Paul Auster y J. M. Coetzee sacaron a relucir sus plumas y construyeron un notable epistolario en el que tocan los más diversos temas. La confraternidad, las experiencias personales, la escritura, incluso el deporte se pasean por las páginas de Aquí y ahora con la gracia de una prosa íntima e informal
Auster y Coetzee: carta a carta./Sebastián Dufour./adncultura.com |
La literatura epistolar supo tener
una larga prosapia, que se remonta a tiempos tan distantes como el siglo
XVII. El gesto de J. M. Coetzee y Paul Auster en Aquí y ahora (que
publican conjuntamente Anagrama y Mondadori, las editoriales españolas
de cada uno de los autores) tiene algo provocativamente anacrónico.
Cuando se conocieron en 2008 en el festival literario de Adelaida, en
Australia, casi de inmediato surgió la idea de intercambiar cartas. La
propuesta: tocar los más diversos temas al hilo de los azares que fuera
proponiendo la correspondencia. No se trata tanto de nostalgia como de
formular un tácito elogio de la lentitud. Porque, ¿cuál otra puede ser
hoy la función de un escrito de estas características cuando existen
fórmulas más veloces de comunicación? El intercambio epistolar se aviene
bien, por lo demás, con el carácter de ambos. El Premio Nobel de
Literatura John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940), creador de
obras como Desgracia y Verano, es conocido por su laconismo y su
renuencia a las entrevistas. El estadounidense Paul Auster (Nueva
Jersey, 1947), un autor que todavía hoy borronea a mano y pasa en limpio
sus novelas en una histórica máquina de escribir, es dado a las
incursiones autobiográficas.
La selección que presentamos refleja sus
consideraciones sobre la amistad, la infancia, el deporte, siempre con
un ojo en la literatura.
14-15 de julio de 2008
Querido Paul:
He estado pensando en las amistades, en cómo surgen, en
por qué duran -algunas- tanto tiempo, más tiempo que los compromisos
pasionales de los que a veces se considera (erróneamente) que son tibias
imitaciones. Estaba a punto de escribirte una carta sobre todo esto,
empezando por la observación de que, teniendo en cuenta lo importantes
que son las amistades en la vida social, y lo mucho que significan para
nosotros, particularmente durante la infancia, resulta sorprendente lo
poco que se ha escrito sobre el tema.
Pero luego me he preguntado a mí mismo si esto es
realmente cierto. De manera que antes de sentarme a escribir he ido a la
biblioteca a hacer una comprobación rápida. Y, oh maravilla, no me
podría haber equivocado más. En el catálogo de la biblioteca había
montones de libros sobre el tema, veintenas, muchos de ellos bastante
recientes. Cuando fui un poco más allá y les eché un vistazo a aquellos
libros, sin embargo, recuperé algo de autoestima. A fin de cuentas yo
había tenido razón, o por lo menos la había tenido a medias: la mayor
parte de lo que aquellos libros decían de la amistad no tenía demasiado
interés. Parece ser que la amistad sigue siendo en cierto modo un
enigma: sabemos que es importante, pero no tenemos nada claro por qué la
gente traba amistad y la conserva.
(¿Qué quiero decir cuando digo que lo escrito presenta
poco interés? Compara la amistad con el amor. Sobre el amor se pueden
decir cientos de cosas interesantes. Por ejemplo: los hombres se
enamoran de mujeres que les recuerdan a su madre, o mejor dicho, que al
mismo tiempo les recuerdan y no les recuerdan a su madre, que al mismo
tiempo son y no son su madre. ¿Es cierto? Puede que sí y puede que no.
¿Interesante? Ciertamente. Ahora miremos la amistad. ¿A quiénes eligen
los hombres como amigos? A otros hombres más o menos de la misma edad,
con intereses parecidos, por ejemplo los libros. ¿Es cierto? Tal vez.
¿Interesante? Para nada.)
Déjame que te haga una lista de las pocas observaciones
sobre la amistad que recogí durante mis visitas a la biblioteca y que
me parecieron realmente interesantes.
