lunes, 29 de agosto de 2011

Roca:"La poesía no es la Cruz Roja del espíritu"

El argentino Jorge Boccanera en una charla con el poeta colombiano Juan Manuel Roca conversa sobre las funciones de la poesía

El escritor y poeta Jorge Boccanera, junto al poeta colombiano Juan Manuel Roca, en un descanso de sus clases en la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional.foto:Luis Ángel.fuente:elespectador.com

"No es que los poetas mientan/ es que los mentirosos/ quieren hacer poesía", escribe el poeta Jorge Boccanera, ganador en el 2008 del VIII Premio Casa de América, en su "Ensayo breve sobre la honestidad poética". El poeta, que ha hecho que sus letras se cuelen en canciones de artistas como Mercedes Sosa, Alejandro del Prado, Lilia Vera, Raúl Carnota y Silvio Rodríguez, está por estos días en Colombia: lo ha traído la convicción de que la poesía no es un arte misterioso sino uno sobre el que vale la pena volcarse desde la academia. Sus conquistas desde la Cátedra de Poesía Latinoamericana de la Universidad Nacional de San Martín, en Argentina, son ahora compartidas con un grupo de estudiantes colombianos que quieren narrar desde los temblores del verso. El Espectador aprovechó su estadía en la ciudad para que, junto con el poeta colombiano Juan Manuel Roca, conversaran sobre los roles de la poesía en un mundo que desconoce la intimidad, sobre lo que pueden aprender los jóvenes escritores de los poetas de principio de siglo XX y sobre las supervivencias de un género que las editoriales siguen manteniendo en la trastienda.

Juan Manuel Roca (JMR): La poesía no sólo es un rapto poético, una intuición, una cosa empírica, sino una cosa en la que hay que volcarse. Por eso el poeta argentino Jorge Boccanera y yo estamos comprometidos en la enseñanza de la poesía. Además creemos que siempre se habla de las vanguardias europeas y norteamericanas, y se han olvidado las latinoamericanas, así que de lo que se trata es un poco de poner en contacto a los jóvenes escritores con unas poéticas olvidadas o ignoradas.

Jorge Boccanera (JB): Creo que lo que estamos haciendo es ampliar un poco el registro de lo conocido: a los nombres conocidos agregarles otros nombres, otras obras, hablar de qué movimientos se hacían, qué debates se abrían. Miramos entonces las vanguardias, porque los jóvenes van a saber de dónde vienen. Estos movimientos de principio de siglo fueron de ruptura, donde hubo unas búsquedas muy importantes que van a incidir en lo que se escribe en la actualidad.

JMR: Yo creo también que fueron importantes y vale la pena darles un vistazo, porque nuestra literatura y poesía estuvieron siempre muy apegadas a lo que dictaba el mundo hispánico. Las vanguardias fueron un poco la ruptura de eso, así que hay poetas que podríamos llamar los hombres de Cromagnon de los poetas actuales. Juan Gelman, Gonzalo Rojas, esos poetas tan contemporáneos y de una voz tan viva, no existirían sin las vanguardias. Así damos un espectro que aporta a la lírica contemporánea y sus verdaderas raíces, que no son necesariamente el Siglo de Oro sino la poesía contaminada de otras culturas.

JB: Estos poetas de primera línea que se conocen como los fundadores: César Vallejo, Neruda, Oliverio Girondo, no establecieron una escuela, en una época en donde todo venía encasillado y con ciertos programas, así que nos legan, además, una libertad de acción. Pero además intentamos darle una mirada a esos otros poetas como Luis Cardoza y Aragón, de Guatemala, el grupo Vanguardia, de Nicaragua, Joaquín Pasos y otros poetas, como Raúl González Turión, Alfredo Mario Ferreiro, de Uruguay, Salomón de la Selva, de Nicaragua que revelan esas otras voces y esa multiplicidad lírica de la que siempre ha gozado Latinoamérica.

JMR: Creo que mirar estos tiempos nos evidencia además cómo ha cambiado la percepción del poeta en la sociedad. Primero, porque este continente se ha balcanizado cada vez más. Rubén Darío en su época era conocido en toda América Latina, era un poeta que no escribía para un país sino para la lengua. Pero, además, porque en perspectiva es posible ver que se ha desacralizado la idea del poeta. El poeta hoy en día es muy consciente de las limitaciones que tiene la poesía en el mundo moderno como transformadora de realidades, que es una demanda que se le ha hecho a la poesía, como si la poesía fuera la Cruz Roja del espíritu. El poeta tiene una noción mucho más intimista, no espera muchos megáfonos y luminarias para hacer su obra. Su rol social se ha minimizado, no sé si para bien o para mal.

JB: La sociedad pierde al poeta en la medida en la que el individuo pierde lugares de interioridad, en la medida en que lo espiritual se va transformando en una sociedad que está haciendo individuos en serie, que han perdido el sentido de la solidaridad y la reciprocidad, que no se comprometen ni con la política ni con su historia ni con su imaginación ni con sus deseos, que se los fabrican. Por eso desaparece el poeta. La poesía como elemento indagador, lleno de preguntas, es el lugar privilegiado para establecer un diálogo con estos asuntos. Es el individuo el que abandona la búsqueda en sí mismo.

JMR: Esta mesiánica demanda hacia la poesía viene de una mala interpretación de una frase de Hölderlin, quien dijo: "¿para qué poetas en tiempos de penuria?". Si no debiera existir la poesía en estos tiempos, no habría existido, porque todos han sido tiempos de penurias. Lo cierto es que el poeta hoy en día no quiere ya ser boca de partido, ni quiere transformar el mundo. No me canso de repetir que intentar cambiar el mundo con poesía es como descarrilar un tren poniéndole una flor en la carrilera; es una condena al fracaso.

JB: Claro, pero por ejemplo Luis Cardoza y Aragón dijo: "con mi imaginación pongo en movimiento otra imaginación", entonces ahí sí que la poesía tiene algo de subversivo, que no han tenido otras literaturas. La poesía te lleva a indagar, y ahí aparece la libertad. Yo que viví ocho años de dictadura y sobreviví al exilio me di cuenta de que con esos 30 mil desaparecidos había desaparecido la imaginación. Me encontré con un país lleno de lugares comunes, con un profundo miedo social a imaginar.

JMR: Lo que sí es cierto es que la poesía se ha ocupado siempre de unos temas. Borges decía que el número de las metáforas estaba contado. El tiempo, quizás la muerte, que pueden ser a la final uno mismo.

JB: En diferentes momentos se exacerban ciertos temas en la poesía. Por ejemplo, en los años cincuenta, cuando se empieza a publicar a Miguel Hernández y los Poemas humanos de César Vallejo, el tema de lo humano [figura] en los títulos de los libros. Eso, junto al Canto general de Neruda, nos desvela la aparición del tema de la fraternidad y de la solidaridad.

