De fantasmas, y otros
A distancia
Manuel
Cofiño López
Esto me lo dijo el Pipe. Dice que le pasó a un vecino de Monte Grande. Que era veinticuatro, y que él estaba en eso de los puercos y ese vecino iba para casa de un familiar a una fiesta. Por el camino por donde él iba, a una distancia cerca, también iba caminando una mujer muy gorda, gordísima, que llevaba un vestido morado con muchos remiendos de colores. Dice que llevaba un pañuelo amarillo en la cabeza y que iba descalza. Y dice que se movía despacio. Y dice que trató de alcanzarla por el camino porque le llamó mucho la atención una mujer tan rara, y para verla bien, porque dice que parecía que llevaba los dedos pintados de colores, apuró el paso. Pero dice que en seguida notó que sin cambiar la mujer el paso, la distancia no disminuía. Corrió para alcanzarla. Ella seguía caminando lentamente y él llegó a su destino. Y óigame, dice que la mujer siempre estaba a la misma distancia.
Noel
Juan Carlos
Moyano Ortíz
Nació cadáver.
Envejeció y con los años, poco a poco, se le enderezó la columna vertebral,
sanó del reumatismo y la piel se le fue templando en una sonrosada lisura.
Se acostó con bellas mujeres, triunfó en las apuestas hípicas, acertó al
gordo en tres loterías y con habilidad postmatura ocupó importantes puestos en
la administración de gobierno.
Sintió el amor entre las venas como una fría culebra que lo recorrió de
pies a cabeza. Supo de las dichas de una amante niña, hasta cuando ella decidió
abandonarlo: siendo una mujer adulta y él un chico de pocos años.
Antes de volver al vientre materno y asumir la movención renacuaja de un
espermatozoide y ser la dicha y los espasmos de dos enamorados; grabó en su
diminuto instinto el sonido de los gemiditos amorosos de su madre. En el mismo
instante que un anticonceptivo pusiera fin a su proceso.
Incendio en el cuerpo de bomberos
Daniel Moyano
(Para Augusto Monterroso)
El incendio que se declaró en el Cuerpo de Bomberos no pudo ser sofocado
debido a que el personal, que no tenía experiencia de un hecho semejante, le
pareció que, aunque tenían el fuego ante los ojos, éste era imposible, en razón
de la naturaleza del Cuerpo y de su función.
Entonces, mientras la alarma sonaba enloquecida, se quedaron de brazos cruzados hasta ser consumidos por las llamas gigantescas.
La no existencia, por definición, de bomberos para bomberos, favoreció notablemente el desarrollo del evento.
Entonces, mientras la alarma sonaba enloquecida, se quedaron de brazos cruzados hasta ser consumidos por las llamas gigantescas.
La no existencia, por definición, de bomberos para bomberos, favoreció notablemente el desarrollo del evento.
Carámbanos
Juan Carlos Ghiano
Avanza con paso liviano sobre las baldosas ajedrezadas, donde los pies van
eligiendo los cuadrados blancos, con una tranquilidad ajena a la agitación de
las manos, que luchan con el aire demasiado cálido. Como su avance se demora,
me adelantó a recibirla, atento a los harapos del vestido, manchados por
extensiones de moho, la cara carcomida donde unas huellas sombrías marcan el
lugar en que se han hundido los ojos, el pelo casi desvanecido, bajo el brillo
de una forma transparente. Para aproximarse más debo superar el olor de
desintegración que la rodea, como una aureola, más densa que el fulgor de su
corona. Cerca de lo que fue su cara y para no mirarla en su desgarrada miseria
levantó los ojos, hasta el esplendor vacilante, descubriendo la precariedad del
hielo, una materia que se lleva bien con las devastaciones del vestido, que
alguna vez fue blanco, con las manos, en las cuales quedan la piel sobre los
huesos y los cambiantes anillos que le finge el verdín. Como no me atrevo a
tocarla, murmuro las pobres palabras de una pregunta, que ella adivina con la
penetración que debe ser costumbre del mundo del cual vuelve. La respuesta a mi
perplejidad es un quejido, que no sale de su boca sin labios, sino del cuerpo
vacilante —Soy aquella a quien nunca besaste— y dejándome de lado
reinicia la marcha, con el temblor de los carámbanos que la coronan.
Os voy a contar un cuento triste
Alfonso Castelao
A poco de casarse, Doña Micaela comenzó a hacer camisitas; pero su ilusión
se derrumbó súbitamente y, con lágrimas en los ojos, metió en un frasco de
aguardiente el fruto abortado de sus amores.
Doña Micaela escribió en un papelito: “Adolfo, 12 de mayo de 1887”. Pegó el
papelito en un frasco, y después de besarlo tristemente lo guardó en el armario
de las sábanas de lino.
No os riais, porque el cuento es triste. Aún no habían pasado cuatro meses
y Doña Micaela comenzó a trabajar nuevamente en las camisitas. La buena señora
se complacía cavilando en el heredero que ya estaba en camino hacia el mundo, y
por segunda vez Doña Micaela vio marchitas sus ilusiones de madre, y con honda
tristeza metió en aguardiente el nuevo fruto de sus amores.
Doña Micaela escribió: “Rosa, 7 de enero de 1888”. Pegó el papelito en el
frasco y muy amargada lo guardó en el armario de las sábanas de lino. No os
riais, porque el cuento es triste.
La buena señora se dio cuenta de que no alumbraría jamás un hijo verdadero,
y con sus grandes ansias maternales dedicó la vida entera al cuidado mimoso de los
frascos de aguardiente. ¡Triste vida! No, no riais, porque el caso es triste. Cada
vez que una fallida ilusión cumplía años, Doña Micaela le cambiaba el
aguardiente. Todos los días besaba los frascos y arreglaba lacitos de seda que
ceñían los cuellos de los frascos de “Rosa” y de “Alicia”. La buena señora
llegó a vieja y tenía criadas de tanta confianza que andaban con las llaves de
los armarios y gobernaban la casa.
Un día llegó ante Doña Micaela una de las criadas. Venía tan cortada que no
podía hablar; pero la pobre mujer se arrojó al suelo y poco a poco fue
confesando entre sollozos:
—¡Perdón, mi ama! ¡Ay, qué desgracia, señora! El señorito Adolfo se me cayó
de las manos y se rompió…
Y en ese instante Doña Micaela se desvaneció para siempre.