La realidad detrás de la nueva novela del escritor Fernando Vallejo: una casa del barrio Laureles de Medellín digna de ser declarada patrimonio arquitectónico
El Steinway vertical que le regaló su hermana Gloria, en el que interpreta a Chopin de memoria./elespectador.com |
Cuando llegamos al barrio Laureles y el taxista estaciona frente a
Casablanca la bella, me pregunta: “¿Es que acaban de abrir una escuela
de música?”. No, le digo. Nos quedamos oyendo. A través del enrejado del
ventanal en forma de arco se ve a un hombre canoso de cabeza en un
piano. Mientras el taxista sigue absorto, yo no sé si timbrar o seguir
disfrutando del concierto mañanero. En una pausa golpeo y él se para
apurado. Sonriente abre la puerta de madera y la reja de acero. ¿Lo
interrumpí? “No. Estaba probando el Steinway vertical que acaban de
traerme”. Es una reliquia que le regaló su hermana Gloria, también
pianista. Hay ocho en la familia y la fidelidad de su sonido depende de
un afinador alemán que viene a Colombia cada año. A cambio, Fernando
Vallejo, le compró un Yamaha último modelo. Él educó el oído antes que
la pluma. Ya interpretaba cuando a los 12 años de edad se apareció en el
Instituto de Bellas Artes de Medellín.
Destapa el piano y me
muestra las nuevas piezas de madera que le trajeron de Europa. “Son
parte esencial del mecanismo. Apenas el dedo oprime la tecla, el impulso
va a los martilletes que golpean las cuerdas y cuyo sonido es regulado
por los apagadores que se controlan con dos pedales”. Lo acaricia y
lamenta que todavía no le hayan llegado las partituras desde México. Lo
que oímos con el taxista es parte de un estudio de Chopin que se sabía
de memoria pero se le está olvidando. “El tiempo lo borra todo”. En su
apartamento de Ciudad de México tiene otro Steinway, de media cola, el
mismo que en su literatura cae por la ventana a la avenida el día del
terremoto que arrasó el D.F., el día que Vallejo, el ateo, imploró a
Dios.
En Casablanca la bella, su nueva novela (sello Alfaguara),
advierte que “los acordes de la música son una ilusión”. Sí. Aquí impera
el silencio. Con la lectura fresca de la ficción me parece percibir los
fantasmas que celebraron, en cabeza de los abuelos Raquel y Leonidas,
“santo de los leguleyos”, la entronización del Sagrado Corazón de Jesús,
imagen colgada en la pared sobre el piano como fuente de inspiración
del artista anticlerical.
A escondidas de Vallejo reviso rincones
a ver si veo a sus hermanas las ratas, protagonistas de la nueva obra.
Sólo veo pájaros que pasan raudos de un patio a otro, jugando con el
viento que atraviesa las vidrieras corredizas del comedor. Al escritor
le gusta sentarse a verlos zigzaguear y a oírlos trinar. Se conmueve
hasta las lágrimas con dos tortolitos que se limpian el uno al otro las
plumas y se picotean como enamorados. Pero llega un sirirí y los
ahuyenta con sus chillidos. “La felicidad efímera”. ¿Un sirirí en la
casa de Fernando Vallejo?, le pregunto. Él se ríe con la inocencia de
alguien incapaz de hacer de los sarcasmos una dialéctica. Dice el libro:
por fuera se ve una cosa, por dentro “la oscuridad de un alma”.
Casablanca
realmente es bella; blanca pura, iluminada por todos los flancos, de
techos altísimos y ventanas hiperbólicas. En la literatura la construyó
este obrero del idioma que tengo al frente; el de los pantalones raídos,
el de la camisa con botones improvisados, el de los zapatos viejos; el
que se empeñó en salvar esta casa del derrumbe que anhelaban los
constructores de edificios. En un principio “por joderlos” y después
para levantar una estructura que le demuestre a Colombia que con él no
puede.
En realidad quien evitó que la fachada y la historia de una
casa con el estilo arquitectónico del barrio El Prado de Barranquilla
se fuera al piso fue Carlos Vallejo, el hermano del escritor, el
protagonista de Mi hermano el alcalde. Él soportó a los 33 obreros que
pasaron por aquí, los que descubrieron que bajo la casa, además de un
nido de ratas, había un pozo de agua. Hubo que sembrar nuevas bases sin
que “el castillo” se cayera, salvando antes las baldosas y las columnas.
