sábado, 13 de agosto de 2011

Minicuentos.6.


Tranvía
Andrea Bocconi


Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. "Amplia sonrisa, caderas anchas... una madre excelente para mis hijos", pensó. La saludó; ella respondió y retomó su lectura: culta, moderna.

Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su saludo? Ni siquiera lo conocía.

Dudó. Ella bajó.

Se sintió divorciado: "¿Y los niños, con quién van a quedarse?"


Crisis
Luisa Valenzuela

Pobre. Su situación económica era pésima. Estaba con una mano atrás y la otra delante. Pero no la pasó del todo mal: supo moverlas.


Un milagro
Llorenç Villalonga

Le habían asegurado que la Sagrada Imagen retornaría el movimiento al brazo paralizado y la señora tenía mucha fe. ¡Lo que consigue la fe! La señora entró temblando en la misteriosa cueva y fue tan intensa su emoción que enmudeció para siempre. Del brazo no curó porque era incurable.


Literatura
Julio Torri

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.

La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.


Lástima
Lola B. Gallardo Vigil

Salvo quizás, por esa casi imperceptible gota de sangre seca en tus braguitas, todo lo demás sería delicioso –dijo indignado mientras entornaba los ojos sin acomodarse a la penumbra. Todo. Ya sabes lo que me gustan tus dedos finos, delgados, tan blancos; tu boquita redonda y jugosa; tus calcetines escolares y tu falda de cuadros escoceses –continuó susurrando airado mientras corría los tres cerrojos de la puerta acorazada. Ya sabes que adoro acariciar tus muslos níveos suavemente. Ya lo sabes… Pero esa gota de sangre en tus bragas lo estropea todo. Si no fuera por esa gota, por esa maldita gota -murmuró agitado cerrando la última puerta del sótano ya desde la calle- aún serías la preferida de papa.


La pesadilla
Marcelo Del Castillo

El monstruo, arrastrando su pata seca, blandiendo el hacha entre sus peludas manos, perseguía a la niña por los corredores de la enorme casa. Cuando la niña ya sentía perdida toda esperanza de escapar, viéndolo acechante correr tras ella, no soportaba más, gritaba, entonces despertaba. Y así hasta la noche en que no gritó para no despertar a sus angustiados padres, que acudían entre somnolientos y aburridos a socorrerla de los gritos de su pesadilla. Al otro día, en la mañana, su madre al abrir la puerta del cuarto, antes de dar un sonoro grito de desmayo, alcanzó a ver una figura humanoide de un cuerpo tendido en la cama con más de media hacha metida en el pecho aún sangrante. El padre corrió y encontró en un rincón a la niña, sollozando babeante entre sus mocos.


Diálogo de tigres III
Lilian Elphick

Luego de caminar por las extensas planicies de la escritura, los tigres llegan al río del silencio. Ahí se bañan y olvidan que están hechos de tiempo y de sangre. A sus pieles mojadas se adhiere la palabra 'pez'. La tigresa puede nadar debajo del agua a gran velocidad; el tigre da brincos contra la corriente. Juegan a acariciar burbujas.
¿A quién le contaremos nuestra historia? –pregunta ella.
¿Cuál historia? – pregunta él.
Los tigres jadean bajo el sol implacable y sus patas se hunden en la arena. Tienen sed. Saben que morirán si no encuentran una mano que morder, aquella que los escribe en la mitad de la noche.


Al teléfono
José Ángel Muriel González

-Eh, Carlos. .Sigues ahí?

-Si, si –respondió después de una pausa-. Te estoy escuchando, Raúl.

-Como te decía, deberíamos meter más presión si queremos obtener resultados

dentro del plazo previsto, .no te parece? .Carlos?

-Perdona, estoy…

-Distraído, .no? Te noto muy despistado. .Te pasa algo?

-No, es que estoy viendo por la ventana… Hay un bólido que ha recorrido a toda

velocidad la avenida y ha estado a punto de atropellar a unos peatones en un semáforo.

-!Caramba! Que peligro. Oye, será mejor que hablemos tranquilamente. .Por

que no bajas al Ding-a-D…?

-Ese tipo sigue adelante y no reduce –continuo Carlos, sin prestar atención a su

colega-. Dios mío, ha perdido el control.

-.Que dices?

-!Oh, Santo Cielo! !Se va a estrellar!

El estruendo del impacto pareció prevalecer sobre todos los demás sonidos,

como si saliera directamente del auricular del teléfono.

-!Se ha empotrado en el escaparate de la cafetería, Raúl! Oh, Dios, habrá

heridos, seguro. Ha sido en el Ding-a-Ding. Raúl. .Raúl?


Metamorfosis
Ramón Gómez de la Serna

No era brusco Gazel, pero decía cosas violentas e inesperadas en el idilio silencioso con Esperanza.

Aquella tarde había trabajado mucho y estaba nervioso, deseoso de decir una gran frase que cubriese a su mujer asustándola un poco. Gazel, sin levantar la vista de su trabajo, le dijo de pronto.

-¡Te voy a clavar con un alfiler como a una mariposa!

Esperanza no contestó nada, pero cuando Gazel volvió la cabeza, vio cómo por la ventana abierta desaparecía una mariposa que se achicaba a lo lejos, mientras se agrandaba la sombra en el fondo de la habitación.


El hijo de perra
Erskine Caldwell

Trabajé durante toda la semana en la construcción de una presa en el río y la noche del sábado fui con uno de los obreros a la ciudad. Con el dinero que había ganado durante la semana, jugamos a los dados en un garito y bebimos whisqui. El domingo por la noche compramos varias botellas de whisqui y contratamos dos mujeres para que pasaran la noche con nosotros. Cuando me levanté a las cinco de la mañana del día siguiente para ir a trabajar, desperté a mi compañero y le dije que se vistiera. Se levantó, se miro durante un rato en el espejo y se bebió otro trago de la botella. Le dije que se diera prisa. Y me contestó que Dios le había estado pellizcando en los talones desde que tenía diez años, y luego cogió su pistola y gritó:

-¡Mira hacia otra parte! ¡Voy a matar a un hijo de perra!

La bala le penetró en su cabeza, en pocos segundos rodó por la cama y cayó al suelo, donde, en medio de un gran charco de sangre, quedó como un guiñapo. La mujer que había dormido en su cama, se incorporó y dijo:

-Otro pobre loco víctima de la melancolía de las mañanas del lunes.