Nació y creció en Porto Alegre, en ese
sur con elementos tan disímiles a los del imaginario más al uso de
Brasil, con otra música, otro clima, otra inmigración
Precisamente, Moacyr Scliar fue ejemplo
de una mixtura no carente de conflicto: hijo de judíos rusos en tierra
de gaúchos, se convirtió en uno de los principales escritores de la
región. Ahora, la editorial treintayseis publica una hermosa edición de
su novela El centauro en el jardín, la fábula de un paraíso que
primero se quiere perder para integrarse en la sociedad y al que
finalmente, como suele suceder, se añora retornar.
Si dos
jóvenes aspirantes a escritor conversaran animadamente sobre argumentos
para una novela, y uno le propusiera con seriedad la idea de una mujer
que da a luz a un centauro, su interlocutor apenas lo animaría a seguir
con su vocación aún no desarrollada. Porque, dicho mal y pronto, la idea
de una familia judía dando a luz a un centauro, sea en el lugar
geográfico que sea, parece muy poco atractiva desde el vamos.
Sin embargo, esa misma idea en las manos de Moacyr Scliar es
criptonita pura. Norman Mailer decía eso: en una novela el ochenta por
ciento es estilo. Y el estilo de Scliar es algo bastante novedoso en
nuestras librerías, aunque nos llegue en plena resaca del boom por los
escritores brasileños. Brevemente: Moacyr Scliar nació en Porto Alegre,
hijo de practicantes judíos oriundos de algún punto remoto de la Rusia
rural, médico de profesión, Scliar era el que faltaba para completar el
panorama del plantel de “escritores brasileños traducidos por el mundo”,
junto a Machado de Assis, Guimaraes Rosa, Clarice Lispector, y Jorge
Amado, por nombrar solo a los más remotamente conocidos, que con los
años se convirtieron fatídicamente en los embajadores culturales y
literarios, junto con el cachaça y el Carnaval.
El territorio de Scliar es diferente al de João Guimaraes Rosa,
situado cómodamente en el norte del país con sus canganceiros, en la
frontera con el serrato; tampoco es la urbanización carioca, cuya
melancólica transición fue plasmada por Joachim Machado de Assis en un
principio, y retomada con toda la furia por Rubem Fonseca y Clarice
Lispector. Nacido en la ciudad de Porto Alegre en el año 1937 y
fallecido hace unos años en la misma ciudad, Scliar se mete en las
fazendas, en los territorios gaúchos de los estados de Rio Grande do
Sul, Santa Catarina y Paraná. En los campos prolijamente labrados por
las corrientes migratorias del sur de Brasil, plagadas de alemanes,
polacos, ucranianos; en ese territorio que, desde hace años, muchos
años, proclama su independencia del resto del país mientras toma mate,
suena un chamamé incomprensible y anda a caballo. El centauro en el
jardín, novela número nueve de las veinte que escribió entre cuentos,
crónicas, ensayos, guiones, folletos y relatos infantiles, retrata esa
extranjeridad y extrañeza que anuda a todas las comunidades del sur
brasileño: ¿un judío polaco, un ucraniano, una rubia a lo Xuxa, es tan
brasileño/a como el Carnaval, las zafras o las selvas amazónicas?
“¿Por qué soy así?”, se pregunta Guedalí a cada rato en toda
narración que avanza, valga el símil redundante un poco facilón, a los
galopes. Pícaro, en un modo genérico, Guedalí elige escapar de la
comodidad judía que lo mantiene encerrado en un cuarto de la casa, y
enfrentarse al mundo goy como un centauro, pero descubre al poco tiempo
que para insertarse en la sociedad debe aparentar ser un humano. Conoce a
otra centaura y juntos emprenden un complicado viaje a Marruecos para
someterse a una operación quirúrgica. El médico logra cortarle las patas
traseras, dejándole las delanteras ocultas de por vida. Guedalí y su
mujer vuelven al Brasil, se afianzan en la pujante ciudad de San Pablo
de la década del 70, acosada por el régimen militar, y se insertan en la
pequeña burguesía. Gracias a sus habilidades empresariales, logran
hacer una gran fortuna en el negocio de las importaciones y a medida que
su vida humana se va volviendo más y más holgada, sus añoranzas se
vuelven más y más presentes: la fábula de un hombre caballo metido en el
mundo de los negocios paulistas solo puede traerle frustración y
desesperación. De a poco, como Rubiao en Quincas Borba y su desencanto
por la burguesía carioca del siglo XIX, en la famosa y maravillosa
novela de Joachim Machado de Assis, Guedalí descubre las miserias de las
relaciones “white trash”, los conflictos maritales, el sabor amargo de
los adulterios, y demás delicias que hacen del jardín moderno un lugar
perfecto para el confort y el discurrir.
La animalidad es una temática que abarca a gran parte de la
narrativa brasileña. Desde “El burrito pardo”, aquel simpático burrito
que contaba en primera persona las penurias de un grupo de vaqueros
ahogados al nordeste del país, en Sagarana el impactante libro de
cuentos de Guimaraes Rosa, hasta Cerca del corazón salvaje, donde el
lenguaje se vuelve literalmente monstruoso y deforme. Scliar retoma la
temática pero prefiere torcer el uso de la fábula y llevar la idea
mítica fundacional hacia otro punto; si bien puede ser tomada como
metáfora de la diáspora judía (tema que atraviesa a gran parte de su
narrativa), en El centauro en el jardín, como su nombre lo indica, la
animalidad, monstruosa por naturaleza, no estaría dada por el contexto,
sino por una relación interna hacia el entorno. “Lo salvaje” se
encuentra apresado por los límites del jardín, domesticado por un Brasil
cada vez más abierto a las “importaciones” y más ajeno y amnésico a su
propia condición cultural, “híbrida” y mestiza, cuna de “razas” (siempre
entre comillas) de los puntos más diversos del planeta.
Domesticación que estaría relacionada de manera directa con cierta
“apertura” brasileña al mundo capitalista: Moacyr Scliar no puede evitar
ser feliz hacia el final de su novela, no solo para darle tregua a la
integración de los centauros/judíos del sur del Brasil, sino para dar un
poco de esperanza a la transición democrática iniciada en la década de
los ochenta cuando el libro fue publicado. Guedalí logra reunir a la
familia, perdonar las traiciones pero, sobre todo, aceptar su condición
anómala de ser un centauro en un mundo mucho más complicado que el mundo
antiguo, donde hubiera corrido sin ningún problema por el campo y el
avistamiento por parte de los humanos hubiera dado mucho material para
ser interpretado por las ciencias sociales del futuro.