnico que no era de su incumbencia.
Es otra versión de la escena de los bañistas del libro de Vila-Matas. En Dietario voluble
escribe también este escritor que ante el fallecimiento de un
desconocido deberíamos sentir el mismo estupor indecible que nos
despierta la muerte de seres queridos. En otra página de este libro se
lee:
Todos sabemos que nos podemos echar atrás ante los sufrimientos del mundo, y de hecho eso es lo que corresponde más a nuestra más íntima naturaleza. Pero como dice Kafka, quizás ese echarte atrás es el único sufrimiento que podrías evitar.
El dolor por la muerte de los seres
queridos termina encontrando interiormente su propio hueco. Entonces el
sentido de extrañeza frente al mundo se suele tornar en una sensación de
ligereza. Dice Max Morden en El mar, tiempo después de la muerte de Anna:
Quizá estoy aprendiendo a vivir otra vez entre los vivos. Practicando, quiero decir. Pero no, no es eso. Estar aquí no es más que una manera de no estar en otra parte.
Con otras palabras escribe Vila-Matas:
Nada es de ningún sitio concreto y el estado más lúcido del hombre es no tener nada y sentirse extranjero siempre.
Es esta una circunstancia que favorece la escritura, porque, como también se lee en Dietario voluble,
Sentirse extranjero es una de las condiciones de la escritura, habitar el mundo de una forma un poco esquinada.
El mar. John Banville. Traducción de Damián Alou. Anagrama (Barcelona, 2006) Libro del desasosiego. Fernando Pessoa. Introducción y traducción de Ángel Crespo. Seix Barral (Barcelona, 1985)Los apuntes de Malte Laurids Brigge. Rainer Maria Rilke. Traducción de Francisco Ayala. Alianza (Madrid, 1981)Diarios 1984-1989. Sándor Márai. Traducción de Eva Cserhati y A. M. Fuentes Gaviño. Salamandra (Barcelona, 2008)Los infinitos. John Banville. Traducción de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama (Barcelona, 2010)Dietario voluble. Enrique Vila-Matas. Anagrama (Barcelona, 2010) La soledad sonora. Emily Dickinson. Selección, prólogo y versión de Lorenzo Oliván. Pre-Textos (Valencia, 2001 Una pena en observación. C. S. Lewis. Versión de Carmen Martín Gaite. Anagrama (Barcelona, 1994)El hombre sin atributos. Robert Musil. Traducción de José M. Sáenz. Seix Barral (Barcelona)