Jeffrey Eugenides escribe novelas cada nueve años y de propuestas muy distintas En La trama nupcial no reivindica la novela decimonónica, pero sí algunos aspectos de la tradición
El escritor estadounidense Jeffrey Eugenides. / Pascal Perich./elpais.com |
Nacido en 1960 en Detroit, urbe que durante décadas fue el corazón de
la industria automovilística más poderosa del planeta, a lo largo de su
infancia y juventud Jeffrey Eugenides
vivió de cerca el dramático proceso de deterioro que sufrió su ciudad
natal desde el punto de observación privilegiado de Grosse Point, zona
residencial situada en las orillas del lago Michigan. Estos dos
enclaves, el centro urbano de Detroit y las áreas limítrofes a la
metrópolis, constituyen el escenario de sus dos primeras creaciones
novelísticas. Las vírgenes suicidas
(1993) refiere la historia de cinco hermanas que ponen fin de manera
consecutiva a sus vidas tras asomarse al terror primordial del sexo.
Contada en primera persona del plural, la narración reproduce las
fluctuaciones del coro de voces masculinas configurado por los antiguos
pretendientes de las hermanas. La novela sorprendió por su frescura y
originalidad y fue llevada al cine por Sofia Coppola.
Nueve años después, en 2002, el escritor americano de origen griego
publicaba una fábula si cabe más audaz y sorprendente que la anterior. Middlesex
es una obra de considerable complejidad y ambición, diestramente
contada por alguien (Calíope o Cal Stephanides, según el momento de la
historia en que nos encontremos) que cambia de sexo durante el
transcurso de la narración. La novela efectúa un recorrido por varias
fases de la historia de una familia que se muda de continente, a la vez
que da cuenta de diversos episodios históricos con la crónica convulsa
de Detroit como trasfondo. Middlesex fue galardonada con el
Premio Pulitzer en 2007. Con misteriosa regularidad, tras otros nueve
años exactos de silencio narrativo, en 2011, Eugenides publicó en
Estados Unidos una obra muy distinta de sus dos apuestas narrativas
anteriores. La trama nupcial,
que ahora edita Anagrama, es una luminosa meditación acerca de la
distancia que media entre la vida y la literatura cuando esta última
trata de atrapar el misterio inasible de la pasión amorosa. Con enorme
agilidad, la acción da cuenta de las peripecias de un triángulo
sentimental en el que se ven envueltos tres jóvenes que cursan estudios
universitarios en un campus de élite de la Costa Este de Estados Unidos.
En La trama nupcial Jeffrey Eugenides se adentra en un mundo
ficcional tan alejado de los que había explorado en sus dos entregas
anteriores que el lector tiene la sensación de estar frente a un
escritor radicalmente nuevo. La conversación tiene lugar en un café
senegalés de la Avenida Madison, en Manhattan. Jeffrey Eugenides
transmite una impresión de inmediatez, claridad, sencillez y
autenticidad que son reflejo fiel de los sentimientos que transmite su
prosa.
Resulta intrigante saber que el motor de su última novela fue una frase que acababa de escribir.
Rigurosamente cierto. La protagonista de La trama nupcial estudia semiótica en la universidad, aunque lo que le gusta de verdad son las novelas a la antigua usanza, como las de Jane Austen.
La frase que usted dice es: “Los problemas amorosos de Madeleine
empezaron cuando sus lecturas de teoría literaria desconstruyeron la
idea que tenía del amor”. En el momento en que escribí eso comprendí que
tenía que empezar una novela distinta.
¿Qué papel juega en todo esto la semiótica?
Madeleine lee con fruición los Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes,
libro que le sirve para articular una postura intelectual acerca de la
experiencia del amor, que la realidad se encarga de desmontar con suma
facilidad, porque a la hora de la verdad se enamora perdidamente sin que
ninguna teoría le sirva de ayuda.
Usted es autor de tres novelas que llaman la
atención por lo distintas que son entre sí. ¿Cómo ve los cambios que le
han llevado de un título a otro?
"Cuando escribo un guion siento que estoy ante un enorme vacío. Echo de menos los matices de que es capaz la prosa"
En Las vírgenes suicidas prima el
lenguaje. No tenía aún mucha experiencia como novelista de modo que no
pensaba demasiado en cuestiones como el argumento, que desvelo en el
primer párrafo. Con Middlesex la cosa cambió radicalmente. Es
una novela extensa, de una complejidad infinita, con numerosas
ramificaciones, un verdadero rompecabezas, de manera que era imperioso
prestar atención al armazón argumental. En La trama nupcial los
personajes lo son todo. Dejé que fueran ellos quienes escribieran la
novela, en lugar de imponerles una historia desde fuera como autor.
