miércoles, 10 de marzo de 2010

Google llevará a cabo un escaneo masivo de libros en Italia

El servicio que ofrecerá el buscador californiano llevará el nombre de Google Books, una especie de biblioteca online con la que "se quiere contribuir a la conservación y la divulgación de importantes obras del patrimonio italiano y mundial"


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"Hasta un millón de libros de las Bibliotecas Nacionales de Roma y Florencia podrán ser consultados a través de Google. Éste ha sido el acuerdo presentado hoy en la capital italiana entre el motor de búsqueda más importante del mundo y el Ministerio de Cultura italiano.
Entre los volúmenes que se pondrán a disposición de los usuarios están obras de gran valor científico del siglo XVIII casi desconocidas, primeras ediciones del siglo XIX que marcaron la cultura de ese periodo, y litografías procedentes de Florencia. No faltarán autores como Giambattista Vico, Dante Alighieri, Francesco Petrarca, Giovanni Keplero o Galileo Galilei, además de los tratados farmacológicos y herbarios del siglo XIX.
Conservación y divulgación
El servicio que ofrecerá el buscador californiano llevará el nombre de Google Books, una especie de biblioteca online con la que "se quiere contribuir a la conservación y la divulgación de importantes obras del patrimonio italiano y mundial", ha comentado el presidente de ventas de Google, Nikesh Arora.
Las copias digitales de los libros se podrán también a disposición de las dos bibliotecas italianas que participan en este ambicioso proyecto del que ya se ha procedido a la digitalización de 285.000 obras. Italia de este modo, "se pone a la vanguardia con la esperanza que éste sea sólo el punto de inicio", ha señalado a los medios el ministro de Cultura, Sandro Bondi."

viernes, 5 de marzo de 2010

La misteriosa figura del lector

Montar una biblioteca es una labor tan sofisticada como trabajar en la trama de una novela, sostiene Matías Serra Bradford*, quien en esta nota se dedica a hacer el elogio de ese personaje enigmático, solitario y exquisito que es el lector

INTERROGANTE. "Es por demás enigmático el personaje que se construye un lector, la imagen que proyecta de sí mismo, dentro y fuera de su biblioteca", dice Serra.fOTO; fUENTE:Revista Ñ

No dejan de asombrar las atenciones y cum­plidos que reciben escritores de toda laya, sabiendo que un lector es mil veces más misterioso –menos evidente– que un autor.

De un lector no quedan huellas, o son muy te­nues: un nombre, un balneario y una fecha en la primera hoja del libro, algunos subrayados arbitra­rios, apuntes en las páginas de cortesía. Pero para conocer a un lector no basta con enterarse qué libro ha leído, ni basta con dos o diez; hace falta un ras­treo de vaivenes y virajes durante años, husmear las particularidades de la constelación que consiguió armar. Entonces, sí, habría "obra" en un lector: la biblioteca personal. En esos estantes se gesta la au­tobiografía, redactada por otros, de un lector, y la tarea que exige montar una biblioteca y cultivarla es de una sofisticación semejante a la de un escritor que trabaja en pos de una trama.

En un lector –cuando oímos esta palabra se da por sobreentendido que se trata de un lector de literatura– interviene la formación de un gusto, que se nutre, precisamente, de los ecos que se originan en la cámara secreta de su biblioteca, el modo en que un libro o un autor conducen a otro, y otro y otro.

En un escritor, en el mejor de los casos, hay un perfeccionamiento técnico; el gusto parece estar definido de antemano y a perpetuidad, por facto­res que están dentro y fuera de lo estrictamente literario.

Es por demás enigmático el personaje que se construye un lector, la imagen que proyecta de sí mismo, dentro y fuera de su biblioteca. (Es mucho lo que se decide antes y alrededor de un libro, y no en él.)

En un escritor, si es mediocre, lo que escribe es su peor autorretrato. Los libros que se publican son una sucesión de fracasos; los que se leen pueden volverse refugios, rescates.

