La sociedad actual, en apariencia cada vez más libre, oculta el deseo de los viejos. La autora, una ensayista de 72 años, profesora de la UBA y de la Universidad de Lanús, cuenta cómo el goce, a veces, llega con la edad
ETAPAS. "Mis hijos se independizaron, me doctoré, opté por relaciones sin convivencia, experimenté con estimulantes y con hombres jóvenes", dice la autora. |
DE ESO NO SE HABLA. "Aunque ya no apremia de modo compulsivo, mi anhelo sexual sigue activo", dice Esther Díaz. |
1987. Como profesora de Pensamiento Científico en el CBC de la Universidad de Buenos Aires, Díaz usaba una remera que compró en el último recital de Pink Floyd. |
OTRA CLASE. "Mis promociones académicas lograron que los colegas varones dejaran de verme como objeto erótico", afirma la ensayista./Revista Ñ |
A partir de los cincuenta años mi vida sexual comenzó a ponerse
interesante. Antes, lo obvio para una chica de mediados del siglo
pasado.
Calenturas insoportables hasta el día del casamiento,
sexualidad matrimonial domesticada hasta el día del divorcio. Después,
los tiempos del sexo compulsivo y culposo. Es duro conocer varios
cuerpos cuando por tradición, familia y religión te convencieron de que
lo correcto es uno solo y para toda la vida. Hay que lidiar con eso.
Me
inicié en la práctica sexual a los 21 años, no sin haberme provisto de
las dos libretas que me habilitaban legal y religiosamente a acostarme
con un hombre. Aunque mi espíritu no era tan virgen como mi cuerpo. Pues
a pesar de aceptar sin chistar todas las ñoñerías que les imponían a
las señoritas de entonces, me había atiborrado con textos místicos,
ocultamente pornográficos e indiscutiblemente sádicos. Con ellos
alimentaba mi sexualidad reprimida y satisfacía mi masoquismo
elemental. Evoco la Biblia, que leí dos veces desde el enigmático Verbo
del principio hasta el catastrófico apocalipsis del final, pasando por
masturbaciones, violaciones e incestos.
Fue mi segunda lectura
erótica, la primera había sido el catecismo que me preguntaba si había
hecho “cosas malas”; la indefinición del término lo tornaba transparente
despertando oleadas de mórbida atracción. Inquiría asimismo si había
gozado con alguien que me hubiera forzado. También con quién había hecho
esas cosas, ¿con hombres, con mujeres, con animales? Me revelaba
posibilidades inimaginables.
La moralina familiar de humildes
inmigrantes españoles y el adoctrinamiento de las monjas me habían
convencido de que sólo siendo adulta y casada podría acceder a esas
cosas, aunque mis rudimentarios saberes las concebían mucho más
ingenuas. En aquellos tiempos no se conocía tele ni internet, las
niñitas de antes sólo tenían fe.
Nunca se me habría ocurrido que
si me obligaban a algo “malo” podría gozarlo, tampoco que era posible
hacerlo con mujeres y menos aún con animales. Esto me arrojó a un
pansexualismo delirante.
Todo lo referente al deseo me producía culpa.
Con
esa mochila penetré en la vida sexual. Mi desfloración fue en Mar de
Ajó en el mítico Hotel El Águila, un lujo para nuestros bolsillos recién
casados.
Deseo y enamoramiento sobraban, brillaba por su ausencia
en cambio la práctica sexual, la más mínima técnica. Éramos un par de
chicos inexpertos y vírgenes. Una vez le había preguntado a mi mamá de
dónde venían los bebés y, por hablar de esas cosas, me trató de puta.
Con mi novio nunca se nos permitió salir solos y en casa siempre había
un familiar “relojeando”. Pero llegó el día. Mi flamante marido cerró la
habitación y sin juego amoroso previo, en frío, a dos metros de
distancia y bajo una luz humillante, me ordenó desnudarme. Obedecí con
infinita vergüenza. Él se quitó torpemente la ropa y apareció ese
miembro algo obsceno.
