Hace 40 años García Márquez sorprendió con la novela de mayor riesgo literario
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El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez./eltiempo.com |
El otoño del patriarca es la novela de mayor riesgo formal y temático de la narrativa de García Márquez.
Es
como si el escritor colombiano, inspirado en una avalancha creativa y
en la imagen poética, hubiera experimentado con lo más excelso de su
conocimiento literario.
El libro soñado, el libro total, aunque ya en
Cien años de soledad había creado un mundo exuberante y autónomo, que
resumía la historia de América Latina; aquí se lanzó a romper la
tradición y las estructuras moderadas y a sustentar este arrollador
relato solo en el lenguaje.
La palabra, el ritmo, el sonido, como fuente
del idioma, y darle su propia tonalidad castellana y caribeña. Por eso,
tal vez fue su libro más querido y la menos leída de sus novelas más
conocidas.
Cuenta Gerald Martin que la primera vez que
conversó con Gabo pensó que iban “a ser amigos del alma”. La segunda vez
notó que algo había cambiado y se dio cuenta de que este había hojeado
su libro Journeys through the Labyrinth (1989), donde afirmaba que El
otoño era una novela “demagógica y políticamente escapista”. Gabo, en
tono vehemente, le dijo que “el dictador de la novela era su retrato
íntimo autobiográfico y que si no había intuido una cosa tan obvia no
veía cómo podía pretender convertirme en biógrafo suyo”.
Fue un momento embarazoso. Martin sintió que
no sería su biógrafo y balbuceó que la novela le encantaba a su esposa y
“que al volver a casa le pediría una tutoría. Fue la cosa más patética y
ridícula que había dicho en toda mi vida, pero algo hizo para suavizar
el impacto de su lectura y logramos seguir con la conversación”.
Cien años apareció en 1967 y El otoño, ocho
años después, 1975. Es decir que luego de la épica macondiana emprendió
esta difícil cruzada a la sombra de su obra maestra, como echando al
viento y los mares su talento y probándose a sí mismo que todavía podía
hacer algo grande y diferente.
José Vicente Kataraín, quien publicó el libro
en Colombia, tres años después de la edición de Plaza & Janés en
España, dice que “es un culto al idioma, a la palabra, un desafío a la
Academia Española de la Lengua, sin la puntuación convencional, una
retahíla de plaza pública, descomunal. No es un libro para leer sino
para ser oído, es un libro musical. Y también un aporte a la literatura
sobre los dictadores en la América Latina”.
La estructura
Gabo utiliza un narrador omnisciente, que no
es uno solo, somos todos, los que asistimos al derrumbe del dictador y
de una patria que semeja un círculo dantesco de la Divina comedia, en
parodia tropical, y es precisamente un lunes en la madrugada cuando “la
ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de
muerto grande y podrida grandeza… No tuvimos que forzar la entrada, pues
la puerta central pareció abrirse al solo impulso de la voz”.
Vamos del pasado al presente y los tiempos
fluyen como las aguas briosas de un río que desemboca en el océano
infinito de la imaginación. Es el realismo mágico llevado al extremo,
sustentado en el lenguaje. Dentro de ese maremágnum de palabras, de
hipérboles, aparecen algunos personajes entre las brumas con arrobador
magnetismo, inolvidables, tallados con plumazos vibrantes, fragmentados,
pero movidos por una corriente subterránea en una delirante narración.
La manera de involucrar los personajes es
magistral, pues siempre giran alrededor del patriarca, para bien o para
mal. Son satélites que viven bajo el dominio o la sombra del ungido, del
que manejaba esa república de la infamia como el patio de su casa.
Es el caso de Patricio Aragonés, un doble
perfecto del tirano, un bandido honorable que se hacía pasar por él y
cobraba impuestos en su nombre. Al tenerlo al frente padeció “la
humillación de verse a sí mismo en semejante estado de igualdad, carajo,
si este hombre soy yo”. Entonces lo contrató para apaciguar sus temores
y paranoias, y no lo hizo fusilar en el acto, no solo por el interés de
tener un suplantador oficial, sino porque lo “inquietó la ilusión de
que las cifras de su propio destino estuvieran escritas en la mano del
impostor”.
El doble sobrevivió a seis atentados,
compartió las amantes del patriarca, tuvo hijos que no se sabían si eran
del verdadero o del impostor, y todos, paradójicamente, nacieron
sietemesinos.
“Aquella confusión de identidades alcanzó su
tono mayor una noche de vientos largos en que él encontró a Patricio
Aragonés suspirando hacia el mar y pensó que era un mal aire y era que
había bailado con una reina de carnaval y no encontraba la puerta para
salir de aquel recuerdo”.
Aragonés se convirtió en el ser más respetado y
más temido. El poder detrás del poder. La máscara que ocultaba otra
máscara. El pobre Aragonés, a diferencia del original, solo quería que
lo quisieran, no pedía más. Y un dardo envenenado lo mandó a la muerte,
pero antes le dijo: “yo soy el hombre que más lástima le tiene en este
mundo porque soy el único que me parezco a usted”.
No sé si es más grande que Cien años de
soledad, pero sí, con seguridad, la aventura más avezada y conmovedora
del hijo de Aracataca. El mar apagado, encendido del Caribe, su
historia, las mujeres henchidas de placer y tedio, vaporosas, letales,
un mundo en ruinas, apocalíptico, detenido en sus miserias y felicidades
efímeras, “leopardos dormidos sobre los rieles”, “y era un coro de
voces tan numerosas y distantes que él se hubiera dormido con la ilusión
de que estaban cantando las estrellas”.