Una. Dice Aristóteles que no se puede ser amigo de un objeto inanimado ( Ética
, capítulo 8). ¡Pues claro que no! ¿Quién ha dicho alguna vez que sí?
Pese a todo, es interesante: de repente uno ve de dónde sacó su
inspiración la filosofía lingüística moderna. Hace dos mil cuatrocientos
años Aristóteles ya estaba demostrando que algo que parecían postulados
filosóficos no podían ser más que reglas de la gramática. En la frase
"«Soy amigo de X"» nos dice, "«X tiene que ser el nombre de algo
animado"».
Dos. Se puede tener amigos y no querer verlos, dice
Charles Lamb. Cierto, y también interesante: es otro sentido en el que
los sentimientos de amistad se distinguen de los apegos eróticos.
Tres. Los amigos, o por lo menos las amistades
masculinas en Occidente, no hablan de lo que sienten entre ellos.
Compárese este fenómeno con la verborrea de los amantes. De momento, no
muy interesante. Pero cuando el amigo se muere, sale la pena a raudales:
"«¡Ay, demasiado tarde!"» (dice Montaigne de La Boétie, dice Milton de
Edward King). (Pregunta: ¿acaso el amor es locuaz porque el deseo es por
naturaleza ambivalente -Shakespeare, Sonetos -, mientras que la amistad es taciturna porque es algo sencillo y sin ambivalencias?)
Por fin, un comentario que hace Christopher Tietjens en El final del desfile
de Ford Madox Ford: uno se acuesta con una mujer para estar en
condiciones de hablar con ella. En otras palabras, hacer de una mujer tu
amante no es más que un primer paso; el segundo, hacer de ella tu
amiga, es el que importa; sin embargo, en la práctica hacerse amigo de
una mujer con la que no te has acostado es imposible porque quedan en el
aire demasiadas cosas sin decir.
Si realmente cuesta tanto decir algo interesante sobre
la amistad, entonces se materializa otra idea: que a diferencia del amor
o de la política, que no son nunca lo que parecen, la amistad sí es lo
que parece. La amistad es transparente.
Las reflexiones más interesantes sobre la amistad
vienen del mundo antiguo. ¿Y por qué? Pues porque en la Antigüedad la
gente no consideraba la actitud filosófica como una actitud
inherentemente escéptica, y por consiguiente no daban por sentado que la
amistad tenía que ser algo distinto a lo que parecía ser; o bien, al
revés, llegaron a la conclusión de que si la amistad era lo que parecía y
nada más, entonces no podía ser tema para la filosofía.
Cordialmente,
John
Brooklyn,
29 de julio de 2008
Querido John:
Esa es una cuestión a la que he venido dando muchas
vueltas a lo largo de los años. No diré que haya llegado a una postura
coherente sobre la amistad, pero para contestar a tu carta (que ha
desatado en mí un torbellino de ideas y recuerdos), quizá sea éste el
momento de intentarlo.
Para empezar, me limitaré a la amistad masculina, a la amistad entre hombres, entre niños.
1) Sí, hay amistades transparentes, sin ambivalencia
(para emplear tus términos), pero no muchas, según mi experiencia. Eso
quizá tenga algo que ver con otra de las palabras que utilizas:
taciturno. Estás en lo cierto al decir que los amigos (al menos en
Occidente) "no suelen hablar de sus sentimientos mutuos". Yo daría un
paso más allá, añadiendo lo siguiente: los hombres no suelen hablar de
sus sentimientos, y punto. Y si no sabes cómo se siente tu amigo, ni qué
es lo que siente ni por qué, ¿puedes decir en serio que es tu amigo? Y
sin embargo la amistad perdura, a menudo durante muchas décadas, en esa
ambigua zona del no saber.
Al menos tres de mis novelas tratan directamente de la
amistad entre hombres, son en cierto sentido historias sobre la amistad
masculina - La habitación cerrada , Leviatán y La noche del oráculo
-, y en cada caso, esa tierra de nadie del no saber que separa a los
amigos se convierte en el escenario donde se representan los dramas.