JMR: En el momento actual, a la hora de confrontar el tema de lo social y lo político, yo creo que han cambiado los usos del lenguaje. En los años setenta había una poesía de emergencia que estaba ligada al puño cerrado, a la idea de la libertad y a la actitud contestataria, algo solemne; ahora el tema político y social está atravesado por dudas y por una gran ironía, es un elemento de la poesía más reciente, porque ha encontrado que tiene más dudas que certezas, exalta la derrota.

Yo creo que es urgente darle un giro a esa idea de que está muy cargada de naftalina, de que pertenece a un ámbito que no es cercano a la cotidianidad. Quizá muchos jóvenes han descubierto que la poesía es una esencia del lenguaje y una compañía, es una prótesis para andar, cuando descubren que no es puramente estetizante; una persona así está condenada a vivir de la poesía.

JB: La poesía siempre se asocia con el libro, pero yo la asocio más con el grafiti, las cartas y con la canción. En Argentina la poesía está muy metida en la canción, desde Atahualpa Yupanqui, hasta en el rock, con Spinetta. La poesía está muy viva y encontrará muchas maneras de sobrevivir.

Las inscripciones para la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional están abiertas hasta el 30 de agosto en bancos y hasta el 31 de agosto vía internet en la página www.maestriaenescriturascreativas.unal.edu.co. Teléfono 3165000, extensiones 10807

domingo, 28 de agosto de 2011

El cuento del domingo


Raymond Carver


De qué hablamos cuando hablamos de amor

Estaba hablando mi amigo Mel McGinnis. Mel McGinnis es cardiólogo, y eso le da a veces derecho a hacerlo.

Estábamos los cuatro sentados a la mesa de la cocina de su casa, bebiendo ginebra. El sol, que entraba por el ventanal de detrás del fregadero, inundaba la cocina. Es­tábamos Mel y yo y su segunda mujer, Teresa —la lla­mábamos Terri— y Laura, mi mujer. Entonces vivíamos en Alburquerque. Pero todos éramos de otra parte.

Había un cubo con hielo encima de la mesa. La gine­bra y la tónica circulaban sin parar, y surgió no sé cómo el tema del amor. Mel opinaba que el verdadero amor no era otra cosa que el amor espiritual. Dijo que se había pasado cinco años en un seminario antes de salirse para estudiar medicina. Dijo que aún recordaba aquellos años del seminario como los más importantes de su vida.

Terri dijo que el hombre con quien vivía antes de vi­vir con Mel la quería tanto que había intentado matarla. Luego continuó:

—Una noche me dio una paliza. Me arrastró por toda la sala tirando de mis tobillos. Y me decía una y otra vez: «Te quiero, te quiero, zorra.» Y mi cabeza no paraba de golpear contra las cosas. —Terri nos miró—. ¿Qué se puede hacer con un amor así?

Era una mujer de huesos finos y cara bonita, ojos os­curos y una melena castaña que le caía por la espalda.

Le gustaban los collares de turquesas y los pendientes largos.

—Dios mío, no seas boba. Eso no es amor, y tú lo sabes —dijo Mel—. No sé cómo podríamos llamarlo, pero estoy seguro de que no debemos llamarlo amor.

—Tú dirás lo que quieras, pero sé que era amor —pro­testó Terri—. Puede sonarte a disparate, pero es verdad. La gente es diferente, Mel. Algunas veces actuaba como un loco, es cierto. Lo admito. Pero me amaba. A su modo, quizá, pero me amaba. En todo aquello había amor, Mel. No digas que no.

Mel suspiró. Levantó el vaso y se volvió a Laura y a mí.

—Me amenazó con matarme —dijo. Apuró el vaso y alargó la mano hacia la botella de ginebra—. Terri es una romántica. Terri es de la escuela de dame una patada-y-así-sabré-que-me amas. Terri, cariño, no pongas esa cara. —Mel alargó la mano por encima de la mesa y tocó la mejilla de Terri con los dedos. Y le sonrió.

—Ahora quiere arreglarlo —dijo Terri.

—¿Arreglar qué? —saltó Mel—. ¿Qué es lo que tengo que arreglar? Yo sé lo que sé. Eso es todo.

—De todas formas, ¿cómo nos hemos puesto a hablar de esto? —Terri levantó el vaso, bebió y añadió—: Mel siempre tiene metido el amor en la cabeza. ¿No es ver­dad, cariño? —sonrió. Pensé que el tema iba a quedar zanjado.

—Yo no llamaría amor al comportamiento de Ed. Eso es lo único que he dicho, cariño —puntualizó Mel—. ¿Y qué opináis vosotros? —Mel se dirigía a Laura y a mí—. ¿Os parece que eso es amor?

—No soy la persona más apropiada para responder —respondí yo—. Ni siquiera conocí a ese Ed. Sólo lo he oído mencionar de pasada. No me atrevo a juzgarle. Ten­dría que conocer los detalles. Pero creo que lo que estás diciendo es que el amor es un absoluto.

Mel aclaró:

—Lo es el tipo de amor al que me refiero. El tipo de amor al que me refiero no te lleva a intentar matar gente. Laura intervino:

—Yo no sé nada de Ed ni de la situación. Pero ¿quién puede juzgar la situación de otro?

Toqué el dorso de la mano de Laura. Me envió una rápida sonrisa. Le cogí la mano. Estaba cálida: las uñas pulidas: una perfecta manicura. Rodeé su ancha muñeca con los dedos, y la abracé.

—Cuando me fui, se tomó un matarratas —explicó Terri. Se apretó los brazos con las manos—. Lo llevaron al hospital de Santa Fe. Vivíamos allí entonces, a unas diez millas. Le salvaron la vida. Pero se le enloquecieron las encías. Quiero decir que era como si se le separaran de los dientes. Desde entonces, los dientes le sobresalían, como colmillos. Dios mío —suspiró Terri. Aguardó unos instantes; luego se soltó los brazos y cogió el vaso.

—¡Qué cosas llega a hacer la gente! —exclamó Laura.

—Ahora está fuera de juego —dijo Mel—. Murió.

Mel me pasó el plato de limas. Cogí un trozo. Lo ex­primí en mi vaso y removí los cubitos con los dedos.

—Es más grave que eso —dijo Terri—. Se pegó un tiro en la boca. Pero tampoco le salió bien. Pobre Ed. —Sacudió la cabeza.

—Ni pobre Ed ni nada —dijo Mel—. Era peligroso.

Mel tenía cuarenta y cinco años. Era alto y ágil y te­nía el pelo rizado y suave. Cara y brazos bronceados por el tenis. Cuando estaba sobrio, sus gestos, sus movimien­tos, eran precisos, en extremo cuidadosos.

—Pero me amaba, Mel. Concédeme eso —insistió Te­rri—. Es lo único que te pido. No me amaba de la forma que tú me amas. No estoy diciendo eso. Pero me amaba. Podrás concederme eso, ¿no?

—¿Qué quieres decir con que no le salió bien? —pre­gunté.

Laura se inclinó hacia delante con el vaso. Apoyó los codos sobre la mesa y sostuvo el vaso con ambas manos. Miró a Mel y luego a Terri, y aguardó con expresión de perplejidad en su cara franca, como si se asombrara de que tales cosas les pudieran suceder a los amigos.

