Nunca hizo declaraciones políticas, no pertenece a una literatura central y prácticamente todos sus libros son colecciones de cuentos. En verdad, la canadiense Alice Munro tenía sobradas razones para sorprenderse cuando sonó el teléfono (que no atendió) en su casa para comunicarle que había ganado el Premio Nobel de Literatura
Alice Munro, escritora canadiense, premio Nobel de Literatura, 2013./pagina12.com.ar |
De todas maneras, la autora de 82 años,
cuya obra se viene conociendo en forma creciente en la Argentina, se
llevó el más célebre galardón para sorpresa y beneplácito de muchos. En
Canadá, las repercusiones no dejaron de ser matizadas, ya que divididos
entre francófonos y anglófonos, sus compatriotas lo vivieron de maneras
diferentes. Un caso especial y muy atractivo para seguir apostando por
el Nobel que inexorablemente seguirá generando polémicas, adhesiones y
decepciones
En la
región de las llanuras que rodean al lago Hurón, al sur de Canadá, un
hombre cría zorros plateados. Son animales tímidos y nocturnos cuya piel
se cotiza pero no abunda, y aunque el hombre sabe que ésta no es la
actividad de cría más beneficiosa de la zona, hay algo en lo
extraordinario de esta especie que lo cautiva, que lo hace seguir a
pesar de la estrechez económica de la familia. El hombre los cría como
si en medio de la llanura salvaje esos animales fueran un tesoro, un
valor que alguna vez alguien descifraría. Alice, su primera hija, la
mayor de tres hermanos, sería la primera en escaparse de la casa paterna
con un anillo de matrimonio y una mudanza lejos, para poder después
volver al pueblo a mirar la casa por dentro, a través de los vidrios
acanalados y las manchas del fogón en las paredes, esas capas acumuladas
de amor y soledad, de incomprensión y silencios, de la fuerza con la
que su madre llevó una vida de enfermedad y fe. Alice volvía para
encontrar, raspando con una uña, las grietas de la condición humana en
los habitantes de su pueblo, en la de su vida misma y la de sus
ancestros. Al igual que su padre, confió en esa singularidad posible, en
que la ilusión esférica bajo la forma del cuento no era algo que ella
pudiera elegir a conciencia sino que de alguna forma así estaba dado. En
un primer momento, la forma del cuento le llegó en la urgencia de poder
escribir entre las horas de siesta de sus hijas pequeñas, pero más
tarde haría de esa forma una toma de partido, cocida a fuego lento
dentro del espacio que se había hecho para escribir, en el cuarto de
planchar. “Probablemente la razón por la que seguía trabajando para mi
padre, aunque nunca antes había tenido otro empleo fijo, era porque se
dedicaba a la cría de zorros plateados y en esa clase de negocio había
algo precario y fuera de lo corriente, una especie de ilusión de
fortuna, tan glamorosa como fantasmal, inalcanzable siempre”, dice la
protagonista de “Flats Road”, en La vida de las mujeres. Criar zorros
plateados en medio de la llanura, escribir cuentos encerrada dentro de
una librería. Dejar de ser esposa, olvidarse de ser madre y ponerse a
juntar esas piezas y retazos de las que se está hecha. Mirar alrededor y
preguntarse: qué estás haciendo. Y sin embargo seguir. Pero seguir
observando, sin que se escape un detalle de lo que realmente cuenta. Eso
es lo que hizo Munro, eso y no otra cosa es lo que le valió el Nobel de
Literatura. De las piezas y retazos a la casa por dentro, de la casa al
pueblo y del pueblo al mundo, eso es lo que lee John Updike cuando en
1996 la reseña, y apunta que es necesario volver a Tolstoi y a Chejov
para poder dar cuenta de la magnitud de sus cuentos.
