A Laura Restrepo le aterra el éxito de novelas que parecen celebrar que golpeen a las mujeres. La escritora pone su toque de humor negro con la historia entre ficción y realidad de Emma
Con pasmosa sangre fría, Emma Vélez Montes, una joven de 20 años, descuartizó a su amante. /Nick Dolding./elpais.com |
Como Emma, tres cuartas partes de las mujeres que están presas por
homicidio, a quien mataron fue al marido o al compañero sentimental.
Los edificios interiores de la cárcel del Buen Pastor están pintados
de gris ratón. En medio de un jardincito escaso, como cultivado por
alguien prolijo pero sin imaginación, una imagen de Cristo en tamaño
natural apacienta tres ovejas. Flota una pulcritud fría y desinfectada.
No se ve gente ni se oyen ruidos.
Estoy aquí para entrevistar a Emma, la descuartizadora.
—Va a ser difícil que le hable —me advierte la guardiana que me
acompaña—. Los primeros días vino mucho reportero y ella dio mucha
declaración. Después salieron esos titulares que la llamaban monstruo y
sádica, y ella no quiso hablar más.
Traen a Emma, que resulta ser una mujer muy joven, casi una
adolescente, de gafas negras, labios pintados de rojo subido, camiseta y
jeans trincados y un corte de pelo a la moda, aunque no sé bien qué
moda será, con un copete tipo Alf. Se sienta en un murito al lado de las
tres ovejas y se entrega a la tarea de comerse los padrastros. Pienso
que desentona con el escenario: ciertamente no parece pécora mansa de
ningún rebaño.
—No me pregunte nada. Mejor dicho no me jodan más. Mejor dicho para
qué les explico, si después salen a decir lo que les da la gana —me dice
sin mirarme, siempre absorta en propios dedos. Vuelve a aclarar que no
quiere hablar, pero al parecer sí quiere.
El cuarto alquilado que le puso Isidro había sido un buen vividero,
con TV a color, equipo de CD y nevera llena, y ella lo mantenía bien
arreglado. Qué más iba a hacer, si tenía todo el día para pasarla bueno,
durmiendo a ratos, viendo telenovelas, ganando kilos sin control,
pintándose las uñas y comiéndose los padrastros. Hasta que se cansó de
tanto no hacer nada y de andar tan descuidada y empezó a hacer dieta,
volvió a la minifalda, los tacones altos, el perfume y las candongas,
como cuando estaba solterita y a la orden. Una noche al regresar del
trabajo, Isidro la pilló en esas, estalló en ira y quiso saber dónde
escondía al macho, para acabar con él. Como no lo encontró, decidió
acabar con más bien con ella.
Y encima la llaman monstruo, a ella que tanto le gusta estrenar ropa de marca y lucirse por las discos
No era la primera vez ni habría sido la última; Emma ya se había
acostumbrado a la escena y sabía lo que tenía que hacer, pedirle perdón
mil veces, protegerse la cabeza con los brazos, agacharse sumisa,
esperar a que la golpiza amainara, dejarse arrastrar hasta la cama y
abrirse de piernas, sin resistir. Pero esta vez Isidro parecía inspirado
y golpeaba fuerte y parejo, como dispuesto a liquidar el asunto sin
más.
—Ahora sí nos matamos —repetía—, ahora sí.
—Nos matamos es mucha gente —me dice Emma que pensó. Como pudo echó
mano de la varilla de trancar la puerta y se la descerrajó al hombre por
la cabeza.
***
—Como Emma, tres cuartas partes de las mujeres que están aquí por
homicidio, a quien mataron fue al marido o al compañero sentimental —me
explicaría a la salida una trabajadora social—. Durante años les
soportan golpizas, borracheras, patadas en el vientre, bofetadas a ellas
y a sus hijos. Son mujeres que un día se cansan de todo eso y
responden. A algunas se les va la mano, y luego pagan condena. No le
digo que no haya asesinas aquí adentro, sí las hay, pero a la mayoría le
sucedió como a Emma, que mataron al tipo cuando no aguantaron más.
***
Emma pasó el resto de esa noche despierta y sin saber qué hacer, con
Isidro ahí tirado con una cara que metía miedo. Hasta que se dijo a mí
misma, o te pones las pilas o vas muerta, hermana. Trajo cuchillos de la
cocina, un martillo y unos alicates, y se dio a la tarea de despresar.
—¿Usted sabe a qué huele la sangre? —me pregunta, mostrando unos
dientes bonitos y acomodando hacia atrás su copete, que tiende a caerle
sobre los ojos—. Yo tampoco sabía, pero le juro que no se aguanta. El
olor no se iba ni con la caja grande de FAB que restregué con cepillo,
dele que dele.
