jueves, 21 de marzo de 2013

Intriga y pasión en el arrabal

Arturo Pérez Reverte construye una trama sólida para El tango de la Guardia Vieja, un triángulo amoroso donde se funden Buenos Aires y el tango

MALEVAJE. Pérez Reverte decidió hacer foco en el universo del tango con un personaje argentino./Revista Ñ
No son muchos los escritores que pueden exhibir una obra tan vasta, prolífica y de tan alta demanda –no solo en su país de origen, sino en el resto del mundo– como Arturo Pérez Reverte. Las tramas de sus novelas suelen entretejer grandes acontecimientos de la historia con personajes de ficción que atraviesan una serie de peripecias en paisajes diversos. De su impresionante bibliografía que ya cuenta con veintiocho novelas publicadas, quizá la más difundida y exitosa sea la saga del Capitán Alatriste, a quien Pérez Reverte construye con minuciosidad y pericia, dotándolo de valentía, ingenio, humor, y también de contradicciones, de modo que ya ocupa, junto con otros personajes emblemáticos de ficción como Sherlock Holmes o Hércules Poirot, un lugar dentro de los arquetipos en la historia de la narrativa.
En su última novela, Pérez-Reverte combina aquellos elementos que, sabe, dan óptimos resultados y repite la fórmula del éxito. El tango de la Guardia Vieja pone en escena un triángulo amoroso que se desarrolla en tres tiempos y espacios diferentes, con intriga internacional y espionaje de fondo. Pero además está plagado de documentación sobre la Buenos Aires arrabalera y los orígenes del tango. (En la última página del libro figuran una serie de agradecimientos a personalidades vinculadas con el tango en la Argentina, historiadores y escritores, que oficiaron de fuente para la investigación.) Los tres personajes: Max Costa es un argentino delineado a partir de todos los clichés de lo que Roland Barthes llamaría la “porteñidad”: chanta, seductor, medio mafioso, intelectual de pacotilla –puede hablar de libros que no leyó, música que no escuchó, lugares que no visitó, porque posee el don de la “parla”–. Armando de Troeye, un afamado compositor de música “culta”, rico, de modales refinados y su mujer, la aristocrática, bella y enigmática Mecha Inzunza, caracterizada como la protagonista de un filme noir : tan oscura como atractiva, pérfida y desvalida a la vez.
El primer encuentro se produce a bordo de un transatlántico que viaja rumbo a Buenos Aires en 1928 cuando aún los tres protagonistas son jóvenes y el futuro es un desafío. Max Costa –como el Leonardo Di Caprio de Titanic– se aloja en los camarotes de tercera clase y se gana el sustento por las noches como acompañante de baile de las damas de alta sociedad. Es allí, en el salón comedor, mecidos por las olas y el baile, que Max y Mecha se conocen. La atracción será irresistible y su amor, imposible. Sobre todo porque enseguida hace su aparición el marido, que traba una relación de amistad con el galán porteño.
El segundo encuentro se produce en la Riviera francesa en 1937, con un despliegue escenográfico que incluye Niza, Montecarlo y Antibes, aderezado con el conflicto de la Guerra Civil Española, donde Max Costa se convierte en un anti-héroe a la Humphrey Bogart, mezcla de marginal y jugado que sacrifica el amor verdadero por-una-buena-causa.
En el tercero y el último, Max y Mecha vuelven a encontrarse ya entrados en años en Sorrento, en 1966, durante un campeonato internacional de ajedrez en el que la gran promesa es nada más y nada menos que el hijo de ella, que se enfrentará con el campeón mundial (ruso, como no podía ser de otra manera). Ya ninguno es lo que era y solo les queda la añoranza del recuerdo y toda esa otra historia de amor nunca escrita, porque no tuvieron ni el tiempo, ni las agallas, para vivirla.
En cuanto a sus características formales, sus artilugios narrativos, sus tramas de hilos perfectamente entrecruzados, sus personajes descriptos hasta el último detalle, no cabe duda de que El tango de la Guardia Vieja está “bien escrito” y puede llegar a resultar atrapante. Pero, por otro lado, son esos mismos detalles los que por momentos resultan sofocantes. De la misma manera que agobia la intención demasiado evidente de brindarnos información que por momentos parece cortada de un manual escolar y pegada en diálogos de esta clase:

–¿Qué es un compadrito?- quiso saber ella.
–Más bien era, en realidad.
–¿Ya no es?
–En diez o quince años han cambiado muchas cosas… Cuando yo era niño llamábamos compadrito al joven de condición modesta, hijo o nieto de aquellos gauchos que, después de traer las reses echaron pie a tierra en los arrabales de la ciudad.
(…)

–¿Y el verdadero tango es un baile de compadritos y compadres?– se interesó Armando de Troeye.
–Lo fue. Aquellos primeros tangos bailados eran obscenos sin disimulo , con las parejas juntando sus cuerpos y enlazando las piernas en movimientos de caderas, que venían, como dije antes de las danzas de negros. Tengan en cuenta que las primeras bailarinas de tangos fueron las chinas cuarteleras y las mujeres de los burdeles. El problema queda del lado del lector, cuando entre línea y línea no queda ningún espacio, ningún silencio, ni un solo escollo que le haga levantar la vista y lo invite a transitar otro camino que el de dirección única que éste nos propone.