No sin un carácter paradójico, la obra poética completa de Peter Handke lleva por título Vivir sin poesía. El escritor austríaco, que supo cultivar los más diversos géneros y que en cierta forma se fue retirando del centro de una escena cultural europea que lo hastió, busca salir de la cerrazón romántica de lirismo y reconoce que con la palabra “yo” comienzan los problemas para el hombre. Austera, coloquial, atenta a las señales de una modernidad norteamericana que lo ha fascinado, su poesía puede leerse también como una sucesión de largos cantos reflexivos sobre el sentido de escribir
En su
“Ensayo sobre el juke-box” Peter Handke, anotó: “El sentimiento está en
la exactitud de lo narrado, no en la descripción de los sentimientos”.
Ajustándose a esta idea como mandato, la obra poética completa de Handke
permite vislumbrar hasta qué punto extremó su objetivo en un género que
suele prestarse al arrebato emocional. Desde el vamos, el título que
abarca cuarenta años de escritura, Vivir sin poesía, pretende incomodar
al lector tanto como sus primeras obras teatrales (por ejemplo, Insultos
al público, de fines de los 60) y, lo que va desde entonces hasta
denunciar en los 90 el avance de la derecha nazi y, no hace tanto, el
cuestionamiento de la OTAN y su apoyo incondicional a Serbia durante la
Guerra de los Balcanes, lo cual le acarreó la sanción moral europea,
induciéndolo a rechazar el premio Heine y recluirse por un tiempo. Pero
el destierro voluntario en Soria, un pueblo de España, más que un retiro
aldeano tiene bastante de alejamiento hastiado del ambiente cultural y
político de su país y no sólo: lo que Handke ha buscado es poner
distancia de un pensamiento etnocéntrico. Es decir, distancia de esa
ideología presuntamente humanista que se precia de comprender la otredad
pero no vacila en masacrar en nombre del democratismo cuando hay
intereses político-económicos de por medio.
Si lo que importa para Handke –y se nota en su narrativa– es la
exactitud en lo narrado, Vivir sin poesía da la impresión de responder
también a esta premisa. No mentir, no mentirse: la poesía no es un
escondite. En uno de sus poemas sostiene: “Con la palabra YO comenzaron
las dificultades”. De lo que se trata entonces es de capturar todo eso
que no es explícitamente sentimiento pero que, paradoja, al eludir el
yo, el poema se torna una dolorosa experiencia de enunciación, casi un
balance, en el que la realidad se vuelve, cuando no deprimente,
amenazadora para el sujeto. “Donde debería estar el límite de las
palabras comienza a arder el follaje en los bordes, y las palabras se
retuercen sobre sí mismas de modo infinitamente lento: ¡Estas franjas
negras! Estos límites de la tristeza”. Y también: “Aprovechas el primer
momento de pánico para procurar un segundo momento de pánico, y el
segundo momento de pánico para procurar otro nuevo momento de pánico.
Para que, cuando ellos acaben de recuperarse de un momento de pánico,
porque no estás siendo víctima de ningún momento de pánico, tú les
aventajas con un momento de pánico para el que te has preparado mientras
ellos todavía se recuperan del primer momento de pánico”. Es decir,
además de la soledad también, acechante, un miedo que no se exorciza ni
siquiera nombrándolo.
