sábado, 30 de abril de 2011

Falleció escritor argentino Ernesto Sábato a los 99 años

Fue admirado no sólo por sus novelas sino también por su lucha en favor de los derechos humanos

El escritor argentino Ernesto Sábato murió en su casa, en Santos Lugares, cerca de Buenos Aires, Argentina.foto:Efe.fuentes:eltiempo.com,elpais.com

El escritor argentino murió en la madrugada del sábado, informaron varios de sus familiares, en su casa de las afueras de Buenos Aires, donde permanecía recluido desde hacía años a raíz de sus problemas de salud.

Sábato, quien fue el último superviviente de los escritores con mayúscula de la literatura argentina, estaba ya prácticamente ciego, lo que lo mantenía retirado en su residencia de Santos Lugares. "Hace como quince días tuvo una bronquitis y a la edad de él esto es terrible", dijo la mujer a la porteña radio Mitre, al confirmar su deceso.

Sábato iba a ser homenajeado el domingo en la Feria del Libro por el Instituto Cultural de la provincia de Buenos Aires

El escritor argentino publicó la última de sus tres novelas, 'Abaddón el exterminador' en 1974, pero era idolatrado por jóvenes y estudiantes por sus duras críticas a la dictadura militar que gobernó Argentina entre 1976 y 1983, durante la que desaparecieron miles de personas. Una vez terminado el Gobierno de facto, Sábato encabezó una comisión encargada de recopilar testimonios de las torturas y los asesinatos cometidos por los militares.

Sábato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911. Además de novelista y ensayista, era doctor en Física. Trabajó en el Laboratorio Curie, en París, y abandonó definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse exclusivamente a la literatura. En 1984 había recibido el Premio Cervantes, el más importante de la literatura en español, y llegó a ser propuesto por la Sociedad General de Autores y Editores de España como candidato al Premio Nobel de Literatura de 2007.

Sus tópicos más recurrentes se encargaban de la crisis del hombre en nuestro tiempo y de la reflexión sobre la propia literatura. Sus obras más destacadas son El escritor y sus fantasmas (1963), Apologías y rechazos (1979), El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961), y Abbadón el exterminador (1974). Su última obra publicada fue España en los diarios de mi vejez, fruto de los viajes en 2002 a tierras españolas mientras Argentina se sumergía en la más feroz crisis económica de su historia.

Es destacable su firme compromiso político y ético que confluye en su obra. En 1984 presidió la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas que redactó el Informe Sábato o Nunca más sobre los horrores de la última dictadura militar (1976-1983), que abrió las puertas para el juicio a las juntas militares de la dictadura militar en 1985. El prólogo del informe le valió fuertes críticas de organismos humanitarios que cuestionan la llamada "teoría de los dos demonios" sobre la violencia política que sacudió a Argentina en la década de 1970. En el texto, el escritor sostuvo que en los años 70 Argentina "fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda".

Sábato también llenó su tiempo con la pintura, aunque confesó que su "espíritu autodestructivo" lo llevó a destruir buena parte de sus obras. "Arrastrado por amigos", según declaró, presentó una decena de sus obras en 1989 en el Centro Pompidou de París y del mismo modo lo hizo después en Madrid.

El escritor argentino atravesó momentos difíciles en su vida con la muerte en 1995 del mayor de sus dos hijos, Jorge, en un accidente de tráfico, y con el fallecimiento en 1998 de su primera esposa, Matilde.

Entre los numerosos premios recibidos por Sábato también figuran el Menéndez Pelayo (1997) y el Gabriela Mistral (1983), otorgado por la Organización de Estados Americanos (OEA).

Los libros ocupan los asientos del transporte público de Bogotá

Bajo el lema "Tómelo, léalo y déjelo para que otro usuario como usted también lo pueda disfrutar", la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte, junto al Instituto Distrital de las Artes, la empresa de transportes Transmilenio y la organización privada Fundalectura, pusieron en marcha esta iniciativa

Mapa del sistemaTransmilenio, transporte público masivo también llamado a leer con el Libro al Viento.foto.Transmilenio.fuente:abc.es

Los madrugadores que utilizan el servicio de transporte masivo Transmilenio de la capital colombiana se encontraron hoy con decenas de libros en los asientos de los autobuses gracias a una campaña que busca fomentar la lectura como antesala a la Feria Internacional del Libro.

Bajo el lema "Tómelo, léalo y déjelo para que otro usuario como usted también lo pueda disfrutar", la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte, junto al Instituto Distrital de las Artes, la empresa de transportes Transmilenio y la organización privada Fundalectura, pusieron en marcha esta iniciativa.

Obras de novelistas y poetas reconocidos constituyeron así la denominada "cadena del libro", o lo que es lo mismo, un "ejercicio de lectura compartida".

Esta iniciativa, que surgió en 2004, antecede así a la Feria del Internacional del Libro de Bogotá que se celebrará del 4 al 16 de mayo próximos.

Los organizadores calculan que cuando los autobuses regresen esta noche a sus estacionamientos cerca de 22 mil personas habrán hoy disfrutado de la lectura.

Y otras muchas lo seguirán haciendo después, ya que después los ejemplares serán donados a bibliotecas comunitarias.

Esta campaña "busca desarrollar este hábito en la población bogotana, ampliar sus horizontes culturales, promover la apropiación del lenguaje literario, ampliar el ámbito de circulación de los libros en la ciudad y contribuir a la participación ciudadana", según un comunicado de la Secretaría de Cultura.

Los libros, con cubiertas atractivas y con una extensión no superior a las 100 páginas, facilitan su rápida lectura, y "lo mejor de todo", agregan los organizadores, "leerlos no tiene ningún costo", sólo con una condición: "devolverlo o pasarlo a alguien más".

Pero Efe comprobó que a media mañana no había un solo ejemplar en los vehículos, pues muchos de los usuarios-lectores explicaron que se los llevaron a su casa para terminar de leerlos y devolverlos después.

Entre los más de 70 títulos distribuidos se incluyen obras clásicas como "Antígona", de Sófocles; "La vida es sueño", de Pedro Calderón de la Barca; o "Escuela de Mujeres", de Móliere.

También novelas de aventuras, entre ellas, "Los siete viajes de Simbad el marino", "El libro de Marco Polo" y "Sobre las cosas maravillosas de Oriente".

Los viajeros también encontraron novelas de suspenso: "El gato negro y otros cuentos", de Edgar Allan Poe; "La Casa de Mapuchi y otros cuentos", de Jack London; o "La ventana abierta y otros cuentos sorprendentes" y "Dr. Jeckyll y Mr. Hyde", de Robert Louis Stevenson.

Obras hispanoamericanas de Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Adolfo Bioy Casares, Juan Carlos Onetti, Rubem Fonseca, Alfredo Bryce Echenique, Guillermo Cabrera Infante o Mario Vargas Llosa también se distribuyeron entre los asientos de los autobuses bogotanos.

lunes, 25 de abril de 2011

Contra censores y energúmenos

Vargas Llosa clama por "la libertad y los libros" en Buenos Aires. -Ambiente caldeado en las horas previas a la conferencia que un grupo de intelectuales quiso vetar

El escritor peruano, en un momento de su alocución en la Feria del Libro de Buenos Aires.foto:Juan Mabromata.fuente:elpais.com

Mario Vargas Llosa no inauguró finalmente la 37ª Edición de la Feria del Libro de Buenos Aires, como estuvo previsto en su momento, pero sí pronunció el discurso "principal" del orador invitado, 24 horas después de la apertura formal de la muestra. "Se supone que la inauguración es un acto único, pero aquí se ha desdoblado en dos días distintos, imagino que para evitar que yo apareciera junto a los políticos el día de la apertura", ha explicado a EL PAÍS el premio Nobel de Literatura 2010. "Mi discurso no cambiará por eso: defender el derecho de los libros a ser libres es defender nuestra libertad de ciudadanos, el precioso fuego que la atiza, mantiene y renueva", afirmó.

El ambiente, que parecía más calmado, se caldeó mucho en las últimas horas, con unas imprevistas declaraciones de Aníbal Fernández, jefe de Gabinete de la presidenta. Pareció ignorar las instrucciones de Cristina Kirchner de dejar en paz al escritor y lanzó un furioso ataque tanto contra Vargas Llosa como contra Fernando Savater, que visita también estos días Buenos Aires y que se rio de los intelectuales argentinos que protestan por la presencia del premio Nobel en la Feria del Libro.

El acto de inauguración formal, que se desarrolló el miércoles por la tarde, tampoco ayudó a calmar las cosas. Aunque no asistieron ni la presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, ni el intendente de la ciudad, Mauricio Macri, sus enviados y representantes se las arreglaron para alimentar el clima de confrontación. El ministro de Educación, Alberto Sileone, en especial, convirtió la inauguración en un mitin político puro y duro. Logró el extraño prodigio de inaugurar una Feria del Libro en una capital latinoamericana sin mencionar el hecho de que este año un escritor latinoamericano ha sido reconocido con el Nobel.

Vargas Llosa no se sintió ofendido por el cambio de programa, ni alteró por eso el contenido de su discurso, una defensa apasionada del libro que "como árboles de un bosque encantado, se animan al abrirlos". "Basta que celebremos con sus páginas esa operación mágica que es la lectura para que la vida estalle en ellos".

El escritor no rehuyó, sin embargo, la polémica. "Agradezco a la presidenta su oportuna intervención para atajar el intento de veto de algunos colegas y adversarios de mis ideas políticas para desinvitarme al acto", aseguró. "Ojalá esa toma de posición se contagie a todos sus partidarios y sea mantenida por ella misma en su conducta gubernamental".