Un ejemplo de la vida real. Durante los últimos
veinticinco años, uno de mis amigos íntimos -quizá el más cercano que he
tenido en mi vida adulta- es una de las personas menos charlatanas que
he conocido nunca. Es mayor que yo (me lleva once años), pero tenemos
mucho en común: ambos somos escritores, estamos estúpidamente
obsesionados con los deportes, los dos casados desde hace mucho con
mujeres excepcionales, y, lo que es más importante y difícil de definir,
albergamos cierta sensación inexpresada pero compartida de cómo hay que
vivir: una ética de la madurez. Y sin embargo, por mucho cariño que le
tenga a esa persona, por dispuesto que esté a partirme el pecho por él
en momentos difíciles, nuestras conversaciones son casi sin excepción
insulsas y anodinas, enteramente triviales. Nos comunicamos emitiendo
breves gruñidos, volviendo a una especie de lenguaje taquigráfico que a
un extraño resultaría incomprensible. En cuanto a nuestro trabajo (la
fuerza motriz de nuestras respectivas vidas), rara vez lo mencionamos.
Para demostrar lo reservado que es este hombre, ahí va
una pequeña anécdota. Hace unos años, estaban a punto de aparecer las
galeradas de una nueva novela suya. Le dije que tenía muchas ganas de
leerlas (unas veces nos enviamos los manuscritos acabados, y otras
esperamos a las pruebas de imprenta), y me contestó que muy pronto
recibiría un ejemplar. Las galeradas llegaron por correo a la semana
siguiente, abrí el paquete, hojeé el libro, y descubrí que me lo había
dedicado a mí. Me emocioné, desde luego, y profundamente, además; pero
el caso es que mi amigo nunca me había dicho una palabra de ello. Ni la
más mínima insinuación, ni el más leve guiño premonitorio, nada.
¿Qué es lo que intento decir? Que conozco a ese hombre y
no lo conozco. Que es mi amigo, mi amigo más querido, a pesar de ese no
saber. Si mañana va y atraca un banco, me quedaría horrorizado. Por
otro lado, si me enterase de que engaña a su mujer, de que tiene una
joven amante guardadita por ahí en un apartamento, me llevaría una
decepción, pero no me horrorizaría. Todo es posible, y los hombres
ocultan secretos, incluso a sus íntimos amigos. En el caso de la
infidelidad conyugal de mi amigo, me sentiría decepcionado (porque
habría defraudado a su mujer, alguien a quien tengo mucho cariño), pero
también dolido (porque no habría confiado en mí, lo que significaría que
su amistad no es tan íntima como yo pensaba).
(Una súbita y luminosa idea. Las mejores amistades, las
más duraderas, se basan en la admiración. Ése es el sentimiento
fundamental que relaciona a dos personas durante un prolongado período
de tiempo. Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo
se las arregla para andar por el mundo. Esa admiración lo ennoblece, lo
realza ante tus ojos, lo eleva a una posición que, a tu juicio, es
superior a la tuya. Y si esa persona también te admira a ti -y por tanto
te ennoblece, te realza, te eleva a una posición que considera superior
a la suya-, entonces os encontráis en condiciones de absoluta igualdad.
Ambos dais más de lo que recibís, los dos recibís más de lo que dais, y
en la reciprocidad de ese intercambio, florece la amistad. De los
cuadernos de Joubert (1809): "No sólo debe cultivarse el trato con los
amigos, también hay que cultivar su amistad dentro de uno mismo:
conservarla con esmero, cuidarla, regarla". Y de nuevo Joubert: "Siempre
perdemos la amistad de aquellos que pierden nuestra estima".)
2) Niños. La infancia es el período más intenso de
nuestra vida porque lo que solemos hacer entonces, lo hacemos por
primera vez. Poco tengo que aportar a esto salvo un recuerdo, pero ese
recuerdo parece poner de relieve el infinito valor que atribuimos a la
amistad cuando somos jóvenes, e incluso muy jóvenes. Yo tenía cinco
años. Billy, mi primer amigo, apareció en mi vida de una forma que ya no
alcanzo a recordar. En mi memoria es un extraño y alborozado personaje
de opiniones firmes y un talento bastante desarrollado para las
travesuras (cosa que a mí me faltaba en grado sumo). Tenía un grave
defecto del habla, y pronunciaba las palabras de manera tan confusa, se
le atascaban tanto en la saliva que se le acumulaba en la boca, que
nadie llegaba a entender lo que decía; salvo el pequeño Paul, que le
servía de intérprete. Gran parte del tiempo que pasábamos juntos lo
dedicábamos a deambular por nuestro barrio residencial de Nueva Jersey
en busca de animalitos muertos -pájaros, sobre todo, pero también alguna
rana o ardilla listada- para enterrarlos en el parterre que bordeaba mi
casa. Ritos solemnes, cruces de madera hechas a mano, prohibido reírse.
