A Pérez-Reverte le faltaban arrugas cuando comenzó a escribir Tango de la Guardia Vieja Es conmovedora historia, compendio de sentimientos y aventuras, con sexo turbio
Arturo Pérez-Reverte, retratado en el Café Gijón de Madrid. /Bernardo Pérez./elpais.com |
Es una novela de sentimientos, una novela de amor”, establece Arturo Pérez-Reverte.
Y añade enseguida, apretando las mandíbulas: “Terreno peligroso”.
Estamos en un rincón de la enorme biblioteca de la nueva casa del
escritor en una exclusiva urbanización de Las Rozas, en Madrid, para
hablar de su última novela, la tan emocionante y, sí, romántica El tango de la Guardia Vieja
(Alfaguara). Aquí, en su nuevo hogar, que describe con su épica
habitual como “mi última trinchera” —y de hecho me enseña unas
aspilleras en un muro—, Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) ha encontrado al
fin espacio para desplegar, además de sus libros, la abigarrada
colección de objetos que sintetizan su mundo creativo y sus intereses
vitales. Entre lo que reclama la atención del ojo, panoplias de espadas y
sables —incluida la toledana de Viggo Mortensen en Alatriste—, una escafandra de buzo, un máuser con bayoneta, la cinta de la gorra de un marinero del acorazado de bolsillo Graf Spee, maquetas de barcos, soldados napoleónicos a escala y cuadros de temática militar (especialmente el espectacular lienzo Rocroi, el último tercio,
de Augusto Ferrer-Dalmau, exhibido en todo su esplendor). Un largo
catalejo antiguo forrado en piel de ballena y de tacto áspero como el
alma de Ahab es, explica el novelista, regalo de Javier Marías. Tras
ofrecerme un tablero de ajedrez (!) para que apoye al escribir,
Pérez-Reverte ha tomado asiento en una silla Wassily en la que no parará
de revolverse durante toda la entrevista.
¿Terreno peligroso, el amor? “Estamos en una época en que se abusa de
los sentimientos y produce cierto reparo hablar de ellos, que no se
confunda sentimental con sentimentalismo”. En todo caso, el novelista
advierte: “No me he salido de mi territorio, ni de mis personajes, mis
héroes y mis mujeres”.
En El tango de la Guardia Vieja,
asombroso compendio de amor y aventuras que nos lleva de un peligroso
galpón en Buenos Aires —donde se baila el tango sin adulterar, el tango
del título— a las intrigas en un torneo internacional de ajedrez en
Sorrento durante la guerra fría, pasando por un asunto de espionaje en
Niza con el trasfondo de la guerra civil española, los protagonistas son
Max Costa, un apuesto vividor de encantadora sonrisa, bailarín de salón
y ladrón de guante blanco a lo Rocambole o Lupin, y Mercedes Inzunza,
Mecha, una bella mujer de la alta sociedad cuyas vidas se cruzan en tres
intensos momentos a lo largo de cuatro décadas del siglo XX. “Lo
central es la confrontación entre esos dos personajes, sus sentimientos,
recelos, memorias. Aunque hay acción, por supuesto, y sexo, turbio y no
tanto, y espionaje, y guerra, y ruleta, y ajedrez, y tango. Pero todo
eso está en segundo plano, insisto, es el telón de fondo sobre el que
dialogan los dos protagonistas, testigos uno del otro, a lo largo de esa
historia de amor y memoria en tres momentos de la historia europea”.
El tercer protagonista sería “esa Europa que desaparece”, de “fiesta
acabada” y que el novelista ha documentado con un detalle
extraordinario, sembrando la narración de precisas referencias
significativas a la moda, los usos y costumbres, las marcas, las
músicas, las lecturas, los hoteles y los acontecimientos que
caracterizaron cada periodo al que nos lleva: los años veinte (1928),
los treinta (1937) y los sesenta (1966), cuando la pareja protagonista
son ya sexagenarios. Es curioso ver a Pérez-Reverte hablando de
modistas, de Schiaparelli o Poiret, de pitilleras, de sombreros, de
estilográficas, de relojes, de Patek Philippe o Festina. “Hay mucho
sedimento en esta novela, muy decantado, la llevo trabajando veinte
años. La empecé en 1990, pero vi que me faltaba madurez para escribirla,
arrugas en la cara, canas, conocer el mundo interior de mis personajes
cuando se hacen mayores. La dejé y escribí en cambio El Club Dumas,
así que no me quejo. Y todos estos años he seguido recopilando
material”. Pérez-Reverte se levanta y vuelve con un archivador de
cartón, del que extrae amarillentos recortes de diario, antiguos
folletos publicitarios y viejas páginas de revistas. Exhibe incluso la
imagen de una lancha que es la que aparece en un momento de la
narración. El novelista, que ha estudiado las cotizaciones de aquellos
tiempos, la forma de fumar o cómo abrir una caja fuerte de entonces,
advierte que no se trata de una enciclopedia sobre la época sino que la
exactitud está al servicio de la narración para situar perfectamente al
lector en cada momento. De hecho, pese a que la trama da saltos
temporales continuamente, siempre sabes dónde te encuentras.
