Publica su tercera novela, sobre la iniciación en el amor de un adolescente. "El realismo no es lo mío", asegura
El escritor y cineasta Manuel Gutiérrez Aragón en su casa de Madrid. / Cristóbal Manuel./elpais.com |
En Gloria mía, su novela anterior, Manuel Gutiérrez Aragón
(Torrelavega, 1942) se mostró bastante inconsecuente con su propia idea
de los cierres en la ficción. Tal y como escribía en uno de sus relatos veraniegos en EL PAÍS, “el final siempre es feliz y si no lo es, todavía no ha llegado el final”.
Ahora, en esta sentida, honda y emocionante nouvele que ha titulado Cuando el frío llegue al corazón (Anagrama),
el autor cierra con el aterrizaje a la vida esta historia de iniciación
en el amor y las frustraciones de la existencia sin libertad que enseña
tantas cosas a Ludi Rivero, el adolescente que se apresta entre sus
líneas a atrapar el aire del verano más importante de su vida.
No hay que indagar mucho para saber que Torre es un espejo de su
Torrelavega natal, y que si Ludi es hijo de un veterinario, a este le
unen trasuntos muy íntimos con el propio autor. “Efectivamente, mis dos
primeras novelas son más objetivas, a la tercera ya me he podido
permitir una narración, si no más personal, al menos más cercana a mi
propia crónica, a mi primer entorno”, asegura Gutiérrez Aragón.
O sea, que va perdiendo el pudor primerizo de autor debutante a sus
71 años. Pero lo mismo le ocurrió en el cine. “Creo que tardé algo más,
fue a la cuarta o quinta película. En cualquier caso, en esta novela
dejo detalles aquí y allá, pistas y despistes. El realismo no es lo mío.
El lenguaje no solo representa la realidad, también es su máscara, su
teatralización interesada”.
Su final con el cine, aunque voluntario, no fue quizás feliz, pero sí
resultó más que visionario. Oteó mucho antes que nadie la que se venía
encima: “Si algo echo de menos, quién me lo iba a decir, es el trabajo
con los actores”. Pero sí fue dichoso el comienzo que unió a aquella
despedida. El Gutiérrez Aragón escritor triunfó nada más debutar al
conseguir el Premio Herralde con La vida antes de marzo.
Ahora rememora un mundo con padre ausente a la fuerza, hembras de
Olimpo, mitad mujeres, mitad yeguas, vergüenzas colectivas y
exploraciones íntimas de lo prohibido. “La iniciación de este muchacho
tiene un carácter un tanto mítico. Cerca de donde él vive se alza un
monte antiguamente consagrado a dioses paganos. Las diosas, que vagaban
envueltas en tenues gasas, le son muy sugerentes. Cualquier cosa puede
pasar por la mente de un adolescente, aunque, por ejemplo, eso de la
diosa, mitad mujer mitad yegua, es una perversidad que pertenece al
folklore cántabro”.
En cambio las aberraciones de la dictadura en cuyo tiempo se mueven
los personajes de este relato son generales. Y la heroicidad de los
hijos señalados como de la cáscara amarga, cosa muy universal. “Siempre
me han gustado mucho las historias con héroes hijos de padres
desconocidos, como Sigfrido, Jesucristo o el mismísimo Guerrero del
Antifaz. En este caso es más bien un padre ausente...”. E inocente de la
que el propio chaval acaba jugándole. “Ocupa el lugar en el lecho de la
amante que antes ocupaba el padre. En realidad, la historia es una
pequeña recreación de leyendas muy reconocibles vestida con ropas
actuales”.
Un vestuario que en cuanto al cine español, si nos ponemos a hablar
de su presente, más bien tendríamos que hacerlo sobre un sector que palo
va, palo viene, queda en pelotas. “Si la dictadura y la censura no
pudieron con el cine, tampoco podrá con él el asedio económico a que le tiene sometido el ministro Montoro.
Muerte por asfixia. Pero hay que recordar que la complicidad del
espectador es esencial. Esto se ha convertido en una lucha, y el
espectador tiene que estar a nuestro lado. Como siempre estuvo”.