Enorme expectación

Vargas Llosa quiso que su discurso, esperado con enorme expectación en una sala abarrotada de público, fuera seguido por un diálogo con el periodista y escritor argentino Jorge Fernández Díaz, y que discurrió con toda tranquilidad, en medio de risas, anécdotas y relatos extraordinarios del Premio Nobel.

Vargas Llosa se mostró relajado y disfrutó del coloquio, en el que se tocaron temas literarios, biográficos y también políticos. Reafirmó, en un momento del diálogo, que seguirá criticando todo lo que no le guste tanto de América Latina como de Argentina. "Hay que seguir ejerciendo la libertad con prudencia y sin beligerancia", dijo. Tal afirmación fue recibida con una cerrada ovación del auditorio.

Previamente, el premio Nobel de Literatura tuvo que soportar que un pequeño grupo de piqueteros "ideológicos" cortara el tráfico frente a su hotel y que, con un ensordecedor ruido de bombos, reclamara su marcha del país. "Les vi desde la ventana. No eran muchos, pero hacían mucho ruido. Gritaban contra mí, pero no estaban muy informados porque me decían que Humala va a ganar las presidenciales en Perú, sin saber que yo ya he anunciado que voy a votar por él, para evitar que regrese Fujimori al poder y se legitime su etapa de robo, asesinatos y corrupción".

Vargas Llosa reconoce que este tipo de polémicas le resulta muy cansada y aburrida y que han conseguido estropearle un viaje a Buenos Aires, algo que para él siempre había sido muy agradable y enriquecedor y que ahora le exige, incluso, llevar protección en la calle. "Estoy deseando que elijan un nuevo premio Nobel para que sea el siguiente el que tenga que soportar toda esta presión", reconoce. Pero no está dispuesto a permitir que nadie le impida hablar libremente, y mucho menos en una Feria del Libro. "Eso sería admitir la derrota frente a los energúmenos", protesta. "Sobrellevo todo esto con espíritu deportivo, pero la verdad es que no comprendo por qué la inauguración de una Feria del Libro tan hermosa como la de Buenos Aires no puede ser algo sencillo sino que se convierte en un combate político y en un intento de censura".

Contra ellos, los censores y energúmenos, ha dirigido su discurso "semiinaugural": "El episodio, más allá de lo anecdótico, es un asunto actual: la libertad y los libros", explica. "Manuscritos, impresos o ahora digitales, representan la diversidad (mientras no sea expurgados, claro está). Esta extraordinaria diversidad desaparece cuando gracias a los libros nos sumergimos en lo profundo hasta llegar a aquellas raíces de la especie, pues allí descubrimos lo que hay de solidario y de semejante, una condición, unos anhelos, alegrías y miedos, que establecen una identidad recóndita sobre las diferencias y distancias".

Los libros, cree, ayudan a derrotar los prejuicios y a descubrir que somos iguales en el fondo, que los "otros" somos "nosotros". El premio Nobel ha explicado cómo la Inquisición española prohibió durante casi tres siglos que se imprimieran novelas en América Latina. "Una de las perversas y felices consecuencias de esa prohibición", afirmó, "fue que la ficción prohibida se las arregló para contaminarlo todo. Eso ha sido muy beneficioso en los dominios del arte y la literatura, pero bastante catastrófico en otros en los que, sin una buena dosis de pragmatismo y de realismo, un país puede irse a pique". "Los comisarios políticos han reemplazado en la vida moderna a los inquisidores de antaño", denunció.

¿Qué será de las librerías?

La era electrónica convierte el futuro de la creación en papel en una incógnita - Los libreros reflexionan sobre su porvenir, entre la pasión y la incertidumbre

Las librerías y las bibliotecas de una ciudad deben ser parte del centro de la vida cotidiana de los barrios y un indicador de su calidad como lugares para residir.foto:García Cordero.fuente:elpais.com

La librería es un centro cultural. En muchos lugares son los únicos centros en los que sirven de altavoz a las inquietudes de la sociedad a la que sirven

En algún tiempo, en España, las librerías tuvieron tanta importancia social (y política) que resultaron objeto del odio de los que, como Goebbels, veían en la cultura una amenaza. En la revista Texturas (marzo 2011) Lola Larumbe, de la Librería Rafael Alberti (Madrid), recuerda cuando su establecimiento fue asaltado por terroristas que entonces, en el inmediato posfranquismo, tenían los libros en el punto de mira de su odio nostálgico.

Ahora los problemas de las librerías no son esos, dice Larumbe. Ahora el problema de las librerías se encierra en una pregunta: ¿Resistirán? Los libreros dicen que sí, pero tienen muchos problemas, y en primera fila está el que afecta a la edición de libros, a la música, al cine y a la prensa: ¿resistirán el desafío tecnológíco? ¿Resistirán, sobre todo, a la piratería?

Los datos no animan al optimismo. Actualmente quedan en en España 4.500 librerías. Desde 2005 el sector vive una cierta estabilidad (los años anteriores cerraban 90 por cada 60 que abrían), pero se espera que su número vuelva a bajar.

En la Feria Internacional de Guadalajara dijo el escritor Fernando Vallejo, autor de La virgen de los sicarios: "Cuando cunda en serio el libro electrónico esta profesión tan honorable [la de editor] que empezó algo después de Gütenberg hace 500 años va a quedar más descontinuada que la de relojero o la de deshollinador".

Para los libreros no es menos preocupante la situación. Por lo menos, dice Paco Goyanes, de la librería Cálamo (Zaragoza), es "enrevesada". Dice Goyanes, en cuya librería se juntaron 125 libreros, editores y distribuidores para hablar de estos asuntos: "Sufrimos (literalmente: casi nadie subraya la carga de dolor que supone la crisis para la mayoría de la población) la crisis económica y social que soportamos todos los españoles, aderezada con algunos elementos propios del sector".

Esos elementos son preocupación común de los libreros: la fuerte caída de las compras institucionales (bibliotecas, centros de enseñanza, Ayuntamientos); un mercado sobredimensionado, con un exceso de oferta que estrangula las librerías y que, dice Goyanes, "recuerda la crisis inmobiliaria".

Tampoco las cifras de lectores son buenas. Un 91,1% de la población declara leer, pero de ellos solo el 55% dice que libros. Eso sí, de estos, el 41,3% afirma que lo hace a diario.

Goyanes ve la situación "enrevesada". Pere Duch, de Babel (Castellón), la ve "mal, muy mal". "Nunca habíamos vivido una situación tan crítica". Los bajos índices de lectura, la progresiva implantación de las nuevas teconologías y su incidencia en el mundo de las librerías, los sistemas de venta de libros de texto impuestos por la Administración, la "desmesurada" competencia en una ciudad pequeña, y la crisis económica son los que convierten en "muy mala" esta situación "enrevesada".

Ese es el presente. ¿Y el futuro? Duch cree que "es muy incierto"; para seguir, "las librerías habrán de dar cabida al libro de papel y a los contenidos digitales" y "deberán buscar la fuerza del asociacionismo, librerías interconectadas que serán capaces de proporcionar mayores ventajas y servicios a sus clientes". Para sobrevivir, dice Concha Quirós (Cervantes, Oviedo), lo que han de hacer los libros es "ejercer su función, que no es otra que ejercer de asesor e intermediario entre el autor y el lector. Las librerías independientes, las que quedamos, tenemos asegurada nuestra pervivencia si somos capaces de ejercer como libreros".

Rodrigo Rivero (Lé, Madrid) añade un sustantivo a la lista de adjetivos fatales: la situación actual, dice, es "de incertidumbre". Pero él es optimista. En primer lugar, "el libro en papel seguirá teniendo durante un gran plazo de tiempo un papel preponderante con respecto al libro electrónico". Pero, para que se cumpla esa versión optimista, "lo que tendríamos que hacer las librerías es adecuarnos a los tiempos, reformar nuestros sistemas informáticos, tener potentes webs de venta para todos los formatos, aparecer en las redes sociales, ofertarnos como espacios culturales para dinamizar las zonas geográficas donde nos ubicamos..." Y, además, "maridar el libro con otros componentes culturales como la gastronomía, la fotografía, la pintura, los viajes... Y, por supuesto, estar muy pendientes del desarrollo e incoporación a la demanda del libro electrónico".

Juan Manuel Cruz, de la librería Rayuela (Málaga), dice que "la situación es bastante complicada". El libro ha perdido mercado, al menos "en un 30%" en los últimos tres años, lo cual ha puesto en riesgo "la viabilidad de las empresas". Las librerías han sido dañadas por "políticas demagógicas" como las que hablan de "la gratuidad de los libros de texto que han convertido a estos libros en mercado de votos electorales".

Hace aún más complicada esta situación lo que Cruz llama "cruzada contra el libro papel y la alabanza al libro digital". Dice que "lo que durante siglos ha sido un valioso objeto social, se ve degradado a un objeto obsoleto que hay que sustituir con urgencia"; esa prisa para sustituir el libro tradicional deja "como marginales" los problemas de la piratería y la pérdida de derechos de autor.

El presente es, afirma Cruz, "tan tormentoso como atractivo". Ya se ve por qué es tormentoso, "pero también supone un reto. Hasta hoy, el mundo de la librería independiente ha sido capaz de superar las amenazas de muerte que han significado los distintos cambios tecnológicos (como el CD-ROM)".

