No digas nada
Julio Olaciregui
Hay unas paredes de cal cuajada en un cuartito de hotel en Santa Marta. Colgados, como retratos olvidados por el viajero de turno, hay gemidos, palabras y promesas. El silencio pesa allí, todavía, y alguien, desvelado en aquel lugar, los identifica o los hace suyos.
En Matilde
Julio Cortázar*
A veces la gente no entiende la forma en que habla Matilde, pero a mí me parece muy clara.
-La oficina viene a las nueve -me dice- y por eso a las ocho y media mi departamento se me sale y la escalera me resbala rápido porque con los problemas del transporte no es fácil que la oficina llegue a tiempo. El ómnibus, por ejemplo, casi siempre el aire está vacío en la esquina, la calle pasa pronto porque yo la ayudo echándola atrás con los zapatos; por eso el tiempo no tiene que esperarme, siempre llego primero. Al final el desayuno se pone en fila para que el ómnibus abra la boca, se ve que le gusta saborearnos hasta el último. Igual que la oficina, con esa lengua cuadrada que va subiendo los bocados hasta el segundo y el tercer piso.
-Ah -digo yo, que soy tan elocuente.
-Por supuesto -dice Matilde-, los libros de contabilidad son lo peor, apenas me doy cuenta y ya salieron del cajón, la lapicera me salta a la mano y los números se apuran a ponérsele debajo, por más despacio que escriba siempre están ahí y la lapicera no se les escapa nunca. Le diré que todo eso me cansa bastante, de manera que siempre termino dejando que el ascensor me agarre (y le juro que no soy la única, muy al contrario), y me apuro a ir hacia la noche que a veces está muy lejos y no quiere venir. Menos mal que en el café de la esquina hay siempre algún sándwich que quiere metérseme en la mano, eso me da fuerzas para no pensar que después yo voy a ser el sándwich del ómnibus. Cuando el living de mi casa termina de empaquetarme y la ropa se va a las perchas y los cajones para dejarle el sitio a la bata de terciopelo que tanto me habrá estado esperando, la pobre, descubro que la cena le está diciendo algo a mi marido que se ha dejado atrapar por el sofá y las noticias que salen como bandadas de buitres del diario. En todo caso el arroz o la carne han tomado la delantera y no hay más que dejarlos entrar en las cacerolas, hasta que los platos deciden apoderarse de todo aunque poco les dura porque la comida termina siempre por subirse a nuestras bocas que entre tanto se han vaciado de las palabras atraídas por los oídos.
-Es toda una jornada –digo.
Matilde asiente; es tan buena que el asentimiento no tiene ninguna dificultad en habitarla, de ser feliz mientras está en Matilde.
-La oficina viene a las nueve -me dice- y por eso a las ocho y media mi departamento se me sale y la escalera me resbala rápido porque con los problemas del transporte no es fácil que la oficina llegue a tiempo. El ómnibus, por ejemplo, casi siempre el aire está vacío en la esquina, la calle pasa pronto porque yo la ayudo echándola atrás con los zapatos; por eso el tiempo no tiene que esperarme, siempre llego primero. Al final el desayuno se pone en fila para que el ómnibus abra la boca, se ve que le gusta saborearnos hasta el último. Igual que la oficina, con esa lengua cuadrada que va subiendo los bocados hasta el segundo y el tercer piso.
-Ah -digo yo, que soy tan elocuente.
-Por supuesto -dice Matilde-, los libros de contabilidad son lo peor, apenas me doy cuenta y ya salieron del cajón, la lapicera me salta a la mano y los números se apuran a ponérsele debajo, por más despacio que escriba siempre están ahí y la lapicera no se les escapa nunca. Le diré que todo eso me cansa bastante, de manera que siempre termino dejando que el ascensor me agarre (y le juro que no soy la única, muy al contrario), y me apuro a ir hacia la noche que a veces está muy lejos y no quiere venir. Menos mal que en el café de la esquina hay siempre algún sándwich que quiere metérseme en la mano, eso me da fuerzas para no pensar que después yo voy a ser el sándwich del ómnibus. Cuando el living de mi casa termina de empaquetarme y la ropa se va a las perchas y los cajones para dejarle el sitio a la bata de terciopelo que tanto me habrá estado esperando, la pobre, descubro que la cena le está diciendo algo a mi marido que se ha dejado atrapar por el sofá y las noticias que salen como bandadas de buitres del diario. En todo caso el arroz o la carne han tomado la delantera y no hay más que dejarlos entrar en las cacerolas, hasta que los platos deciden apoderarse de todo aunque poco les dura porque la comida termina siempre por subirse a nuestras bocas que entre tanto se han vaciado de las palabras atraídas por los oídos.
-Es toda una jornada –digo.
Matilde asiente; es tan buena que el asentimiento no tiene ninguna dificultad en habitarla, de ser feliz mientras está en Matilde.
*de su libro póstumo Papeles inesperados
Lot
Olga Harmony
¡Qué tedio puede llegar a padecerse al lado de un justo!
Todos se divierten en Sodoma, menos en esta familia en la que tanto se teme al pecado.
Y exasperada, la mujer de Lot prosiguió su soliloquio:
-¿Es que nada vendrá a darle sabor a mi vida?
Arte bella
Jairo Aníbal Niño
El sapo, después de soportar durante muchos años insultos, persecuciones y vejámenes a causa de su fealdad y sintiendo que el fin de su vida se acercaba, quiso averiguar a qué sabía la belleza y se tragó una espléndida mariposa de Muzo y sintió el maravilloso placer del viaje de esas hermosísimas alas azules en su vuelo interminable hacia la flor anfibia de su corazón.
El puñal
Jorge Luis Borges
En un cajón hay un puñal.
Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.
Historia del joven celoso
Henri Pierre Cami
Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha bastante voluble.
Un día le dijo:
-Tus ojos miran a todo el mundo.
Entonces, le arrancó los ojos.
Después le dijo:
-Con tus manos puedes hacer gestos de invitación.
Y le cortó las manos.
"Todavía puede hablar con otros", pensó. Y le extirpó la lengua.
Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes.
Por último, le cortó las piernas. "De este modo -se dijo- estaré más tranquilo".
Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. "Ella es fea -pensaba-, pero al menos será mía hasta la muerte".
Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.
Cleptómana de cucharillas
Ramón Gómez de la Serna
Era poderosa y aristocrática, pero tenía la obsesión de las cucharillas. Es ésa una cleptomanía corriente sobre todo en los palacios reales, y por eso hubo reyes que cambiaron las de oro por otras de similar valor, para evitar que se llevasen tan costoso "recuerdo de S.M"Poseía cucharillas de los mejores hoteles del mundo, de las casas más nobles – con el escudo en el agarradero- , y hasta algunas arrancadas a las colecciones napoleónicas. Un día, sin poder resistir mi curiosidad, le pregunté qué se proponía almacenando tantas cucharillas. Entonces la cleptómana me dijo en voz baja:-Vengarme del mundo...Dejarlo sin una cucharilla...Que muevan el café con tenedor.
Un creyente
George Loring Frost
Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí -dijo el primero, y desapareció.
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