El mundo exterior del mundo interior
Cabe acotar que Handke, nacido en Austria en 1942, se había
resistido, en un principio, a revisar y republicar su obra poética que
abarca desde fines de los ‘60 hasta los comienzos de este siglo. Handke
es un heredero de la generación post Auschwitz. A diferencia de Paul
Celan, Ingeborg Bachmann y Günter Grass, Handke es hijo del consolidado
milagro alemán. Si Grass sostenía, respondiendo a Adorno, que se podía
escribir poesía después de Auschwitz con la condición de que el lenguaje
se asumiera dañado, Handke procura concederles a las palabras una
racionalidad. A diferencia de sus predecesores, le apasionan los signos
de la cultura norteamericana: lo encienden tanto las máquinas
tragamonedas como el rock, el cine (admira a John Ford y Nicholas Ray),
la novela negra, las ciudades y las rutas desiertas. Le ha tocado vivir
un país tan moderno como aséptico, una realidad prolija, sospechosamente
prolija, porque lo que en superficie revela la reconstrucción
vertiginosa de una sociedad es que por debajo circulan las
monstruosidades de lo cotidiano, desde un listado obsesivo de horarios
ferroviarios hasta un violador de chicos. ¿Por qué no encontrar una
conexión a estos dos elementos, el respeto horario, la puntualidad y la
violación de la inocencia, tan aparentemente distanciados? ¿Por qué no
reconocer que hay, entre ambos, un vínculo casi esquizoide de
causa-efecto? A Handke no le pasan inadvertidos los síntomas de
descomposición, las grietas, una fisura en el orden establecido que
enajena imponiendo contemplar la propia vida como si fuera de otro.
Handke ha escrito teatro, novelas, ensayos y también para el cine y,
como si no le hubiera resultado suficiente, también probó suerte como
director. La diversidad de escrituras tiene sus vasos comunicantes y lo
define más allá de lo que puede considerarse vulgarmente un escritor de
género. En su variedad de registros que dan vueltas, como un perro que
quiere morderse la cola, salta el replanteo del ser de la escritura,
aquello que tiene que ver justamente con la cuestión del sentido. En
Historia de un lápiz se despacha: “Las penas de la escritura: una
palabra sale volando de todo el estiércol lingüístico y luego vuelve a
posarse, pero ahora en el lugar correcto”. Taxativo, argumenta: “Al
escribir no represento el papel que suelo dejarme imponer en la vida.
Simplemente me siento y escribo”. Estas ideas deben ser tenidas en
cuenta al encarar la lectura de su poesía. La primera parte, “El mundo
interior del mundo exterior del mundo interior”, se plantea como una
vuelta de tuerca al pensamiento rilkeano: “A través de todos los seres
pasa el espacio único,/espacio interior del mundo”, escribió Rilke. En
una de sus cartas a Lou Andreas Salomé, Rilke se preguntaba “dónde hay
un adentro para este afuera”. La primera parte de la obra poética de
Handke rescata la problemática de Rilke, quien fuera clasificado como el
poeta de los filósofos. Y comprende dos secciones: “La palabra tiempo” y
“El sobreviviente de luto en la colina”. Cuando Handke cita los lugares
que detonan sus versos se le transparenta que, ya se encuentre en
Beirut o en el Trans Europa Express, lo suyo no es la composición de
postales sino el desgarramiento del viajero, la conciencia del no lugar,
de un horror domiciliario: “Una vez,/¿qué año fue?/me desperté/por
primera vez en un espacio ajeno/y por primera vez tomé conciencia/de que
estaba en un espacio”. Una interpretación puede detectarse en:
“Después/en Austria/”¿Cuándo?/No lo sé. “¿En que circunstancias?”/Al
azar la vista/y ver a mi madre/a cierta distancia. “¿A qué
distancia”?/Estaba frente a la mesa/lejos de mí,/planchaba,/y al
verla/allí/me embargó/por primera vez/la vergüenza,/de modo que la
distancia/hasta la mesa/se convirtió en una/distancia vergonzosa.” Cabe
acá pensar en su eviscerante novela autobiográfica Desgracia indeseada,
donde Handke narra el suicidio de su madre, una mujer que perteneció a
las Juventudes Hitlerianas, más tarde padeció una conyugalidad
maltratada y finalmente clausuró su biografía de frustración y desdicha
con el suicidio. Corresponde entonces pensar que este sentimiento de no
pertenencia, su renegar de lo austríaco, su abominación de Salzburgo
(que lo emparienta con el odio visceral que profesó Thomas Bernhard por
la ciudad mozartiana), la búsqueda de la interioridad en la exterioridad
de un viaje que será siempre interior, puede relacionarse con la
tragedia familiar. Más tarde, en otros versos evocará el velorio de una
abuela. Al entrar en una habitación vacía, silenciosa, ve un charco bajo
un jarrón y entonces: “Por primera vez/en la vida/tuve miedo/de la
muerte”. La tristeza, como el miedo, se cifran en un angst que escarba
permanente en el tiempo. Handke observa en “La palabra tiempo”: “El
tiempo es un sustantivo. El sustantivo no indica tiempo. Dado que el
tiempo es un sustantivo, el tiempo no indica ningún tiempo”. Estamos,
vale preguntárselo, ante un borramiento de la historicidad o, más bien,
la puesta en tela de juicio de un origen que se repudia.