Hay otras comparaciones posibles entre lecto­res y escritores, que desfavorecen a estos últimos una y otra vez. Lo confirma el hecho de que los libros más interesantes –más duraderos– de mu­chos narradores (J.M. Coetzee y Martin Amis, por poner ejemplos actuales) son aquellos en los que se muestran con atuendo de lectores y resultan mejores críticos que novelistas. Fue un lector, en definitiva, oficiando de lector y llevando ese papel hasta el límite, el que refundó la literatura en el siglo XX: Borges.

Es una rara, interminable investigación la que emprende un lector a lo largo de su vida. "Ese mi­lagro de la vida múltiple", anotaba Cristina Campo, "que a fin de cuentas no es otra cosa que la felici­dad a la que aspira el lector". Este no sólo vive todas las biografías que quiere sino que puede ser –en potencia, en su fantasía– todos los escritores que quiere; un autor, en cambio, escribe lo que puede. En un mismo lector, las reacciones y reinvenciones varían al infinito. Un escritor es sólo parecido a sí mismo, irreversiblemente. No convendría, tampo­co, subestimar el poder del recelo de un lector, su indomable sentido de propiedad. De allí que con no poca frecuencia calle sus lecturas y que, al con­trario de la mayoría de los escritores, intente pasar desapercibido.

El enigma del tiempo corre para todos, pero sobre todo para lectores maniáticos: ¿habrá lugar para leer esto y aquello, y esto otro? Y así sucesiva­mente. Secretamente, un lector cree en una vida más larga a medida que obtiene los libros que jura necesitar, o aquellos que considera ideales. Acaso de la falta de tiempo provenga lo que a veces un lector termina por anhelar: sacarse un nombre de encima, dar a un autor por visto, borrarlo. Tal vez el tiempo conjure contra las segundas lecturas, re­huidas, además, por el temor a embarcarse hacia una gran decepción. Un lector de esa estirpe no es sino extremadamente supersticioso, por momentos entregado a la creencia de que mientras lea sucede­rán cosas (fuera del libro) sólo si sigue leyendo. Si un lector así encuentra y acopia tantos libros –esos y no otros– es porque cree en algo (en algo, sobre todo, para sí mismo). No es extraño que a menu­do sienta que ha pasado treinta años leyendo para aprender a leer, para empezar a leer.

Uno de los acontecimientos más usuales y mis­teriosos es que alguien, como se da en la genera­lidad de los casos, deje de leer tan temprano. El motivo por el que una persona, casi por distrac­ción, abandona una herramienta preciosa que lo cautivó durante los primeros años, perdura como una incógnita insondable. Estamos rodeados de lectores-Rimbaud, que han abandonado la lectura poco antes de los veinte años para después consa­grarle su tiempo al tráfico de armas: la televisión escandalosa, el cine catástrofe, los mensajes de texto, el celular recargable. Curiosamente, a veces la deserción es efecto del sismo que producen los buenos libros, de la amenaza de "los grandes li­bros": el caso del lector, digamos, que intentó con Kafka o Paradiso de Lezama Lima, lo abandonó por hastío y creyó que la vida de "la verdadera lite­ratura" le estaba vedada para siempre. Se conocen las consecuencias manifiestas de la lectura, en el Quijote o Madame Bovary . Lo que se desconoce son las secuelas y las derivaciones de la lectura en el común de los mortales, y lo que es imposible de explicar es una adicción que no se parece a ningu­na: la de estar constitutivamente imposibilitado de renunciar a la cacería de libros.

Hay antecedentes notables de plumas que bus­caron ahondar y dilucidar diversas vetas de la ma­teria: Borges, Blanchot, Barthes, y más acá Alberto Manguel y Ricardo Piglia. Pero nada va a superar, como retrato de dos lectores y sus destinos cruza­dos, el Borges de Adolfo Bioy Casares.

La lectura es el último lugar privado. Se pue­den contar sus síntomas y fenómenos exteriores, pero el castillo íntimo de la lectura –ese momento de silencio agazapado entre un animal y su pre­sa– permanecerá inaccesible hasta el fin de los tiempos. A riesgo de plasmar una acrobacia retó­rica impostada, podría confesar lo siguiente: me interesa más saber quién es el otro (por eso leo todo lo que puedo) que saber quién soy (por eso escribo lo menos posible).