Cuando en mis célibes noches calenturientas
había soñado con abrazar a Gustavo Adolfo Bécquer no imaginaba que los
hombres pudieran tener tal monstruosidad entre las piernas. Me sentí
descuidada.
Entre el despropósito carnal y la indiferencia existencial mi excitación se evaporó.
Pensé decepcionada ¿esto es un hombre?
Excepto
el tenaz latigazo de las olas que no se cansaban de aporrear la playa,
no escuché ninguna de las armonías que había imaginado para mi himeneo.
Ese desencanto crucial instauró casi tres décadas de sexo desangelado.
Después
de cuatro años de relación legal todo había terminado, no sin
violencia. Luego, convivencias y relaciones furtivas abundantes y
mediocres. Hasta mis cuarenta años contabilicé cada varón con el que me
acosté. Luego corté por lo sano.
Dejé de contarlos, no de frecuentarlos.
De
todos modos con el paso del tiempo disminuyó la cantidad y se
incrementó la calidad; puse en valor los genitales masculinos. Bordeando
mi medio siglo manó miel de las brevas.
Mis hijos se
independizaron, me doctoré, opté por relaciones sin convivencia,
experimenté con estimulantes y con hombres jóvenes, reciclé mi refugio
de San Telmo, me llené de música y se me retiró la menstruación. Me dejó
de yapa orgasmos en cascada. Fue como capturarle el código a la vida.
Las
mujeres de mi edad solemos quejarnos de las arrugas en lugar de
festejar que el cuerpo haya dejado de escupir sangre. No más ropa
manchada, ni aparición justo el día de la primera cita, ni olor
nauseabundo, ni temor a la preñez. En cuanto a las flaccideces, se
asumen con naturalidad o se recurre a atenuantes tecnológicos. Yo opté
por lo segundo.
Nuevas puertitas se fueron abriendo. En un viaje a
Machu Pichu, entre apunamientos y mochilas, me regocijé calentando las
heladas camas de los albergues con jóvenes compañeros de aventura.
Regresé encantada: el sexo que durante años había sido una necesidad
engorrosa ahora fluía con libertad. Recién entonces comprendí que mi
cuerpo no se cachondea con hombres de mi edad (o mayores). Sin embargo
había respetado el principio machista de que las mujeres no deben tener
parejas menores que ellas.
Transgredí ese imperativo y logré mi plenitud.
Me
apasioné con la estética del rock. Cuero, tachas, crestas, Pink Floyd y
toda la parafernalia que en los dorados sesenta no pude gozar porque me
la pasaba lavando pañales (no existían descartables). Con mi nuevo look
dictaba clase en el CBC, donde fui profesora titular de Pensamiento
Científico durante veinte años. Pero en la misma época en que me animé
con los muchachos comenzó el reconocimiento público de mi trayectoria y
–como por arte magia– se esfumaron los candidatos.
A mayor prestigio menos hombres.
Desde entonces sólo me abordan quienes no saben quién soy. Mis
promociones académicas lograron que los colegas varones dejaran de verme
como objeto erótico. Aunque una intelectual medianamente conocida
espanta también a los no académicos. Una noche, en el efímero Paladium,
un desconocido me invitó a un trago y acepté. El camarero me reconoció y
exclamó “¡Mi profesora de la Facultad!”; el galán se esfumó.
En un período de alarmante escasez fantaseé con pagar por sexo.
No
tengo prejuicio si es mutuamente consentido y entre adultos; pero les
temo a las citas a ciegas y a la prostitución crapulosa. De modo que
realicé una investigación sobre las posibilidades de Buenos Aires.
Encontré algo que venía como anillo al dedo. Existen universitarios que,
además de estudiar o ejercer su profesión, funcionan como surrogate partner
. El término en inglés intenta disimular lo obvio, son prostitutos. Se
relacionan con sexólogos que se los recomiendan a sus pacientes.
Garantizan honestidad y buen trato. Me conectó una amiga.
Primero
llamé a un porno-psicoanalista frío como la muerte. Seco y distante.