Parece una novelista
En los cuentos de Munro hay mujeres que se escapan de sus casas,
otras que visitan a sus hijos en la cárcel luego de años, que le abren
la puerta al asesino de sus hijos, personajes que se sobreponen a la
desgracia con la fuerza de quien comprende que en la vida no hay héroes
sino sobrevivientes, todos ellos dentro de un paisaje de pueblo que en
la superficie se muestra apacible cuando, puertas adentro, la sopa se
cuece en el mismo caldero que la ropa sucia. La escritura de Munro nace
dentro de los límites y posibilidades de una familia de religión
presbiteriana donde se resaltó siempre la importancia de una conducta
gentil y mesurada –más aún tratándose de una mujer–, el dejar de lado el
interés personal por sobre el colectivo cultivando los modales y las
formas de una señorita de la época. Así, la primera vía de escape de
Alice Munro fueron los libros: la casa tenía una biblioteca que le
permitió leer y releer hasta el cansancio Cumbres Borrascosas: “Después
de un tiempo no fue suficiente y comencé a inventar yo misma las
historias copiando ese estilo, sólo que ocurrían en Canadá. Quedaba un
poco raro, pero no me importaba. Los libros para mí eran más importantes
que la vida misma y eso no me ayudó a forjarme el status de una mujer
normal y atractiva. Aprendí a ser una persona diferente en la
superficie, a pesar de que nunca me funcionó bien. La gente se daba
cuenta de que algo en mí no encajaba” y ese no encajar del que habla
Munro tuvo su correlato en la imposibilidad de dedicarse a la novela.
Porque no es que no lo haya intentado, muchas veces sintió la
frustración de no poder unir esas piezas y retazos, como ella llama a
sus cuentos, dentro de una obra más larga y que dieron como resultado
sus libros de relatos entrelazados Something I’ve Been Meaning to Tell
You y La vista desde Castle Rock. El talento de Munro ha sido comparado
con el de una corredora de fondo: no es, en ningún caso, una velocista.
Es decir, que siendo como es una escritora de cuentos, sus
procedimientos se dirían similares en muchos casos a los de los
maratonianos escritores de novela. Y tal vez sea ésta la razón de que la
sintamos capaz de muchas más páginas. El mismo jurado del Nobel, al
expedirse, afirmó que Munro puede escribir en treinta páginas, con
absoluta sutileza y contundencia, lo que muchos contemporáneos no logran
alcanzar en una novela de trescientas. Munro todavía recuerda el día en
que comenzó a escribir La vida de las mujeres. Fue a la librería que
tenía con su primer marido, Munro’s Books, y como era domingo se encerró
a escribir ahí. Miraba los estantes colmados de genios de la literatura
y se sintió una tonta, pero empezó a escribir sobre los recuerdos de la
madre: “Cometí un gran error. Traté de hacer una novela, una clásica
novela sobre el paso de la infancia a la adolescencia. Luego vi que no
estaba funcionando y la abandoné. Me deprimí mucho. Se me ocurrió contar
lo mismo en forma de relatos, así podría manejarlo. Ahí supe que nunca
iba a poder escribir una verdadera novela: no puedo pensar de esa
manera”.
No es fácil ser humano
Es el año 1968, Munro tiene treinta y siete años cuando publica por
primera vez. Es un libro de cuentos, Dance of the happy shades (aún no
traducido al español), con el que gana su primer Governor General’s
Award. En su barrio comienzan a llamarla “el ama de casa tímida” y al
marido lo felicitan por sobrellevar la situación del premio muy bien.
Ella se enfurece, pero sigue escribiendo, trabajando en la librería, con
sus hijas ya adolescentes y una relación que se cae a pedazos. Cinco
años después ya había escrito La vida de las mujeres y Something I’ve
Been Meaning to Tell You; en Canadá se la consideraba una autora sólida,
el momento había llegado. Al igual que muchas de sus protagonistas,
Munro junta esas piezas que la conforman como escritora, madre y esposa,
y las baraja de nuevo: sale de ese matrimonio que había durado
veintidós años y regresa al pueblo natal, cuyos habitantes, luego de la
muerte de su padre, le recriminaron durante años el hecho de haberlos
retratado como gente que vivía en una cruel y amarga introspección. Para
Munro, que cada vez que puede se menciona deudora de la obra de las
narradoras del sur de los Estados Unidos como Eudora Welty, Flannery
O’Connor, Katherine Ann Porter y Carson McCullers, la posibilidad de
observación de los diferentes tipos humanos que se respira en un pueblo
es siempre mucho mayor que en la convivencia dentro de la vida urbana.