Después de meter cada parte entre una bolsa plástica, se bañó y
descansó. Luego empezó con el ajetreo de los buses. Tomó varios, de ida y
vuelta, y fue repartiendo bolsas por todo el sur de la ciudad. Un brazo
lo dejó por Las Delicias, los entresijos por Héroes de Ayacucho, el
corazón por Vista Bonita. Y así, así, por aquí y por allá, hasta que por
último tiró la cabeza a una zanja por los lados de Presidente Kennedy.
Lo que siguió fue ir al salón de belleza a que le cortaran el pelo, que
antes traía bien largo. Tenía que cambiar de aspecto, parecer otra,
salir del cuarto alquilado y huir hacia la vida nueva que la estaba
esperando.
—Pero antes tenía que platearme, ¿me entiende? —me pregunta—. Todo me
lo había gastado en buses y sin plata no iba a llegar a ningún lado.
Así que vendió el televisor por lo que quisieron darle, y en eso se
equivocó. Por ahí le seguirían la pista, y la encontrarían tres meses
después.
Pero esos tres meses los pasó a lo bien, sin pesadillas ni
remordimientos. Cada semana en un barrio distinto, cada noche en un
inquilinato nuevo, o con algún desconocido en un amoblado de las
afueras, rodando por donde nadie la conociera ni adivinara los recuerdos
que guardaba en su cabeza, debajo del copete Alf.
Hasta que la Policía identificó la cabeza encontrada entre la zanja, y
las sospechas recayeron sobre Emma. Dieron con el televisor vendido y
luego la encontraron, mientras bailaba en una discoteca al otro lado de
la ciudad.
***
Suena el timbre en el Buen Pastor y las demás presas salen al patio
para sus treinta minutos de receso. Emma vuelve a replegarse sobre sí
misma, se encaja los audífonos de su radiecito y de nuevo arremete
contra los padrastros. Esa es, murmuran las internas al pasarle por enfrente, esa fue.
—Mire, no insista, ¿sí? No fue más y no voy a decirle más —me advierte ella a mí.
Yo soy romántica, me gusta la música romántica, les había
dicho en los primeros días de presidio a los reporteros que venían a
preguntarle cómo fue que cortó, con qué golpeó, por qué desmembró. Yo soy romántica, les decía, hasta que cayó en sus manos una de las crónicas de prensa en las que aparecía como protagonista: “Sin
inmutarse, con pasmosa sangre fría, Emma Vélez Montes, una joven de 20
años armada de cuchillos de cocina, descuartizó a su amante en un acto
de sadismo, empacó los restos en bolsas plásticas y los diseminó por la
ciudad”.
Con pasmosa sangre fría, dicen de ella, y la sacan en las fotos seria
y fea. Y encima la llaman monstruo, a ella que tanto le gusta estrenar
ropa de marca, ponerse zapatos de plataforma y lucirse por las discos,
proyectando su reflejo en las bolas de espejos que cuelgan del techo,
sintiendo en las piernas la neblina fría que inunda la pista, bañándose
en luz negra y en rayos láser.
***
El timbre suena de nuevo y las demás presas regresan a sus celdas. El
cielo se ha despejado y Emma se relaja un poco y se estira al sol.
Conectada a sus audífonos y entregada a las canciones románticas que
deben sonar por su radiecito de pilas, otra vez parece olvidada de mí.
—Todo eso ya para qué —dice un rato después—. Lo único que quiero es
que me dejen sola, total a quién le importa, si mi vida yo ya la viví.
De pronto me nace tutearla, y confío en que no va a molestarse ante la pregunta que antes no me hubiera atrevido a hacerle.
—Decime una cosa, Emma, y por qué lo cortaste…
—Eh, avemaría, cómo le meten de misterio a eso, ¿no?
—Bueno, es, digamos… raro.
—Ahora contestame vos a mí, ¿vos sos rica?
—¿Cómo? —me desconcierta su pregunta.
—Rica, ¿sos?
—Pues, ni rica ni pobre.
—Pero carro sí tenés.
—Sí, carro sí.
—Por eso no entendés.
—¿Cómo?
—Supongamos que es a vos a la que le cae la malparida hora y tenés que matar a tu man.
—Supongamos.
—Lo metés entre el baúl de tu carro, lo tirás bien lejos y santo remedio. ¿O no?
—Tal vez.
—Bueno, mija, a mí me tocaba en bus. Qué habrías hecho vos en mi caso, decí. Deshacerte de él de a poquitos, ¿sí o qué?