lunes, 15 de agosto de 2011

Mario Mendoza: el apocalipsis de un escritor

Pareciera que Mendoza no quisiera escribir una novela sino un libro de crónicas, de reflexiones, de ensayos narrativos. Por eso, cuando retoma la narración de la vida de estos personajes, debe recordarle al lector (con un inciso, con una información entre paréntesis), quién era ese personaje y en qué momento lo había dejado
Mario Mendoza, autor de Apocalipsis, su última malograda novela.foto.fuente:revistagalactica.com

Aseguro que lo intenté, pero fue cada vez peor, cada vez más absurdo pensar que podía ser diferente. Apocalipsis (Planeta, 2011) no tiene unidad literaria y sirve más como justificación de Mario Mendoza dentro del sistema literario colombiano y como ajuste de cuentas con quienes han demeritado su trabajo: los críticos. Lo que más cuesta trabajo aceptar es que esta novela haya sido publicada, si se tiene en cuenta que –como es sabido– Planeta tiene un editor literario –supongo que varios– y, al menos, un corrector de estilo –supongo también que varios–. Se acusa a muchas editoriales independientes (y revistas literarias) de, precisamente, publicar sin un previo trabajo de edición ni corrección, pero, entonces, ¿cómo fue posible que publicaran esta novela con tales gazapos ortográficos (¿alguien me puede confirmar en dónde quedan las "cuerdas bucales", por ejemplo?) y con una evidente falta de edición?

Si la obra literaria se defiende sola, la de Mendoza no; él utiliza esta novela como explicación de todo su trabajo (¡Casi veinte años ya, desde que publicó su primera novela!), como justificación de su posición "artística". Si los críticos literarios despotrican cada vez que pueden sobre las novelas de este escritor, Mendoza hace lo propio en Apocalipsis, tal vez arguyendo –como lo hace también Santiago Gamboa– que los escritores no tienen por qué aguantar los "golpes" de los críticos sin inmutarse y, entonces, se inmuta y cae en la venganza infantil y adolescente, como burlarse del crítico Luigi Fernando Acosador –no hay que pensar mucho para saber de quién se trata–, a través de la mención de sus defectos físicos y sus costumbres sexuales, o acusar a los editores de la revista Los Pensadores –tampoco hay que esforzarse mucho para saber quiénes son los destinatarios– de amanerados y cobardes, de arribistas, de "castrados", por su supuesta incapacidad creativa (que Mendoza sí afirma tener).

Hay extensos pasajes que le recuerdan y le cuentan al lector los argumentos de todas las novelas anteriores de Mendoza, a través de la técnica de inventar nombres de escritores conocidos por el protagonista y narrador de Apocalipsis, para justificar por qué son importantes esas novelas y qué quiso decir el autor en cada una de ellas. De nuevo, ¿no se supone que la obra se defiende sola? o ¿este argumento ya no cabe dentro de la reflexión estética actual? Además, estas intervenciones de Mendoza, a través del narrador, interrumpen el relato de las vidas de los personajes y el lector se pierde y Mendoza lo sabe, pero parece no interesarle; aquí no interesa la historia construida sino las ideas transmitidas. Pareciera que Mendoza no quisiera escribir una novela sino un libro de crónicas, de reflexiones, de ensayos narrativos. Por eso, cuando retoma la narración de la vida de estos personajes, debe recordarle al lector (con un inciso, con una información entre paréntesis), quién era ese personaje y en qué momento lo había dejado.

Lo mismo sucede con las ideas-tesis que Mendoza quiere defender, afirmar, justificar, dentro de la narración, por eso, la novela carece de imágenes literarias, pero abunda en sentencias, en ideas abstractas que, repito, estarían bien para un ensayo, para una reflexión, para una colección de escritos del autor (que ya publicó, por cierto, bajo el título La locura de nuestro tiempo); nada pueden hacer este tipo de ideas si no se integran al entramado narrativo, si no hacen parte evidente de los personajes. Aún sabiendo que, desde sus orígenes, la novela mezcla géneros y que existe la novela filosófica o la novela-ensayo, también hay que recordar que cuando el escritor no sabe bien cómo lograr unidad, resultan novelas-amalgama como Apocalipsis. Lo grave de estas ideas es que no hagan sino replicar ideas infundadas o, mejor, fundadas en una superficialidad que sorprende, para mal, en un escritor que menciona a varios autores dentro de su enciclopedia lectora, aunque, como ya se sabe, leer no siempre significa comprender.

