Haruki Murakami no ganó este año el Premio Nobel, pero sus seguidores de todo el mundo no pierden las esperanzas para una próxima vez
Haruki Murakami, autor japonés, sigue en lista de espera para el premio Nobel. |
Mientras tanto, en Argentina acaba de aparecer su última novela, Los años de peregrinación del chico sin color,
una buena ocasión para leer uno de esos libros que condensan gran parte
de sus temas recurrentes, sus obsesiones y fantasmas, y para confirmar
que no hay por qué caer en la antinomia de una Alice Munro realista
frente a un Murakami fantástico delirante. Mientras suma fans y
detractores por igual, Murakami explica por qué no se considera el más
occidental de los escritores japoneses y por qué los efectos del
abandono de un hombre es lo que una y otra vez lo motiva para volver a
escribir.
No hace mucho, el ilustrador (y, a su manera, crítico literario) Grant
Snider publicó en las páginas dominicales de The New York Times una tan
graciosa y sentida como precisa e implacable autopsia de las
motivaciones, tics, taras y trucos de Haruki Murakami. Allí, bajo el
título de Bingo Murakami y en una sucesión de veinticinco casillas, a
leer y mirar de derecha e izquierda y de arriba abajo, se enumeraban las
constantes temáticas en la ya amplia obra del japonés nacido en Kioto,
1949. A saber: (1) Mujer misteriosa, (2) Fetiche con las orejas, (3)
Pozo seco, (4) Algo que desaparece, (5) Sensación de ser seguido por
alguien, (6) Llamada telefónica inesperada, (7) Gatos, (8) Viejo disco
de jazz, (9) Depresión o aburrimiento urbano, (10) Poderes
sobrenaturales, (11) Correr, (12) Pasadizo secreto, (13) Espacio libre,
(14) Estación de trenes, (15) Flashback histórico, (16) Adolescente
precoz, (17) Cocinar, (18) Hablarles a los gatos, (19) Mundos paralelos,
(20) Sexo fuera de lo común, (21) Portada diseñada por Chip Kidd, (22)
Tokio por la noche, (23) Nombre inusual, (24) Villano sin rostro, y (25)
Gatos que desaparecen.
En Los años de peregrinación del chico sin color figuran los ítem (1, 4,
7 y 16: la trágica y alucinada Yuzuki Shirane), (2: “Sus orejas
sobresalían a través del largo cabello”), (5: el nadador y el “mal
espíritu”), (6: un teléfono suena en las últimas páginas), (8: pero el
jazz, más allá de una mención a Round Midnight, muta a música clásica y
al Franz Liszt de Le mal du pays como melancólico disparo mental de
largada), (9: bostezos varios), (10 y 19: la historia de espectros
bidimensionales del padre de Haida y la posibilidad del ayer como tiempo
bifurcado), (11: nadar como forma de correr en el agua), (13: el
desplazamiento a Helsinki), (14: muchos y muchas trenes y sus
estaciones), (15: retorno al pasado, aunque en clave más íntima que
pública), (18: el personaje del místico-gastronómico amigo Haida, quien
dictamina que “el cocinero odia al camarero y ambos odian al cliente”),
(20 y 22: las bizarras y muy privadas poluciones nocturnas del
protagonista proyectándose en las calles de la impersonal ciudad), y
(23: los apellidos cromáticos de los amigos del antiheroico héroe).
El que alguna vez alcanzó la fama para ya no soltarla al publicar en
1987 un milagro de romanticismo desesperado con el título de Norwegian
Wood, conocida entre nosotros como Tokio Blues.
Aquí, de nuevo, como entonces, un hombre opaco de nombre Tsukuru Tazaki
–treinta y seis años, murakamiana profesión de diseñador de estaciones
de tren– lleva una existencia tranquila, inocurrente. Hasta que de
pronto, conoce a una mujer –la bella agente de viajes Sara Kimoto– quien
le diagnostica que “aunque podamos ocultar los recuerdos, no podemos
borrar la Historia”. Y, empujado por ella, decide o se convence de que
antes de entrar en una nueva etapa existencial hay que dejar bien
ordenado lo que ya pasó pero sigue pasando. Y como suele suceder en lo
de este autor, todo se mueve y se conmueve y la próxima parada es el
pasado más distante, pero omnipresente: Estación Adolescencia.
Entendiendo por adolescencia esa edad que –de un tiempo a esta parte y
desde siempre en Murakamilandia– puede proyectarse sin problemas hasta
las tres décadas de edad e inclusive hasta el infinito y más allá. Allí,
dieciséis años atrás, el más bien ocre Tazaki fue súbitamente dejado de
lado por su grupo de mejores amigos del instituto de Nagoya (tres
chicos y dos chicas de coloridos apellidos, una pandilla que se suponía
armónica e inseparable) sin que, aparentemente, existiese motivo alguno.
Ahora, cansado de “contemplar su propio sufrimiento convertido en otro”
y a punto de entrar en una madurez sin retorno, Tazaki se propone
investigar el caso abierto de su propia vida y buscar y encontrar
razones y consuelo a un episodio que lo marcó para siempre y que casi lo
hizo descarrilar en la vía muerta del suicidio.
Al final –pero nunca finalmente, porque nada es definitivo y el viaje
continúa– las explicaciones de lo sucedido se erigirán en un nuevo
enigma. Y una terrible mentira es el velo que esconde verdades acaso más
terribles y –como en Antigua luz, de John Banville– luego de tantas
variaciones se alcanza, marcha atrás, el aria de lo que en realidad
sucedió. Una triste melodía sonando por encima de aquello que se decidió
recordar y que no siempre fue exactamente así porque –como le predica a
Tazaki el gurú empresarial-new age Aka–: “La verdad es como una ciudad
semienterrada en la arena. Con el paso del tiempo, unas veces la arena
va acumulándose hasta ocultarla; otras, el viento la limpia hasta que
emerge por completo”.
Los años de peregrinación del chico sin color. Haruki Murakami Tusquets 320 páginas |
Pero por encima de las curvas y desvíos, lo que vuelve a imponerse –y lo
que Murakami impone en Los años de peregrinación...– es más un estado
de ánimo que una trama. Un nuevo trayecto del ya clásico Murakami
Express. Como siempre, leer a Murakami –a quien se ama o se odia, a
quien se entiende o se considera incomprensible– es entrar en algo,
viajar a otro sitio, volver a un territorio en el que sólo él ha
conseguido un perfecto destilado en el que se funden Oriente y
Occidente, lo pop y lo culto. No es fácil hacerlo, pero es tan sencillo
de leer y disfrutar.
Días atrás, en los preliminares de una nueva batalla por el Nobel de
Literatura en el que Haruki Murakami y Alice Munro partían como opuestos
favoritos, mucho se escribió en relación con el realismo de la
canadiense comparado con el delirio del japonés. Lo que, pienso, es un
grave error. Porque los personajes de Murakami son tan verosímiles como
los de Munro. Son perfectamente ciertos y posibles. Sólo que viven y
comen y viajan y se aburren y hacen el amor y escuchan música y
acarician a sus gatos y caminan en la oscuridad por otro planeta que
está en éste: el planeta Murakami.
Otra vez, de nuevo, todos y todo a bordo.
Haruki Murakami es amante de los gatos./pagina12.com.ar |