Texto completo de la ponencia sobre cultura y lectura presentada por el escritor colombiano William Ospina ante los académicos de la lengua española, que sesionó en Panamá
El poeta, ensayista y novelista colombiano William Ospina, durante su intervención en el VI Congreso Internacional de la Lengua Española en Panamá. /elespectador.com |
Sabemos
que al llegar a su exilio en la isla de Jersey, en 1852, Victor Hugo
exclamó: “Miraré el mar”, y que Francois su hijo le respondió: “Yo
traduciré a Shakespeare”. Borges ha dicho que en ese diálogo está
implícita la vastedad del mar y la vastedad de Shakespeare. Sin saberlo,
ambos estaban formulando de nuevo la comparación audaz que está en el
soneto “Al abrir por primera vez el Homero de Chapman”, donde John Keats
relaciona el descubrimiento de un libro con el descubrimiento de un
mar. Aunque el joven Keats, que no tuvo tiempo de leer mucho, haya
confundido en su poema a Balboa con Cortés, quizás porque pensaba menos
en un hombre que en un arquetipo del explorador de mundos, la humanidad
le ha perdonado su error y ha preferido recordar la metáfora: el hombre
que se asoma por primera vez a un libro es como el descubridor que ve
aparecer el océano Pacífico, en silencio, desde una cumbre del Darién.
El
niño recibió por primera vez el libro en la voz de un anciano. Había en
ese relato tierras fantásticas, ladrones, hombres que se transformaban
en perros, mujeres que se convertían en yeguas, polemistas capaces de
encerrar en una alforja a todo Egipto con sus camellos, sus pirámides y
el inmenso desierto.
Eran
tiempos de guerra y aquel libro oral de los atardeceres era un refugio
contra la rudeza del mundo, una prueba de que en la vida no sólo hay
crueldad sino también belleza, milagro y salvación. El anciano creía
darle un cuento, pero el niño recibió una llave, con la que abriría
después las bibliotecas. Para leer, lo primero que se requiere es la
necesidad de escapar hacia otros mundos, la necesidad de soñar
despiertos.
Después
un maestro con el que nunca había hablado puso en sus manos otro libro,
hecho de papel y de tinta, pero al cerrarlo el muchacho no recordaba
haber visto renglones llenos de letras sino un joven que intentaba volar
desde un tejado, un hombre que jugaba a las cartas con el diablo, unas
montañas llenas de historias.
Aprendió
que los libros son objetos mágicos. Basta abrir uno, y ya estamos en el
tren de Varsovia que se dirige a todo vapor a San Petersburgo, viendo
cómo conversan unos aristócratas empobrecidos; basta abrir otro y ya
estamos a bordo de un barco perseguido por un dios; o en un viaje hacia
el centro de la tierra, o en un castillo que tiene la forma de una
calavera; o en una ciénaga donde hay un perro endemoniado.
Se
preguntó por qué una de las primeras cosas que atrapan a los seres
humanos son las historias de terror. No ha de faltar Edgar Allan Poe en
el camino. Pero es que el mundo es esencialmente un sitio peligroso, y
tal vez sea necesario vacunarse temprano contra el espanto, aplicándose
unas pequeñas dosis.
Cuando
alguien dijo que no se les deben contar cuentos de hadas a los niños
porque los hacen sufrir, Chesterton respondió que lo que nos enseñan los
cuentos no es que existe el miedo sino que es posible triunfar sobre
él, que los peligros unen a los seres humanos, que el dolor despierta en
nosotros la compasión, que los débiles pueden triunfar sobre los
fuertes, que los fuertes deben luchar contra su propia fortaleza, que si
algo nos da libertad y capacidad de resistir son las flores de la
imaginación.
Hoy
se piensa que los libros son mercancías: pero en realidad son lámparas
en las que pueden estar guardados unos genios imprevisibles. Y aunque no
toda lámpara tiene genio, lo que brota de ellos también depende de lo
que hay en el alma del hombre que frota la lámpara. Porque leer de
verdad no es consumir sino crear, y a menudo son los lectores quienes
les revelan a los autores qué fue lo que en realidad escribieron.