¿Y el amor como tema? ¿Qué función puede cumplir en sus poemas si es
que hay una, una que pueda aliviar el vacío? En Consejos para un
síndrome de amor Handke propone: “Primero, atravesar corriendo un campo
de maíz./Correr después entre las filas de butacas de la sala de
conciertos. /Después del partido internacional, abrirse paso hacia el
interior del estadio por la puerta principal./¿Serás capaz de mantener
la ‘presencia de ánimo’ al llegar a la calle?”. Entonces, inexorable,
sobreviene el pánico.
Quizá convenga relacionar este angst con “Lenz”, el errante poseído
de Büchner y, por qué no, con el Harry Dean Stanton enajenado que avanza
hacia Paris-Texas. Aquí vale detenerse en una asociación: la amistad
estrecha de Handke con Wim Wenders, quien adaptaría su novela El miedo
del arquero ante el penal y, más tarde, juntos, escribirían El cielo
sobre Berlín. Hay una búsqueda en lo cinematográfico, el desarrollo de
una imagen en movimiento, que pretende completar aquello que, a lo
Wittgenstein, no se puede nombrar pero que, sin embargo, desafía el ser
pronunciado. En uno de sus largos poemas (y casi todos son extensos,
caminatas, caminatas del angst que nada tiene que ver con la ligereza
del flâneur, caminatas que, si se quiere, son “peregrinaciones
profanas”), Handke intenta describir: “Lo que no soy, no tengo, no
quiero, no me gustaría, y lo que me gustaría, lo que tengo y lo que
soy”, y finalmente, luego de enumerar una lista tan íntima como
arbitraria en tono de diatriba, termina: “Lo que SOY: ¡Soy yo!”. Es
decir, un boceto rabioso de autorretrato del joven Handke que contiene,
como anticipándose, al Handke actual con sus posiciones intemperantes
pero no menos justificables si se comparte su punto de vista acerca de
la existencia como absurdo. Una vez más lo subrayo: “Con la palabra YO
comenzaron las dificultades”. Y en una aproximación engañosa uno podría
atribuirle entonces a su indagación un aura romántica, el privilegio del
yo. Pero este yo, aunque arrastre un eco de Goethe, es contemporáneo,
proviene de un contexto social determinado y aún no puede desprenderse
del horror del totalitarismo y el exterminio. Si se raspa la cáscara de
la realidad, por qué no, esa memoria perdura. ¿Cómo representar el
tiempo fuera del tiempo? A menudo sus poemas machacan enumeraciones de
gestos y objetos, confeccionan una lista que se pretende summa, la
enunciación de lo social, como si de esta manera, acumulándolo todo,
pudiera capturarse la realidad, esta realidad siempre ajena, distante,
como la distancia vergonzosa experimentada ante la madre. Si el yo lucha
contra su encierro, el poema es el esfuerzo por liberar al sujeto.
Merece citarse “El singular y el plural”, el poema donde el escritor
está sentado junto a un turco contemplando un lago. Lo que significa
tácitamente, sin decirlo, en la Alemania de hoy, el ser otro, el ser
turco.
