Eduardo Lalo. Antes de llegar a Buenos Aires, un diálogo con el ganador del Rómulo Gallegos
Eduardo Lalo acaba de publicar en Argentina La inutilidad./revista Ñ. |
No soy estadounidense, no soy cubano, soy puertorriqueño”, dice Eduardo Lalo en su discurso de aceptación del premio Rómulo Gallegos obtenido por Simone , una novela que explora la condición de un
escritor en el borde de una sociedad que parece ignorarlo y expulsarlo.
La noción de lo periférico, de lo radicalmente insular permea estas
páginas. De hecho, la invisibilidad como rasgo colectivo ha sido uno de
los ejes de la obra del puertorriqueño: lo invisible como condición
existencial pero también política. Puerto Rico, único país de América
Latina colonizado dos veces, hereda esta indeleble marca: “Somos una
colonia, no hay que maquillarlo”, se lamenta por teléfono, “es una
situación política osificada. Un tema sin fin; no pasa nada y no pasará
nada”. Se refiere a la condición de Estado Libre Asociado y a la remota
posibilidad de que eso cambie, a pesar de las resistencias de la
población. Los puertorriqueños se enorgullecen de pertenecer a una
cultura latina, de ser hispanohablantes, eso no está en duda, pero esto
no parece ser suficiente. Para colmo “los independentistas –dice Lalo,
quien el martes presentará en Buenos Aires su nueva novela La inutilidad– están muy divididos”.
Esta
tensión entre metrópoli y colonia, y la infructuosa resistencia a ser
parte de esa colonia genera una carga melancólica que Lalo reclama para
su literatura: “Escribo para reivindicar nuestro derecho a la tragedia”.
Su obra se enfrenta contra la estampa caribeña de la alegría y la
indolencia tropical, contra esa mirada piadosa y culpógena sin duda
construida desde afuera; esa que dice “somos unos miserables pero
gozamos como nadie”, apunta con ironía. Un prejuicio cómodo y de valor
turístico que recae en casi toda la cuenca del Caribe pero que en Puerto
Rico se problematiza todavía más. “El Caribe es un espacio muy triste”,
remata.
Quien pretenda encontrar en el universo literario de este
escritor alguna alusión al trópico ruidoso que nos ha dejado un Luis
Rafael Sánchez o el barroco lúdico de Severo Sarduy, se equivoca.
Tampoco la Sonora Ponceña, ni “Rompe, Saragüey” ni Héctor Lavoe aparecen
en sus páginas. “No olvidemos que Lavoe –nos advierte– se
autodestruyó”.
El protagonista y narrador de Simone es un
ser solitario y cabizbajo, “el que camina mirando el suelo”, un tipo
algo sombrío y roto que pasea su orgullosa diferencia por las calles de
un San Juan víctima de la desmemoria y de los obscenos emblemas de la
sociedad de consumo. Permanentemente relegado hacia un margen como si el
mundo fuera una onda expansiva con el que, sin embargo, no tiene más
remedio que convivir. Un testigo crítico y escéptico de una ciudad
cruzada por los migrantes precarizados de República Dominicana o la
China, quizás sus auténticos semejantes y compatriotas. La ciudad como
territorio de exploración de la extranjeridad, el lugar donde desfilan
el amigo que se fue, la profesora que se irá, los chinos que llegaron, y
el narrador viviendo su propia experiencia de descolocamiento.
Bajo
el antifaz de Simone (Simone Weil) Li Chao, estudiante inmigrante y
trabajadora de un restaurante chino, encarnación de la invisibilidad
social, seduce al narrador y protagonista a partir de intrigantes
mensajes y lo arranca de su solipsismo para abrir una ventana hacia la
experiencia del amor. Lo que vendrá después será una unión incómoda,
conmovedora y vibrante, llena de obstáculos entre dos sujetos
periféricos y excluidos. Y la sexualidad como un reflejo de esa
experiencia en las fronteras, en lo limítrofe, y el amor como metáfora
de la relación indisoluble del narrador con su ciudad, un espacio que lo
retiene y al mismo tiempo lo expulsa.
Simone ocurre en un
San Juan perdido en el tiempo, desmemoriado y que solo puede ser
recompuesto, si acaso, en sucesivas intervenciones artísticas que sus
personajes, de manera también invisible, llevan a cabo. De hecho, Li es
una dibujante que no firma sus piezas, “afirmando que en la ejecución
misma estaba la autoría”. Y es que Lalo, además de escritor es artista
gráfico y fotógrafo y algunos de sus libros son ensambles de palabras e
imágenes, lenguajes que migran, al igual que sus personajes, de un lugar
a otro, de un país a otro, de una identidad a otra, e incluso, de una
preferencia sexual a otra, como ocurre con Li Chao.
La novela
concluye con la discusión entre un escritor español y un puertorriqueño
en la que se exacerban las diferencias entre metrópoli y colonia, y
donde se renuevan los reproches más remotos y conocidos asociados a la
lógica de la dominación. Algunos verán aquí el retorno a conflictos
quizá superados o en todo caso eclipsados por otros de nuevo cuño, pero
en un país como Puerto Rico, cuya identidad sigue atravesada por la
condición colonial, estos reclamos, no carentes de resentimiento, se
convierten en gritos desesperados: “Es la voz del desengaño y de la
herida abierta”, frente a una “lengua patrimonial que parece sacada de
un despacho de notario”. En definitiva, el conflicto de la lengua y el
de su apropiación. Y el escritor como una esponja de estas diatribas:
“Uno queda solo, irremediablemente solo con su ira”. “El escritor
–remata Lalo– es un atleta de la derrota”.
Eduardo Lalo básico
Nació en Cuba pero vive en Puerto Rico desde chico. Es autor de libros
en los que reúne su pasión por la palabra y la imagen: “La isla
silente”, “donde”, “Los pies de San Juan”, “Los países invisibles” y “El
deseo del lápiz”. Dirigió, además, los mediometrajes “donde” y “La
ciudad perdida”. Su obra visual se ha reunido en múltiples exposiciones.
En 2013 recibió el Premio Rómulo Gallegos por su libro “Simone”. Acaba
de publicar en la Argentina “La inutilidad”.