El
autor no es dueño del sentido de lo que ha escrito. Un creador escribe,
no para comunicar algo que ya sabía, sino para descubrir algo que
ignoraba. Al acto de escribir lo llamamos creación porque se espera que
en ese proceso surjan cosas nuevas, que el autor sea el primer
sorprendido con ellas. Paul Valery dijo que el ser humano “es absurdo
por lo que busca y es grande por lo que encuentra”, y Franz Kafka dijo
algo aún más perturbador: “El que busca no halla, pero el que no busca
es hallado”.
Un
escritor no tiene que saber plenamente qué es lo que ha hecho, pero
debe tener la certeza de que lo hizo con rigor, con responsabilidad y
con pasión. Cervantes podía creer que estaba contando apenas la fábula
divertida de un hombre que enloquece después de leer muchos libros y que
se lanza a vivir aventuras que sólo ocurren en su imaginación, pero no
llevaríamos cuatro siglos extrayendo de ese libro toda clase de
enseñanzas, descubriendo en sus palabras uno de los más complejos
retratos de la humanidad, si Cervantes no hubiera puesto en el libro
toda su capacidad creadora, su energía vital, la necesidad de darle a su
vida un rumbo y un sentido.
Los
editores saben que el que imprime un libro imprime un enigma. Acaso sea
posible lograr con ciertos libros un éxito inmediato, pero se necesita
criterio y conocimiento profundo de la humanidad para saber si un libro
permanecerá entre los seres humanos porque es necesario.
Borges
dijo que Cervantes, para huir de los reinos de la mitología, les opuso
la seca realidad de Castilla, pero que su libro convirtió la seca
realidad de Castilla en mitología. La historia y el mundo son de hierro y
de piedra, pero, unas generaciones después, los hechos ya son otros y
el mundo también. La aplastante realidad, que parecía prometida a la
duración y a lo eterno: Carlomagno, Carlos V, Napoleón, Hitler, la
Segunda Guerra Mundial, el Imperio Británico, la Unión Soviética, las
grandes revoluciones, todo se vuelve fantasmal e intangible. Si queremos
volver a tener noticias de su grandeza, tendremos que buscarla en los
libros.
Hay
libros que ayudan a ver hechos, libros que ayudan a entenderlos y
libros que ayudan a vivirlos. Crónicas periodísticas, relatos
históricos, novelas: esta edad juega a disolver las fronteras entre los
géneros. Juega a concebir un libro que sea crónica, relato y novela, y
que a esa conjunción podamos llamarla poesía. Tal vez en ese sentido
hablaba Eliot de las diferencias entre la información, el conocimiento y
la sabiduría.
Sabemos
que todo libro es ficción, porque la realidad no es verbal. La realidad
es infinita y simultánea, y convertir esa complejidad en el hilo
sucesivo de un relato parece una mera simplificación. Pretender que toda
Roma desplomándose está en el libro de Gibbon parecería un delirio. Y
sin embargo cuando leemos ese libro, tenemos la nítida impresión de que
estamos viendo a Roma, minuciosa y poderosa, viviendo y desplomándose.
Entonces comprendemos que la ficción no es lo contrario de la realidad
sino que puede ser su síntesis.
Hay
autores en los que todo parece nuevo y revelador, un continente
apareciendo ante los ojos de los exploradores, un volcán arrojando
magmas desconocidos. Pero también dijo Borges que todo lo nuevo arroja
luz sobre sus precursores: cuando aparece Joyce descubrimos ciertas
aventuras de Dickens, cuando aparece Borges descubrimos ciertas audacias
de Chatterton, cuando aparece la Ilíada de Chapman descubrimos una
metáfora nueva para la aventura de Balboa.
Pero
hay que saber que el que compra un libro todavía no es su dueño. Que un
libro sea el más vendido es buena noticia para el autor y los editores,
pero todavía no es un triunfo para la humanidad. Podría ser mejor
noticia saber cuál es el libro más prestado.
Hubo
edades en que los libros no eran en absoluto mercancías. Cuando el
mítico Homero moduló la Ilíada y la Odisea, no se les podía prohibir a
los rapsodas que memorizaran los libros y los recitaran ante los
auditorios en las ciudades griegas. Es más: leyendo el diálogo de Platón
Ion o de la poesía, he sentido el asombro de descubrir que en Grecia no
sólo se consideraba poeta al que creaba un libro sino también al que se
lo apropiaba. El rapsoda afirma que sólo Homero lo conmueve y lo
inspira: de modo que para ser rapsoda también se necesita inspiración.