—¿Cómo dices que le salió mal si se mató? —inquirí.

—Te lo contaré yo —dijo Mel—. Cogió su pistola del veintidós, la que se había comprado para amenazarnos a Terri y a mí. Hablo en serio, ese hombre siempre es­taba amenazándonos. Deberías haber visto el tipo de vida que llevábamos entonces. Eramos como fugitivos. Hasta yo me compré una pistola. ¿Podéis creerlo? ¡Un tipo co­mo yo! Pero lo hice. Me la compré para defenderme, y la llevaba en la guantera. A veces tenía que salir del aparta­mento en mitad de la noche. Para ir al hospital, ya sabéis. Terri y yo no nos habíamos casado todavía, y mi primera mujer se había quedado con la casa y los chicos, con el perro, con todo, y Terri y yo vivíamos en este apartamen­to. A veces, como digo, me llamaban en mitad de la no­che y tenía que ir al hospital a las dos o las tres de la madrugada. El aparcamiento estaba completamente os­curo, y antes de llegar al coche me ponía a sudar. Nunca sabía si iba a salir de unos arbustos o de detrás de un coche y empezar a dispararme. Quiero decir que ese hom­bre estaba loco. Era capaz de ponerte una bomba, de cualquier cosa. Llamaba al servicio médico a todas horas, y decía que necesitaba hablar con el doctor, y cuando me ponía al aparato me decía: «Hijo de perra, tus días están contados.» Y nimiedades por el estilo. Era algo que daba miedo, creedme.

—A mí me sigue dando lástima —confesó Terri.

—Parece una pesadilla —dijo Laura—. ¿Pero qué su­cedió exactamente después de que se pegara el tiro?

Laura es secretaria jurídica. Nos habíamos conocido en el campo profesional. Y antes de que nos diéramos cuenta éramos novios. Tiene treinta y cinco años, tres menos que yo. Además de estar enamorados, nos gusta­mos y disfrutamos de nuestra mutua compañía. Es una mujer con la que es fácil llevarse bien.

—¿Qué sucedió? —insistió Laura. Mel explicó:

—Se pegó un tiro en la boca, en su cuarto. Alguien oyó el disparo y avisó al gerente. Entraron con una llave maestra y vieron lo que pasaba y llamaron una ambu­lancia. Coincidió que yo estaba allí cuando lo llevaron, pero su estado era irreversible. Vivió tres días. La cabeza se le hinchó, se le puso de tamaño doble al de una cabeza normal. Nunca había visto nada semejante, y espero no volver a verlo. Terri, al enterarse, quiso ir al hospital para estar con él. Reñimos por culpa de eso. Yo opinaba que no debía verlo en aquel estado. Pensaba que no debía verlo, y sigo pensando lo mismo.

—¿Quién se salió con la suya? —dijo Laura.

—Yo estaba con él en su habitación cuando murió —precisó Terri—. No recuperó el conocimiento en nin­gún momento. Pero me quedé con él. No tenía a nadie más.

—Era peligroso —dijo Mel—. Si quieres llamarlo amor, allá tú.

—Era amor —repitió Terri—. Ya sé que era un amor anormal para la mayoría de la gente. Pero estaba dis­puesto a morir por su amor. Murió por él.

—Pues para mí eso no es amor, puedes estar segura —dijo Mel—. Lo que quiero decir es que nadie sabe por qué lo hizo. He visto muchos suicidas, y en mi opinión nadie ha sabido nunca por qué lo hicieron.

Mel se puso las manos en la nuca e inclinó la silla hacia atrás.

—No me interesa ese tipo de amor —declaró—. Si para ti eso es amor, allá tú. Terri explicó:

—Estábamos asustados. Mel incluso hizo testamento, y escribió a su hermano, que había sido Boina Verde y vivía en California, diciéndole a quién debía buscar si algo le sucedía.

Terri bebió de su vaso. Prosiguió:

—Pero Mel tiene razón: vivíamos como fugitivos. Te­níamos miedo. Mel tenía miedo, ¿verdad, cariño? Yo, llegado cierto momento, hasta llamé a la policía, pero no sirvió de nada. Me aseguraron que no podían actuar mientras Ed no hiciera algo concreto. ¿No tiene gracia? —dijo Terri.

Se sirvió lo que quedaba de ginebra y agitó la bote­lla. Mel se levantó y fue al aparador. Sacó otra botella.

—Bien, Nick y yo sabemos lo que es amor —dijo Lau­ra—. Para nosotros, por lo menos. —Laura me dio un golpecito en la rodilla con la suya—. Se supone que ahora debes decir algo —insinuó, y se volvió hacia mí sonriendo.

A modo de respuesta, cogí la mano de Laura y me la llevé a los labios. La besé con gran fruición y vehemen­cia. Todos mostraron su regocijo.

—Somos afortunados —declaré.

—Eh, chicos —exclamó Terri—. Dejadlo. Me estáis po­niendo mala. Aún seguís en la luna de miel, santo Dios. Aún seguís alelados, ¿será posible? Pero ya veréis. ¿Cuán­to tiempo lleváis juntos? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Un año? ¿Más de un año?

—Un año y medio —contestó Laura, ruborizada y son­riente.

—Oh, vaya —dijo Terri—. Pues esperad un poco. Levantó el vaso y miró a Laura.

—Sólo estoy bromeando —puntualizó Terri.

Mel abrió la botella y nos sirvió ginebra.

—Vamos, muchachos —intervino—. Brindemos. Quie­ro proponer un brindis. Un brindis por el amor. Por el amor verdadero.

Hicimos chocar los vasos.

—Por el amor —coreamos.

Fuera, en el patio, empezó a ladrar uno de los perros. Las hojas del álamo temblón que pendían al otro lado de la ventana golpeaban tenuemente el cristal. El sol de la tarde era como una presencia en la cocina: la ancha luz de la calma y la generosidad. Podríamos haber esta­do en cualquier otro lugar, en algún lugar encantado. Vol­vimos a alzar los vasos y nos sonreímos unos a otros como niños que han pactado algo prohibido.

—Voy a explicaros lo que es el amor verdadero —dijo Mel—. Voy a poneros un buen ejemplo. Luego podréis sacar vuestras propias conclusiones. —Se sirvió ginebra. Añadió un cubito de hielo y una rodajita de lima. Espe­ramos, bebimos a pequeños sorbos. Laura y yo volvimos a juntar nuestras rodillas. Le puse una mano en el cá­lido muslo y la dejé allí encima.