La duración
El miedo, marqué, como constante. Un ejemplo, “Asustarse”. Handke
escribe: “¿Qué susto? El susto no tiene lugar, y el susto que todavía no
ha tenido lugar y el susto que ha tenido lugar y de nuevo tendrá lugar,
y el susto que no ha tenido lugar aquí, y el susto que ahora no puede
tener lugar, y el susto a cuya llegada se está atento y el susto que
sólo puede ser pensado, y el susto que no puede ser pensado y el susto
porque un susto no pueda ser pensado, y el susto por el susto que ya no
puede asustar”. No, la poesía de Handke no es una poesía fácil aunque
apele tanto a lo cotidiano, “lo real”, como a una elaboración metafísica
de esa interioridad en la exterioridad. Sin embargo, al igual que
ocurre con la lectura de las ficciones de Bernhard, termina por
contagiarnos su perspectiva sufriente de una frialdad que, al cabo de un
rato de lectura, de internación en su lectura, porque Handke reclama,
como Bernhard, esto: una internación en la realidad hasta que uno
termina contagiado por su perspectiva del sujeto y las cosas.
También, ineludible, está su gran tema, la duración. Handke dedica
su “Poema de la duración”: “En recuerdo de René Kalisky, por cuyo piso
desocupado pasé recientemente”. Casi desconocido en nuestra lengua,
Kalisky (Bruselas, 1936, París, 1981) fue un dramaturgo de padres
asesinados en Auschwitz, admirador de Luigi Pirandello y Bertolt Brecht
que, en sus puestas, pretendía liberar a los actores de las convenciones
de la representación. Nada casual, pues, la dedicatoria de Handke.
Escribe Handke: “¿Qué fue este durar?/¿Fue un intervalo de tiempo?/¿Algo
inmensurable? ¿Una certeza?/No, la duración era un sentimiento,/el más
fugaz de los sentimientos,/a menudo pasa más veloz que un instante,
/imprevisible, ingobernable. /Y sin embargo, con su ayuda,/podría mirar
riendo y desarmar/a cualquier adversario,/habría cambiado la opinión/de
que soy un mal hombre/por esta convicción: ‘¡él es bueno!’,/si existiera
un Dios,/habría sido su hijo durante el tiempo que permanece el
sentimiento de la duración”. Handke es, en un rapto, tajante: “La
duración tiene que ver con los años/con las décadas, con nuestro tiempo
de vida: /la duración, ella es el sentimiento de la vida”. Sí, este
objeto, del que son los años, nace la duración,/es insignificante en
esencia,/no merece la pena hablar de él, pero sí fijarlo mediante la
escritura:/porque tiene que ser lo principal para mí./Tiene que ser mi
verdadero amor”. Pero el poema que se propone fijar la duración
cifrándola en el amor a la escritura no se agota en la escritura. Es
también el amor-deseo. En consecuencia: “El poema de la duración es un
poema de amor./Trata de un flechazo/al que siguieron después muchos
flechazos./Y este amor/no posee la duración en ningún acto concreto,/más
bien en un antes y un después/donde, mediante el otro sentido del
tiempo que depara el amor,/el antes fue también después/ y el después
fue también antes”. La duración puede residir tanto en un instante con
una amante como con el hijo, en una cuchara que dispara, como la
magdalena proustiana, la memoria de infancia. Alcanzado este punto, si
la residencia de la escritura y no menos la del deseo se fijan en la
memoria, Handke admite: “Y, finalmente: dichoso aquel que tiene sus
lugares de la duración;/aunque esté para siempre desplazado en tierra
ajena, /sin perspectivas de regreso a su entorno,/no será ya un exiliado
de su patria”. Por tanto, la duración es una muestra de que su
sentimiento puede suceder en cualquier parte del mundo: por ejemplo,
“durante la noche/al tiempo que el agua/fluye en la cuneta”. Este es el
poema más obsesivo y extenso de Handke, tirando a canto, circuito
cerrado sobre un tema en el que las variaciones porfían por abrirse paso
y derivan, por lógica, en una cita del filósofo influyente en Proust,
Henri Bergson: “Ninguna imagen reemplazará la intuición de la duración,
pero muchas imágenes diversas, tomadas de órdenes de cosas muy
diferentes, podrían, en la convergencia de su acción, dirigir la
conciencia sobre el punto preciso donde se puede captar una cierta
intuición”.