Ese trato glacial apagó mis fogatas. Tampoco pasamos más allá del
teléfono con un aprendiz de contador. Ofrecía sus servicios en horarios
de oficina y en el microcentro. Olía a corralito bancario. Mi deseo se
disolvió como lo habían hecho mis ahorros. Del tercero mejor no hablar.
Era abogado. Nos encontramos en un bar. Pero cuando constató que en los
comienzos de su carrera había sido alumno mío, huyó despavorido.
Fin de mi fantasía prostibularia.
En compensación, a esa altura de mi vida se me reveló el divertido mundo de los juguetes sexuales y los videos hot.
Aunque
vinieron con chasco, porque el señor que me incitó en realidad los
quería para él y cuando los probó se tornó más pasivo que una muñeca
inflable.
Transitando ya mis setenta me requirió un alto
funcionario. Perfil que no cotiza en mis gustos. Pero cedí , me confesó
que era transexual y se me dispararon todos los ratones. Anatómicamente
nació mujer, pero se sentía varón y se vestía como tal. Había realizado
la ablación de su aparato reproductor. El uso de hormonas le proveyó
barba y voz de trueno. Estaba a punto de operarse para obtener genitales
masculinos. Mientras tanto se arreglaba con prótesis, aunque esa
palabra estaba prohibida, había que decir pene, en versión soez. Sus
brazos eran férreos a fuerza de entrenar con pesas. En nuestro segundo
encuentro pasó de las caricias a los apretones en partes muy sensibles
de mi cuerpo. Mis protestas potenciaban su avidez. Me sometía
atenazándome mientras chuponeaba agresivamente. Después de debatirme
largo rato –mejor dicho de sentir la inmovilidad a la que me había
reducido– emití un grito tan desquiciado que lo desconcertó. Aproveché
para huir. Teníamos pocos años de diferencia, era más joven que yo pero
se trataba de una persona mayor. Es obvio que, como a mí, el crepúsculo
no le apaciguaba el sexo (sé que no somos los únicos).
Entonces, ¿por qué nuestra sociedad invisibiliza el deseo de los viejos si el sexo no tiene fecha de vencimiento?
Aunque
ya no apremia de modo compulsivo, mi anhelo sexual sigue activo.
Actualmente –como en Perú allá lejos y hace tiempo– no siento pudor de
juguetear con alguien si me gusta y me siento deseada.
La última historia de amor (no la última de sexo) duró casi un decenio.
¿Cuántos años más joven?
Veintiséis.
Lo conocí en Cemento, bebimos cerveza y bailamos al ritmo de Memphis,
La Blusera con un Adrián Otero brillante poseído de musical locura.
Luego nos fuimos tomados de la mano como si estuviéramos paseando. La
dulzura con la que me despertó al día siguiente me inspiró un “te amo”
que se prolongó mutuamente en el tiempo. Era casi un marginal, nada
sabía de mí, con nadie la pasé tan bien, a nadie lloré tanto cuando se
fue.
Hace unos meses, después de doce años, volvió por otra
oportunidad. Por un instante me sentí penetrada por el fuego de la
antigua pasión. Aluciné conciertos de rock, viajes en moto, abrazos
interminables. Pero fui descubriendo que ese cuerpo joven escondía un
alma anquilosada. La frescura de la noche de Cemento estaba
irremediablemente perdida. Era un ser vetusto, una cáscara vacía. Por
segunda vez en mi vida pensé ¿esto es un hombre? Me despedí con
elegancia y eché a andar con pasos lentos –serena e irreversible–
decidida a esperar nuevos devenires multicolores.
Esther
Díaz es filósofa argentina. Entre sus libros destacan "Las grietas del
control. Vida, vigilancia y caos" (Biblos) y "La sexualidad, esa
estrella apagada. Sexo y poder" (Azul).
Estos textos fueron publicados en la sección "Mundos íntimos" de Clarín, durante 2012.
Estos textos fueron publicados en la sección "Mundos íntimos" de Clarín, durante 2012.