Fernando Valverde, presidente de la Confederación de Gremios y Asociaciones de Libreros (Cegal), considera que "el impacto de la crisis ha tardado algo más en llegar" al mundo del libro que a otros sectores. Pero la crisis convierte la situación "en un momento complicado a la vez que interesante". Se nota "el descenso en las adquisiciones de libros para las redes bibliotecarias" y "ha descendido la venta directa en las librerías".

"La alarma" ante la llegada de los formatos digitales es como una gota malaya; se ha suavizado a medida que ha habido más información sobre los dispositivos de lectura. Valverde cree que las pequeñas y medianas librerías "están soportando mejor estos momentos que las cadenas y las grandes tiendas".

Según él, "tienen una mayor capacidad de adaptación a los momentos duros"; saben, además, "que no es posible crecer siempre y a cualquier precio"; cree que "las dificultades de grandes cadenas en Estados Unidos e Inglaterra, caso de Borders; el cierre de las librerías Crisol en España, y la reciente absorción de la cadena Bertrand por Casa del Libro, hablan por sí solo de las dificultades de soportar estructuras gigantescas, en donde el elemento humano, la calidez del trato, la integración con los entornos es más complicada que en la red de librerías independientes".

Esas sombras no le hacen perder el optimismo. "Nunca como ahora se ha leído tanto. Abren nuevas librerías, con gente joven al frente... En la última década también han irrumpido en el mercado nuevos editores, jóvenes, haciendo apuestas por literatura de calidad, haciendo objetos bellos y apetecibles".

El miedo está ahí. Paraliza, dice. "Pero no debemos perder energías en intentar enfrentar los soportes. No son excluyentes porque la experiencia de leer en papel y la de hacerlo en pantalla son esencialmente distintas. Y las dos son buenas. Y las dos pueden y deben y creo que convivirán mucho tiempo".

"La peor amenaza", afirma, "es no hacer nada. Es resistirse numantinamente a los cambios que se están produciendo. Junto a esto es obvio que el anuncio de la llegada de plataformas como Amazon, o la irrupción en el mercado digital de operadores ajenos hasta ahora al sector del libro suponen nervios y expectación, y, por qué no decirlo, algo de miedo. Es imprescindible que la actitud de la Administración y de los editores sea inequívoca a la hora de buscarse los mejores aliados". Y él cree que los mejores aliados "son los libreros españoles".

Montse Moragas, de Laie (Barcelona), pone énfasis en los peligros que trae la piratería al mundo del libro, "ese es el problema más grave", pero avisa de otra amenaza: "La desintermediación", que el librero "se quede fuera de juego, que no sepa evolucionar para seguir jugando un papel determinante en el mundo de la cultura; que adopte una actitud defensiva y victimista y deje pasar la oportunidad de posicionarse claramente en el mundo digital". Según ella, esa oportunidad llevará al librero "a nuevos públicos, que hasta ahora no frecuentaban las librerías. Las librerías tienen que vender libros en todos los formatos, y además de la presencia física tienen que vender virtualmente".

¿Y qué puede hacer la Administración? La respuesta es unánime: tomarse en serio las librerías como centros de agitación cultural, como otra forma de bibliotecas, algo así como lo que dice Luis Landero: recuperar las librerías "como centro del mundo".

A eso apunta Lola Larumbe: "Creo que la salud de las ciudades, de los barrios, de los pueblos de un país se debería estimar por el número de librerías que alberga y por la calidad de éstas. Parece que no ha habido mucha gente con capacidad de decidir que haya visto esto, que le haya importado el empobrecimiento paulatino que han sufrido los barrios de una ciudad tan importante como Madrid con el despojamiento de sus librerías. Librería y biblioteca, formando un núcleo duro de actividad, deberían estar siempre en el horizonte de los gestores culturales públicos".

"Ir a la librería", concluye Larumbe, "es un signo de humanismo, de humanidad, y es la pérdida de ésta la gran amenaza".

domingo, 24 de abril de 2011

Cierto día que Cervantes lloró

Un cuento para el Día del Idioma y la conmemoración del autor del Quijote, el 23 de abril

Miguel de Cervantes Saavedra, autor de El Quijote y padre de la novela moderna

Don Miguel vive ahora en Sevilla, y lleva muchos días tratando de escribir la historia del hombre al que se le secó el cerebro, y que ya se llama Don Quijote de la Mancha que al publicarse después se convertiría en la máxima expresión de nuestra lengua. Metido entre sus libros, como nunca antes vive el fervor de las palabras que le brindan sus personajes, diciendo que engrandecen la vida y el mundo, y hablan de Dios y sus maravillas. Esta vez a mediodía al fin pudo redactar el gran comienzo de su famosa novela que dice: En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiere acordarme... Y así se dijo que no olvidaría nunca ese día y esa hora de nuestro Señor para que la humanidad entera se acordara de ella. Ahora siente el idioma que ama y con el que trabaja aprendiendo a nombrar cuanto lo rodea, y sabe que es la misma grandeza de España que crece en este instante con tantos hombres que van por mares y cordilleras al oriente y occidente, a la conquista de muchas naciones.

Después de una larga jornada de trabajo, camina en silencio por una calle, y delira con el fantasma de su personaje que parece llevarlo de la mano. En algún momento, mirando hacia el suelo, encuentra al lado del andén una hoja arrugada, manchada y sucia porque las letras de la pluma de ganso, semejan ya raíces oscuras y fatídicas igual que cosa de diablo. Entonces, tembloroso se inclina para recogerla y la abre. Primero la lleva unos cuantos pasos apretada en su puño como sin saber qué hacer, y luego la guarda en el bolsillo. Pero una furtiva lágrima salta por sus párpados. Por su contenido, es una carta para alguien pidiendo un favor, y arrojada por la persona que ha preferido no entregarla y olvidar dicha solicitud. Al genio español le duele muchísimo el estado espantoso en el que están allí las bellas palabras, en su más dolorosa condición de frágiles y vanas en medio del papel.

▬¡El gran idioma no merece este destino!▬ dice con tono golpeante que resuena pero que nadie oye▬ Él debe ir en cubierta segura, en labios nobles que hablen de la bondad del corazón, y en medio de manos limpias para ser la voz de lo que la gente debe decir a diario aquí y acullá. Sabe que para él escribir es pensar en su propia vida y en los años adoloridos por la cárcel y la lucha con sus enemigos que nunca le perdonaron haber sido Comisario de Cereales y de Impuestos, y lo obligaban en forma constante a ir a dar nuevas aclaraciones ante el Tribunal de Cuentas de Madrid como parte de la mezquindad que lo persiguió sin tregua siempre. Precisamente para él poder concretarse en estos días al trabajo de su novela, ha logrado que un amigo lo remplace en una nueva citación.

▬¿Don Miguel, por qué llora?▬le pregunta alguien.

▬¡No es nada!▬Entonces se limpia las lágrimas, y asevera para sí, que tristemente, el gran idioma representa también la presencia de la infamia porque las palabras van por escaleras invisibles de diferentes almas, hacia abajo y hacia arriba, entre la mirada de gloria y la altivez de los príncipes y nobles, y la maldición y el sarro de los bandidos y los mendigos. ▬¡Don Miguel, los poetas lloran con facilidad!▬insiste otro transeúnte.

▬¡Ya dije que no es nada! Todos tienen la costumbre de hablar sin saber lo que dicen.

▬¡Los verdaderos poetas son los más valientes! Y no lo digo por mí sino por el gran Garcilaso de la Vega que debemos honrar por haber sido un gran guerrero, y eso lo llevó a ser el primer lírico de nuestra nuestra lengua. Pero yo estoy manco, encorvado y enfermo a causa de las heridas de las batallas en las que aprendí a sentir y cantar el mundo y la vida.

▬Y no es que ya me proponga ser un cascarrabias pero parece sano para la razón de los humanos hacer las aclaraciones necesarias a fin de enderezar el juicio de los demás▬afirma y quisiera agregar que la gente no entiende estos asuntos. Por lo anterior, varios historiadores y biógrafos hablan del día que don Miguel lloró. Que eso lo lleve a cabo una persona, constituye desde siempre una circunstancia normal y corriente. Pero que lo hiciera Cervantes, el padre del idioma español, es un hecho significativo. Además, no eran las lágrimas del guerrero de antes que se enorgullecía de sus heridas por su vida y por su patria, y de las que pudo tener muchas de las no que se tiene noticia, sino las del cultor del buen decir que ha aprendido a vivir la dignidad que él mismo ya sentía en las palabras. Sabía que ésta se funda en las manos y la inteligencia de los que luchan por engrandecerlas, como en las de quienes se empeñan en mostrar sus rencores, miserias y demás dolores. De tal forma concluye cuales son los dos extremos que debe reunir en su obra, y que definen la humanidad y el tamaño de dichas aventuras porque el mal también forma parte de la obra de Dios. Entonces, Cervantes esa tarde supo que se habían acabado los tropiezos en la escritura de su novela, y esta ahora saldría a borbotones, y por tanto podía pensar en terminarla pronto, lejos ya de todos los dolores que le había producido este personaje que ya le parecía de carne y hueso