El poeta creador se apoderaba mágicamente del alma del rapsoda y lo
convertía en su médium.
Los
libros se trasmitían de un modo oral, y era un triunfo que mucha gente
se apropiara de ellos. Ello nos lleva a pensar que el proceso de
apropiación de un libro es complejo: el verdadero dueño de un libro no
es el que lo compra sino el que lo lee, y el verdadero poseedor de los
libros no es el que más libros lee sino el que los lee mejor.
En
esta época en que nos tiraniza la estadística: quién vende más libros,
quién lee más libros, quién tiene más libros, quién lee más rápido, no
sólo conviene hallar respuestas sino cambiar de preguntas.
Sin
duda ha de ser difícil empezar a leer, cuando vivimos en esto que ahora
llaman la sociedad de la información. Porque hay que contrariar al
menos tres males conjugados: la telaraña de las desdichas cósmicas que
vierten sobre nosotros día y noche los informativos, la avalancha de
datos que circulan sin contexto, y la sensación de que los hechos no
tienen causa, una sensación nacida del puro frenesí de la actualidad, de
una suerte de síndrome del presente puro.
Nuestra
época nos crea la ilusión de que hay que saberlo todo, pero igual nos
impone el deber inmediato de olvidarlo: nos contagia la alarma ante el
presente y la irresponsabilidad ante el pasado. Esta época multicultural
es Babel por el hormigueo de sus textos y sus muchedumbres, pero es
Alejandría por esa doble tendencia de acumulación y de olvido. También
fue Kafka quien dijo en su clásico tono sombrío que no estamos
construyendo la torre sino el pozo de Babel.
Hay
un ritmo de la lectura que parece condicionado por las urgencias de la
época, pero es preciso recordar que hay otro ritmo que depende del texto
mismo, y otro ritmo que depende de la atención del lector. Es cierto
que hay libros cuya lectura casi no nos permite detenernos, porque los
gobiernan la intriga, el encadenamiento de los hechos, la sospecha, la
curiosidad, la necesidad de un desenlace; pero hay textos cuyo secreto
se libera lentamente, como esos sabores que se expanden y se demoran en
el paladar, como esos licores que tardan en obrar su efecto.
Y
en cuanto a la velocidad, que es uno de los dioses más crueles de la
época, más vale desconfiar. Montaigne decía que el brío de un potro no
se mide por su velocidad sino por su capacidad de parar en seco. También
podemos decir que la sabiduría de un lector no sólo está en saber
avanzar sino en saber detenerse.
Leer
es como viajar. Una de las ineptitudes del turismo consiste en que sus
protagonistas aspiran a regresar siendo los mismos que eran al partir.
El viaje es otra cosa, y Derek Walcott tiene razón en su discurso de
Estocolmo, cuando dice que el viajero, a diferencia del turista, es el
que entra en contacto con el mundo al que visita, que no busca sólo una
presurosa fotografía para su colección, o un recuerdo pintoresco, sino
que se atreve a vivir ese mundo, y hasta corre el riesgo de llegar a
pertenecerle.
En
su poema El viaje, Baudelaire afirmó que los verdaderos viajeros son
aquellos que parten por partir. También dice que son una fortuna esos
viajes en los que el objetivo se desplaza y se aleja. Y en otro poema,
Puesta de sol romántica, declara: “Pero persigo en vano a un dios que se
retira”. Esa idea de una isla que se aleja a medida que avanzamos hacia
ella, de un objetivo que se desplaza, la idea de que lo que busca el
viajero es algo que también va de viaje, puede corresponder a una idea
de la lectura distinta de la que suele proponernos nuestra costumbre.
La
lectura ha tenido muchas veces en las iglesias y en los estados
enemigos feroces. Pero sentimos el temor de que los dos más cordiales
enemigos de la lectura terminen siendo la industria editorial y la
academia. Cordiales, porque no hay duda de que están muy interesados en
que la gente entre en contacto con los libros, pero enemigos, porque no
se dan cuenta de que su interés primordial no es siempre la aventura de
leer.
La
industria editorial en nuestras sociedades, al mismo tiempo que pone el
énfasis en la venta de libros, debería ponerlo también en la
multiplicación de las experiencias de lectura. A diferencia de las
sociedades opulentas, donde los peligros son otros, ¿no está
contribuyendo aquí la sociedad de consumo a dificultar ese ejercicio
mágico de apropiación del libro por los lectores? Quiero decir que en
ninguna parte es tan urgente poner los libros al alcance de los seres
humanos, como prioridad de un modelo de civilización.