Para Mendoza, la idea de progreso es absurda, inexistente, dadas las evidencias de irracionalismo creciente en las que se mueven las rutinas políticas, sociales y culturales actuales. Y, por si fuera poco, esa irracionalidad en la que vivimos se explica porque han ganado las fuerzas oscuras que habitan en el interior de cada uno de los seres humanos. La realidad, para Mendoza, se divide en dos planos: el oficial y el marginal, y la identidad también: somos ángeles y demonios, al mismo tiempo y, casi siempre, en las condiciones actuales de nuestro mundo, ganan las fuerzas oscuras que nos habitan. Ésta no es sólo una actitud de Mendoza; hay cientos de personas pensando como él y formando sectas para salvar el mundo del abismo en el que se encuentra, del apocalipsis que llegará sin poder hacer algo para impedirlo. Pero lo que indigna la inteligencia es que Mendoza también caiga en la trampa que él mismo quería evitar: reducir la realidad a una explicación tan pueril, tan limitada.

El otro aspecto que también indigna de este libro es el lenguaje (y para mí un libro nunca lo había hecho en este sentido). Mendoza dice que no quiere escribir bonito, que su estética no es la de lo bello, pero no bello no es, necesariamente, antónimo de bien escrito y esto lo debería saber Mendoza (lo interesante sería preguntar por qué no lo sabe o por qué se resiste a saberlo). ¿Cuál es el estilo de Mendoza en Apocalipsis? Uno que desea imitar las conversaciones del bus, de los bares, de los vecinos del barrio (sus símiles simplones, su humor de programas de televisión de sábado por la noche) y, sobre todo, uno que usa las técnicas más burdas de las telenovelas (la carta del padre con la relevación sobre la existencia de un hermano mellizo, la enfermedad incurable del protagonista y otros datos que aparecen gratuitamente y que parecen forzados dentro de la narración) y al que no le interesa crear nuevos sentidos, sino copiar, hasta el cansancio, los sentidos de la cotidianidad, de las series de televisión con más carga de sangre, puñaladas, tiros y sexo tipo Pandillas, guerra y paz, El cartel de los sapos, Las muñecas de la mafia, Rosario Tijeras, Sin tetas no hay paraíso y, para rematar, innumerables catacresis, metáforas muertas… Para la muestra, varios botones: "Su mirada era limpia, transparente, como si uno estuviera frente a un manantial de agua fresca", "mi padre, manchado de sangre y salpicado de sesos", "eres un diamante en medio del desierto", "se me hizo un nudo en la garganta", "un artista es hijo de sus dolores más profundos", "ya llegaría el día en que la ciudad me arrebataría mi virginidad y me convertiría en un hombre a carta cabal", "no puedo más, necesito derramarme dentro de ella", "tú te vas a encoñar aquí, corazón, en esta chocha que te desvirgó", "mientras expulsaba los chorros de semen", "mi sensación era que Ciudad Gótica estaba invadida de malhechores y que Batman no aparecía por ninguna parte", "unos labios carnosos, unas piernas gruesas y unas caderas delineadas por unas curvas de guitarra".