Alonso Aristizábal había publicado entre 1973 y 1976 dos libros de cuentos: Sueño para empezar a vivir y Un pueblo de niebla. Dos libros que fueron en realidad uno, como lo explicó alguna vez el autor. Y de aquellos cuentos, que giraban alrededor del tema de la violencia en Colombia, a éstos de su último libro, Escritos en los muros, Aristizábal ha desplazado su centro de gravedad de manera notoria.
En sus primeros cuentos, lo esencial eran las tensiones (no la intensidad) producidas por los jefes regionales en los pueblos y zonas rurales que más sufrieron la violencia. Entonces, manejaba el ser íntimo de personajes rudos o desgarrados (victimarios y víctimas), y una neblina con talante de pesadilla envolvía a todos sus integrantes. En 1976 escribí sobre ellos así: "Ni el viaje, ni el bosque, ni el duelo, ni el círculo, ni el génesis, jamás han sido estructuras espontáneas: obedecen a razones sociales anteriores al texto, al lenguaje. En este caso, la pesadilla no sólo es el marco de referencia social, sino, también, la clase de comunicación que determinó ese referente social. El autor ha sido inteligente para entender eso que a muchos había escapado al tratar esa neblinoso etapa de nuestra historia. Lo primero fue la pesadilla, diría yo, al hablar de la violencia. Así como nos la comunica Aristizábal en sus relatos, medida desde adentro y con la puerta trancada; presintiendo las tortuosas agonías, explorando las temibles presencias, sufriendo el desvanecimiento de la vida, y figurándose a la muerte como un tiempo que no pasa".
De aquella violencia, emitida a partir de lentos y dispersos monólogos, empañados, muchas veces, por la exagerada neblina, ahora nos transporta, en Escritos en los muros, a nuevos escenarios y atmósferas y, también, a tratamientos diferentes. Bastaría comparar la introducción de dos de sus mejores cuentos, en cada libro. Del primero, La otra cruz de la esquina: "Un golpe y vino la oscuridad como un derrumbe de niebla y apenas sé que estoy aquí ante usté perseguido por sombras que saltan y ruedan con el peso de los muertos de este pueblo". Del último, su primer cuento, La ilusión del Dumbar Circus: "El muchacho estaba sentado en el parque una tarde con los amigos cuando entró la voz por la esquina que siempre traía las noticias como marcas de viento".
De los interiores de los personajes, de la neblina del alma y de los pueblos (psíquica y física), de los largos monólogos, del terror esparcido por la violencia, pasamos a los personajes vistos a la luz del sol, colocados en su totalidad bajo el prisma de la tercera persona, con diálogos explícitos, sin exceptuar las notas de humor -así sea trágico. De pronto, un muchacho quiere conocer el Dumbar Circus, y antes de entrar a él, lo sueña, y años después leerá que él ha sido la única persona salvada de su naufragio en las islas Azores; o un día es conquistado y sonsacado por la muchacha del servicio (dándonos el reverso del San Antonio de Carrasquilla); o desaparece del colegio para perderse en la leyenda de la subversión de su país; o ya convertido en un trabajador, no encuentra en una noche de cantina la mujer de sus anhelos; de pronto, son las muchachas, como Elsita Aguirre, que en los pueblos desolados miran con alegría la llegada del agente viajero, o tejen encajes como sueños hasta cuando la vida misma ajusta cuentas insondables, como en Ella también tejía sueños.
Las tragedias sentimentales de los jóvenes, en los pueblos, tienen su pátina particular, que Aristizábal recupera con gran afecto. Lo mismo que esas pequeñas contiendas familiares, tantas veces ausentes de nuestra literatura. La violencia, pues, ha cedido el paso al muro de los conflictos juveniles, familiares, al buceo de los desencuentros de la vida de viejos que se ahogaban en sus propias redes.
Pero la nota más original de los cuentos de Aristizábal es esta: en medio de ellos navega el hilo secreto de las supersticiones. Algunos lo presentan de manera explícita, como La flor de lilolá y Ella también tejía sueños. No se trata de la superstición en un sentido burdo. Es que la vida depende de claves que no por reales dejan de ser míticas. Y en los pueblos, como en las ciudades jóvenes, esas claves camuflan las aspiraciones retardadas de sus gentes. No nos ponemos un vestido o prestamos un velo, para que los días no nos atropellen más allá de lo presentido. Y así se consigue burlar al destino, no importa que la venganza sea la monotonía.

Si un muchacho no consigue enrolarse en el circo, si las mujeres logran casarse (Aristizábal juega con la superstición al revés, y sorprende al lector; así como el destino se burlaba de los personajes, porque el agente viajero o el marinero jamás regresaban, o porque el agüero se cumplía y ella no lograba casarse, en estos casos, la sorpresa llega porque este destino no se cumple), si el sinsonte o el canario se fugan, si el amor no resulta (Olas de Nueva York, Recordándote en la noche, Cómo se muere en un espejo), es porque algo extraño a las fuerzas de la razón se ha escapado. Un aire de superstición recorre los cuentos de distinta manera, y en el caso de los tres últimos citados, el autor capta en sus historias un sino conradiano de gran interés. En ellos aparecen seres incalculables, contabilistas de azares y penas, de cuyas manos, a plena vista, se escapan los propósitos amados y un abatimiento se pasea sin lástima por ellos.
Escritos en los muros, de Alonso Aristizábal, por último, va tras un objetivo de superación frente a su libro anterior: quiere contar cada una de sus historias con la claridad de una película en verano. Y con menos monólogos y especulaciones, sin los enmarañados recuerdos, con mayor economía en las secuencias, sin el ritmo de novela de antes, con la intensidad de nuevos ángulos narrativos, lo ha logrado.

ISAÍAS PEÑA GUTIÉRREZ

Si es cierto que cada país tiene su trauma nacional, y que éste se refleja en las distintas formas que adopta la creación, el trauma colombiano sería la violencia, esa etapa histórica que, con matices, se prolonga desde la guerra de los Mil Días y se exacerba de 1930 a 1958.
La prensa de la época informa sobrecogedoramente sobre los hechos. Al mirar el material gráfico, una se siente conturbada al corroborar —pasado el tiempo, los extremos, la salvaje patología de la crueldad— cómo el odio ideológico, el más peligroso de todos, saca del ello sus formas más aberrantes, abominables, excrecencias de la condición humana que nos horrorizan al hacernos decir:
Esto somos. A esto hemos llegado. En la novela de Alonso Aristizábal, Una y muchas guerras, asistimos, con el mismo estremecimiento que suscita la visión de las fotos de esos años, al recorrido histórico de la violencia. Vista desde las contingencias de una familia de Pensilvania (Caldas) y con hálito de autobiografía, la novela va más allá de cualquier pretensión del tópico peyorativo de ser un exhaustivo recuento de muertos. El desafío narrativo fue hondo, por cuanto, ¿cómo esconder que los muertos fueron muchos, ¿cómo ocultar el odio y la abyección propiciada por el afán de poder, en definitiva, cómo escribir sobre el tema sin la presencia triunfal de Tánato?
Aristizábal, en el momento de emprender la redacción de la novela, sabía que se la jugaba toda en ella. Que las trampas estaban ahí, precisamente, en el consabido recuento de muertos.
Pero como a un escritor con talento y oficio no hay tema que lo arredre, en la minuciosa elaboración de la novela supo vislumbrar que era desde dentro, desde la entraña misma de la tierra, de donde debía partir.
En Una y muchas guerras, narrada en tercera persona, nos cuenta la vida de los Aristizábal, y rozando los márgenes de la novela histórica, conocemos los rezagos de la violencia anterior al 30 y su posterior desenvolvimiento. La autobiografía, en este caso, funciona como Leitmotiv de la memoria de un pueblo bastante dado a olvidar. En este sentido, la mención de políticos y figuras del momento, Alzate Avendaño, Barrera Uribe, Marco Mirla, Mamatoco, Gaitán, Roa Sierra, etc., funciona no como señalamiento de acciones afortunadas o infortunadas, sino como la justeza y fidelidad del lugar que ocuparon, porque el esfuerzo de Alonso Aristizábal es el de no acusar, ya que, como bien dice uno de los personajes: "Qué diferencia hay entre conservadores y liberales. Es lo mismo. Sólo que a unos los matan primero y a los otros después".
En esta novela, Aristizábal, demuestra su buen oficio. No sólo parte de hechos reales, sino que muestra seres reales de la sociedad colombiana. Por supuesto, es una novela desoladora, y al leerla, hay momentos en que se dice: es realmente triste. Esto es un logro, puesto que, a veces, es necesario golpear al lector y decirle: A esto hemos llegado. A Una y muchas guerras la atraviesa, desde su primera página, el recuerdo, la imagen, que quizás hemos querido olvidar, de hombres apuñalados, del paso de los ataudes. Con certero equilibrio, estos elementos, que pueden fácilmente convertirse en lugar común, Aristizábal los transforma en coherente narración. El trabajo de elaboración de personajes y de la atmósfera de la novela parece haber sido calculado con minucia de orfebre.
Desde los personajes de Tristán y Josefa —padres de Rubelio Aristizábal— se sostiene el mismo acento de cansancio ante tanta muerte. Igual vigilia espera a la familia de Rubelio y Sola, que conforman el arquetipo familiar de raigambre conservadora. Compartimos la zozobra de estos seres constantemente azotados por el miedo y las carencias, por la desmembración de la familia.
A raíz de una de las corresponsalías enviadas por Rubelio al periódico La Patria, en la que denuncia los atropellos de la policía barrerista en Pensilvania, las amenazas no se hacen esperar. Es el comienzo de la expiación. El clima de violencia crece en el país, los rencores partidistas irrumpen en el ámbito familiar, dos hijos de Rubelio se van, Carmen se casa sin aprobación y se marcha para Bogotá, a donde, sacados por las circunstancias, irán Rubelio y Sola. Pero Bogotá no es la tierra prometida; a los problemas económicos que siguen arrinconándolos, Rut y Héctor, aunque por razones distintas, abandonan la familia, contingencias que provocarán en Rubelio sucesivas crisis nerviosas y persecutorias que lo derrumban y lo llevan al final, a una demencia presenil. A todo esto asiste Virgilio, uno de los personajes más intensos y logrados. Es el hijo de la violencia y desde temprano su mirada se encontró con el paso de los muertos, que imprimieron a su carácter interioridad y afán de dar testimonio de lo que habían sido su vida familiar y la del país: se anuncia un escritor. La novela termina en los meses posteriores al asesinato de Gaitán y a la muerte de Rubelio y Sola.
Una y muchas guerras, pese a que rememorar una etapa sombría de la vida colombiana, deja intersticios por donde se intuye la esperanza y el futuro.
Es la primera novela de Alonso Aristizábal, autor de tres libros de relatos: Sueño para empezar a vivir, Un pueblo de niebla y Escritos en los muros, además de reseñas y ensayos de crítica literaria.

