La novela nueva del Nobel francés (en
realidad, una pieza de 1986) es una ampliación de su campo de batalla:
derivas, triángulos amorosos, melancolía... Esas cosas tan Modiano
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Patrick Modiano./ Thomas Samson./elmundo.es |
De Patrick Modiano hay que contemplar el conjunto de su novelística
desde una perspectiva total, de obra. Una de las críticas más
recurrentes a su narrativa es la de considerar que siempre escribe el mismo libro,
pero si lo leemos más allá del prejuicio es muy sencillo descubrir que,
en realidad, los mecanismos de su prosa circulan en una incesante
búsqueda por un mapa mental activado por otro plano, urbano. De este
modo el francés consigue que las calles sean un escenario donde se
funden presente y pasado para que el narrador se convierta en detective
que investiga vivencias propias y ajenas.
Domingos de agosto, novela de 1986 que ahora ve la luz en España,
contiene en su esencia la mayoría de características y planteamientos
que han encumbrado a su autor. El maestro de una geografía sentimental
muy parisina vira en esta ocasión a Niza, donde un
anodino paseo propiciará la coincidencia: Jean, protagonista y voz
narrativa, se encuentra con un viejo conocido, Villecourt, quien, tras
invitarle a tomar un trago, resucita el recuerdo de una mujer
fundamental para ambos: Sylvia.
El tono de este detonante de la acción de recordar es tenso y se
envuelve en una neblina de misterio. A medida que avanza el relato, la
bruma se disipará a través del lento encaje de todas las piezas del
engranaje. Modiano es un miniaturista de vidas, por eso da tanta
importancia a los detalles. Una frase, un movimiento o una mirada pueden
decir mucho de sus personajes, fichas de un tablero con aire a condena
porque nadie puede escapar de lo que fue. Tampoco Jean, encadenado a
Niza tras fugarse de las playas fluviales del Marne con Sylvia y una
esperanza de inesperada riqueza.
Parte de la tensión narrativa en las novelas de Modiano se debe a la labor arqueológica de recuperar el pasado lejano mediante un sistema de cajas chinas hilvanadas
con preguntas y conexiones. Estas pesquisas y casualidades nada
casuales dan coherencia interna a sus novelas. La diferencia de Domingos de agosto con otras es cómo la operación de rescatar lo pretérito se
efectúa con tempos y atmósferas que sin ser noir lo parecen. A ese
matiz contribuyen los paisajes. La lluvia de Niza y su sensación de
ratonera determinan las circunstancias de los personajes, siempre
inseguros y atados a un yugo invisible desde su llegada a la ciudad de
la Costa Azul, último peaje de la carrera de Jean y Sylvia para refundarse y dejar atrás ciertas pesadillas de antaño.
Pero todo vuelve. Villecourt es el primer fantasma, el que enciende la mecha hacia la reminiscencia de una encrucijada vital con un diamante de fondo, objeto de discordia y cuerpo del delito,
madre de todos los males porque por su valor se erige en compañero
inseparable de la pareja, anclándola a una trampa donde el brillo de la
piedra preciosa será un imán para atraer miradas y ampliar la gama de
espectros, algo no muy complicado si se piensa que el dúo protagonista
siempre traza el mismo circuito callejero, como si sin saberlo allanara
el camino para ser localizado por espías y enemigos.
Modiano tiene una cierta querencia por desarrollar triángulos amorosos en que la presencia de una personalidad malvada y ambigua
se opone a la ingenua bondad de los enamorados, conscientes de las
amenazas que se ciernen en el horizonte mientras disfrutan del riesgo.
En 'Domingos de agosto' Villecourt jugaría el papel de la sombra
acechante a la que se une otra pareja, los Neal, matrimonio con
impecable acento francés y supuesta residencia en una villa propiedad de
la Embajada de Estados Unidos. ¿Son miembros del cuerpo diplomático?
¿De dónde sacan tanto dinero? ¿Por qué siempre les llevan a cenar a
restaurantes de postín y demuestran tantas ganas de ser sus amigos?
¿Tienen verdadero interés en comprar la Cruz del Sur o sólo mencionan la
gema preciosa para distraer la atención?
Todas estos interrogantes se trasladan del pasado al presente, donde
Jean es un hombre casi en derribo, como su trabajo y su residencia, una
habitación del desmantelado Hotel Majestic desde donde sale a pasear y rememora el trance que constituye el meollo de la novela.
La antigua mansión de los Neal también está a un paso de desaparecer
para sepultar de forma definitiva el rastro de sus pretendidos
inquilinos. Se cierra un círculo de calamidades donde
las únicas certezas, pruebas palpables de lo acaecido, son fotografías,
teselas de un mosaico que desvelan identidades, explican anécdotas
arrinconadas y transforman la fragilidad de lo instantáneo en una
dolorosa solidez. La tortura de Prometeo, con ese águila que retorna
para comerle el hígado, hace de Domingos de agosto una de las novelas
más pesimistas de Modiano, quien desde la cotidianidad suele abrir
puertas de aprendizaje y crecimiento, aunque tampoco está de más
comprobar cómo la narración de una derrota desesperada puede convertirse
en un tejido policial de notable magnitud.