Sólo hay que mirar la foto del autor en la contratapa: Mendoza tiene el ceño fruncido y los dedos índice y pulgar haciendo pinza sobre su labio inferior; mira hacia un punto incierto: dentro de sí mismo. Es la imagen del escritor-víctima, del escritor sufrido, del escritor atribulado, del escritor que se siente diferente y a lo que lo rodea como un ambiente hostil que no lo entiende. Esta es la imagen de Mendoza, esta es la imagen que muestra a los jóvenes que lo siguen en Facebook y en su página de Internet en donde defiende que la lectura es para todos y no sólo para unos pocos "sabios". Tal vez Mendoza, sin ser consciente de ello, ha elegido una estrategia eficiente en la actual industria cultural, en el mercado editorial: deslegitimar el trabajo del crítico literario y ensalzar al lector (el público) como el legítimo juez. En un país en el que año tras año los índices de lectura dejan una desazón creciente, autores como Mendoza ven en las redes sociales y en la construcción de un trato familiar con los lectores una forma de captar la atención de éstos y volcarlos hacia sus libros. Hace ya más de una década, yo también quería que el autor me hablara como a una amiga cercana, también quería que el escritor me respondiera mis cartas y se sentara a hablar conmigo para responder mis preguntas; también quería que me dijeran que el sistema era una mierda y que nadie me entendía, que era diferente y que era una suerte mi diferencia porque sólo yo y los que pensaban como yo nos salvaríamos del consumismo, de la alienación, del aburguesamiento.

No es una pose de Mendoza; sus palabras no son deshonestas y tal vez esta certeza hace que escribir este texto no sea tan fácil como decir: ¡Qué mala novela! La elección de Mendoza de construir una comunidad de lectores fácilmente impresionables es conveniente para una editorial como Planeta que no se da el lujo de publicar algo que no funcionaría en un período de ventas corto y que debe saber que los jóvenes en proceso de escolaridad son, en Colombia, la población que más lee (lastimosamente, más porque es una obligación que por gusto propio). La posición de Mendoza parece ingenua y es esto lo que me hace su figura digna de consideración para escribir un texto como éste: su insistencia en criticar ese abstracto "sistema" (social y literario) desde el centro del sistema mismo y su obsesión de crear, de escribir una obra literaria centrada en retratar a Bogotá. Sin embargo, su experiencia de Bogotá, a través de sus personajes marginales (en este caso, provenientes del barrio Quiroga), parece cada vez más una simulación y eso hace sentir su escritura y los personajes mismos cada vez más abstractos.

Ahora, entiendo lo que alguna vez me decía un profesor de cine que tenía siempre una pipa entre sus dedos: "Cuando ves una mala película, te das cuenta de todos los defectos, pero cuando vez una buena, te olvidas que eres cineasta, que eres crítico y sólo puedes sentarte y disfrutarla". Acepto que hice trampa: compré la versión pirata de Apocalipsis (y llegué a pensar que habían pirateado una versión anterior a la versión final, pero no es así), es decir, la compré con aprensión, con duda, como quien compra algo que sabe desechable, que sabe que no tendrá un lugar entre su biblioteca. Puedo decir que perdí lo que pagué (la cuarta parte de lo que cuesta en una librería), que me aguanté el olor a papel periódico, la tapa que se deshace con cualquier gota de agua, las dos páginas que el copista olvidó incluir y que, lamentablemente, perdí toda mi confianza en este escritor que logró cautivarme cuando leí La ciudad de los umbrales y Scorpio city (incluso Relato de un asesino). Mendoza es hoy un escritor con una posición literaria en constante y rápido envejecimiento, que cautiva a adolescentes de colegios, estudiantes de primer semestre de Lic. en Lengua Castellana, jóvenes y adultos jóvenes que confunden la literatura con sociología, antropología y periodismo hechos por aficionados, y por algunos profesores de literatura que incluyen sus libros en los planes lectores más por pereza mental y laboral que por un real y responsable conocimiento de lo que enseñan.

Espero que, realmente, con Apocalipsis termine esa idea de Mendoza de darle a Bogotá un estatuto literario que, supuestamente, no tenía (él, que estudió literatura y que también la ha enseñado, debería saber que sí hay una Bogotá literaria, que sí hay una tradición en ese tópico), que termine su idea de darle una imagen literaria a la Bogotá de las márgenes, a la Bogotá que no queremos ver (la de los mendigos, las prostitutas, los asesinos, los ladrones, los locos, los solitarios, los pobres). Eso lo logró en sus dos primeros libros; lo que siguió y termina en este apocalipsis es una larga coda, una infinita agonía que ya no dice nada nuevo y que, por el contrario, alimenta ideas equivocadas o, por lo menos, facilistas: Bogotá destruye, Bogotá es un monstruo, Bogotá no ofrece nada bueno; ¡Huyamos todos de Bogotá!