SONIA NADHEZDA TRUOUE

fuente de texto:eltiempo.com.críticas: boletín bibliográfico banrep

sábado, 23 de abril de 2011

Hoy se celebra el Día Internacional del Libro

Lo mejor para un buen descanso: leer un buen libro...

Descanso. Sergeyet Alexey Tkachev.foto:archivo.fuente:EFE

El 23 de abril, Día Internacional del Libro, está unido en un hecho aceptado en la historia de la literatura universal: la muerte, en 1616, de sus dos genios, Cervantes y Shakespeare. Con el tiempo se ha demostrado que esto no es correcto. Cervantes murió el 22, mientras que la Inglaterra de Shakespeare, regida por el calendario juliano, desfasado 10 días con respecto al católico, lleva su muerte al 3 de mayo. La idea de establecer un "dia del libro" se remonta a 1926, cuando el editor Vicente Clavel propuso homenajear a los libros un día del año. Fue fácil coincidir en que éste debería estar relacionado con Cervantes. De España se extendió a Iberoamérica, después a Europa y, finalmente, la UNESCO declaró el 23 de abril como Día Internacional del Libro. La década de la alta tecnología ha dado un nuevo formato, el libro electrónico. No sabemos si el nuevo invento acabará o convivirá con el libro tradicional, el de papel, el que huele a imprenta. Otra duda es saber si, a pesar de la atracción por los avances tecnológicos, la nueva manera de leer aumentará el gusto por la lectura.

La Semana Santa, la crisis y la piratería sobrevuelan el Día del Libro

El Día del Libro, que conmemora el 23 de abril la muerte de Cervantes, se ha desplazado este año en Madrid y otras zonas de España por la Semana Santa, aunque Barcelona mantiene hoy su simbólico San Jordi. La crisis, el libro electrónico y la piratería conviven con las novedades en esta fiesta de la lectura

miércoles, 20 de abril de 2011

Actualizado el Blog de Bibliófilos con nota ESPECIAL ÚNICA

Amigos
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Literario
Bibliófilos

Con un saludo santo:

Para informarles que ya está actualizado el blog de Bibliófilos con una nota sobre un bibliotecario argentino y las bibliotecas públicas nocturnas. Léanlo

Y la Nota Especial y Única, es informarles a todos aquellos que deseen acompañarme en los funerales de mi querida madrecita Eloisa Del Castillo fallecida esta mañana. Las honras fúnebres se realizarán en la Iglesia Santisima Trinidad: Carrera 29  No 69-24. mañana a las 11 y 30 de la mañana. Después la cremación en el crematorio del norte, cerca de la iglesia mencionada.
 Se está velando en la Funeraria San Juan de Dios, calle 33 A No 13-31. Sala 3.

Gracias
Marcelo Del Castillo
Gesto Comunitario
Bibliófilos
Biblioteca Pública Virgilio Barco

P.D: ESTE SÁBADO 23 DE ABRIL NO HABRÁ SESIÓN DE CAFÉ LITERARIO. REANUDAMOS EL PRÓXIMO SÁBADO 30 DE ABRIL COMO DE COSTUMBRE PORQUE LA VIDA CONTINÚA....

Memorias del biblotecario

El autor, premio Clarín de Novela por Más liviano que el aire, revisita su pasado detrás del mostrador, asistiendo a estudiantes y noctámbulos en la madrugada

JEANMAIRE. Toda la noche en la biblioteca.foto.fuente:Revista Ñ

Hace un montón de tiempo que no escucho la expresión rata de biblioteca. Y no está mal. La expresión aludía, inequívocamente, a aquella persona que pasaba más horas con los libros que en los bares o frente al televisor o en los alrededores de una pelota de fútbol. Dividía, de modo muy esquemático, a los lectores de aquellos que no leían. Los contraponía. Los presentaba, casi, como enemigos irreconciliables. La expresión sonaba, encima, bastante peyorativa. Por eso, insisto, no está nada mal que ya no se la escuche con tanta frecuencia. Algún optimista pensará que, si dicha expresión no se utiliza más, quizá se deba a que ahora ya no se mira, de reojo, a aquellos que leen. Los más pesimistas, en cambio, afirmarán que si tal expresión ha desaparecido, eso se debe, en primerísimo lugar, a que ya no quedan lectores o, lo que es lo mismo, ya no queda nadie a quién lanzarle semejante insulto en la cara.

Ni tanto, ni tan poco.

Por supuesto, si me he fijado con algún entusiasmo en el uso o desuso de la expresión, eso se debe a que la vida me ha llevado a convertirme, por una cosa o por otra, en una antipática rata de biblioteca.

Todo empezó en Baradero y a los 12 años, más o menos. Un día cualquiera, a esa edad, se me ocurrió hacer un escrutinio exhaustivo de la biblioteca de mi padre. A pesar de los muchísimos libros que la componían, sólo encontré dos que me interesaban. Sólo dos. Uno de Kant y uno de Platón. Muy poco. Nada. Y eso definió, al menos, un par de cuestiones del resto de mi vida: por un lado, dejar para siempre de mirar a mi padre como a un superhéroe y, por el otro lado, comenzar, también en este caso para siempre, mis asiduas visitas a las bibliotecas públicas.

Cosas que pasan: al final, terminé siendo, yo mismo, un oscuro bibliotecario.

Recuerdo que cuando me vine a vivir a Buenos Aires, hace de esto una eternidad, para la época en que todavía se usaba la expresión rata de biblioteca, la gente también repetía que la calle Corrientes nunca dormía. Y era verdad. Repleta de bares y de restoranes siempre abiertos, uno podía comprarse un libro incluso a la madrugada. Era otro país, un país que se relacionaba de modo muy diferente al actual con los libros. De un modo más significativo o más palpable, quiero decir, siempre se andaba con un libro debajo del brazo o se hablaba con los amigos del último que se había leído. Sin embargo, muy a pesar del drama político que se nos cayó encima inmediatamente a continuación y, muy a pesar del escaso lugar que los libros comenzaron a ocupar en la posterior vida democrática argentina, Buenos Aires continúa siendo, todavía hoy, un paraíso repleto de librerías.

Y de bibliotecas.

Sin ir más lejos, yo trabajo en una de ellas desde hace, exactamente, veinticuatro años. En la Biblioteca del Congreso. Y de esos veinticuatro, más de quince los he trabajado en el horario de trasnoche. Un extrañísimo horario que va desde las cero horas hasta las siete de la mañana. Por eso, y no por otra cosa, lo juro, unos renglones atrás me definí a mí mismo como un oscuro bibliotecario.

Tan extraño horario, es cierto, podría ser un resabio de aquella época dorada en que la calle Corrientes no dormía. Pero no. La idea se le ocurrió al diputado Lorenzo Pepe en el año noventa. Y, por supuesto, apenas me enteré, de inmediato pedí el pase a ese horario. Me encantaba la noche y era una gran oportunidad para mí: siempre hay material y queda algún tiempo libre, en cualquier biblioteca, para leer a gusto.

Los años noventa, tan desgraciados en muchos otros sentidos, constituyeron una verdadera gloria para el turno trasnoche de la biblioteca. Aunque el promedio de lectores era de doscientos, había noches en las que llegábamos a los trescientos. O incluso los superábamos. Estudiantes universitarios, a algunos de los cuales acompañamos a lo largo de toda la carrera hasta que por fin se recibieron; grupos de estudio a los que les era más cómodo reunirse allí que en sus departamentos; investigadores de las más diversas cuestiones, casi siempre llegados del interior del país, y un elenco estable de al menos treinta o cuarenta chicas y chicos coreanos. Ese era nuestro público. Además, claro, de un puñado de personas que, no nos olvidemos de que estábamos en los años noventa, empezaron a venir a pasar la noche con nosotros ante la falta de un lugar propio o más abrigado donde pasarla. Encima, a eso de las cuatro de la madrugada, los lectores se iban acercando, en fila india, y se les entregaba una taza de mate cocido con un pan o con un pedazo de budín. Era la gloria. Daba la sensación de estar viviendo en un país maravilloso, repleto de gente que quería estudiar, conocerse entre sí y pasárselo bien cerca de los libros, de las revistas y de los diarios. Recuerdo que los chicos coreanos nos comentaban que en su país también había bibliotecas que permanecían abiertas durante toda la noche. No sé si eso era verdad o no. Lo cierto es que a ellos les servía y mucho el horario. Vivían en departamentos atestados de gente y no podían estudiar sin molestar a quienes necesitaban dormir. Además, claro, de que la biblioteca se convirtió para ellos en una suerte de simpático lugar de encuentro social. Más de un amor entre coreanos comenzó en esas largas noches.

Evidentemente, las cosas cambiaron en estos últimos años.