A esta altura, cuando su escritura arriba a Vivir sin poesía, ya en
este siglo, Handke desemboca en un estado de perplejidad. Despertar una
mañana, sentir una erección, permanecer echado en la cama, volver a la
realidad y, sin embargo, como acorralado por la misma, sentirse
doppelgänger, observándose impávido. Lo que transmite: “Durante días
estuve fuera de mí/ y, sin embargo,/era tal como quería estar./Apenas
comí,/bebí poco,/sólo hablaba conmigo,/sobrio de dicha, paralizado por
la curiosidad”. La mirada sale a la calle, sube a un ómnibus, capta
carteles publicitarios, marcas de jeans, bulevares, facciones. Otra vez
la enumeración, pero ahora la summa, en estado de fisura y saturación,
es la de una “máquina animada”. Handke descubre que se puede ser
afectuoso sin amar: “¡Sí, trágate eso!/ La belleza es un tipo de
información, pensé,/sintiendo tu calor/y el del recuerdo./Tú me obligas/
a ser/ como quiero ser, pensé./Existir/comienza/ a tener sentido para
mí/¡No detenerse!/ Me interrumpí/en ese preciso momento al percibir/el
súbito final del poema”.
Vivir sin poesía. Peter Handke, Traducción y prólogo de Sandra Santana, Edición bilingüe Bartleby Ediciones, Madrid 547 páginas
Así se va aproximando el lector a un final de obra, final que, al
tratarse del prolífico inconformista Handke, suele ser provisorio y más
bien, final abierto, final que le da título al último libro de la serie.
Ni más ni menos, Vivir sin poesía. Valga la contradicción, la misma
refiere una coherencia: Handke necesita abjurar de la poesía como
expresión normativa del encierro romántico. Y su modo de abjurar es
retorciendo todas las cuestiones que vino triturando desde sus
comienzos, todas en un solo poema que opera, si se quiere, como
sinceramiento de programa literario y manifiesto: “Las novelas deberían
ser “violentas”/ y los poemas, acciones”. En otros términos, quien ha
escrito estos versos es el mismo que se revela a sí mismo: “Cuanto más
pienso, más siberiano/se hace el viento que sopla en mi cerebro”, leí en
un libro de Hadley Chase. Es que Handke, si una forma de definir al
poeta encuentra, es la de considerarlo un “coleccionista de visiones”.
Por tanto, a pesar de su angst, volviéndolo boomerang, le disgusta
tomarse en serio. Y debe reconocerse: “Sé que hago mal, que uno no
debería terminar así,/pero no me queda otra, exactamente con estas
palabras/ Speedy González de los conceptosquería terminar/antes de
comenzar a escribir./Entonces,/con la desvergüenza/de la
autoexpresión,/lo pensado previamente, palabra a palabra,/se volvió
superfluo,/y de un golpe, verdaderamente,/supe de nuevo lo que quería/y
me entraron ganas de mundo/(cuando estaba creciendo,/si aparecía un
sentimiento mundano/ me entraban ganas de ESCRIBIR algo,/ahora, la
mayoría de las veces es con la actividad de la escritura/cuando me
entraron unas poéticas ganas de mundo)./De nuevo siento amor propio,
pensé./Al tiempo me equivoqué mentalmente/y me dije: ‘Amor prójimo’”.