*Escritor, traductor y crítico. autor de "La biblioteca ideal"

martes, 2 de marzo de 2010

Los claroscuros del libro digital

El mercado del libro electrónico (e-book) crece en el Norte y despunta aquí. Aunque parece que los bytes no terminarán con la tinta, el negocio y los hábitos de lectura cambiarán, para bien o para mal

CONTENIDO Y FORMA ¿Qué impacto tendrá en la literatura el libro digital?.fOTO; fUENTE Revista Ñ

"Cualquier cambio supone una detracción. Quizás porque al mutar, hechos y objetos parecen cobrar vida, y desde ese nuevo estado amenazan con alterar la propia. Ocurre con una mudanza: el espacio que queda atrás estaba interiorizado, y moverse por él era como hacer un recorrido por el interior de uno mismo; circular por un ámbito nuevo obliga a escarbar sobre la propia historia, donde todo hasta ahí conservaba un orden conveniente.

Por la contundencia de su alcance, en la escritura el primer golpe de gracia quizás corresponda a Johannes Gutenberg (1398-1468), quien al crear la imprenta de tipos móviles arrebató sin proponérselo la tarea exclusiva de monjes copistas que trabajaban en conventos; el conocimiento dejaba ya de ser un bien reservado a unos pocos.

Cinco siglos más tarde, al transformar la forma conocida de lectura, la tecnología inspiró profecías sobre la muerte del libro tal como hasta hoy se lo conocía. Fue un presagio que alcanzó también al diario, cuando durante los noventa los periódicos comenzaron a gestar sus versiones digitales.
Ahora le toca al e-book o libro digital, cuya penetración en el mercado crece de modo acelerado, sobre todo en EE.UU., donde hay quienes ven un punto de no retorno en su avance. Un dato de la Association of American Publishers parece convalidar esa idea: la venta de libros digitales durante los primeros ocho meses de 2009 creció un 177,3%, frente al 68,4% de igual período del año anterior.

Con el tiempo, es probable que 2009 no quede en la historia como el año en que el impreso murió, pero sí como aquél en el que la literatura digital se volvió imposible de ignorar. Así lo resumió la revista bimensual estadounidense Poets & Writers en su última edición.

Es comprensible entonces que sobre el e-book apunten miradas de recelo, ante la promesa de que con el tiempo ya no habrá necesidad de contar con bibliotecas caseras. Esa idea es la que anima a los directivos de www.leer-e.es, empresa española que se dedica a comercializar y distribuir dispositivos de lectura en Europa. Su portal ofrece la venta directa de libros en formato electrónico y, según su director Ignacio Latasa, allí "se puede y podrán encontrar todos los títulos disponibles en los próximos años".

Nacida a finales de 2005, la empresa ofreció al momento más de 100.000 descargas. Algunas de ellas son gratuitas –leer-e regala libros con la adquisición de un dispositivo de lectura– y las que son fruto de ventas representan entre 250 y 300 libros mensuales, con precios de dos euros para títulos "clásicos" y de unos 20 para los diccionarios. Uno de los proyectos que más entusiasma a Latasa es "Palabras Mayores", en alianza con la agencia de Carmen Balcells, presentado en la última Feria del Libro de Guadalajara, que "comprende a los más importantes autores en lengua española del siglo XX, como Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar o Rosa Montero".

Al principio, admite Latasa, el proyecto se encontró con la reticencia de algunos autores o titulares de los derechos de las obras para "subirlas" al sitio, por el temor de que la versión digital pudiera conspirar contra la versión impresa. "Pero autores y editores empiezan a ver más las posibilidades que brindan los nuevos formatos que los peligros que ofrecen", asegura. El directivo de uno de los mayores distribuidores de dispositivos de lectura electrónica en Europa cree además que existen cuestiones por definir en este "nuevo modelo de negocios", como lo es el precio del ejemplar electrónico ("debería ser más atractivo para el usuario") y la limitación en cuanto a la lectura simultánea de textos. Lo que no representa un problema para Latasa es la cuestión del almacenamiento: "el sistema crea bibliotecas personalizadas" para guardar los libros adquiridos y a la vez impide regalar copias.