—¿Qué es lo que cualquiera de nosotros sabe real­mente del amor? —dijo Mel—. Creo que en el amor no somos más que principiantes. Decimos que nos amamos, y nos amamos, no lo dudo. Yo amo a Terri y Terri me ama a mí, y también vosotros os amáis. Ya sabéis a qué tipo de amor me refiero ahora. Al amor físico, ese im­pulso que te arrastra hacia alguien concreto, y al amor que inspira el ser de la otra persona. La esencia de esa persona, podríamos decir. El amor carnal y, bueno, di­gamos el amor sentimental, ese cuidado cotidiano para con la otra persona. Pero a veces me resulta difícil ex­plicarme el hecho de que también debí de amar a mi primera mujer. Pero la amé, sé que la amé. Así que su­pongo que soy como Terri a este respecto. Como Terri y Ed. —Se quedó pensando en ello y luego continuó—: Hubo un tiempo en que creí que amaba a mi ex mujer más que a la propia vida. Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué ha sido de aquel amor? Qué ha sido de él, eso es lo que quisiera yo sa­ber. Me gustaría que alguien pudiera decírmelo. Ahí te­nemos a Ed. De acuerdo, otra vez Ed. Ama tanto a Terri que trata de matarla, y acaba matándose a sí mismo. —Calló y bebió un trago de ginebra—. Vosotros lleváis juntos dieciocho meses, y os amáis. Se os nota en todo. Rebosáis amor. Pero los dos habéis amado a otra gente antes de encontraros. Los dos habéis estado casados antes, igual que nosotros. Y probablemente habréis amado a otras personas antes de vuestro primer matrimonio. Terri y yo llevamos juntos cinco años, y casados cuatro. Y lo terrible, lo terrible, aunque también lo bueno, la gracia salvadora, podríamos decir, es que si algo nos pasara a alguno de nosotros, perdonadme que lo diga, si algo nos pasara a alguno de nosotros mañana, creo que el otro, la otra persona, lo pasaría mal una temporada, entendéis, pero, luego, el que sobreviviese saldría y volvería a amar, tendría a alguien muy pronto. Y todo esto, todo el amor del que hablamos no sería sino un recuerdo. Y puede que ni siquiera un recuerdo. ¿Me equivoco? ¿Estoy desba­rrando? Porque quiero que me corrijáis si no estoy en lo cierto. Quiero saber. Porque no sé nada, ¿entendéis? Y soy el primero en admitirlo.

—Mel, por el amor de Dios —intervino Terri. Se in­clinó hacia él y le tomó de la muñeca—. ¿Ya la has co­gido, cariño? ¿Estás borracho?

—Cariño, sólo estoy hablando —protestó Mel—. ¿Vale? No necesito estar borracho para decir lo que pienso. Es­tamos hablando, ¿no es eso? —dijo, y fijó la mirada en ella.

—No te estoy criticando —aseguró Terri.

Terri cogió su vaso.

—Hoy no estoy de guardia —puntualizó Mel—. Permí­teme que te lo recuerde. No estoy de guardia.

—Mel, te queremos —dijo Laura.

Mel miró a Laura. La miró como si no lograra situar­la, como si no fuera la mujer que era.

—Yo también te quiero, Laura —dijo Mel—. Y a ti, Nick. También te quiero a ti. ¿Sabéis una cosa? —se inte­rrumpió—. Sois nuestros amigos —afirmó.

Y cogió el vaso.

—Iba a contaros algo —empezó Mel—. Bueno, iba a demostrar algo. Veréis: sucedió hace unos meses, pero sigue sucediendo en este mismo instante, y es algo que debería hacer que nos avergoncemos cuando hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor.

—Vamos, Mel —le regañó Terri—. No hables como si estuvieras borracho si no lo estás.

—Cállate por una vez en la vida —le pidió Mel con suma calma—. ¿Me harás ese favor, sólo durante un mi­nuto? Como iba diciendo, hay una vieja pareja que tuvo un accidente en la autopista interestatal. Un jovencito chocó con ellos y los dejó hechos mierda. Nadie les daba muchas probabilidades de salir con vida.

Terri nos miró y luego miró a Mel. Parecía ansiosa, aunque quizás ésta sea una palabra demasiado fuerte.

Mel nos pasaba la botella.

—Yo estaba de guardia aquella noche —explicó—. Era mayo, o quizá junio. Terri y yo acabábamos de sen­tarnos a la mesa cuando llamaron del hospital. Era por lo de ese accidente de la interestatal. Un jovencito borra­cho, un quinceañero, había estrellado la camioneta de papá contra el coche-caravana de los viejos. Tenían unos setenta y tantos años, los viejos. El chico, de dieciocho o diecinueve o algo así, murió al llegar al hospital. Se le ha­bía hundido el volante en el esternón. La pareja de ancia­nos seguía con vida, ya veis. Bueno, malamente. Tenían de todo. Fracturas múltiples, heridas internas, hemorra­gias, contusiones, desgarrones, de todo... Y conmoción cerebral, los dos. Creedme, un estado lamentable. Y, cla­ro está, la edad lo empeoraba todo. Creo que ella estaba bastante peor que él. Se le había reventado el bazo, para acabar de arreglarlo. Y tenía las dos rótulas fracturadas. Pero llevaban puestos los cinturones de seguridad, y bien sabe Dios que eso fue lo que les salvó de una muerte ins­tantánea.

—Chicos, he aquí un aviso del Consejo Nacional de Seguridad Vial. Vuestro portavoz, el doctor Melvin R. McGinnis, al habla —Terri rió—. Mel —prosiguió—, a veces eres demasiado. Pero te quiero, cariño.

—Cariño, te quiero —declaró Mel.

Adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Terri fue a su encuentro. Se besaron.

—Terri tiene razón —corroboró Mel, de nuevo en su silla—. Usad siempre los cinturones de seguridad. Pero, hablando en serio, los viejos estaban muy mal. Cuando llegué abajo, el chico había muerto, como ya os he dicho. Estaba en un rincón, tendido en una camilla. Reconocí por encima a los viejos y le dije a la enfermera de urgen­cias que hiciera bajar inmediatamente a un neurólogo y a un traumatólogo y a un par de cirujanos.

Bebió un trago de ginebra.

—Trataré de no extenderme —continuó—. Los subi­mos al quirófano y estuvimos casi toda la noche con ellos. Qué increíble resistencia la de esos viejos. Raras veces se ve algo parecido. De modo que hicimos todo lo que estaba en nuestra mano, y al filo de la mañana les dábamos un cincuenta por ciento de probabilidades, quizás algo menos a ella. Y ahí los tenéis por la mañana, vivos. Bien, pues los instalamos en Vigilancia Intensiva, se pasaron dos semanas luchando por sobrevivir, mejorando poco a poco en todos los aspectos. Así que los trasladamos a una habitación.

Mel hizo una pausa.

—Venga —prosiguió—. Acabemos esta maldita gine­bra barata. Y nos vamos a cenar, ¿de acuerdo? Terri y yo conocemos un sitio nuevo. Cenaremos allí, en ese si­tio. Pero no nos moveremos hasta que acabemos esta maldita ginebra.

Terri aclaró:

—En realidad aún no hemos comido allí nunca. Pero tiene buen aspecto. Por fuera, quiero decir.

—Me gusta comer —comentó Mel—. Si volviera a em­pezar de nuevo, me haría chef, ¿sabéis? ¿Te parece bien, Terri?

Rió. Hurgó en los cubitos de hielo con los dedos.

