viernes, 8 de marzo de 2013

Fogonazos de belleza

El tiempo nos fue acostumbrando a esos relatos largos, hiperdocumentados, sobre las guerras y los conflictos de los últimos siglos. Pero en los márgenes de esa tradición, dice el escritor español Juan Goytisolo, se esconden perlas como la trilogía de Arno Schmidt que ahora se traduce. Uno de los hitos de 2012

MIRADA LUCIDA. Un joven Arno Schmidt, cuando recién empezaba su fructífera carrera literaria./Revista Ñ
El acontecimiento literario de 2012 no fue el consabido éxito de ventas de algún autor o autora promovidos súbitamente a la fama por los servidores del dios Mercado ni uno de esos mamotretos de ochocientas páginas sobre la Guerra Civil, con sus laboriosas reconstrucciones de lo que realmente pasó, pero carentes, ay, del genio creativo de Galdós. Lo fue, al menos para un puñado de lectores que no confunden capachos con berzas, la traducción de la trilogía de Arno Schmidt –Momentos de la vida de un fauno, El brezal de Brand y Espejos negros– reunida en un solo volumen y precedida de un excelente prólogo de Julián Ríos, con el título de Los hijos de Nobodaddy, término éste acuñado por William Blake para designar al Dios colérico de la Biblia que, desde su desdichada invención, no deja de amenazar con sus castigos a las criaturas reacias a ingresar en su rebaño.

“Hay novelistas –escribe Julián Ríos– que se traducen casi tan fácilmente como se leen, son de comercio agradable como dicen los franceses, a diferencia de otros menos asequibles que requieren tacto y un trato prolongado para llegar a conocerlos en sus diferentes estratos y estratagemas narrativas. El enorme y fuera de norma Arno Schmidt es de estos últimos”. Mientras en el primer caso el trasvase de un idioma a otro se efectúa con puntual rapidez y a veces en el tránsito el original sale mejorado, en el segundo, la ingente labor a la que aquellos se enfrentan plantea un reto al que solo pueden responder los avezados a la lectura de una prosa que es también poesía, dotados de un oído musical/literario y de un amor incondicional a la belleza por arriesgada y difícil que sea. Habrá que felicitar por ello a Luis Alberto Bixio, Fernando Aramburu, Florian von Hoyer y Guillermo Piro, gracias a los cuales la ardua pero fascinadora trilogía de Schmidt ha llegado a nosotros en un español que se lee con fruición en la medida que nos obliga a volver sobre él al tiempo que acaricia nuestro oído con una extrañeza y dulzor insólitos.
La crítica, o la que pasa por serlo, suele allanar como una apisonadora lo raro y lo vulgar, lo reiterado y lo nuevo, y reacciona incluso con enojo ante lo que por su índole anómala ofrece resistencia al lector perezoso. Los enamoramientos de los reseñadores al uso suelen ser con todo efímeros (recuerdo el comentario de un crítico francés a la novela de un mediocre autor argentino: j’aime à la folie le livre de…; pero ni el crítico enloqueció tras tan contundente declaración ni ésta salvó al piropeado del piadoso olvido), y la presión de los grandes consorcios editoriales que promocionan a sus campeones de ventas ajenos a la funesta manía de inventar –confundiendo interesadamente la calidad con la visibilidad– no alcanzan a resucitar la obra fallecida de muerte natural. ¿Quién se acuerda hoy de los best sellers de hace 20, 30 o 40 años? Arno Schmidt no forma parte de la tribu de escritores fotogénicos y de sonrisa profidéntica de los que habla Julián Ríos, pero muy pocos, añade, “saben hacernos sonreír como Schmidt: unas veces cervantinamente, con la sonrisa traviesa de Sterne y otras con la aviesa de Swift”.
La poética del autor de la trilogía está en las antípodas del relato momificado por el canon realista del siglo XIX: centra su acento en la prosa, una prosa vehiculada en un presente de indicativo abierto a la sorpresa y la discontinuidad, a horcajadas sobre ella y una poesía de orfebre que teje el relato con imágenes de sorprendente plasticidad. Lector de Wieland y de Novalis, el narrador de Arno Schmidt hace suya la estética avalada por el último:

“La forma de escribir una novela no debe ser un continuum; debe ser una estructura articulada en cada periodo. Cada fragmento debe ser algo separado –delimitado– un todo válido por sí mismo”.