Billy aborrecía a las chicas, se negaba a rellenar las páginas de los
cuadernos para colorear que mostraran representaciones de figuras
femeninas, y como su color favorito era el verde, estaba convencido de
que la sangre que corría por las venas de su oso de peluche era verde. Ecce
Billy. Entonces, cuando teníamos seis años y medio o siete, se mudó con
su familia a otra ciudad. Congoja, seguida de semanas, si no meses, de
añoranza de mi amigo ausente. Por fin, mi madre cedió y me dio permiso
para hacer la costosa llamada de teléfono a la nueva casa de Billy. El
contenido de nuestra conversación se me ha borrado de la memoria, pero
recuerdo mis sentimientos tan vívidamente como me acuerdo de lo que he
tomado para desayunar esta mañana. Eran los mismos que más adelante
tendría de adolescente al hablar por teléfono con la chica de quien me
había enamorado.
En tu carta haces una distinción entre amistad y amor.
Cuando somos pequeños, antes de que se inicie nuestra vida erótica, no
hay diferencia. La amistad y el amor son una misma cosa.
3) La amistad y el amor no son la misma cosa. Hombres y
mujeres. Diferencia entre matrimonio y amistad. Una última cita de
Joubert (1801): "Sóolo debes elegir por esposa a la mujer que escogerías
como amigo, si fuera hombre".
Una formulación bastante absurda, supongo (¿cómo puede
una mujer ser hombre?), pero se entiende lo que quiere decir, y en el
fondo no se diferencia mucho de tu observación sobre El final del desfile
, de Ford Madox Ford, y la caprichosa y divertida afirmación de que
"uno se acuesta con una mujer para estar en condiciones de hablar con
ella".
El matrimonio es sobre todo una conversación, y si
marido y mujer no encuentran un modo de ser amigos, su unión tiene pocas
posibilidades de subsistir. La amistad es un componente del matrimonio,
pero el matrimonio es una discusión que no deja de evolucionar, una
eterna obra inacabada, una continua exigencia de llegar al fondo de sí
mismo y reinventarse en relación con el otro, mientras que la amistad
pura y simple (es decir, la amistad fuera del matrimonio) tiende a ser
más estática, más cortés, más superficial. Ansiamos la amistad porque
somos seres sociables, nacidos de otros seres y destinados a vivir entre
otros seres hasta el día de nuestra muerte, pero cuando se piensa en
las peleas que a veces estallan incluso en el mejor de los matrimonios,
los apasionados desacuerdos, los exaltados insultos, los portazos y
platos rotos, se comprende enseguida que tal comportamiento sería
intolerable dentro de los decorosos ámbitos de la amistad. La amistad
significa buenas maneras, amabilidad, constancia en el afecto. Los
amigos que se gritan rara vez continúan siéndolo. Los maridos y mujeres
que se gritan suelen seguir casados; a veces felizmente casados.
¿Pueden ser amigos hombres y mujeres? Creo que sí. Con
tal de que no exista atracción física en ninguna de las partes. Una vez
que la sexualidad entra en escena, se acabó lo que se daba.
4) Continuará. Pero también es preciso tratar otros
aspectos de la amistad: a) Amistades que decaen y mueren. b) Amistad
entre personas que no comparten necesariamente intereses comunes (amigos
del trabajo, del colegio, de la guerra). c) Círculos concéntricos de la
amistad: el núcleo de íntimos, los menos íntimos pero bastante afines,
los que viven lejos, los conocidos simpáticos, y así sucesivamente. d)
Todos los demás puntos de tu carta que no se han tocado.