—Terri lo sabe —explicó—. Terri puede contároslo. Pero dejad que os diga una cosa. Si pudiera volver a na­cer, vivir una vida diferente, en un tiempo diferente y todo eso, ¿sabéis qué? Me gustaría ser un caballero andante. Uno tenía que sentirse muy seguro con aquellas arma­duras. Tuvo que estar muy bien eso de ser caballero, hasta que inventaron la pólvora y los mosquetones y las pistolas.

—A Mel le gustaría ir a caballo con la lanza en ris­tre —añadió Terri.

—Y llevar siempre consigo un pañuelo de mujer —apostilló Laura.

—O simplemente una mujer —redondeó Mel.

—¿No te da vergüenza? —saltó Laura.

Terri dijo:

—Supón que volvieras a vivir y fueses un siervo. Los siervos no lo tenían tan fácil en aquellos tiempos.

—Los siervos no lo han tenido nunca fácil —dijo Mel—. Pero imagino que hasta los caballeros eran vesa­llos1 de alguien. ¿No era así como funcionaban las cosas? Pero incluso hoy todos somos siempre vesallos (1) de al­guien. ¿No es cierto? ¿Eh, Terri? Pero lo que me gusta de los caballeros, aparte de sus damas, es esa armadura que llevaban. No era nada fácil herirles. No había co­ches en aquel tiempo. No había jovencitos borrachos que te embistieran y te rompieran la crisma.

(1) Mel dice vessels (vasijas, navios) en lugar de vassals (vasallos). La confusión es en inglés quizá venial merced a la gran similitud foné­tica entre ambos vocablos. En castellano, sin embargo, al no existir una palabra susceptible de confundirse verosímil y equiparablemente con «vasallo», se ha juzgado inevitable recurrir a una deformación —harto forzada— de la palabra misma. (N. del T.)

—Vasallos —corrigió Terri.

—¿Qué? —preguntó Mel.

—Vasallos —repitió Terri—. Es vasallos, no vesallos.

—Vasallos, vesallos —protestó Mel—. ¿Qué diferencia hay, mierda? Me has entendido, ¿no? Muy bien —recono­ció—. No soy culto. He aprendido lo mío. Soy cirujano del corazón, perfecto, pero no soy más que un mecánico. Voy y me meto por allí y arreglo cosas. Mierda.

—La modestia no te sienta bien —dijo Terri.

—No es más que un humilde matasanos —intervine yo—. A veces, Mel, los caballeros se asfixiaban dentro de aquellas armaduras. Sufrían incluso ataques al corazón si las armaduras se calentaban en exceso, o si ellos esta­ban demasiado cansados y desfallecidos. He leído en algu­na parte que a veces se caían del caballo y no podían levantarse, porque el cansancio les impedía mantenerse en pie con toda aquella armadura encima. Y a veces los piso­teaban sus propios caballos.

—Terrible —exclamó Mel—. Es terrible, Nicky. Los imagino tendidos en el suelo, a la espera de que aparecie­ra alguien y los convirtiera en pinchos morunos.

—Algún vesallo como ellos —dijo Terri.

—Exacto —apoyó Mel—. Aparecería algún vasallo y atravesaría a los muy bastardos en nombre del amor. O en nombre de la jodida causa por la que lucharan en aquellos tiempos.

—Las mismas por las que luchamos hoy en día —dijo Terri.

Laura sentenció:

—Nada ha cambiado.

Las mejillas de Laura seguían subidas de color. Sus ojos brillaban. Se llevó el vaso a los labios.

Mel se sirvió otra copa. Miró la etiqueta detenidamen­te, como si estudiara la larga hilera de números. Luego dejó la botella sobre la mesa, con lentitud, y alargó la mano despacio hacia el agua tónica.

—¿Qué pasó con la pareja de ancianos? —quiso saber Laura—. No has acabado de contar la historia.

Laura tenía dificultades para encender su cigarrillo. Las cerillas se le apagaban una y otra vez.

La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora diferen­te; cambiaba, se hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la ventana seguían trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los cristales y en el tablero de fórmica. No eran formas iguales, claro está.

—¿Qué pasó con los viejos? —pregunté.

—Más viejos pero más sabios —comentó Terri.

Mel la miró con fijeza.

Terri prosiguió:

—Sigue con la historia, cariño. Era una broma. ¿Qué pasó?

—Terri, a veces... —empezó Mel.

—Mel, por favor —le interrumpió Terri—. No seas tan serio siempre, cariño. ¿No soportas una broma? —¿Dónde está la broma? —inquirió Mel.

Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.

—¿Qué pasó? —insistió Laura.

Mel clavó la mirada en Laura. Dijo:

—Laura, si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi mejor amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.

—Cuéntanos la historia —le instó Terri—. Y luego nos vamos a ese restaurante nuevo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo Mel—. ¿Dónde estaba? —Se que­dó mirando la mesa; luego siguió con la historia—: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfer­mos. Escayolas y vendajes, de la cabeza a los pies, am­bos. Ya sabéis, lo habéis visto en las películas. Ese era el aspecto que tenían, igual que en las películas. Sólo unos agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y ella, para colmo, con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba deprimido la mayor parte del tiempo. Incluso después de enterarse de que su mujer saldría de aquélla. Seguía muy deprimido. Pero no por el accidente. Me refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me acercaba al agujero de su boca, y él me decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía verla por los aguje­ros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse así de mal. ¿Os lo imagináis? Podéis creerme, al hombre le rompía el corazón no poder volver la maldita cabeza para ver a su maldita esposa.

Mel nos miró a unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la cabeza.

—Digo que lo que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su jodida mujer.

Los tres miramos a Mel.

—¿Entendéis lo que quiero decir? —preguntó.

Puede que para entonces estuviéramos ya un poco bo­rrachos. Sé que nos resultaba difícil mantener las cosas en su justo punto. La luz abandonaba ya la cocina, se retiraba a través de la ventana hacia el lugar de donde había venido. Y sin embargo nadie hizo el más mínimo ademán de levantarse para encender la luz de encima de nuestras cabezas.

—Escuchad —propuso Mel—. Acabemos esta puta gi­nebra. Todavía queda para una ronda más. Luego nos vamos a cenar. A ese sitio nuevo.

—Está deprimido —observó Terri—. Mel, ¿por qué no te tomas una pastilla?

Mel sacudió la cabeza.

—He tomado todo lo que hay.

—A todos nos hace falta una pastilla de vez en cuan­do —dije.

—Hay gente que las necesita desde que nace —comen­tó Terri.

Frotaba con el dedo algo que había encima de la mesa. Luego dejó de hacerlo.

—Creo que me apetece llamar a mis hijos —dijo Mel—. ¿Os importa? Voy a llamar a mis hijos.

Terri le avisó:

—¿Y si Marjorie contesta al teléfono? Eh, chicos, ¿os hemos hablado de Marjorie? Cariño, sabes muy bien que no quieres hablar con Marjorie. Te hará sentirte peor.

—No quiero hablar con Marjorie —reconoció Mel—. Pero quiero hablar con mis hijos.