Quizás sea cierto: todos los libros estarán al alcance de la mano, pues, como dicen los proveedores de dispositivos, los formatos electrónicos van a posibilitar tanto a las librerías que los ofrezcan como a sus clientes el hecho de tener todos los títulos sin limitaciones.
Pero antes deberán llegar respuestas sobre cómo se alcanzará el acceso democrático a Internet, algo que los ejecutivos y defensores del e-book parecen no registrar. En América Latina, de los casi 570 millones de habitantes (8,4% de la población mundial), unos 170 millones tienen acceso a la Red (10,3% de los usuarios en el mundo), de acuerdo a un estudio de diciembre de 2008 sobre la penetración de la web por parte de Internet World Stats.

En la Argentina, aunque desde el año 2000 a la actualidad el crecimiento de la penetración de Internet fue del 700%, cerca de un 48% de la población es usuaria de la Red, según ese mismo estudio. De ser hoy el e-book una realidad firme, sólo la mitad de la población podría tener "todos" los libros a la distancia de un "clic". ¿Qué tan democrático puede ser el libro electrónico, cuando menos de la mitad del planeta puede acceder a él?

Los costos de los lectores digitales tampoco parecen ayudar a la democratización del acceso y consumo. Hacia fines del año pasado, la marca Asus, inventora de las netbooks, anunció que tiene listo un lector a doble pantalla color para que se asemeje a un libro tradicional. Con el tacto será posible gestionar las páginas y tendrá dos caras, una para navegar y la otra para visualizar el texto. El precio será de unos 150 dólares, contra los 380 a los que Sony Reader comercializa su PRS-505 (aunque ya se consiguen usados, a 199). El líder Kindle, que comercializaba su lector DX a 500 dólares y se vendía sólo en Estados Unidos, anunció en octubre pasado que tendría su libro electrónico en el resto del mundo a 279 dólares. En Amazon está disponible, aunque todavía a 489 dólares; puede descargar –sin cables– libros, revistas, diarios y documentos personales en una pantalla de seis pulgadas. Sigue siendo más accesible que los 499 euros a los que Leer-e comercializa su Irex Digital Reader 800S.

¿Cuál será la masa de individuos a los que el mercado editorial del presente y futuro apuntará a ofrecer todos los títulos "sin limitaciones"? ¿Qué lector imaginarán directivos editoriales y creadores de e-readers? Quizás los incentivos provengan de otra carencia, aunque también dependiente de los intereses económicos y las voluntades políticas y de gestión cultural de los estados: el cambio climático. Una preocupación real –y no sólo a nivel de las tibias intenciones declaradas en la Cumbre de Copenhague , en diciembre pasado– quizás empuje a la democratización de ese acceso, si en el futuro existe menos indolencia en talar quince árboles para obtener una tonelada de papel.

Son impulsos, claro, que vienen de la mano de especulaciones. En octubre pasado, el magnate australiano Rupert Murdoch anunció que en el plazo de un año los medios de prensa de su propiedad harán pagar la información en la Red. Esa restricción parcial al acceso de noticias digitales, ¿provocará un regreso a la prensa escrita como preferencia? ¿Se redistribuirá en la balanza el peso de la pulseada entre esos dos universos, el impreso y el digital?

Para el semiólogo italiano Umberto Eco, el libro impreso no desaparecerá a causa del electrónico: "No sabemos cuánto tiempo puede durar un disquete y los discos flexibles han muerto antes de agotar su capacidad de almacenamiento de datos", reflexionó en mayo de 2009 en Madrid, al recibir la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes. Y es cierto aquello que recordó, de que los nuevos medios de expresión que surgieron a lo largo de la historia no mataron a los anteriores.
Y mientras Occidente fluye en esos cambios, y las dudas sobre si lo digital convivirá o reemplazará a lo impreso, Oriente parece en cierta medida estar fuera de esa cuestión. A la vez que el e-book avanza, su cultura preserva una de las mayores expresiones del arte islámico, la caligrafía árabe. Aun la tecnología, y transcurridos 1.400 años, artistas calígrafos árabes siguen en el presente consagrando su arte a la escritura manuscrita, la cual es más que un medio de comunicación: trasciende esa condición para elevarse a la transmisión del mensaje divino revelado en el Corán. La caligrafía resuelve de alguna manera la prohibición del islam a adorar representaciones figurativas, y por ende la tensión entre representación y abstracción. En esa sutileza –la de no poder asociar una figura a la idea de Dios– la caligrafía es un medio gráfico que expresa la palabra divina.
Ejemplos como ése, de la pervivencia de la palabra escrita, hacen difícil imaginar la desaparición del papel, menos todavía su reemplazo. Pasará tiempo, seguro, para que exista una perspectiva clara sobre si el libro electrónico y el libro impreso son posibilidades antagónicas o que pueden armonizar.