El periodo histórico evocado en Momentos de la vida de un fauno (febrero y mayo-agosto de 1940, agosto-septiembre de 1944) no refleja directamente los acontecimientos que precedieron al estallido de la Segunda Guerra Mundial ni los que preludiaron la agonía del Tercer Reich. Relata, mediante una sucesión de breves fogonazos, la vida cotidiana de Düring –el álter ego del autor y a la vez retrato del padre con el que nunca congenió– en el poblado agreste de sus amores (la Loba) y odios (el señor Jefe de Distrito, nazi por supuesto); los bosques en los que se refugia huyendo del conformismo y el fervor patriótico de los suyos; la cabaña que se construye en una hondonada recóndita para abrigar sus encuentros furtivos con la hija de sus vecinos; la coexistencia con una esposa a la que no soporta y con unos vástagos contagiados por la fraseología del Führer y de sus gerifaltes. Lo público y lo privado se entremezclan en el zigzag de sus pensamientos: el SS que se jacta del “trato especial” que reserva a los judíos apriscados en los campos, el obligado Heil Hitler intercambiado en la calle, el fatalismo alegre de quienes pronto serán conducidos al matadero, afloran a la superficie de una cotidianidad hecha de lecturas, trabajos de archivo, escapadas al mundo vegetal del que entra el aire que respira y le mantiene en vida. Una simple frase nos informa del inminente fin de la guerra civil española otra, de la perversa naturaleza de los polacos, a los que conviene dar una lección; una tercera, de la firma del pacto germanosoviético que dará paso al desencadenamiento de las hostilidades… Maestro en el arte de la elipsis, el bellísimo encuentro de Düring con la Loba debería servir de lección a los autores que nos describen escenas sexuales con perlas del estilo de “le metí la polla en la boca” o “se la chupé hasta secársela”, y que son legión. El solitario narrador ve avecinarse la catástrofe:

“Nada hay más horrible ni lamentable que dos pueblos que se lanzan el uno contra el otro cantando himnos nacionales. (Una definición del hombre: ‘es el animal que grita hurra’)”.

Y sin dejarse ofuscar por el clamor patriótico advierte:

“Todos vuestros generales y políticos podrán vaticinar que se avecina la edad de oro, que precisamente acaba de comenzar, pero yo sé que dentro de diez años habrán aniquilado por completo a Alemania. ¡Entonces se verá quién tenía razón: si el insignificante Düring o esos grandes señores y el 95 por ciento de los alemanes!”.