—No pasa un día sin que Mel diga que tiene ganas de que su ex mujer vuelva a casarse. O de que se mue­ra —explicó Terri—. En primer lugar —afirmó—, nos está arruinando. Mel dice que si no se casa es sólo para fastidiarle. Tiene un novio que vive con ella y con los niños. Así que Mel mantiene también al novio.

—Marjorie es alérgica a las abejas —contó Mel—. Cuando no rezo para que vuelva a casarse, rezo para que se le eche encima un maldito enjambre de abejas y la mate a aguijonazos.

—Qué vergüenza —dijo Laura.

—Bzzzzz —susurró Mel, convirtiendo sus dedos en abejas y haciéndolas zumbar en dirección a la garganta de Terri. Después dejó caer las manos a ambos lados.

Es perversa —dijo Mel—. A veces se me ocurre ir a su casa vestido de apicultor. Ya sabes: esa especie de yelmo con la plancha que te tapa la cara, los grandes guantes y el traje acolchado. Llamo a la puerta y suelto el enjambre dentro de la casa. Pero antes tendría que asegurarme de que no estuvieran los chicos, por supuesto.

Cruzó las piernas. Le llevó su tiempo hacerlo. Luego puso ambos pies en el suelo y se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa y la barbilla en el hueco de las manos.

—Puede que no llame a mis hijos. Puede que no fuera tan buena idea. Puede que lo que hagamos sea irnos a cenar. ¿Qué os parece?

—A mí me parece bien —asentí—. Comer o no comer. O seguir bebiendo. Yo podría seguir hasta que anochezca.

—¿Qué quieres decir, cariño? —preguntó Laura.

—Exactamente lo que he dicho —respondí—. Que po­dría seguir. Eso es todo lo que he dicho.

—Pues yo comería algo —confesó Laura—. Creo que no he tenido tanta hambre en mi vida. ¿Hay algo para picar?

—Sacaré queso y galletas —dijo Terri.

Pero Terri siguió sentada. No se levantó ni trajo nada.

Mel volcó su vaso. Lo derramó sobre la mesa.

—Se acabó la ginebra —anunció.

—¿Y ahora qué? —dijo Terri.

Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos, ninguno lo más mínimo, ni siquiera cuan­do la cocina quedó a oscuras.

Raymond Clevie Carver, Jr. (25 de mayo de 19382 de agosto de 1988), escritor estadounidense adscrito al llamado realismo sucio.

Carver nació en Clatskanie, Oregón y creció en Yakima, Washington. Su padre trabajaba en un aserradero y era alcohólico. Su madre trabajaba como camarera y vendedora. Tuvo un único hermano llamado James Franklyn Carver que nació en 1943.

Durante algún tiempo, Carver estudió bajo la tutela del escritor John Gardner, en el Chico State College, en Chico, California. Publicó un sinnúmero de relatos en revistas y periódicos, incluyendo el New Yorker y Esquire, que en su mayoría narran la vida de obreros y gente de las clases desfavorecidas de la sociedad estadounidense. Sus historias han sido incluidas en algunas de las más prestigiosas compilaciones estadounidenses: Best American Short Stories y el Premio O. Henry de relatos cortos.

Carver estuvo casado dos veces. Su segunda esposa fue la poetisa Tess Galagher. Alcohólico, cuyos efectos se manifiestan en algunos de sus personajes, Carver permaneció sobrio los últimos diez años de su vida. Era un gran amigo de Tobias Wolff y de Richard Ford, escritores también del realismo sucio.

En 1988, fue investido por la Academia Americana de Artes y Letras.

Los críticos asocian los escritos de Carver al minimalismo y le consideran el padre de la citada corriente del realismo sucio. En la época de su muerte Carver era considerado un escritor de moda, un icono que América "no podría darse el lujo de perder", según Richar Gottlieb, entonces editor de New Yorker. Sin duda era su mejor cuentista, quizá el mejor del siglo junto a Chéjov, en palabras del escritor chileno Roberto Bolaño. Al hilo de esta idea cabe destacar un soberbio cuento dedicado a los últimos días del referido escritor ruso de nombre "Tres rosas amarillas".

Su editor en Esquire, Gordon Lish, desempeñó un papel decisivo en concebir el estilo de la prosa de Carver. Por ejemplo, donde Gardner recomendaba a Carver usar 15 palabras en lugar de 25, Lish le instaba a usar 5 en lugar de 15. Durante este tiempo, Carver también envió su poesía a James Dickey, entonces editor de poesía de Esquire.

Carver murió en Port Angeles, Washington, de cáncer de pulmón, a los 50 años de edad.

En 1998, diez años después de la muerte de Carver, un artículo en la revista New York Times Magazine suscitó polémica al alegar que su editor Gordon Lish no sólo dio consejos a Carver, sino que reescribió párrafos enteros de sus cuentos, hasta el punto de cambiar el final innumerables veces. En el caso de los relatos del libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, Lish llegó a reducir a la mitad el número de palabras originales y reescribió 10 de los 13 finales de los cuentos del libro. Por ejemplo, el cuento "Diles a las mujeres que nos vamos" ("Tell The Women We're Going") gana una dimensión más abstracta en manos de Lish, que suprime las relaciones de causa y efecto que llevan a dos adultos a matar a dos adolescentes, y añade torpeza, profundidad y silencio donde antes había — según D.T.Max, autor del artículo— demasiadas palabras.

Es notable también el caso de "Parece una tontería" ("A Good Thing, Small Thing"), con el que Carver ganó el premio O. Henry en 1983. La versión original del relato sobre un niño en coma se ve reducida a la mitad, tiene el título cambiado a "El baño" ("The Bath") y la muerte del niño al final de la versión de Carver se convierte en un final abierto, donde el lector no sabe si el niño vive o no. "El baño" fue publicado en De qué hablamos cuando hablamos de amor (What We Talk About When We Talk About Love) (1981) y "Parece una tontería" vio la luz posteriormente en Catedral (Cathedral) (1983).

Según el escritor Alessandro Baricco, quien revisó los manuscritos anotados que sirvieran de base para el artículo del New York Times (véase este artículo publicado en La Repubblica), Carver «construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse de que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables.» La opinión de Baricco es que las versiones de Carver —en un momento u otro edulcoradas por emociones que Lish sistemáticamente suprimía— añadían humanidad a los personajes y permitían vislumbrar en Carver algo «terrible pero también fascinante.»