Cuando
acceder al libro es sobre todo una dificultad, ¿por qué quejarnos de
que la gente esté leyendo menos? Si en países como España la caída en la
venta, y quizás en la lectura de libros, coincide con la crisis
económica y social, con la disminución de los recursos, es fácil
entender lo que ocurre en sociedades donde lo normal es la crisis. Y
ello debería sugerir nuevas estrategias de publicación y divulgación.
Sería
absurdo, además de inútil, pretender que la industria editorial
renuncie al orden comercial que la define, que se dedique a subsidiar a
los que no tienen recursos: pero no sobraría que situándose en el
contexto de sociedades pobres o empobrecidas, no se limitara a ofrecer
libros sólo a quienes pueden comprarlos, y se ingeniara la manera de
hacerlos accesibles para muchos que los desean y los necesitan.
¿Quién
no se ha privado de comprar un libro exclusivamente porque aunque todas
las potencias del alma lo anhelaban, “la flaca bolsa de irónica
aritmética” como la llamó León de Greiff, no podía responder al desafío?
¿Tienen que resignarse las sociedades a la injusticia de que muchos que
anhelan un libro por su belleza, su poder, su elegancia editorial o su
refinamiento estético, tengan que privarse del placer, porque no
alcanzan los recursos?
Sé
que tengo, como todos los escritores, el deber de rechazar la piratería
de libros, aunque en el fondo no veo a la industria editorial tan
alarmada con ese fenómeno. Acaso sabe que los que compran libros piratas
no son los mismos que compran libros legales, que el target, como lo
llaman los publicistas, es distinto, y que no hay en realidad
competencia.
Pero
la piratería sólo se acabará cuando los libros se hagan para todos,
pensando en la capacidad adquisitiva de todos. No podemos hacer libros
costosísimos y censurar a las comunidades pobres ansiosas de leer, que
se resignan a réplicas defectuosas, a versiones degradadas del original.
Hay
aquí un conflicto estimulante para la imaginación. Cuando se habla de
la crisis de la lectura, más que de una indiferencia de los lectores,
estamos hablando de la falta de un compromiso profundo de los estados,
las dirigencias culturales y la industria editorial, para responder a
las necesidades de una sociedad.
También
he hablado de la academia. Nadie duda del desvelo de los maestros por
lograr que sus alumnos lean. Pero muy a menudo utilizan unos mecanismos
que pueden ser fatales: volver la lectura obligatoria, o imponerle una
finalidad demasiado precisa. Yo no creo ser un gran lector: soy un
lector que disfruta con ciertos libros, y que no puede vivir sin leer, y
sobre todo sin releer, lo que le gusta. Pertenezco al curioso género
del lector que no siempre logra terminar los libros, pero que no puede
dejar de leer todo el día toda clase de cosas.
Y
para ser ese lector desordenado pero apasionado, caprichoso pero
laborioso, nada me ayudó tanto como no haber considerado nunca la
lectura una obligación. Nunca he leído un libro sólo porque fuera
importante, nunca lo terminé porque fuera un deber hacerlo. Al comienzo
leía los libros que llegaban a mis manos: con los años he aprendido a
buscarlos. Incluso tengo una teoría un poco estrafalaria acerca de que
ciertos libros se las ingenian para llegar a ciertos lectores. Los
libros de Hermann Hesse, por ejemplo, tenían en otro tiempo, y quizás la
conservan, la curiosa capacidad de caer siempre en las manos de los
muchachos de catorce años y perturbarles la vida.
Me
gusta más que sean los libros los que encuentren a los lectores y los
lectores los que encuentren los libros, como en un juego de azar
ligeramente dirigido, y no que se imponga toscamente la obligación. Todo
requiere sutileza, todo requiere una pequeña fracción de misterio: y
las pesadas obligaciones no suelen tener lo uno ni lo otro. Más eficaz
es el contagio, más poderosa es la tentación. Más sutil era el padre de
Emily Dickinson que le regalaba libros a su hija con la recomendación de
que no los leyera, para que no perturbaran su espíritu. Y tal vez más
misteriosa era la iglesia católica que volvió tan populares a Voltaire y
a Vargas Vila por el curioso camino de prohibir su lectura.