El
Vallejo novelista aportó lo que le sobra: imaginación. Bombillos de
resistencia que cuelgan de cables, farolitos adornan los pasillos como
en la finca Santa Anita, donde alcanzó a oler el azahar de la felicidad,
el ojo de bruja de la casa de su niñez en el barrio Boston, que ilumina
el descanso al final de la escalera que lleva al segundo piso.
El
aire de las dos plantas es monacal: camas francas de madera de caoba
reciclada protegidas con barniz mezclado con un par de goticas de
sangre, según el novelista. Sábanas blancas, mesitas sin pretensiones,
ventanales en arcos que se sellan con portezuelas y trancas de madera
antes de irse a dormir. Carlos convirtió un chiquero en un hogar “para
que Fernando venga más seguido”. Al lado de la cama sencilla de colchón
duro hay un escritorio con una lamparita art déco en la que aspira a
escribir “el último libro”.
No llegó con un gran trasteo, sino con
un par de maletas viejas, un par de mudas y con tres despertadores
chinos “tan malos que al menos uno suena”. “¿Cómo la vas a decorar?”, le
preguntaron sus familiares. Y con ironía sacó unos rollos de papel de
una de las maletas. Eran cromos que compró a un dólar en una calle
detrás de la catedral metropolitana de Ciudad de México, en los
tenderetes que desembocan en el gran Zócalo, muy cerca del primer
inquilinato en el que vivió en México hace casi cuatro décadas.
En
el recibidor, junto al contraportón que reparó uno de los últimos
ebanistas de la ciudad, colgó una imagen de San Francisco de Asís.
Apenas se entra, a la izquierda está Jesucristo en el huerto de los
olivos. Arriba hay otro Sagrado Corazón. “Si esto no me protege,
entonces qué”. ¿Será cierto lo del libro, que decidió terminar su vida
dando el sermón de Casablanca a quien pase por el frente y postulándose
como el pontífice que sucederá al “carepapa” de Francisco? ¿Habrá lugar
para la virgen de los sicarios? ¿Y para La puta de Babilonia? Vallejo no
responde. Mira los cuadros como si fueran obras de arte. “Son bonitos”,
dice el que se llamaría el papa “Luzbel, a secas”.
“Hora de un
tinto”, dice el anfitrión. Vamos a la cocina, austera como lo demás. Con
una neverita en la que no hay casi nada: un frasco de aceitunas verdes y
una calcomanía que dice: “No comer carne es dejar vivir a los
animales”. Sirve el café con galletas. Las destapa como el niño que
descubre un tesoro: “las sultanas de mi niñez”.
Cuando pongo el
plato en la mesa para doce, reparo en que el mantel en forma de cruz es
una diamantina sacerdotal, color púrpura y oro, en seda bordada. Se la
obsequió un amigo de la Iglesia católica, un lector juicioso de sus
obras. “Los que no me conocen me critican como si fuera un extraño
hablando de esos temas, pero yo hablo desde adentro, desde que los curas
salesianos me educaron de niño”.
Suena el reloj de pared: ¡Tan!
¡Tan! ¡Tan! El dueño se para y se acerca a oír las campanadas. Es su
melodía preferida cada media hora, porque era el derrotero de Santa
Anita. Carlos lo había conservado y se lo regaló sabiendo que iba a ser
el alma de Casablanca la bella.
Suena un teléfono. No sabemos de
quién es. En esta casa no hay teléfono, ni televisión, ni radio. Vallejo
agarra su chaqueta gris y esculca en los bolsillos sosteniéndola entre
los dientes. Es su celular, el primero que usa. Una “flecha” que compró a
regañadientes para que su familia lo pueda localizar.
Va a regar
las matas de los dos patios. En cada uno hay un borrachero. Ya
florecieron y el nómada que ha probado de todo acerca la nariz a las
grandes flores amarillas. Revisa las mallas pegadas al muro con las que
tejerá enredaderas. Hay cafeto, papayos, limón, maracuyá, plátano,
anturios, helechos.
No hay más que hacer aquí. Salimos en busca de
almuerzo vegetariano. Deja la casa bajo siete llaves, como en la
novela. “Cualquier precaución es poca en un país donde reina el hampa.
Aquí cualquier día me matan saliendo o entrando”. En la noche, aparte de
las campanadas del reloj de la abuela, se duerme oyendo el eco de las
balaceras que baja de las comunas.