Es interesante el recorte que Munro plantea en su lectura del relato
corto sureño, Faulkner nunca le interesó mucho –comentó en una
entrevista del Paris Review– y la visión que los escritores han
desplegado de la sexualidad de las mujeres es algo que en ese momento
logró trastornarla. Cuando el entrevistador le pregunta si puede señalar
cuál es el motivo, Munro simplemente contesta: “¿Cómo voy a poder ser
escritora cuando soy el objeto de otros escritores?”. Quizá por eso, la
autora de una obra que ya lleva diecisiete títulos publicados sigue
sosteniendo que no es una escritora feminista, a pesar de que el
movimiento la reclame como tal. Porque su escritura, parada en la vereda
de enfrente de la didáctica combativa, profundiza de tal forma en la
singularidad de los personajes que algunos pasajes harían las delicias
del feminismo más radical. Lo cierto es que la mayoría de las mujeres de
sus relatos viven marcadas por la necesidad de la huida y por el
sentimiento de pérdida su vez; sin embargo, ninguna de ellas es
caracterizada como una víctima. Munro se niega a retratarlas así y
afirma: “Nunca pienso si soy o no soy feminista. No veo la realidad de
ese modo, porque creo que también es bastante duro ser hoy un hombre.
¿Qué hubiese pasado si hubiese tenido que mantener a mi familia en mis
primeros años de fracasos?”.
Los zorros plateados
Lo curioso de este año es que la Academia Sueca, por primera vez en
su historia, haya elegido premiar a una cuentista. Es por esa misma
razón que la noticia fue recibida con alegría en el mundo entero y por
partida doble. Cuentista, mujer, y del calibre de Alice Munro, quien en
su primera conversación telefónica con la prensa, al enterarse de que
era la mujer decimotercera en un premio que lleva ciento diez
galardones, no pudo más que soltar que el hecho le parecía abominable.
Luego comentaría que lo primero que pensó fue en su padre. Lo contento,
lo orgulloso que estaría si viviera. El hombre que criaba zorros
plateados, el señor Laidlow, ese apellido que Alice Munro nunca usó para
firmar sus libros, es el que lleva marcada la estirpe de escritores de
la familia. Descendiente directo de James Hogg (autor de Las memorias
privadas y confesiones de un pecador justificado) escribió ya en su
vejez una suerte de novela basada en el pasado pionero de sus ancestros,
los mismos que Munro levanta en las historias entrelazadas que
conforman La vista desde Castle Rock. En su epílogo, la hija nombra el
libro del padre, retoma sus recuerdos de la tierra que habitaron, la
misma a la que ella vuelve para visitar sus tumbas, para no olvidarse de
quiénes fueron alguna vez: “Ahora todos esos nombres que he estado
reuniendo se relacionan con las personas vivas en mi mente, y con las
cocinas perdidas, el lustroso borde niquelado de presencia dominante,
los escurrideros de madera verde que nunca se secaban del todo, la luz
amarilla de las lámparas de petróleo. Las lecheras en el porche, las
manzanas en el sótano, los tubos de las estufas atravesando los agujeros
del techo, el establo calentado en invierno por los cuerpos y el
aliento de las vacas, esas vacas a las que todavía hablábamos con
palabras que eran corrientes en los tiempos del rey que rabió. El salón
frío y encerado donde se ponía el ataúd cuando alguien moría. Y en una
de esas casas –no recuerdo de quién–, una cuña mágica para sostener la
puerta, una gran concha de nácar que yo reconocía como un heraldo venido
de cerca y de lejos, porque podía acercármela al oído –cuando no había
allí nadie para impedírmelo– y descubrir el tremendo latido de mi propia
sangre”.