Por un lado, la irrupción estelar de Internet en la vida de todos ha posibilitado que mucho material que antes sólo se podía encontrar en las bibliotecas públicas, hoy quede al alcance de cualquier mano o de cualquier pantalla. Un ejemplo muy fácil que lo demuestra es el tema de la jurisprudencia: antes los estudiantes de abogacía, o los abogados mismos, necesitaban acercarse para leer los fallos que les interesaban; ahora, en cambio, lo resuelven con sólo entrar al sitio web del Poder Judicial. Por el otro lado, hace algunos años la biblioteca propiamente dicha se mudó a la ex Caja de Ahorros, sobre la plaza del Congreso. En el viejo edificio de Alsina sólo quedaron las revistas y los diarios, la hemeroteca. Y encima, hace un par de años, cuando se empezó a construir el nuevo edificio sobre la calle Alsina, también hubo que llevar las revistas a la ex Caja de Ahorros. De noche, entonces, ahora sólo permanece abierta al público la Hemeroteca Diarios. Y los lectores, por supuesto, ya no son tantos.

Una fría noche del invierno pasado, unas semanas antes de la participación de Argentina como país invitado de honor en la Feria del Libro de Frankfurt, aparecieron por allí un periodista y un fotógrafo alemanes. Estaban preparando una nota de color sobre la relación entre los libros y los argentinos, se habían enterado por casualidad del horario anómalo de nuestra biblioteca y querían experimentar la anomalía con sus propios ojos.

Eran las dos o las tres de la madrugada, en el salón de lectura habría unas veinticinco o treinta personas. Se quedaron un rato larguísimo. El tiempo necesario para conversar con nosotros y con algunos de los lectores, para recorrer las instalaciones y el depósito, para sacar varias fotografías y para probar con evidente desagrado algún mate que les preparé. Estaban encantados. Felices. No lo podían creer. Y se lamentaban profundamente de que en Alemania no existiera algo similar.

Me quedé pensando, apenas se retiraron los amigos alemanes, si sus lamentos habrían sido sinceros o meramente retóricos. En principio, uno supone que en un país tan desarrollado como Alemania la gente puede comprar cualquier libro o diario o revista que le interese, que además esa gente suele tener un sitio lo suficientemente abrigado donde leer con comodidad lo que antes compró y que, si no hay bibliotecas abiertas durante toda la noche, eso se debe, casi con seguridad, a que han llegado a la conclusión de que no las necesitan. Sin embargo, se me ocurre que hubo algo de sincero en el lamento final de nuestros visitantes. Una biblioteca siempre abierta, hoy por hoy, no deja de ser un hecho simbólico. Un amable llamado de atención porteño lanzado en silencio hacia la humanidad. Porque, desde luego, los libros, las revistas y los diarios están íntimamente ligados al nacimiento y al devenir de la democracia. Y la democracia, hasta donde sabemos tanto los alemanes como los argentinos, puede desaparecer con demasiada facilidad de la noche a la mañana. Por eso, quizá, la sinceridad de nuestros visitantes: una biblioteca siempre abierta, independientemente de la masividad de su público, es en realidad un refugio, una alegría tranquila, un lugar donde las ratas no pueden hacer ningún daño, sólo pueden leer.

domingo, 17 de abril de 2011

El cuento del domingo


Adolfo Bioy Casares

La trama celeste

Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre, de Buenos Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada, gente complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (un aguamarina en cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquina —Las aventuras del capitán Morris— firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.

LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS

Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo:

Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;

ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;

pero la tumba de Arturo es desconocida.

También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados "pases", que se emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus.

Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.

Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia odiará a los turcos. "Una vez armenio, siempre arrnenio." Somos como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen.

Soy, además, hombre soltero y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina: una muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo —tranquila—, pero debo confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra diversión no menos inocente: ir conmigo al cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes.

Se abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio.

Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible, una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven militar se presentó sin vacilaciones —era el teniente Kramer— y después de mirar ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz firme:

—¿Hablo?

Le dije que hablara. Continuó:

—El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar.

Tal vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí:

—A sus órdenes.

—¿Cuándo irá?—preguntó Kramer.

—Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas...

—Lo dejarán—declaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Se retiró en el acto.

Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me interpeló:

—¿Sabes quién es la única persona que te interesa?

Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió del cuarto, corriendo.

Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre de llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscrita —en griego, en latín y en español— la sentencia Conócete a ti mismo (nunca sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris en miles de volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era un metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o egoístas.

Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar.

Habían dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de una solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó.

Con Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi vida) fue mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las aventuras de los mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad y a un pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos.

El País de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano): más bien chico, delgado, fino de huesos, de pelo negro—muy peinado, reluciente—, de mirada sagaz.

Al verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado, ni siquiera en la noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara; como para que oyeran los que jugaban al dominó:

—Dame esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo.

Esto me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó:

—Tenemos que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de circunstancias así—miró con gravedad a los dos hombres—prefiero callar. Dentro de pocos días estaré en casa; entonces será un placer recibirte.

Creí que la frase era una despedida. Morris agregó que "si no tenía apuro" me quedara un rato.

—No quiero olvidarme —continuó—. Gracias por los libros.

Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido errores, no el de mandar libros a Ireneo.

Habló de accidentes de aviación; negó que hubiera lugares —El Palomar, en Buenos Aires; el Valle de los Reyes, en Egipto— que irradiaran corrientes capaces de provocarlos.

En sus labios, "el Valle de los Reyes" me pareció increíble. Le pregunté cómo lo conocía.

—Son las teorías del cura Moreau —repuso Morris—. Otros dicen que nos falta disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira, con el Golondrina, una lata de conservas atada con alambres . . .

Le pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó.

—No admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma un Depuratum 6 y después un Árnica 10000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides: dosis infinitesimales.

Me retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre los dos viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su cuarto, no estaba. Había salido, ¡había olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!

Después llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera a verlo cualquier tarde.

Me recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores venenos inventados por la alopatía no las abruman.

Al entrar en esa pieza tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno, administrando con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca encontré los mismos libros, los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y en la pared colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap Rhys, conocido como el fulgor y el poder y la dulzura de los varones del sur.

Traté de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no sabía qué responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si no le fatigaba me contara todo desde el principio.

Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosa historia.

Hasta el 23 de junio pasado había sido probador de los aeroplanos del ejército. Primero cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba, últimamente había conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar.

Me dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia era extraordinaria.

Tanto había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente, llegó a ejecutar uno solo.

Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en blanco trazó una serie de líneas en zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos); después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo poseía "el esquema clásico de sus pruebas".

Alrededor del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo Breguet —el 309— monoplaza, de combate. Se trataba de un aparato construido según una patente francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto. Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes —"como lo había hecho hoy"—, dibujó el esquema —"el mismo que yo tenía en el bolsillo"—. Después se entretuvo en complicarlo; después —"en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos amigablemente"— imaginó esos agregados, los grabó en la memoria.

El 23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso. Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar que lo sacaran. Caminó para no enfermarse de frío, consiguió que se le empaparan los pies. Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, "nada del otro mundo, te aseguro". Lo inspeccionó someramente. Morris me miró en los ojos y en voz baja me comunicó: el asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de combustible marcaba "lleno" y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo que saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su "nuevo esquema de prueba".

Era el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró. Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el "compadrito" peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios nuevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir "qué vergüenza, voy a perder el conocimiento", embistió una vasta mole oscura (quizá una nube), tuvo una visión efímera y feliz, como la visión de un radiante paraíso... Apenas consiguió enderezar el aeroplano cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje.

Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón; durante algunos segundos creyó que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba detenido; que estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa: no comprendía cómo había perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez... De esto hablaré mas adelante.

La persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera.

Dogmático y discriminativo, habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el centro de cada hombre, y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla, porque el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con torpeza, preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el hombre "como es debido", entre las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que no, y aclaró: "Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda."

Continuó su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó a Morris:

—¿Su nombre?

No le sorprendió esta pregunta. Pensó: "mero formulismo". Dijo su nombre, y tuvo el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía. Todos los oficiales rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro de los oficiales dijo:

—Podía inventar algo menos increíble. —Ordenó al soldado de la máquina—: Escriba, no más.

—¿Nacionalidad?

—Argentino —afirmó sin vacilaciones.

—¿Pertenece al ejército?

Tuvo una ironía:

—Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados.

Si rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente).

Continuó:

—Pertenezco al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla novena.

—¿Con base en Montevideo? —preguntó sarcásticamente uno de los oficiales.

—En Palomar —respondió Morris.

Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente, ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar, quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión de la enfermera lo contuvieron. Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier cosa para que lo dejaran en paz.

¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba decidido a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba a "entrar en ese juego absurdo". A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, "y no es fea, me entendés"; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente qué le aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona de responsabilidad.

Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro.

A eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la vida. Morris dijo con vergüenza que "después de una conmoción, el hombre no es el mismo" y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó:

—Vení, hermano.

Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó:

—Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto?

La voz era insidiosa. Morris dice que esperó —esperó que el teniente Kramer, con una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma—... Kramer contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído:

—Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto.

Le creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa franca de Kramer, y la voz de un oficial que repetía "A mí no me sorprende, créame que no me sorprende. Tiene un descaro."

Con Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor violencia. Un libro —uno de los libros que yo le habría enviado— estaba debajo de las sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro: no dudo de su coraje, sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que no era indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro.

Le contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan ridículo en el ejército argentino.

