De muertes, suicidios y otras artes de morir
De la calle
Elías Agustín Ramos Blancas
Por la umbrosa única calle de aquel pueblo caminaba sin prisa, perturbando
con su figura vistosa el orden vengativo de la penumbra. Esa tarde de plata
había sacado más que de costumbre: iba repleta, iba libre en la noche como humo
de cigarro.
Al pasar junto a una barda en construcción se le rasgó la sombra con un
clavo. Comenzó a sangrar intempestivamente, la hemorragia negra invadió la
banqueta y se derramó en el asfalto. Ella estaba prendida al suelo por un dolor
paralizante; sus pies clavados en la acera se crispaban tratando de volar; una
bombilla mortecina alumbraba con periodística indiferencia la tragedia. Cuando
la sombra entera no era más que un rastro viscoso, su carne fue derritiendo
para confundirse con los restos de la silueta herida. El cuerpo de la azorada
víctima se escurría espesa y duramente al suelo, como si fuera chapopote
hirviendo.
Al poco rato en el lugar del accidente no quedó más cosa que un charco
sombrío cayendo de la acera al pavimento, y por el pavimento se deslizaba calle
abajo hasta la vía del tren. Alguien reportó el oscuro suceso al Departamento
de Mejoras. A eso de la media noche llegó una aplanadora que quitó el sueño un
buen rato al vecindario. Al siguiente día la calle lucía un impecable asfalto,
renovado y sin baches.
El ministro inauguró el pavimentado en medio de vítores, confeti y música
de la banda. Bajó a pie desde el palacio de poder hasta la vía. “Una
realización más de su gobierno” diría en el discurso, después de haber sido el
primero que ponía sus pies sobre la asombrada piel viva de la prostituta.
El precio de la transacción
Fernando Solarte Lindo
Todos los
centinelas, que hoy llámanse guardaespaldas, dieron en permitir el paso por la
entrada de la fastuosa villa al caballero que habíase apeado con su perro del
lujoso carruaje con motor de ocho cilindros. E yendo ellos así, los recibió en
la suntuosa sala el otro caballero también mui rico e dueño de la casa.
—Tengo por bien traer la mercancía —dixo el visitante poniendo en la mesa un pequeño paquete—. No es menester loar que vuesa merced, como homme entendido, ha de valorar justamente.
Cuando esto hobo dicho, el dueño de la casa sacó de su bolsillo tremendo fajo de billetes e la transacción iba a cerrarse con buen suceso, sin non hobiese de por medio que presto un gato casero saltó sobre la mesilla e ungullóse el atado de la mercancía. Estonce el perro del visitante, un pastor alemán de malas pulgas, cayó sobre el gato e matólo.
El dueño de la casa, dolorido por la muerte de su gato, tomó una pistola e disparó seis tiros contra el perro que dio una voltereta e quedó con gran tiesura. El vendedor de la mercancía asió por una oreja al dueño de casa e lo apuñaleó porque le matara su perro. Presto los guardaespaldas fizieron papilla al chofer del visitante e llegaron los del barrio del chofer e mataron a los guardaespaldas, viniendo poco después los familiares destos que acabaron con los parientes e los amigos del chofer e del visitante, mas arribaron por fin los guardaespaldas deste último e se agarraron en lucha de todos contra todos e matáronse unos a otros.
Dixo la polecía que la causa de tanta mortandad fue la mercancía que era una esmeralda o una onza de cocaína.
—Tengo por bien traer la mercancía —dixo el visitante poniendo en la mesa un pequeño paquete—. No es menester loar que vuesa merced, como homme entendido, ha de valorar justamente.
Cuando esto hobo dicho, el dueño de la casa sacó de su bolsillo tremendo fajo de billetes e la transacción iba a cerrarse con buen suceso, sin non hobiese de por medio que presto un gato casero saltó sobre la mesilla e ungullóse el atado de la mercancía. Estonce el perro del visitante, un pastor alemán de malas pulgas, cayó sobre el gato e matólo.