Foto:elmalpensante.com.Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:quedelibros.com

sábado, 27 de agosto de 2011

Minicuentos 8


¿Me perdonarás algún día, mamá?
Diego Fonseca

Es mejor que lo sepas por mí y no por otros: me voy de la casa. Pero,
antes, quiero dejar las cosas claras y en orden. Tu marido, que no es
mi padre, te engaña. Se acuesta con la vecina noche de por medio,
cuando te mete doble Rohypnol en el postre y te quedas planchada en la
silla de la sala.
Alguna vez se me lanzó, pero lo paré con una patada de burra. No le
pidas por un crío: quedó estéril. Perdí la virginidad a los catorce. Y
con mi padre biológico. Ni yo ni él sabíamos nada. Estaba borrachísimo
en un bar del centro. Papá todavía era un toro joven.
Dejé la universidad hace años. Todos los reportes son falsos. Al
título me lo vendió un peruano cerca de Gallardón. Costó mucho pero le
sacaré renta.
Dios no existe, má.
La abuela está enterrada en el patio. Trozada y en bolsas de basura de
consorcio.
Cuando creías que comía por ansiedad, estaba embarazada. Mi hija es la
rubiecita que cuida la vecina. Sí, la que te birla a tu esposo.De
paso: él no trabaja en ninguna consultora de software. Roba bancos y
arrebata carteras y bolsos en el metro. Tiene pandilla propia. Le
llaman El Juli.
La cazuela del otro día era de perro, no de cordero. No, ni a Frida ni
a Cielito se los llevó la perrera municipal, mamá. Ya que estamos: el
sabor de las sopas de la semana pasada no parecía, era sangre. De la
abuela. Es evidente, tu querida madre no sufría de Alzheimer alguno;
tampoco se perdió en el mercado. Era una vieja insoportable, chillona
y maloliente.
Quiero ser actriz. Si le mentí a la policía, puedo con más.
Oh, casi lo olvido: al crápula de tu marido lo encontrarás en el pozo
aledaño al de tu madre. Anoche me vio escribiendo este texto y me
ofreció silencio a cambio de una fellatio.
Oh, dulce. Le respondí con el Cuisinart para carnes rojas.
Perdona si te dejo la cocina un poco sucia, pero no he podido remover
todo. Revisa bajo el refrigerador; puede que halles algún resto de su
carne.
Cuando te levantes, no intentes nada. Corté la línea telefónica y me
llevé los móviles. No hay internet y las puertas quedaron bloqueadas
por fuera. Lo siento, má, pero debía ganar tiempo por si se te ocurría
seguirme. Hay comida en el refrigerador. Puedes sobrevivir una semana.
Para entonces ya estaré lejos. Por si acaso, no toques el guiso del
Tupperware amarillo: son las vísceras de tu ex. Las cociné para el
gato. Seguramente los vecinos o alguna amiga tuya vendrán a visitarte
y entonces podrás salir antes de siete días. Tampoco procures
buscarme entonces: no quiero ser encontrada y no me hallarás.
Perdona si te he fallado. Sé que esperabas otro tipo de hija.
Y hablando de prole, no te acerques a la casa de la vecina. La muy
puta está en el tercer foso, al otro lado de la abuela. El cuarto
agujero lo ocupa papá. El quinto, más pequeño, quedó vacío. He
decidido llevarme conmigo a mi niña, carne de mi propio padre.
Como verás, he intentado dejar las cosas en orden.
¿Me perdonarás algún día, mamá? Créeme: si estás viva es porque te quiero.
En cambio, si me excedí con la dosis de Rohypnol, pido a quien lea
estas líneas que tenga la bondad de ocupar la tumba libre con los
restos de mamá. Y digo restos por una razón: sin nadie en casa para
abrir el refrigerador, el gato comerá lo primero que encuentre.

Los silenciosos
Massimo Bontempelli

Éranse una vez, en un café, dos amantes, que ya no tenían nada que
decirse. Su aspecto, de aflicción más que de otra cosa. Ésta
aflicción era en el hombre enteramente externa; en la mujer
enteramente interna. En la mujer tiene que hacerse internas todas las
exterioridades. La aflicción de aquella mujer produjo en ella un
resentimiento complejo que estalló en estas palabras:

Ya podías decirme algo, siquiera por la gente.

En vano buscó el hombre, desesperadamente, un argumento. La mujer no
podía, o no quería sugerírselo.

Pero como ambos, aunque amantes, era dos personas de espíritu,
llegaron prontamente a un acuerdo: se pusieron a contar en voz baja.
El hombre comenzó, acercándose a ella, con expresión misteriosa.

-Uno, dos, tres…

La mujer replicó adusta.

-Cuatro, cinco, seis, siete.

El hombre, al oír aquellas palabras, se dulcificó y murmuró con patetismo.

-Ocho, nueve, diez.

No se convenció la mujer, por lo visto, y le fulminó una descarga.

-Once, doce, trece…

Y así continuaron hasta que se hizo de noche…

Libertad
Emma de Yánes

…Aisha, la esclava, nunca supo cómo nació en ella el deseo de
libertad. La presencia inquietante, la figura de aquel cantor, evocó
ante ella, mágicos, lejanos, perdidos paraísos…Burló la vigilancia del
eunuco, corrió por el jardín eludiendo guardias y lebreles, ebria de
vientos se detuvo al fin, jadeante, ante el cantor y ahí quedó muda y
estática. El evocador, el hacedor de libertades permaneció inmóvil,
sujeto por larga, dura, increíble cadena. Era esclavo.


La trama
Jorge Luis Borges

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua
por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y
los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se
defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo
recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías;
diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires,
un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un
ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas
palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe
que muere para que se repita una escena.

Fantasma sensible
Lieu Yi-king


Un día, cuando se dirigía al excusado, Yuan Tche-yu fue protagonista
de un hecho singular. A su lado surgió un fantasma gigantesco, de más
de diez pies de altura, de tez negra y cubierto con un bonete plano.
Sin turbarse de modo alguno, Yuan Tche-yu conservó su sangre fría.

-La gente suele decir que los fantasmas son feos-le dijo con la mayor
indiferencia, dirigiendo una sonrisa a la aparición- ¡Y tiene toda la
razón!

El fantasma, avergonzado, se eclipsó.

Cleopatra
Salvador Novo


Sabéis que me bañaba en leche de burra, con jabón de tortuga y un ala
de pelícano por esponja. Cosas nuestras, un poco raras; pero
indispensables para los retratos en los magazines. Desde la
prohibición empezaron a chocarme los States. Cuando antes filmaba,
solía disolver perlas en vino ácido. Ahora, tendría que beber Welch's.
¡Triste papel para una reina escénica! Además, Marco Antonio empezó a
preferir a sus mansas compatriotas, y con la competencia de
vampiresas, mis contratos ya eran indignos. Wall y yo empezamos
juntos. Sólo que él prefería la nieve. Se nos pasó la mano un día;
pero no comprendo cómo esos reporteros, o historiadores, o lo que
sean, confunden las áspides con las jeringas hipodérmicas.