Cervantes
decía que su voracidad de lector lo hacía leer hasta los papeles que
encontraba en las calles, y no deja de ser conmovedor tratar de imaginar
qué clase de papeles podían ser los que se encontraban por las calles
en un mundo como la España del siglo XVI, tan escasa en papel comparada
con nuestra época, y con una imprenta tan recientemente inventada. Igual
tenemos la anécdota de Chesterton, quien una vez subió a un tren para
viajar de Londres a alguna ciudad de provincia, y sólo cuando el tren
echó a andar comprendió trágicamente que no llevaba nada qué leer. Se
entretuvo un rato leyendo en las paredes del vagón las placas que
informaban sobre la locomotora, los talleres y las fechas de
fabricación. Finalmente, por suerte, encontró en sus bolsillos, que
tienen fama de haber sido vastos y hospitalarios, el prospecto de una
medicina, y tuvo suficiente material de lectura para no enloquecer hasta
la siguiente parada. Los entiendo, porque la lectura, siendo tantas
cosas tan altas y tan profundas, es también un vicio, y es acaso, en
esta tremenda edad de adicciones, la más noble y salvadora de las
adicciones humanas.
Ya
he dicho que hoy hay muchas cosas que conspiran contra la lectura; la
manía superficial de la información, el espacio saturado de textos
imperativos, ciertas pantallas en las que el fantasma del mundo irrumpe a
cada rato proponiéndonos cambiar de ocupación. Y los maestros saben
como nadie de esa dificultad contemporánea, porque aprender a leer es
aprender a estar solo, a menudo aprender a estar quieto, aprender a
dialogar consigo mismo, aprender a abandonar la multiplicidad de las
inquietudes de la mente, la divagación fragmentaria, y acceder a
concentrarse, a seguir el curso de una idea, de una trama, de una
intriga, de una argumentación, de una fantasía.
Leer,
como viajar, es desprenderse de la orilla habitual a la que se
pertenece, y que se cree conocer, y avanzar hacia un objetivo que se
desplaza, que cambia a medida que avanzamos, es caminar hacia un dios
que se retira. Con ello quiero decir que no podemos saber de antemano lo
que buscamos; que es un mal maestro el que cree saber todo lo que va a
encontrar una persona en un libro, y también el que cree que en un libro
todas las personas encuentran lo mismo.
Una
vida de fragmentarias pero intensas lecturas me ha enseñado que leer en
realidad es leerse, que lo que se encuentra en los libros, no sólo de
ficción sino en textos que aparentemente contienen verdades más
objetivas, depende mucho del lector. El autor nos ofrece una partitura;
el lector es un intérprete, que pone la ejecución, la manera y la
música. Creo que cuando terminamos de leer un libro no sólo hemos
conocido al autor sino que nos conocemos un poco más a nosotros mismos.
Creo
que es importante que no sepamos de antemano lo que vamos a hallar, y
se equivoca el jurado que piensa que es posible saber enseguida qué
aprendió el lector. Porque memorizar los textos no siempre supone un
aprendizaje. Hay lecturas que sólo liberan sus consecuencias mucho
tiempo después del momento en que cerramos el libro. Una lectura
verdadera no es un momento de la vida: es algo que permanece, cuyo sabor
no nos abandona, cuyas revelaciones son graduales o tardías, algo que
sigue en nosotros, creciendo y transformándose.
Por
eso es grave y estéril que se pretenda imponerle a la lectura unas
finalidades demasiado limitadas. Deberíamos ser capaces con frecuencia,
como decía Baudelaire, de partir sólo por partir, de leer sólo por leer.
Responder al utilitarismo y a la manía de instrumentalizarlo todo,
atendiendo al sentido del verso de Lugones:
Y la luna servía para mirarla mucho.
No
tenemos que preguntarnos siempre para qué leemos. Tampoco tenemos que
saber siempre para qué vivimos, para qué amamos. Leer debería ser una de
esas cosas que se justifican por sí mismas. Eso no significa que no nos
dé grandes frutos, significa que no deberíamos subordinar el placer de
las músicas verbales, de las fábulas, de las tramas, de los conjuros, de
los pensamientos, a una finalidad, a un propósito siempre consciente;
más bien deberíamos permitir que la lectura obre en nosotros su trabajo
secreto.