Las vírgenes suicidas está narrada en la primera persona del plural, algo que los escritores suelen rehuir. ¿Fue difícil?
No. Me limité a confiar en la voz. Le dejé leer
el manuscrito a Donald Antrim, el escritor, que es muy amigo mío y me
preguntó por qué no me olvidaba de las voces individuales y formaba un
coro colectivo. La voz que empecé a escuchar entonces era como un
conjuro que me llegaba de las profundidades del libro. Usted es escritor
y sabe que en ficción lo más importante es dar con la voz que ha de
conducir la narración. Cuando se da con ella, se trata de seguir sus
indicaciones.
Te descubre cosas.
Te descubre cosas porque conecta con algo que hay
dentro de ti. Te dice cosas que no sabías, es casi como si te diera
permiso para adentrarte en el mundo que te has propuesto explorar. De
repente se oye una voz que te dice qué debes hacer. Muchas veces el
escritor está sumido en la incertidumbre, sin saber bien qué dirección
tomar, hasta que una voz le señala el camino a seguir.
Usted fue alumno de John Hawkes.
Fui a la universidad para poder estudiar escritura creativa con él.
Hawkes era un experimentalista radical, pero usted parece haber evolucionado gradualmente hacia posturas más convencionales.
Si en el momento en que pusiera un pie fuera de
este café me atropellara un autobús lo que dice usted sería cierto, pero
tengo que decir que en estos momentos estoy escribiendo unos relatos
que tienen muy poco de convencional.
¿Cree que hay una cierta tendencia a volver a la tradición entre los escritores más importantes de su generación?
No es que me haya propuesto llevar la misión
retrógrada de volver a la novela decimonónica, pero es verdad que hay
cosas que vale la pena preservar de la tradición. La única manera de dar
nueva vida a la novela es recombinando elementos muy dispares,
mecanismos posmodernos, elementos tradicionales, aspectos de la novela
psicológica, mezclándolo todo. No hay por qué sacrificar los logros del
pasado en aras de ningún doctrinarismo.
¿Qué libros hay en las estanterías del estudio donde escribe en su casa de Princeton?
"La manera de dar nueva vida a la novela es recombinando elementos: mecanismos posmodernos, elementos tradicionales..."
Sobre todo novelas y poesía de los grandes maestros del siglo XX, Joyce, Beckett, mucho Nabokov, bastante Philip Roth, Saul Bellow y Alice Munro, a quien cada vez leo más.
¿Qué libros le han impactado más a lo largo de su vida?
Me vienen dos a la cabeza. Uno es Pálido fuego,
de Nabokov. Lo leí durante un viaje a Turquía y me pareció que el reino
de Zembla del que se habla en el libro se salía de las páginas
fundiéndose con la realidad circundante. Era como si en lugar de a
Turquía hubiera viajado al interior del libro. Desde el punto de vista
emocional, la lectura más estremecedora de toda mi vida fue la de Anna Karenina. Ningún libro me ha impactado nunca tanto.
Nueve años exactos entre novela y novela. ¿Por qué tarda tanto?
Es como preguntarle a alguien que está haciendo el amor por qué no para.
¿Es solo cuestión de placer?
En cierto modo sí, aunque hay otras cosas. Cuando
escribo una novela no existe nada más. Vivo dentro de ella, me absorbe
por completo. No sigo ningún plan, porque entonces se convierten en algo
demasiado obvio, vivo dentro de la historia y normalmente no me siento
satisfecho con lo que hago, al revés, me siento confundido y no sé en
qué dirección seguir. Pero la historia avanza, voy viendo cómo se gesta
milímetro a milímetro y cuando me quiero dar cuenta han pasado años.
¿Cómo se da cuenta de que ha llegado el momento de parar?
Hay un punto en que todo lo que se le hace al
libro lo empeora. Se empiezan a añadir partes que no hacen falta, a
reescribir pasajes que al final no quedan mejor. Cuando pasa eso es
momento de parar.
La palabra suicidio no parece circunscrita a su primera novela. También surge con cierta frecuencia en La trama matrimonial.