Con calurosos recuerdos desde la tórrida Nueva York,
Paul
Brooklyn, 2 de febrero de 2009
Querido John:
No creo que estemos en desacuerdo sobre esto. Mi carta
de París era principalmente una respuesta a tus reflexiones sobre ver
competiciones deportivas en televisión (asunto limitado, nada más que un
pequeño subtema en la amplísima conversación sobre los deportes en
general) y a la cuestión de que nosotros, hombres supuestamente hechos y
derechos, decidamos desaprovechar toda la tarde del domingo siguiendo
las actividades esencialmente insignificantes de unos jóvenes atletas en
lejanos campos de juego. Un supuesto placer culpable, pero que muchas
veces nos deja con una sensación de vacío y frustración cuando se acaba
el partido.
Adoptando el punto de vista más amplio posible, se me
ocurre que el tema de los deportes puede dividirse en dos categorías
principales: activa y pasiva. Por una parte, la experiencia de
participar personalmente en los deportes. Por otra, la de ver cómo los
practican otros. Como parece que hemos empezado hablando de esta última
categoría, de momento procuraré limitarme a esa parte del asunto.
El elemento ético a que te refieres es de fundamental
importancia en los muy jóvenes. Veneras a tus dioses y deseas emularlos;
toda contienda es asunto de vida o muerte. A mi avanzada edad, sin
embargo, esos vínculos se han debilitado considerablemente, y suelo ver
los partidos con una actitud mucho más distanciada, buscando "placeres
estéticos" y no tratando de justificar mi propia existencia a través de
actos ajenos. Para no cargar las tintas, dejemos de momento la
aprobación del anciano. Volvamos al principio e intentemos recordar lo
que nos ocurrió en el pasado remoto.
El empleo que haces de la palabra "heroico" es adecuado
y sin duda crucial para entender la naturaleza de la obsesión, que
inevitablemente comienza en los albores de la vida consciente. Pero
¿significa eso que debamos hablar de lo heroico en relación con la
primera infancia? En el caso de los niños pequeños, creo yo, tiene que
ver en buena parte con cierta idea de lo masculino, de identificación
sexual, de prepararse para ser un hombre? y no una mujer.
Mientras criaba a dos hijos -chico y chica-, me
fascinaba profundamente (y a veces me divertía mucho) ver cómo iba
surgiendo su respectiva identidad sexual en torno a los tres años de
edad. En ambos casos, empezó a través del exceso, mediante simulaciones
sumamente exageradas de lo que supone ser hombre y de lo que significa
ser mujer. Con el chico, todo giraba en torno a Superman, el Increíble
Hulk y la incorporación de seres imaginarios que estaban dotados de una
fuerza mágica, apabullante. Con la chica (que a los dos años preguntó si
le iba a salir el pene y cuándo), se manifestó en zapatos de fiesta,
tacones altos en miniatura, tutús, diademas de plástico y una obsesión
por bailarinas de ballet y princesas de cuentos de hadas. Lo clásico,
desde luego, pero como a los niños les lleva un tiempo comprender que
son chicos o chicas, sus primeros pasos hacia la identificación sexual
son necesariamente extremos, marcados por una fijación por los símbolos y
distintivos externos de sus respectivos sexos. Una vez que la cuestión
queda zanjada (¿en torno a los cinco años?), la chica que anteriormente
insistía en llevar vestidos a todo trance se pondrá gustosamente ahora
unos pantalones sin miedo a convertirse en un chico.
Como niño norteamericano a principios del decenio de
1950, empecé mis simulaciones de la vida masculina haciendo de vaquero.
Una vez más, se trataba de los distintivos externos: botas, sombrero,
revólveres ceñidos en su funda. Debido a que ningún vaquero que se
preciara podría atender al nombre de Paul, siempre que me ataviaba con
mi traje del Salvaje Oeste insistía en que mi madre me llamara "John"; y
me negaba a contestarle siempre que se le olvidaba. (Por casualidad tú
no habrás sido vaquero norteamericano, ¿verdad, John?)