Pérez-Reverte subraya que lo importante es la relación de los personajes
y el resto solo el escenario; “si no sería Ken Follett”, zanja.
¿Nostalgia por esa Europa perdida? “Hay en la novela un continuo
ejercicio de nostalgias, pero no son las mías, son las de ellos, los
personajes, yo soy muy realista: lo que ha desaparecido ha desaparecido.
Era un mundo que me interesaba por la estética, por las actitudes,
porque daba personajes muy interesantes, pero no lamento que se haya
extinguido”.
Llena de momentos emocionantes —la excursión a los bajos fondos
bonaerenses, los robos con escalo, los disparos, cuchilladas y golpes—,
perez-revertiana hasta las cachas, la novela, que en parte es un thriller,
se caracteriza sin embargo por un nuevo registro sentimental, profundo,
enormemente conmovedor. Hay escenas inolvidables —los rencuentros de
los amantes, Max pasando las perlas del collar de Mecha entre los dedos
como si fueran las cuentas de un rosario— y pasajes arrebatados: “Tal
vez fuera amor aquel desgarro intolerable, el vacío ante la inminencia
de la partida, la tristeza desoladora que casi desplazaba al instinto de
ponerse a salvo y sobrevivir”. Pérez-Reverte dice que ya ha escrito
otras historias de amor y que no ha intentado llegar a otro público con
esta novela. “Mis lectores van a encontrar también lo de siempre, aunque
no tengo ningún problema con eso, cuanto más me lean mejor”.
Realidad y ficción se mezclan en la novela. El banquero de Franco,
Ferriol, apenas encubre la figura de Juan March, es cierto que a Errol
Flynn le rompieron la cara más de una vez (pero probablemente no fue Max
Costa), a un personaje lo fusilan en Paracuellos y no hay duda de que
Ciano —tres supuestas cartas del cual son el McGuffin de un episodio de
la novela— tuvo problemillas con su suegro Mussolini. El buscavidas Max
es al principio un “bailarín mundano” —con un traumático pasado en la
Legión y exbotones del Ritz barcelonés— que engatusa a mujeres de alta
sociedad a las que luego roba. Incluso seduce ¡a una prima de don Juan
de Borbón! “Es un rufián simpático, el hombre con el que todas querrían
bailar un tango”, explica Pérez-Reverte. Es también alguien con una
flemática falta de esperanza y con un código de honor que nos suena: “Yo
vivo de mi sable y mi caballo”, asegura en la novela.
Es una historia para nada cínica ni escéptica, pero muy compleja e imposible de entender sin la acción
En un transatlántico rumbo a Buenos Aires, Max conoce a Mecha —“una
mujer de bandera y extremadamente inteligente”— y a su marido, célebre
compositor, que quiere componer un gran tango, el tango perfecto, para
ganarle una apuesta a Ravel y su bolero. Incitados y observados
morbosamente por el marido, Max y Mecha bailan, y luego hacen mucho,
pero que mucho más. “Del tango al sexo hay muy poca distancia”, medita
el escritor. Saco a colación Lunas de hiel, pero Pérez-Reverte descarta la referencia con un gesto —también lo hace cuando menciono a Alan Furst
con respecto a la intriga de espionaje—, recuerda que los tríos se
inventaron mucho antes de Polanski y vuelve a su novela. “Es una
historia de amor, sin duda, amor de verdad y hasta el final, una
historia para nada cínica ni escéptica, pero muy compleja e imposible de
entender sin la acción y la aventura del mundo que le sirve de
escenario”, señala. “En eso no es nada intimista, sigue siendo mi
territorio, la Revertilandia de peripecias y lances”.
Los lectores de Pérez-Reverte encontrarán además similitudes con
otras novelas del escritor. Las líneas afiladas del tango no están lejos
del rigor acerado de la esgrima, Max ha visto en Annual y Monte Arruit
atrocidades semejantes a las que observó el pintor de batallas (además
de cobrar siete cabezas de moro) y su nombre tiene las mismas letras que
el de Coy. Mecha es mujer poco corriente, capaz de comparar la
elegancia de su amante con la de los cuadros franceses —otra Vieja
Guardia, por cierto, la de Napoleón— en las postrimerías de Waterloo.