El dueño de la casa, dolorido por la muerte de su gato, tomó una pistola e disparó seis tiros contra el perro que dio una voltereta e quedó con gran tiesura. El vendedor de la mercancía asió por una oreja al dueño de casa e lo apuñaleó porque le matara su perro. Presto los guardaespaldas fizieron papilla al chofer del visitante e llegaron los del barrio del chofer e mataron a los guardaespaldas, viniendo poco después los familiares destos que acabaron con los parientes e los amigos del chofer e del visitante, mas arribaron por fin los guardaespaldas deste último e se agarraron en lucha de todos contra todos e matáronse unos a otros.
Dixo la polecía que la causa de tanta mortandad fue la mercancía que era una esmeralda o una onza de cocaína.
La oreja del suicidado
Bertalicia Peralta
El muerto hurgó su corazón
y lo sintió henchido de amor. Buscó ansiosamente alguien a quién amar. Alguien
que lo amara. Movió a la derecha, a la izquierda sus fosas oculares y se le
saltaron las lágrimas cuando sintió el beso de la hermosa muerta sobre sus
labios.
Pret a porter
Roberto Rubiano Vargas
La mujer
taconeó por el centro comercial. Su cuerpo, moldeado por largas horas en el
gimnasio y periódicas jornadas de ayuno, dejó una estela de perfume por los
corredores iluminados con neón. Caminaba despreocupada observando vitrinas.
La blusa
estaba en el mejor lugar del escaparate. Apenas la vio se encaprichó con su
corte y delicado diseño. La dependiente, sorprendida, no pudo localizar el
precio de la prenda y pidió cualquier cifra que la mujer canceló con tarjeta de
crédito.
Esa noche, al
llegar a su casa, la mujer se la midió frente al espejo. La blusa tenía catorce
botones que imitaban perlas. Brillaban y sobresalían sobre la superficie
satinada de la tela. Al mirarse sintió una oleada de satisfacción. La prenda le
quedaba mejor de lo que había imaginado. Se regodeó al pensar en la envidia que
sentirían sus amigas y se prometió que no revelaría el nombre del almacén.
Una llamada
telefónica la distrajo. Mientras conversaba intentó quitarse la blusa para ir a
tomar un baño, pero los botones no abrían. Trató de sacársela sin desabotonarla
pero fue imposible. Apresuró el final de la conversación y colgó el teléfono.
Caminó hacia
el baño haciendo nuevos e inútiles esfuerzos.
El primer
signo de alarma se lo dio la muñeca izquierda. Cuando intentó tirar de la manga
le dolió la piel. Probó tirar de la otra manga con idénticos resultados.
Asustada se
despojó del resto de sus ropas. Corrió al espejo y notó que la blusa estaba
ajustada a su cuerpo como un animal. Sintió un cosquilleo en los brazos. Tuvo
ganas de gritar pero fue tarde. La prenda comenzaba a engullirla.
A la mañana
siguiente, la blusa colgaba otra vez en el escaparate del almacén, aguardando
por una nueva presa. La dependiente no se sorprendió por volver a verla. Se encogió
de hombros y le marcó un precio cualquiera. La blusa con sus botones de perla y
su textura de satín continuó ahí, acechando como un buitre, bajo el neón del
centro comercial.
Suicidio
Fernando Ruiz
Granados
Adelina se asomó a la calle desde la azotea, y vio los autos circulando por
la vena de cemento de la avenida principal. Se paró en la cornisa del edificio
y caminó haciendo equilibrio con los brazos. El viento hacía ondular su vestido
y lo ceñía contra su vientre abultado. Volvió a mirar hacia abajo y se dio
cuenta de que una multitud la miraba expectante. Imaginó la angustia de sus
rostros, sus respiraciones contenidas por el terror. Luego, saltó al vacío. En
la caída todavía pudo ver los pisos del altísimo edificio pasando
vertiginosamente. Después, se despedazó contra el pavimento. En ese momento
estallaron los aplausos.