Supongo que debería preocuparme. Martin Amis
volvía con cierta insistencia a la idea del suicidio hasta que un día
se dio cuenta de que alguien había plantado esa semilla en él, alguien
que conocía y que acabó por suicidarse había inoculado la idea en él y
se filtró a los libros. Así que encontrarme el asunto en mis libros
empieza a inquietarme.
Un elemento religioso gravita ocasionalmente sobre la novela. Alusiones a La nube del no saber, los místicos españoles, el maestro Eckhart, el viaje a India…
En Las variedades de la experiencia religiosa,
William James explica bien cómo opera ese instinto en la gente joven.
En ese sentido hay una razón personal. Hubo un tiempo en que me interesé
por cosas como la meditación zen. Pero más allá de eso, creo que el
elemento de que habla es algo radicalmente ausente de la novela
contemporánea, lo cual es lamentable. En Anna Karenina, Levin sostiene
una lucha consigo mismo por eso, porque siente que la vida carece de
sentido y cuando al final de la novela nace su hijo tiene la impresión
de que ha entrado en contacto con el origen de la vida, y es un momento
muy intenso. Creo que momentos como ése, presentes también en la obra de
otros grandes novelistas, nos obligan a enfrentarnos con nosotros
mismos, planteándonos las preguntas más radicales que se derivan del
hecho de existir. ¿La vida, la suya, la mía, tiene algún sentido o no lo
tiene? La pregunta brilla por su ausencia en la literatura
contemporánea y creo que es legítimo volver a formularla.
"En La trama nupcial los personajes lo son todo. Dejé que fueran ellos quienes escribieran la novela, en lugar de imponerles una historia"
Su novela le da un giro muy hábil al asunto al
trasladar la cuestión del sentido de la vida al plano literario,
preguntándose por el sentido o el significado de los textos que leemos.
Los libros de teoría literaria que lee la protagonista proclaman la
muerte del autor, del texto, del significado, aunque la realidad de su
vida va por otro lado.
Muy poca gente ha visto ese aspecto de mi libro.
Toda la cuestión de la semiótica no es más que una envoltura tras las
que se ocultan cuestiones de más largo alcance. Hay un paralelo entre la
negación del sentido en la literatura y la negación del sentido en la
vida.
¿Cuánto hay de autobiográfico en su novela?
Un 37%.
¿El resto se lo deja a la imaginación?
Tampoco se puede dejar todo el trabajo a la imaginación. Lo vi muy claro cuando estaba escribiendo Middlesex. Había elementos históricos, como los sucesos de 1922 en Esmirna que exigen documentarse rigurosamente.
¿Qué escritores le interesan entre sus contemporáneos?
Martin Amis, Franzen, David Wallace, Donald Antrim, George Saunders, y como le dije cuando me preguntó por mis estantes, Alice Munro. Cada vez la leo más.
En uno de los últimos números de The New York Review of Books, el artículo estrella es un análisis de Homeland por Lorrie Moore,
una de las escritoras estadounidenses más respetadas. ¿Cree que los
novelistas de mayor talento escriben para la televisión? ¿Que el
equivalente al espíritu de Dostoievski sobrevive en series como The Wire?
David Foster Wallace fue el primero en decir cosas así, cuando confesaba que estaba enganchado a The Wire.
Pronto lo comprobaré, porque me han encargado trabajar para la
pantalla, aunque la verdad es que escribir novelas o escribir para
televisión son actividades radicalmente distintas. Cuando escribo un
guión siento que estoy ante un enorme vacío. Echo de menos los matices
de que es capaz la prosa narrativa. Eso no quiere decir que no me gusten
las series de televisión. Las veo, pero no sustituirán a la literatura.
La idea de que la gente va a dejar libros para dedicarse exclusivamente
a ver televisión es simplemente falsa. Ahora bien, hay una idea
importante detrás de todo esto. Aunque como escritor no me preocupa la
competencia que supuestamente se quiere hacer a la literatura desde
otros medios, nunca me he avergonzado de querer atrapar la atención de
la gente con un libro. Eso es algo totalmente legítimo que todos
buscamos. Philip Roth no se cansó de decirlo. Nadie quiere ser tan frío e
intelectual como para escribir libros que solo se enseñan en clases
universitarias que son un pestiño. El escritor tiene que ser consciente
de su obligación de darle algo gratificante al lector, algo que este no
puede encontrar en ningún otro lugar salvo en un buen libro.