Son trescientas páginas avasallantes,
totalitarias, allanamientos a la imaginación, al lugar común, al lugar
inventado, que mantienen el pulso, la tensión, la pausa, lo que ya
sabemos, lo que está por venir, un lenguaje que devora al lector, un
mundo caótico, de contornos que recuerdan a Gargantúa y Pantagruel, y un
intento por revitalizar al poeta fallido o tímido que había sido, pues
Gabo en su adolescencia ensayó algunos poemas, y fue un gran lector del
siglo de oro español y de Rubén Darío, pero se decidió por la prosa,
escribiendo primero cuentos y después novelas.
En esa patria bobalicona y salvaje, el nuncio
apostólico invitaba al patriarca a convertirse a la fe de Cristo,
mientras tomaban chocolate con galleticas, y con burla le respondía:
“Que si Dios es tan macho como usted dice, dígale que me saque este
cucarrón que me zumba en el oído… y le mostraba la potra descomunal,
dígale que me desinfle esa criatura”, y antes de irse le reiteraba: “no
gaste pólvora en gallinazo, padre, para qué me quiere convertido si de
todas maneras hago lo que ustedes quieren, qué carajo”.
Las mujeres
Bendición Alvarado, su madre, una pajarera,
supersticiosa, “decrépita pero con el alma entera”, rodeada de jaulas de
pájaros inverosímiles, que fue canonizada por decreto luego de morir,
era la que sabía de la miseria en que nació, la que intuía sus sueños y
acciones más espantosas, que le contó cómo echaron su placenta de
alimento a los cerdos y un día memorable que vio a su hijo con el
uniforme de etiquetas con las medallas de oro y los guantes de raso se
le salió la imprudencia de decir que si ella hubiera sabido que su hijo
iba a ser Presidente de la República lo hubiera mandado a la escuela y
entonces de la vergüenza pública la desterraron a la mansión de los
suburbios, un palacio de once cuartos que él había ganado en una noche
de dados.
Leticia Nazareno, la primera dama, el amor
sublime, a tal punto que de los cinco mil hijos, todos sietemesinos que
tuvo el tirano, solo uno llevó su nombre y apellido y fue el que tuvo
con Leticia. La mujer que “se desangró de llanto en el jardín de la
lluvia”, cuando lo creyó muerto en una de sus tantas muertes y que
cuando lo atacó la peste del olvido por las grietas de su memoria su
imagen permaneció en una tira de papel donde escribió: “Leticia Nazareno
de mi alma mira en lo que he quedado sin ti”.
Un personaje femenino entrañable y misterioso
es Manuela Sánchez, la reina de belleza de los pobres, que vivía en el
barrio de las peleas de perro, donde algunos “burros perdidos entraban
caminando por un extremo de la calle y salían al otro lado convertidos
en un costal de huesos”.
Es el amor platónico, el imposible, la más
bella entre las bellas, la de glúteos redondos como “culos de ángeles”,
la de una rosa magnífica y secreta entre las piernas y una mirada
inocente que a la vez invitaba a la lascivia y a la perdición, la
maldita que lo dejó viendo un chispero, a la que le dijo: “Por qué te
tengo que encontrar si no te me has perdido”.
Y a veces García Márquez apela a la primera
persona de sus personajes y Manuela exclama: “Dios mío, qué hombre tan
triste, pensé asustada”, para luego retornar a la tercera persona: “y
preguntó sin compasión en qué puedo servirle excelencia, y él contestó
con un aire solemne que solo vengo a pedirle un favor, majestad, que me
reciba esta visita”.
El fin
André Breton y sus compinches del surrealismo
habrían gozado leyendo este genial exabrupto. Un banquete al paladar de
la imaginación y al oído, igual a una sinfonía de vientos y percusiones
que recrean un mundo decadente y moribundo, que nos recuerda en
ocasiones a “La carroña” de Baudelaire, en el que lo putrefacto también
posee un sentido de la belleza. O las “Ruinas circulares”, de Borges, en
el cual lo onírico y lo real se funden, perdiéndose el nombre de las
cosas en un universo degradante y cíclico. Es el tiempo aniquilado por
el vértigo, un cometa que pasa cada cien años de soledad, una metáfora
de la tiranía y la desmesura.
En cuanto a lo que le sentenció a Martin, de
ser un relato autobiográfico, ignoramos qué de su contorno es real o de
su propia naturaleza, y no importa, pero sí podemos especular cómo al
final de la vida del escritor la peste del olvido lo emparenta con el
personaje de su creación: “Él estaba a merced de sus sueños de ahogado
solitario hasta el amanecer, pero se despertaba a saltos imprevistos,
pastoreaba el insomnio, arrastraba sus grandes patas de aparecido por la
inmensa casa en tinieblas… oía vientos de lunas en la oscuridad” y se
perdía en sus recuerdos de grandeza sin saber quién había sido, solo
algunas epifanías le devolvían la lucidez y a tientas se fue de este
mundo soñando con una o dos mujeres que vibraban ya pálidamente en su
memoria y a orillas de un mar gigantesco y viscoso su muerte le anunció
al mundo “la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad
había por fin terminado”.