Morris no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, "y usted sabe cómo les gusta agrandar los peligros y lo cavilosas que son". La otra vez la enfermera le había tomado la mano para convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el significado de la confabulación que había contra él. La enfermera repitió lo que había oído: su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún aeroplano del ejército argentino. "¿Me creen espía?", preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse. Tímidamente, la enfermera respondió: "Creen que ha venido de algún país hermano." Morris le juró como argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció emocionada, y continuó en el mismo tono de voz: "El uniforme es igual al nuestro; pero han descubierto que las costuras son diferentes." Agregó: "Un detalle imperdonable", y Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para disimular, la besó en la boca y la abrazó.

A los pocos días la enfermera le comunicó: "Se ha comprobado que diste un domicilio falso." Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia. Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo precisarla.

La enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros fusilarlo.

—Con tu insistencia de que sos argentino —dijo la mujer— ayudás a los que reclaman tu muerte.

Morris le confesó que por primera vez había sentido en su patria "el desamparo que sienten los que visitan otros países". Pero seguía no temiendo nada.

La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera. "Aunque te parezca ridículo, me gustaba verla contenta." La mujer le pidió que "reconociera" que no era argentino. "Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí complacerla, sin ninguna intención de cumplir la promesa." Opuso dificultades:

—Digo que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi declaración es falsa.

—No importa —afirmó la enfermera—. Ningún país va a reconocer que manda espías. Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los partidarios del destierro, si no es demasiado tarde.

Al otro día un oficial fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo:

—Es un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte.

Morris me explicó:

—No me quedaba nada que perder...

"Para ver lo que sucedía", le dijo al oficial:

—Confieso que soy uruguayo.

A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente:—Si era otra mujer, la azoto.

Su declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su favor.

—Me dijo francamente—aseguró Morris—: trató de evitar la entrevista. Temía que yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos quedaba. Me recomendó no ser intransigente.

—El señor no vendrá al hospital—dijo la enfermera.

—Entonces no hay nada que hacer—respondió Morris, con alivio.

La enfermera siguió:

—La primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás bien, irás solo.

Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó.

—Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me vieran.

La enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de las tres y cuarto de la madrugada. La enfermera le escribió en un papelito la dirección del señor.

—¿Tenés el papel? —le pregunté.

—Sí, creo que sí —respondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó displicentemente.

Era un papelito azul; la dirección —Márquez 6890— estaba escrita con letra femenina y firme ("del Sacré-Coeur", declaró Morris, con inesperada erudición).

—¿Cómo se llama la enfermera?—inquirí por simple curiosidad.

Morris pareció incomodo. Finalmente, dijo:

—La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido.

Continuó su relato:

Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las doce y media resolvió salir.

Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto. El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró el anillo y salió.

Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio, blanca en la noche.

Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.

—¿Debías esperar afuera o adentro? —interrogué.

El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia. Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la que caían tres chorros de agua.

Apareció "un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de Salvación" y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía "el anillo del convivio".

—¿El anillo del qué?... —preguntó Morris. Y continuó explicándome:— Imaginate ¿cómo se me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal?

El hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó:

—Muéstreme ese anillo.

Morris tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo.

El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato con aquiescencia; Morris aclara: "Como una explicación más o menos hábil, pero falsa; seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación verdadera, mi confesión."

Cuando se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él.

Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco, interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la dirección de su casa: Bolívar 971.

Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo.

Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían; pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausencia —su desgracia— para dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos que parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes —uno seco, otro fugaz— rítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció inmediatamente a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba soñando. Se dijo: "Si, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi." Ahora recordaba el nombre. Ahora, increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su padre la compró, hacía más de quince años.

Grimaldi irrumpió:

—¿Qué quiere?

Morris recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las infructuosas indignaciones de su padre, que decía "lo voy a sacar con el carrito de la Municipalidad", y le mandaba regalos para que se fuera.

—¿Está la señorita Carmen Soares? —preguntó Morris, "ganando tiempo".

Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó alejarse los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: "No me ha reconocido."

En seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: "Voy a levantar una denuncia en la seccional." Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme.

Si me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un taxímetro, y ordenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país y nunca aprenden a manejar. El chofer le propuso que tomara otro taxímetro. Morris le ordenó que tomara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías.

Se detuvieron en las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras. Morris ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chofer le dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó; caminó con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chofer lo siguió con el automóvil, insultándolo estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer y él dormirían en la comisaría.

—Además —le dije— descubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera y los que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso.

—Eso me tenía sin inquietud—respondió Morris, y continuó el relato:

Caminó una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió sobre sus pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle Rochadale. Tomó Rochadale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se interrumpieron; se encontró en Austratia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba.

Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos.

Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un espeso fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al parque Pereyra; no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que se había perdido. Vio a un hombre, le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris siguió caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él; rápidamente, el chofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chofer le preguntaron a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado, como si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente.

Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a Caseros y Entre Ríos.

En el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo.

La enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo:

—La impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de confianza en su persona, lo ofendió.

Dudaba de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris.

La situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.

Escribió una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso justificarse: dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba a preocuparse.

Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella —"no hacia el desagradable espía"— la promesa de que "las mejores influencias intervendrían activamente en el asunto". El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la prueba que, según él, había cumplido el día del accidente.

Las mejores influencias prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron en que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente.

Idibal, después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo.

La mujer lo miró ansiosamente y le dijo:

—Te espero en la Colonia. En cuanto "despegues", enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés?

Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: "Me parecía que me llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia." Ignoraba que se despedían.

Como estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel.

—Esos días fueron bravos —comentó—. Los pasé en una pieza de dos por dos, mateando y truqueando de lo lindo con los centinelas.

—Si vos no jugás al truco —le dije.

Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no.

—Bueno: poné cualquier juego de naipes —respondió sin inquietarse.

Yo estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó:

—Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba tan loco que llegué a creer que la había olvidado...

Lo interpreté:

—¿Tratabas de imaginar su cara y no podías?

—¿Cómo adivinaste? —no aguardó mi contestación. Continuó el relato:

Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. "Parecía un duelo —dijo Morris—, un duelo o una ejecución." Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron hacia afuera un Dewotine de caza, "un serio competidor del doble-faetón, créeme".

Lo puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo que tal vez fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: "Señores, esto se acabó." Por apatía dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo esquema de prueba.

Corrió unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte del ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano.

Cuando volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación.

Completé su pensamiento:

—Una alucinación que tenías en el instante de despertar.

Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay.

Reflexionó: "Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres días."

Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.

Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. "Me creerás loco —me dijo—. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme.

Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después (pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris le ordenó que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la madrugada y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado.

Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla. Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella.

Le dijeron que ninguna persona llamada Idibal "trabajaba ni había trabajado en el establecimiento".

La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección "Al margen de los deportes y el turf" le interesaba. "Me dio la loca y pedí los libros que me mandaste." Le respondieron que nadie le había mandado libros.

(Estuve a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había mandado nada.)

Pensó que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que nunca le traerían el anillo...

—Pensando —agregué— que si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro de Idibal.

—No pensé en eso —afirmó honestamente—. Pero pasé la noche como un desequilibrado. Al otro día me trajeron el anillo.

—¿Lo tenés?—le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo.

—Sí —respondió—. En lugar seguro.

Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de alguna divinidad antigua. Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo a afirmar que ese anillo era una pieza de valor.

Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una mesa. El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Un oficial dictó: "Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad: argentina; regimiento: tercero; escuadrilla: novena; base: El Palomar."

Le pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el nombre; ésta era una segunda declaración; "sin embargo —me dijo— se notaba algún progreso"; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el 23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 ("El número no era 304 —aclaró Morris—. Era 309"; este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese viejo Dewotine... Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23 ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle.

Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban —comprendió con renovado furor— de haber vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable conjuración continuaba, pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque.

Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló una gran sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse.

—Pensé que la situación había mejorado —dijo—. Los traidores volvían a poner cara de amigos.

Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: "No creo una palabra de las acusaciones, hermano." Se abrazaron, efusivos. Algún día —pensó Morris— aclararía el asunto. Le pidió a Kramer que me viera.

Me atreví a preguntar

—Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé?

—El título no lo recuerdo—sentenció gravemente—. En tu nota está consignado.

Yo no le había escrito ninguna nota.

Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó:

La letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de imprenta; éstas eran "inglesas". Leí:

Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje "Owen" sino en la calle Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y dentro de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo.

Le envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281.

Me despedí de Morris. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui.

Sobre "mi carta" debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el "cambio" de tratamiento y no se ofendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de la frase "Acuso recibo de su atenta"; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas, me asombra y lo propongo a la atención del lector.

Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era irnprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra por la literatura francesa, otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta y en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de Morris). La medicina se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca.

Pocos días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había concluido con las ciencias ocultas. Había explorado las obras de Papus, de Richet de Lhomond, de Stanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, de Hogden, de Alberto el Grande. Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y las desapariciones; con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel Sludge Home, quien, a instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante una concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito dudar.

El "misterio" de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y la sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en largas tendencias.

Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos.

En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es "L'Éternité par les Astres" un poema en prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo.

En ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris.

Fui a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre.

Fui a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; había —esa tarde— una poética luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y transparentes. Además la calle no está cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca del puente de la Noria.

Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. "Siga por Rivadavia —me dijeron— hasta Cuzco. Después cruce las vías." Como era previsible, allí no existe ninguna calle Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni en el número 6890 —ni en el resto de la calle— hay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle es la mencionada por Morris. .. Pero esto se verá después.

Hallé también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario: son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán.

No tuve que visitar especialmente el pasaje Owen: vivo en él. Cuando Morris se encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas lúgubremente iguales del barrio obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel.

Volví a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz. Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente, me preguntó:

—¿Cómo querés que uno se fije en esas cosas?