En el tercer capítulo del “Fauno” (de agosto a septiembre de 1944), las sombrías predicciones del narrador se han cumplido o están en vías de cumplirse. Los ataques aéreos arrasan las ciudades alemanas; la radio oficial informa de repliegues estratégicos en todos los frentes y las familias reciben los ataúdes de sus hijos envueltos gloriosamente con la bandera nacional. La reacción del misántropo Düring a la noticia de la muerte del suyo, “caído por la Gran Alemania”, rezuma indiferencia y desprecio. Las escenas de los bombardeos y sus diluvios de fuego componen uno de los mejores testimonios de apocalipsis que se abatió sobre el Tercer Reich, apocalipsis no retratado puntualmente como en la novela de Stig Dagerman sino trazado a brochazos con el pincel visionario de un Goya. La evocación de los Desastres de la Guerra es una de las páginas más bellas de la obra de Arno Schmidt y sirve de introducción a la segunda parte de la trilogía: El brezal de Brand.
Papel higiénico británico, escolares con piernas delgadas como palos, hambre, frío, escasez: todo avala el malthusianismo del narrador, para quien habría que castigar la procreación en la medida en que prolonga y expande la irracionalidad de sus pares. La aversión a sus congéneres que bajo “la presión o el empuje de algunas pocas manos aisladas, la lengua bien afilada de un solo charlatán, el fuego salvaje de un solo temerario que toma la delantera –lo que pone en marcha a miles y centenares de miles que no consideran ni la justificación ni las consecuencias de ello” duda en considerar humanos, extiende su pesimismo cósmico a todas las instituciones y mitologías religiosas que sostienen un gran teatro de títeres al servicio de los más vivos y desvergonzados. Pastillas Knorr, un octavo de libra de margarina, una lonja de tocino, un queso raquítico, tarjetas de racionamiento, bellotas cocidas, calorías: la experiencia de Arno Schmidt como prisionero de guerra e intérprete de la Escuela de Policía instalada por los ingleses en la landa de Lüneburg acarrea una serie de materiales en bruto en la que el amor con Grete, pero sobre todo con Lore, teje un hábil contrapunto a la miseria de un universo sin futuro y abocado a una inexorable destrucción. Solo las referencias a la obra escrita y ya leída muy cervantinamente por Lore, así como el amor a la belleza literaria sin leyes, en contraposición a la de los “chulos de la poesía” (¡anota bien la frase, lector!) salvan al narrador narrado de la catástrofe que se avecina y de la que dará cuenta catorce años después (en el tiempo novelesco, no en el real).
En Espejos negros, cuya acción se desenvuelve en 1960, la hecatombe nuclear prevista (y casi deseada) por el narrador anónimo, trasunto de Düring y del álter ego de Schmidt de El brezal de Brand, que ha preservado milagrosamente la vida en unos bosques desiertos, libres al fin de sus aborrecidos congéneres, ya ha tenido lugar. Las cáscaras de las casas y poblados están vacíos:

“Las bombas atómicas y las bacterias hicieron un trabajo excelente. Mis dedos oprimían sin cesar el gatillo de la dinamo de la linterna. En una de las habitaciones había un cadáver: su hedor tenía la fuerza de doce hombres: de modo que al menos en la muerte consiguió igualar a Sigfrido (al margen de eso, no suele ocurrir que sigan oliendo; con todo el tiempo que ha pasado). En el primer piso había casi una docena de esqueletos, hombres y mujeres, diferenciables por las caderas”.

El superviviente se alegra de que todo haya acabado: vagabundea solitario como en el tiempo (decenas de miles de años) en el que el planeta existía sin seres “semihumanos”. Entre las ruinas despobladas tropieza con residuos de la extinta civilización: documentos, ficheros, libros, mapamundos con Estados aniquilados y fronteras risibles. El encuentro inesperado con otra superviviente, imagen madura de la Loba y de Lore de las anteriores novelas de la trilogía, les permite evocar a ambos sus respectivas vivencias de la aniquilación. ¿Subsisten aún seres aislados y dispersos como ellos? Y, en caso afirmativo, ¿podrían propagarse en un medio contaminado y hostil? Sus especulaciones sobre la hipotética repoblación de una Tierra en la que ni la ética ni la cultura han arraigado al cabo de miles de años les induce a rechazarla: los antropomorfos no tienen posibilidades de mejora y no mejorarán:

“Boxeo, fútbol, quiniela: ¡para eso sí que corrían! ¡En armas eran campeones! ¿Cuáles eran los ideales de un muchacho?: ser corredor de coches, general, campeón mundial en los cien metros. De una muchacha: ser estrella de cine, ‘creadora’ de moda. De los hombres: ser dueño de un harén y gerente. De las mujeres: un coche, una cocina eléctrica y que la llamaran ‘Señora’. De los ancianos: ser hombre de Estado”.

El narrador y Lisa no reencarnarán la fatídica pareja de Adán y Eva en el paraíso. Ella no desea la absurda propagación de la especie: brusca y resueltamente le abandona. Y el solitario de los bosques y brezales proseguirá sin lector alguno su labor de prosista “incendiario”.
Habrá que dar las gracias al editor, a los tenaces traductores y a Julián Ríos, cuyo empeño a lo largo de décadas ha permitido la publicación de Los hijos de Nobodaddy, por haber puesto en nuestras manos una obra cuya audacia compositiva y fogonazos de belleza nos arrancan del muermo de las lecturas consabidas y sin huella posterior alguna.