“No es mi primera historia de amor”, insiste el novelista, “las había en
El maestro de esgrima, La carta esférica, La piel del tambor o El asedio, pero aquí pongo más foco en los personajes”. Mecha, que tiene los ojos color de miel y usa Arpège como Justine Jamais de la vie,
leva la voz cantante en la relación. “Es una certeza que tengo: hombres
y mujeres somos diferentes y ellas son inmensamente superiores,
intelectual y moralmente, a nosotros, tienen esa lucidez. Max lo hace
todo porque el premio de su asendereada y zarandeada vida es que Mecha
lo mire como lo mira, de esa manera que hace sentir lástima de los
hombres a los que nunca una mujer los miró así, solo pide ese veredicto
favorable”. La mujer… “todo cuanto el hombre ignora”.
El novelista ha querido “mostrar cómo el amor puede evolucionar, cómo
se puede vivir una historia de amor larga y compleja, cómo se ve el
amor mirando hacia atrás y cómo ves a la persona a la que has amado
cuando ya es mayor y ella está marchita y tú, cansado”. Pérez-Reverte
continúa: “El amor como serenidad y resignación también, cuando han
pasado los embates de la pasión; ese aspecto melancólico, crepuscular
del amor, la nostalgia de lo que fue, la certeza terrible de que la otra
persona se deshace como tú y a la vez la rebeldía contra el vitriolo de
la vida”.
Como es habitual en Pérez-Reverte, la novela cuenta con unos
secundarios de lujo. Rebenque, el artero compadrón bonaerense armado de
cuchillo; el conde Boris Dolgoroki-Bragation, cabo segundo en el Tercio
de Extranjeros y mentor de Max en sus años en la legión —el autor
subraya que no se ha inventado esos sonoros apellidos, que remiten a dos
grandes personajes de la nobleza rusa durante las guerras
napoleónicas—, el artillado chófer Petrossi, los agentes secretos
italianos del Servizio Informazioni Militari, los matones del Kagebé (sic)
que protegen al maestro ajedrecista ruso, el artero Fito Mostaza… Max
se revela como un genio en el arte de conseguir el apoyo de esa legión
de subordinados, botones, maîtres, recepcionistas, revisores,
chóferes, que pueden inclinar una situación en su favor. “En eso de
encontrar aliados he echado mano de mi experiencia de periodista, el que
te salva la vida en territorio hostil es el conserje, el camarero, el
sargento, no los jefes; seducir a los subalternos es un arte”. El
protagonista es un hacha en dar propinas. “Es un asunto difícil: puedes
dar mil dólares y que parezca un insulto y unos centavos que se tengan
como un gesto de amistad”.
De nuevo en la novela la obsesión por la geometría —herencia, dice,
de los años en territorios hostiles—, manifestada en el tango, en el
ajedrez, en las maneras de Max. “Sí, incluso el sexo es geometría”,
reflexiona. “Me fascinan los mecanismos, las reglas del juego, las
trayectorias de tiro”. Se confiesa jugador muy mediocre de ajedrez y,
con graciosa reticencia, mal bailarín. “Bailo fatal el tango, como todo,
en realidad los hombres se dividen entre los que bailan y lo que miran
bailar y yo soy de los segundos, como soy de los que permanecen de pie y
no se sientan”. También se declara, como Max, “más cazador que
recolector, me interesa más la huella del tigre que cómo crece la
espiga”.
Hay bastante sexo en la novela, apunto, tratando de que la limonada que me ha servido Pérez-Reverte —era más pertinente un negroni—
no se me vuelque sobre las notas. Los tríos, los amantes en la cama con
el marido mirando… “Lo requería la historia, sexo turbio, algo
transgresor, no podía eludir ciertos aspectos. No he rehuido ser
explícito, pero se ha de ir con tiento, no evitar nada, pero tampoco
entrar en el chapoteo; en la literatura el sexo es un campo de minas”.
Hay momentos de calentón, de épica de los cuerpos y de belleza entre las
sábanas: “Ebrios de saliva y aroma del otro, relucientes de sudor
mezclado, indistinto, que parecía escarcha de cristal bajo aquella luz
cegadora”. En una de las escenas más románticas de la novela, Max y
Mecha bailan un tango silencioso, sin música, recreándola cada uno en el
interior de su cabeza. “Javier Marías me dijo que esa escena no me iba a
funcionar”, ríe el novelista, “así que me aposté una cena con él: un
tribunal femenino, compuesto por dos amigas suyas y dos mías,
dictaminará. Estamos pendientes del veredicto”.