De los crímenes, los castigos y la culpa
El castigo
Jaques Sternberg
Aquí los delitos son muchos pero
el castigo es único, siempre idéntico.
Se coloca al condenado ante un túnel interminable, entre los rieles de una vía férrea. A partir de ese momento, el condenado sabe lo que le espera. Huye, porque no tiene más que esa última oportunidad. Alucinación, porque el túnel no tiene fin.
Se coloca al condenado ante un túnel interminable, entre los rieles de una vía férrea. A partir de ese momento, el condenado sabe lo que le espera. Huye, porque no tiene más que esa última oportunidad. Alucinación, porque el túnel no tiene fin.
El condenado corre hasta perder
el aliento y después la vida.
Sin embargo, se puede afirmar que
nunca tren alguno fue lanzado por esa vía.
Cuento policial
Marco Denevi
Rumbo a la tienda
donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de
una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le
dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que
hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que
guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la
platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se
introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a
gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía
no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la
tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial,
confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en
el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen
mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.
Humor de Calígula
Suetonio
Su ferocidad se manifestaba incluso en medio de sus
placeres, juegos y festines. Muchas veces daban tormento en presencia suya
mientras comía o se entregaba a orgías con sus amigos; un soldado experto en
cortar cabezas ejercía delante de él su habilidad con todos los prisioneros que
se le presentaban… En medio de un espléndido festín comenzó de pronto a reír a
carcajadas; dos cónsules, sentados a su lado, le preguntaron con acento
adulador de que se reía. “Es que pienso —contestó— que puedo con una señal
haceros estrangular a los dos.”
Defensa
Mauricio-José Schwarz
No su señoría —risas—, no arrojé
a mi pobre y anciana tía al precipicio en su frágil silla de ruedas para
satisfacer mis repulsivos instintos. Tampoco lo hice por la millonaria herencia
que estaba a mi nombre. Es sólo que no soporto ver a una asquerosa y repugnante
vieja estropajosa sufrir sin motivos. El ruido también fue bonito…
Enríquez
Aloysius Bertrand
Veo claramente que es destino mío
ser ahorcado o casado —LOPE DE VEGA
—Hace un año —le dijo el capitán— que os tengo encargado que me suceda otro. Me caso con una viuda rica de Córdoba y renuncio al estoque de bandolero por la vara de corregidor.
Abrió el cofre; era el tesoro a
repartir: vasos sagrados, onzas de oro, una lluvia de perlas y un río de
diamantes, todo revuelto.
—Para ti, Enríquez, los zarcillos
y la sortija del marqués de Aroca. ¡Para ti, que lo mataste de un disparo de
carabina en su silla de posta!
Enríquez colocó en su dedo el
topacio ensangrentado y colgó de sus orejas las amatistas talladas en forma de
gotas de sangre.
¡Tal fue la suerte de aquellos
zarcillos con que se había adornado la duquesa de Medinaceli y que, pasado un
mes, Enríquez dio a cambio de un beso a la hija del alcaide de la cárcel!
¡Tal fue la suerte de aquella
sortija que un hidalgo había comprado a un emir, al precio de una yegua blanca,
y con la que Enríquez pagó un vaso de aguardiente unos minutos antes de ser
ahorcado!
El general letrado
Julio Haro
—Y más le vale que se vaya
acordando de cuando su padre lo llevó a conocer el hielo —dijo el general antes
de dar la orden de disparar.
Catalina La Dulce
Villiers del ´Isle Adam
Un hugonote que había jurado
matar a Catalina de Médicis entró súbitamente en la recámara de ésta, que le
pidió una gracia: que le permitiera rezar. El hombre consintió y la Regenta, en
voz alta, rezó implorando el perdón para el asesino. Conmovido, el asesino dejó
caer el cuchillo y se arrodilló. Catalina lo hizo levantarse.
—¿Qué queréis que haga? —sollozó
el hombre.
—Vete, hijo mío —dijo Catalina
con dulce e irresistible autoridad. Vete al cadalso.
Puntual
Marta Nos
Desde la única mesita de luz, el
despertador sobresaltó a los que ya estaban retirando el cuerpo.