Entre la expectativa de los que saludan los progresos y la desconfianza de quienes los rechazan, existen otros, conciliadores, que deciden aceptar la convivencia del pasado y el futuro, rescatando del primero aquello que parece importante preservar para el segundo.
Es el caso de los lingüistas, que salen a rescatar idiomas con herramientas digitales: con ayuda de grabadores y software, salvan de su peligro de extinción a algunas de las 6.000 lenguas que arriesgan su desaparición, y recuperan para ellas sus fonemas originales. ¿Cómo lo hacen? En forma manuscrita.

Tal vez entonces no se trate ya de una cuestión de elección, entre el papel y el soporte electrónico, sino de esa extraña fascinación que ejercen algunos objetos, tan poderosa como su capacidad para sobrevivir al tiempo y a las ideas de progreso. Como las libretas (¿fetiche o atracción?), que escritores como Ernest Hemingway o Truman Capote llevaban siempre consigo. En la mayoría de los textos que integran París era una fiesta, Hemingway reproduce el acto de escritura al mencionar que el primer borrador es su cuaderno de notas. Lo hace, por ejemplo, en el relato "El hambre era una buena disciplina", al revelar además el lugar en que registró esa primera versión, la Closerie des Lilas, sobre la rue Notre-Dame.

Los extensos días de entrevistas de Capote para reconstruir el crimen de la familia en Holcomb que lo llevaron a escribir A sangre fría, su novela más famosa, también conocieron una primera versión en libretas, que trasladaba a máquina al regresar a su hotel.

Para reforzar la legitimidad de lo dicho, en Moise y el mundo de la razón, Tennessee Williams revela que lo que su narrador-protagonista cuenta fue registrado en un Blue Jay, tal la marca del cuaderno del narrador.

Todavía hoy, y a este lado del Atlántico, la forma manuscrita sigue gozando de adeptos. Para Andrés Rivera, el papel es la primera y única forma que conocen sus novelas antes de que lleguen al lector: al terminarlas, entrega un manuscrito de puño y letra. Martín Kohan lleva un registro completo de lo que aconteció en el día en su agenda. Esa costumbre de anotarlo todo obedece a una "urgencia". "Al hacer listas de cosas (registros un poco maniáticos de lo que hago), me alivio del agobio peor de registrarlo todo mentalmente". Ponerlas por escrito y convertirlas en lista le permite objetivar algunos temas. "Los vuelvo más manejables, al menos en apariencia", dice. Los ejemplos siguen. A Mariana Enríquez la primera versión en cuaderno se le "impone" y la costumbre del teclado le imprime un esfuerzo: "Mi letra manuscrita cada vez se entiende menos por falta de gimnasia". Pero sigue usando el método de la primera versión en papel para lograr "una distancia" de la escritura laboral, para salir del tono periodístico y encontrar la voz literaria.

Después de todo, puede que nadie tenga que elegir entre el papel y la letra digital, y cada quien pueda leer y escribir donde le plazca. Como el novelista japonés Koji Suzuki, autor de The Ring, quien creó la primera obra de ficción en papel higiénico, titulada Drop. Es una novela de dos mil palabras. Fue impresa por la papelera Hayashi y puesta a la venta en librerías y secciones de artículos de limpieza de los supermercados, a 2,2 dólares. Es cierto que nada aclara el panorama sobre el futuro del papel, pero es una pista para el porvenir: al momento de valorar un texto, el contenido en sí mismo a veces representa un aspecto más –y no el principal– para definir si aquél es o no una buena idea.

Pero siempre ronda la misma feliz sospecha: las buenas historias, cuando genuinas y surgidas de la necesidad de contar, resisten siempre los ripios de su tiempo; al navegar por otras aguas, desconocen las anclas de cualquier soporte."