Antes de morir, mi padre me nombró albacea de su obra. Encontré centenares de textos y apuntes, muchas versiones completas de una misma novela, e incluso hasta alguna inédita. ¿Por qué no publicarlos si él no los destruyó?
Un mes atrás, en la sección Cultura de Clarín, el agente
literario Guillermo Schavelzon escribió un artículo donde ponía en tela de juicio la actitud de muchos herederos de escritores que publican casi cualquier cosa inédita que hayan encontrado entre los papeles del muerto. Con un entusiasmo más lucrativo que literario, estos albaceas
abusivos se sienten con derecho a editar esos textos huérfanos sin
filtros estéticos ni prejuicios éticos. Ahí está Dimitri, el hijo de
Vladimir Nabokov, que publicó una novela incompleta que a su padre le
habría dado vergüenza ver impresa; o Patrick, el hijo de Ernest
Hemingway, quien no sólo hizo lo mismo con una novela inconclusa, sino
que además la redujo a la mitad y le escribió un final.
El debate
no es nuevo, y ha llevado a la imprenta desde piezas memorables hasta
rejuntes que merecían permanecer a resguardo del lector distraído, o al
menos sólo accesibles para investigadores. Al texto de Schavelzon se
sumaba una columna del periodista Guido Carelli Lynch, en la que sugería
que lo que le había dicho María Kodama durante una entrevista quizá
fuera “la respuesta para este entuerto: ‘¡Cuando un escritor no quiere
que algo sea publicado, lo quema! ¡Eso hizo Borges!’”, enfatizó la
viuda.
Como la mayoría de los mortales, los escritores tampoco
sospechan cuándo o cómo van a morir. Entonces demoran el rito de la
hoguera –en el caso de que ésa fuese su intención–, mientras amontonan
apuntes dispersos, borradores perezosos o ideas abandonadas para un
futuro que les será esquivo. A veces me han preguntado cuál es mi
postura al respecto. Antes de morir, mi padre me nombró albacea de su
obra. Encontré centenares de textos y apuntes, muchas versiones
completas de una misma novela, e incluso hasta alguna inédita. ¿Por qué
no publicarlos si él no los destruyó? El mismo ha dado muchas veces la
respuesta: “Son lo que yo llamo novelas muertas. Son tan malas que,
felizmente, nadie se va a atrever a publicarlas. Pero las guardo como
testimonio del fracaso”. Dirán que soy un albacea mezquino, pero no me
siento con derecho a resucitarlas.