Pero entonces -ya no recuerdo en qué momento, aunque
seguramente fue entre los cuatro y los cinco años- una nueva pasión se
apoderó de mí, una nueva serie de símbolos, un nuevo ámbito en el que
afirmar mi masculinidad. Fútbol (en su reencarnación americana). Nunca
había jugado un partido, apenas entendía las reglas, pero en alguna
parte, de algún modo (¿a través de fotos de los periódicos, mediante
partidos emitidos por televisión?), se me metió en la cabeza que
aquellos jugadores de fútbol americano eran los auténticos héroes de la
civilización moderna. Una vez más, se trataba de los distintivos
externos. No es que quisiera jugar al fútbol americano tanto como
vestirme de jugador, tener un equipo de fútbol, y mi madre, siempre
indulgente, me concedió el deseo comprándome uno. Casco, hombreras y
camiseta de dos colores, los pantalones especiales que llegaban a la
rodilla, junto con un balón ovalado de cuero, lo que me permitió mirarme
al espejo y aparentar que era un jugador de fútbol americano.
Incluso hay fotografías que documentan las imaginarias
hazañas de aquel niño ataviado con un equipo impecable que nunca estuvo
realmente en un campo de juego, que jamás se llevó fuera de los dominios
del pequeño apartamento con jardín en que el niño vivía con sus padres.
Más adelante, por supuesto, empecé a jugar al fútbol
americano; y al béisbol también. Con fanática devoción, cabe añadir, y
cuanto más interesado estaba en hacer esas cosas, más me atraía emular
las actuaciones de los grandes, los profesionales. En Portugal, te conté
lo de la audaz y casi descabellada carta que escribí a Otto Graham (el
mejor quarterback de la época, la estrella del campeón Cleveland Browns)
invitándolo a la fiesta de mi octavo cumpleaños?, y la cortés respuesta
que recibí de él, en la que explicaba por qué no podía asistir. Desde
que te la mencioné, he seguido dando vueltas a esa historia, buscando
más detalles, tratando de llegar a un conocimiento más hondo de los
motivos que me impulsaron entonces. Recuerdo ahora una nítida fantasía
en la que Otto Graham venía a mi casa y nos íbamos los dos al jardín a
lanzar el balón. Ésa era la fiesta de cumpleaños. No había más invitados
-ningún otro niño, ni siquiera mis padres-, nadie aparte de mi persona
que pronto tendría ocho años y del inmortal O. G.
Ahora veo, ahora sé con la más absoluta certeza, que
esa fantasía representaba un deseo de crear un sustituto de la figura
paterna. En la Norteamérica de mi joven imaginación, se suponía que los
padres jugaban con sus hijos a lanzar el balón, pero el mío raras veces
hizo eso conmigo, casi nunca estaba disponible en ninguno de los
sentidos en que los padres deben estarlo para sus hijos, de modo que
invité a un héroe del fútbol a mi casa con la vana esperanza de que me
diera aquello que mi padre me había negado. ¿Son todos los héroes
sustitutos de la figura paterna? ¿Es ésa la razón por la cual los niños
parecen tener mayor necesidad de héroes que las niñas? ¿No es toda esa
obsesión por los deportes sino otro ejemplo del conflicto edípico que
opera a nivel oculto? No estoy seguro. Pero la maniática intensidad de
los entusiastas de los deportes -no de todos, pero en cualquier caso de
un gran número de ellos- ha de surgir de alguna parte muy profunda del
alma. En esto hay más cosas en juego que la diversión momentánea o el
simple entretenimiento.
No pretendo sugerir que Freud sea el único que tiene
algo que decir sobre el asunto, pero no cabe duda de que sí tiene algo
que aportar a la conversación.
Caigo en la cuenta de que muchas veces respondo a tus
observaciones con historias personales. Entiéndelo: no estoy interesado
en mí mismo. Te estoy dando casos de estudio, historias sobre
cualquiera.
Muchos recuerdos,
Paul
15 de marzo de 2009
Querido Paul:
Escribes sobre la fijación que siente el niño por los
héroes deportivos y a continuación la distingues de la actitud madura
que busca el elemento estético del espectáculo deportivo.