Le di la razón.

—Sin embargo, sería importante... —insistí—. Tratá de hacer memoria. Tratá de recordar si junto a la cruz no había alguna figura.

—Tal vez —murmuró—, tal vez un...

—¿Un trapecio? —insinué.

—Sí, un trapecio —dijo sin convicción.

—¿Simple o cruzado por una línea?

—Verdad —exclamó—. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio no me acordaba nada... De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio cruzado por una línea con puntas dobladas.

Hablaba animadamente.

—¿Y te fijaste en alguna estatua de santos?

—Viejo —exclamó con reprimida impaciencia—. No me habías pedido que levantara el inventario.

Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y que me repitiese el nombre de la enfermera.

Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle.

Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:

Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.

El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi igual a éste. El período confuso que siguió al accidente le impidió notar las primeras diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que Morris no poseía.

Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón, en el hospital, sugiere el verano; el "calor tremendo" que lo abrumó durante los interrogatorios, lo confirma.

Morris da en su relato algunas características diferenciales del mundo que visitó. Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen... Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el mismo Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra "Owen", porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su nombre.

Porque no existieron allí los Morris, en Bolívar 971 sigue viviendo el inamovible Grimaldi.

La relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció. Cuando comprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar.

Alguien preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español. ¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios?

El anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie?

Además —Idibal, o Iddibal— el nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente con peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último —horresco referens— están los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable Moloch...

Pero volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no ocuparon parte del plan de lecturas; el otro Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo llegar antes que yo a las obras políticas.

Estoy orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó "L'Éternite par les Astres". Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de ignorar el pasaje Owen.

Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los demás vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: "Complicadas series de movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y desapariciones." Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones.

Mi teoría es que el "nuevo esquema de prueba" coincide con algún pase (las dos veces que lo intenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo).

Allí supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma secreta. Él no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo.

Cuando volví a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me comunicaba que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía esta crueldad: "Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te interesaste en mí." La última línea estaba escrita con evidente saña; decía: "Kramer se interesa en mí; soy feliz."

Tuve un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero atendido por "solicitas manos femeninas". Creo conocer su intimidad; creo conocer esas manos.

Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar, incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no. Le oí hablar de la enfermera.

No es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de mi ex libris, o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido.

Pero éstos son problemas personales. En cambio la situación de Morris me preocupa. Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir.

Si le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado. Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos del gentleman (alias, infalible, del cambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba. Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión.

Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar una reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo.

C. A. S.

El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo lleva, pero es una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caído en otro mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de casualidad.

Desde el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron.

Un grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.

El 3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después visitaríamos una "fazenda" interesantísima.

Seguido de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie de jockey bajó. Era el capitán Morris.

Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era secretario, o sirviente, de un contrabandista.

No acompañé a mis amigos a visitar la "fazenda". Morris me contó sus aventuras: tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y mujeres... Sin duda exageró su astucia y su valor. No podré exagerar su monotonía.

De pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue.

Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de que muchas veces fue visto en la región, entre principios de septiembre y fines de diciembre. El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarao; después pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo.

Sin embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, compañeros de armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet, viejo amigo de su casa, lo atestiguan.

La explicación es evidente:

En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió de otro Buenos Aires, hizo unos "pases" con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal). Ese Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los "pases", y cayó en este Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron. Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio, con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309. Después, con el doctor Servian de acompañante, intenta los pases de nuevo y desaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la sobrina de Servian y a la cartaginesa.

Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue, tal vez, un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico; por ejemplo: "según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales" (Cicerón, Primeras Académicas, II, XVII); o: "Henos aquí, en Bauli, cerca de Pezzuoli, ¿piensas tú que ahora, en un número infinito de lugares exactamente iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos nombres, revestidas de los mismos honores, que hayan pasado por las mismas circunstancias, y en ingenio, en edad, en aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este mismo tema? [id., id., II, XL].

Finalmente, para lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios y esféricos, los viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se preguntarán por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los mares o a los desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi incumbencia, es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios y de tiempos paralelos.

Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, Argentina; 15 de septiembre de 1914 – ibídem, 8 de marzo de 1999) fue un escritor argentino que frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción, y que debe parte de su reconocimiento a su gran amistad con Jorge Luis Borges, con quien colaboró literariamente en varias ocasiones. Esto no quiere decir, sin embargo, que su obra propia carezca de interés; su amigo, incluso, lo consideró uno de los más notables escritores argentinos. La crítica profesional también ha compartido la opinión: Bioy Casares recibió, en 1990, el Premio Miguel de Cervantes.

Adolfo Vicente Perfecto Bioy Casares nació en Buenos Aires y fue el único hijo de Adolfo Bioy Domecq y Marta Ignacia Casares Lynch. Perteneciendo a una familia acomodada, pudo dedicarse exclusivamente a la literatura y, al mismo tiempo, apartarse del medio literario de su época. Escribió su primer relato, Iris y Margarita, a los 11 años. Cursó parte de sus estudios secundarios en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza de la Universidad de Buenos Aires. Luego, comenzó y dejó las carreras de Derecho, Filosofía y Letras. Tras la decepción que le provocó el ámbito universitario, se retiró a una estancia —posesión de su familia— donde, cuando no recibía visitas, se dedicaba casi exclusivamente a la lectura, entregando horas y horas del día a la literatura universal. Por esas épocas, entre los veinte y los treinta años, ya manejaba con fluidez el inglés, el francés (que hablaba desde los cuatro años), el alemán y, naturalmente, el español. En 1932, Victoria Ocampo le presenta a Jorge Luis Borges, quien en adelante será su gran amigo y con quien escribirá en colaboración varios relatos policiales bajo diversos seudónimos, el más conocido de los cuales fue el de Honorio Bustos Domecq. En 1940, Bioy Casares se casa con la hermana menor de Victoria, Silvina Ocampo, también escritora y pintora. Entre sus premios y distinciones destacan la membresía a la Legión de Honor francesa en 1981, su nombramiento como Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986, el Premio Cervantes y el Premio Internacional Alfonso Reyes en 1990 y el Premio Konex de Brillante en 1994. Sus restos descansan en el Cementerio de la Recoleta.

El mundo imaginario de Bioy Casares consiste en fantasías y en acontecimientos inexplicables, aunque también aluda a menudo al ambiente intelectual porteño. Cultivó un estilo depurado y clásico y su literatura se caracteriza, en parte, por ofrecer una versión paródica del relato fantástico o policíaco tradicional, consistente en observar lo irreal bajo lentes humorísticas. Los elementos típicos de estas literaturas son antes cómicos que aterradores; el carácter de los personajes es incompetente, insensato. A partir de esto, el historiador de la literatura José Miguel Oviedo ha pretendido llamar a sus narraciones «comedias fantásticas».

Se ha señalado, también, que la pasión amorosa, el elemento erótico, es fundamental en la narrativa de este escritor. Es notable que también esto sea contemplado desde una perspectiva muchas veces irónica; el amor es considerado algo sublime pero fatal. La relación presenta rasgos del amor cortés, pero las amadas suelen ser tenebrosas, cabría decir superiores. Se ha querido ver en esta cuestión alguna conexión con la vida de Bioy Casares, cuyo carácter enamoradizo es de sobras conocido. He aquí lo que ha referido Octavio Paz:

El amor —en Bioy Casares— es una percepción privilegiada, la más total y lúcida, no sólo de la irrealidad del mundo, sino de la nuestra.

A pesar de que ya había publicado algunos libros, la verdadera obra de Bioy Casares comienza en 1940, el año en que se publica su más famosa novela, La invención de Morel. La obra narra la historia de un prófugo que escapa a una isla que se supone infectada por una enfermedad mortal. Al comenzar a vivir en ella, pierde todo el sentido de la realidad y se da cuenta de que en la isla viven personajes creados por una máquina inventada por Morel. Estas imagenes de personajes repiten eternamente las mismas acciones haciendo que el prófugo termine casi loco. Borges, que la ha relacionado con H. G. Wells, afirmó, en un prólogo tan famoso como la novela misma, que:

En español, son infrecuentes y aún rarisimas las obras de imaginación razonada. (...) La invención de Morel (cuyo título alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo. He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releido; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.

Estas palabras nos llevan a otra preocupación que Bioy compartió con su amigo: el amor por el género fantástico y, especialmente, la exhumación de la trama de los relatos, por sobre lo descriptivo. (Es evidente que este hecho los llevó, a ambos, a admirar el género policial) El mismo año de la publicación de La invención de Morel, Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo publicaron una famosa Antología de la literatura fantástica. Veinticinco años después, Bioy escribió al respecto:

Los compiladores de esta antología creíamos entonces que la novela, en nuestro país y en nuestra época, adolecía de una grave debilidad en la trama, porque los autores habían olvidado lo que podríamos llamar el propósito primordial de la profesión: contar cuentos. (...) Porque requeríamos contrincantes menos ridículos, acometimos contra las novelas psicológicas, a las que imputábamos deficiencia de rigor en la construcción. (...) Como panacea recomendábamos el cuento fantástico.

Adolfo Bioy Casares es un escritor fundamental para comprender la literatura argentina del siglo XX. Es un error considerarlo únicamente un epígono de Borges; es una simplificación ver en él sólo la primacía de Borges sobre las letras del país. Bioy Casares es un autor completamente original, que influyó y fue influido por su gran amigo. Su obra debe destacarse, y debe impedirse que sea opacada por la figura de Jorge Luis Borges.

Para seguir la semblanza biográfica...

foto:internet.semblanza biográfica:Wikipedia. texto:El cuento del día