Caperucita y el lobo
Jairo Aníbal Niño


El lobo entre los vapores de la borrachera mostró la larga cicatriz de
su vientre y con voz aguardentosa dijo: -Mi pena me ha lanzado a la
pernicia y al vino. Mi desgracia es inmensa. ¿Pero quién iba a
maliciar de la abuela? ¿Quién iba a pensar que en el sorbete de
curuba hubiera echado un menjurje que me quitó las fuerzas? Impotente,
sin poderme mover, vi cuando el cazador me abrió el vientre y sacó a
Caperucita Roja a viva fuerza porque ella no quería salir, no quería
abandonarme y se agarraba con sus manos de alabastro a mis entrañas y
sin poder ayudarla vi cuando se la llevaron a empellones mientras ella
lloraba de tristeza. Después me enteré que la habían mandado muy
lejos, a otra historia. Por eso, el nido que ella me dejó por dentro
lo estoy llenando con vino.
foto:archivo

martes, 23 de agosto de 2011

Leer sin fundamento

El autor plantea que leer es un acto en sí mismo infundado pero que paradójicamente se halla condicionado por el consenso relativo de cualquier gusto imperante, o por los dictados de críticos prestigiosos

No se cómo, cuándo, ni por qué empecé a leer. Pero si sé porque he continuado leyendo.foto:archivo.fuente:colaboración

Desde siempre me recuerdo leyendo; viviendo ilegalmente, como un intruso, en las historias invisibles y los cosmos virtuales que emergen desde los 28 signos del alfabeto. Con el poder de un demiurgo la tinta se desliza, permutándose, proliferando, sobre la tersa superficie de un papel que siempre tendría que ser como una placenta para mis ensueños y confrontaciones.

No se cómo, cuándo, ni por qué empecé a leer. Pero si sé porque he continuado leyendo.

No obstante, hay tiempos aciagos en que abatido por el aburrimiento no encuentro qué leer. Me aburren y abrumaban los textos que no alcanzan a procurarme ese exquisito, excepcional y maravilloso placer catártico, ese conocimiento abisal, esa abreacción que siempre busco en la lectura. De ninguna manera afirmo que no existan todavía muchas obras maestras dignas de ser leídas, que no he leído, y que podría leer. Solo afirmo que únicamente quiero leer lo que me de la gana. Lo que me satisfaga esa gana de placer y sabiduría heterodoxa, esa gana de terror sublime o de carcajada o compasión sonriente. Sólo quiero seguir la muy arbitraria, caprichosa y conspicua veleidad de mis apetencias. Sólo deseo leer lo que extáticamente agite mis númenes y fantasmas insaciables o señale mis máscaras innombrables. Cuando no encuentro qué leer, entonces, quiero y pretendo escribir la historia soñada que yo mismo ansiaría leer.

Sin ninguna culpa saboreo el mortífero sopor que me provocan el Ulises de Joyce o los textos de Antonio Lobo Antunes. Antes de hastiarme alcancé a leer algunas páginas de Los detectives salvajes. Y como sé muy bien que son reputados literatos, no me atrevo a removerlos de mi congestionada mesa de noche donde reposan, injustamente, junto a los otros libros que tal vez nunca leeré, a los que apenas pude comenzar y no supe continuar leyendo, o a los que sólo puedo leer de vez en cuando, distraídamente y entre bostezos.

De manera muy distinta, a veces, recuerdo el vulgar deleite que en alguna época me depararon las novelitas de Corín Tellado. Como olvidar la veleidosa fruición del inolvidable Salgari, de quien perseguí la continuación de una de sus historias para conocer el desenlace, insoportablemente interrumpido, al final de un libro que continuaba en otro, al que durante años y años busqué sin lograrlo encontrar hasta que un hada milagrosa tuvo la muy sesuda y suspicaz ocurrencia de regalármelo. Como olvidar esa emoción impura y exultantemente hollywoodense de los bestsellers que redactan aquellos mercenarios de la escritura, que sin ningún empacho pregonan que su negocio es vender novelas.

Pero quiero justificar y compensar también los desatinos de mi gusto. A carcajada limpia me he batido con El Quijote y El Buscón. Con gusto he padecido el terror sublime de Poe y Lovecraf, y degustado, sin cansancio ni hastío, el inigualable placer de leer a Proust. Desde el conocimiento abisal que procuran Artaud, Sade, Bataille y Castaneda, cualquiera puede arrojarse en la catársis que desatan Edipo y Segismundo. Cada vez que puedo rescato la abreacción que procuran siempre las gestas insumisas de Don Juan, Fausto y Henry Miller. Aunque las sospechosas apariencias así lo indiquen, no haré ninguna otra enumeración para no pecar de recalcitrante pedantería

André Guide no quiso, no supo, o no pudo leer a Proust. En su época de aparición casi nadie leyó a Moby Dick. Durante la edad neoclásica Shakespeare dejó de ser leído como un gran autor hasta que de nuevo lo reivindicaron los románticos. Algún lector ilustrado exaltaba a Vargas Vila en detrimento del mequetrefe de Proust. Insignes editores no han sabido leer a grandes literatos. No alcanzo a imaginar la desazón metafísica del infeliz editor que no supo leer en el Código Da Vinci las posibilidades de ventas millonarias.

Con estos ejemplos solo pretendo argüir que el acto de la lectura carece de cualquier fundamento que lo regule y legitíme objetivamente, más allá de sí mismo, o con respecto a las normas de alguna verdad superior de donde deduciría su validez.

Leer es un acto en sí mismo infundado pero que paradójicamente se halla condicionado por el consenso relativo de cualquier gusto imperante, o por los dictados de críticos prestigiosos. Los parámetros de cualquier estética determinada se absolutizan para encomiar los valores que la representan y demeritar lo que no responde a sus dictados.

Si el gran Gide no supo leer a Proust fue porque la burbuja dorada de sus propios dogmas se lo impidió. Shakespeare no encajaba en los cánones neoclásicos. Rechazaron al Código Da Vinci porque no respondía a la visión de mercado que guiaba a esa desgraciada editorial. El prestigio y los premios literarios también obedecen a esa dinámica arbitraria del juicio de lectura sesgado por el prejuicio estético o por una determinada escuela crítica o ciertas exigencias políticas o culturales. Ninguna objetividad es posible en la lectura porque nunca han existido verdaderos principios fundamentales que la sustenten. En la edad del nihilismo nos toca leer sin fundamento.

Parafraseando a Nietzsche -en la interpretación de G. Vattimo- el nihilismo es la situación en la que el hombre reconoce explícitamente la ausencia de fundamento como constitutiva de su propia condición.

Para leer sin fundamento es preciso desatar dentro de nuestra subjetividad lo que Foucault llamó una lucha transversal que deconstruya los pretendidos fundamentos culturales que nos sujetan y predeterminan como si fuesen verdades absolutas. Fundamentos que no pueden ser fundamento por que son simples construcciones o consensos relativos a una época, visión de mundo, o tendencia estética. También seria preciso enfrentar críticamente los supuestos fundamentos que podrían hallarse implícitos o expuestos en el texto leído como si fuesen la representación de alguna verdad trascendente.

Leer sin fundamento implica abrirse completamente al texto para que su otredad misteriosa, para que su alteridad interrogante relativice nuestros dogmas, rompa nuestra burbuja dorada. Por esto tengo en mi mesa de noche atestada de todos aquellos libros que no he sabido leer. Espero que su potencial influjo destruya un día las resistencias inconscientes que me sobredeterminan para lograr, por fin, leer el Ulises de Joyce.

Simón Jánicas