Coincido contigo en que ver deportes por televisión es
en gran medida una pérdida de tiempo. Pero hay momentos que no son
ninguna pérdida de tiempo, como por ejemplo los que tenían lugar de vez
en cuando en la época dorada de Roger Federer. A la luz de lo que tú
dices, examino esos momentos y los repaso en mi memoria; Federer
haciendo una volea cruzada de revés, por ejemplo. Y me pregunto: ¿acaso
es realmente la estética, o únicamente la estética, lo que da vida a
esos momentos para mí?
A mí me parece que mientras presencio la jugada me
pasan dos pensamientos por la cabeza: (1) si yo también me hubiera
pasado la adolescencia practicando golpes de revés en lugar de lo que
hice? entonces también habría podido hacer jugadas así y provocar que el
mundo entero ahogara un grito de asombro. Y a continuación: (2) por
mucho que me hubiera pasado la adolescencia entera practicando golpes de
revés, jamás podría haber hecho esa jugada, mucho menos bajo el estrés
de la competición y de forma voluntaria. Y por consiguiente: (3) acabo
de ver algo que es al mismo tiempo humano y más que humano; acabo de ver
algo que viene a ser el ideal humano materializado.
Lo que quiero reflejar en esta serie de réplicas es la
forma en que la envidia levanta primero la cabeza y luego se ve
sofocada. Uno empieza envidiando a Federer, de ahí pasa a admirarlo, y
por fin termina ni envidiándolo ni admirándolo, sino exaltado ante la
revelación de lo que puede hacer un ser humano, o por lo menos uno como
él.
Y considero que eso se parece mucho a mi respuesta a
las obras de arte a las que he dedicado mucho tiempo (de reflexión y
análisis), hasta el punto de tener una buena idea de lo que contribuyó a
su creación: puedo ver cómo se hicieron pero jamás las podría haber
hecho yo, están fuera de mi alcance; pero fueron hechas por un hombre
(de vez en cuando una mujer) como yo; ¡qué honor pertenecer a la especie
de la que ese hombre (o de vez en cuando mujer) es representante!
Y llegado este punto ya no puedo distinguir lo ético de lo estético.
A modo de nota al pie a mis comentarios sobre la
presente crisis de las finanzas, ¿puedo citar un comentario de George
Soros que he encontrado? "El rasgo más sobresaliente de la actual crisis
financiera es que no la ha causado un trauma externo? La crisis la ha
generado el sistema mismo." Soros reconoce vagamente que en realidad no
ha pasado nada, que lo único que ha cambiado son los números.
Muy cordialmente,
John
11 de mayo de 2009
Querido Paul:
Un apunte más sobre el deporte: la mayor parte de los
grandes deportes -aquellos que atraen a masas de espectadores y
despiertan pasiones multitudinarias- parecen haber sido elegidos y
codificados de golpe alrededor de finales del siglo XIX y en Inglaterra.
Lo que me llama la atención es lo difícil que resulta inventar y poner
en marcha un deporte completamente nuevo (no sólo la variante de uno
antiguo), o tal vez debería decir poner en marcha un juego nuevo (los
deportes son elegidos de entre el repertorio de los juegos). Los seres
humanos son criaturas ingeniosas, y sin embargo da la impresión de que
sólo unos pocos de los muchos juegos posibles (hablo de juegos físicos,
no juegos de la mente) resultan ser viables.
He estado leyendo el librito de Jacques Derrida sobre la lengua materna ( El monolingüismo del otro
, 1996). Parte del mismo es alta teoría, pero hay otra parte que es
bastante autobiográfica y trata las relaciones de Derrida con el
lenguaje en tanto que niño nacido en la comunidad franco-judía o judía
francesa o judía francófona de la Argelia de los años treinta. (Él nos
recuerda que a los ciudadanos franceses de ascendencia judía les quitó
la ciudadanía Vichy, y que por tanto se pasaron muchos años sin tener un
Estado.)
Lo que me interesa es la afirmación que hace Derrida de
que, aunque él es/era un francés monolingüe (monolingüe según su
criterio; su inglés era excelente y estoy seguro de que también lo era
su alemán, por no hablar de su griego), el francés no es/era su lengua
materna. Cuando leí esto me di cuenta de que podría estar hablando de mí
y de mi relación con el inglés; y un día más tarde me di cuenta también
de que ni él ni yo somos excepcionales, que muchos escritores e
intelectuales tienen una relación distante o interrogativa con el idioma
en el que hablan o escriben, y que de hecho referirse al idioma que uno
usa como lengua materna ( langue maternelle ) es algo que ha quedado claramente desfasado.
De manera que cuando Derrida escribe que, aunque él ama
el idioma francés y es un purista de la corrección del francés, no es
un idioma que le pertenezca, no es el "suyo", eso me recuerda a mi
propia experiencia con el inglés, sobre todo durante la infancia. Para
mí el inglés no era más que una de mis asignaturas de la escuela. En la
secundaria la lista era
inglés-afrikaans-latín-matemáticas-historia-geografía; y de ésas el
inglés era simplemente una asignatura que se me daba bien, igual que la
geografía se me daba mal. Jamás se me ocurrió pensar que se me diera
bien el inglés porque el inglés fuera "mi" idioma; ciertamente jamás se
me ocurrió preguntarme cómo se le podía dar a uno mal el inglés si el
inglés era su lengua materna (décadas más tarde, después de convertirme
yo justamente en profesor de inglés y empezar a reflexionar un poco
sobre la historia de mi disciplina, sí que me pregunté qué podía
significar el hecho de convertir el inglés en asignatura académica en un
país anglófono).
Por lo que recuerdo de mi forma de pensar en la
infancia, el idioma inglés me parecía propiedad de los ingleses, una
gente que vivía en Inglaterra pero que había mandado a algunos miembros
de su tribu a vivir en Sudáfrica y también a gobernarla por un tiempo.
Los ingleses inventaban las reglas del idioma inglés como les venía en
gana, incluyendo las reglas prácticas (en qué situaciones había que usar
qué locuciones del inglés); la gente como yo los seguíamos de lejos y
obedecíamos las instrucciones que nos daban. Que se te diera bien el
inglés era algo igual de inexplicable que el que se te diera mal la
geografía. Era un capricho del carácter, un mero rasgo de personalidad.
Cuando a los veintiún años me fui a vivir a Inglaterra,
fui con una actitud hacia el idioma que ahora me resulta completamente
extraña. Por un lado estaba bastante convencido de que usando como
criterio los libros de texto, yo podía hablar el idioma, o por lo menos
escribirlo, mejor que la mayoría de los nativos. Por otro lado, en
cuanto abría la boca delataba mi condición de extranjero, es decir, de
alguien que por definición no podía conocer el idioma igual de bien que
los nativos.
Aquella paradoja la resolví diferenciando entre dos
tipos de conocimiento. Me dije a mí mismo que yo sabía inglés del mismo
modo que Erasmo sabía latín, gracias a los libros; en cambio, la gente
que me rodeaba conocía el idioma "íntimamente" . Era su lengua materna
pero no era la mía; ellos la habían mamado con la leche materna y yo no.
Por supuesto, para un lingüista, y particularmente para
un lingüista de la escuela chomskiana, mi actitud estaba completamente
equivocada. El idioma que uno interioriza durante los primeros años, que
son los más receptivos, es su idioma materno, y no hay más que hablar.
Tal como comenta Derrida, ¿cómo puede alguien
considerar que un idioma es suyo? Al fin de cuentas es posible que el
inglés no sea propiedad de los ingleses de Inglaterra, pero está claro
que propiedad mía no es. El idioma siempre es el idioma del otro.
Adentrarse en el idioma siempre es una violación de la propiedad. ¡Y la
cosa es mucho peor si se te da lo bastante bien el inglés como para oír
en cada frase que sale de tu pluma ecos de usos anteriores,
recordatorios de quién poseyó esa expresión antes que tú!
Cordialmente,
John
Traducción: Benito Gómez y Javier Calvo
Aquí y ahora. Cartas 2008-2011
Paul Auster y J. M. CoetzeeAnagrama/Mondadori.