sábado, 16 de mayo de 2015

Maniobras para una novela en clave

Tomás Abraham. El filósofo viene de publicar La dificultad, su primera novela, en la que retrata a los argentinos en la París de los 70, y a una Buenos Aires repartida entre los jóvenes hippies y los peronistas

 Abraham, de Tokio a Ciudadela. "Al regresar, en 1973, Buenos Aires me resultó muy pueblerino. Casi campesino, los Montos, los gauchos y el facón ... Y todo el mundo quería vivir en comunas"./revista Ñ.

Desprejuiciada y ecléctica, en el sentido clásico del término, la obra ensayística de Tomás Abraham ha influido en todo el arco de las ideas, sea con adhesión o rechazo, de mínima, por su estilo. El profesor que en la posdictadura fundó el Colegio de Filosofía, desde donde implantó a los filósofos postestructuralistas que hasta entonces sólo habían circulado en cursos subterráneos, se consolidó en los años 90 como un polemista sin rival, con un pensamiento que nunca se atuvo a la corrección política ni a las persuasivas comodidades de los dogmas nac and pop . Tomás Abraham hizo suyos y divulgó con pasión a Michel Foucault, Gilles Deleuze, Alain Badiou, “pensadores bajos” y altos nombres apenas mencionados en el periplo parisino del estudiante Nicolás, el joven sin apellido, protagonista excluyente de su primera novela. En nuestro diálogo Abraham dejó en claro que quiere debérselo todo a sí mismo y a su álter ego en La dificultad.
Aunque la publicidad de una radio la describa como “una autobiografía ficcionalizada”, según él “todo es ficción” sólo que al hablar de Nicolás va a su propia vida sin advertirlo.
Su independencia intelectual, que durante años prodigó en columnas de opinión, pone en evidencia que no aspira a ser aceptado por ningún grupo social ni institución, ya sea partidaria, libresca o académica. Y ahí vemos a Nicolás al volver de Francia, durante años habitante del primer cordón bohemio de la cultura, un outsider por voluntad propia, pero con derecho a las “fricciones”, como Abraham tituló uno de sus libros. Allí hace una crítica de la cultura argentina (ensañado contra Ricardo Piglia y César Aira) e invita al análisis urgente de temas desatendidos, por ejemplo, ir más allá de la denuncia de los secuestros durante la dictadura para analizar también lo que sí se permitía y alentaba, “el argentino idealizado, las formas de su entronización, los libros que debía leer, las palabras que le venía bien pronunciar, el Dios conveniente”.
Hace dos meses el polemista clausuró sus columnas en el diario Perfil (“C´est fini”), desalentado ante las reacciones por la muerte del fiscal Alberto Nisman. Pero en verdad, hablamos muy poco de eso y bastante de la novela y sus diversas maniobras.
–¿Por qué, en plena madurez de tu obra crítica, te volcaste a la ficción?
–Hay algo que siempre quise entender: ¿cómo se puede cambiar de vida? Pero no cambiar de trabajo, casarse, no; quise explorar cómo, a partir de un cambio sutil, se puede ser otra persona.
–Un “acontecimiento” para el sujeto, que seguirá nuevas premisas.
–¡Eso!, un cambio, sos otro. Claro que no cambiás de identidad. No importa eso; no me refiero a un proceso, un cambio gradual. El martes a la tarde, sencillamente, lograste salir de la caverna, eran tres pasos. Eso es lo que yo quería entender en La dificultad. Estás atrapado pero queriendo salir, como en el cuento de Kafka “Ante la ley”; el campesino pasa su vida sentado en un banquito esperando que se abran las puertas de la ley, ¿¡pero esperando qué?! “¡Si es acá; pasá!” Un día comprobás que la puerta estaba abierta…

–El libro juega con la autobiografía; las referencias, aunque cifradas, están muy cerca de tu propia vida.
–Una ficción no es como escribir un ensayo, requiere un permanente contacto con pensamientos de otros para empezar a pensar. En este caso, la alteridad tiene que ver con impresiones que yo podría haber tenido en algún tiempo pero que ya no están presentes. La novela tiene que ver con una visita a una especie de cementerio, o con la alegoría de la caverna de Platón, en que uno vuelve a ver cómo eran aquellas sombras del pasado, así que el término autobiográfico puede funcionar pero como un retorno a un lugar que ya no existe. No hay ningún tipo de identificación, no se puede decir que lo que se sensibiliza en la historia forma parte de la sensibilidad del autor. Quería construir las escenas de la caverna y tratar de entender en qué momento pudo haber acontecido esa “salida a la superficie”. Cómo un día se curó la tartamudez.

La dificultad se puede leer como un extenso stand-up teatral. No contiene líneas de diálogo ni otras voces. Es por momentos, un libro de memorias. Tu álter ego es el antihéroe Nicolás, un tartamudo rehabilitado.
–No son memorias, ¡eso es un horror! Yo no escribí sobre mí mismo. Sale de mí pero va hacia afuera. Ahora, repito, escribirlo fue una visita al cementerio: todo eso está muerto, el personaje, los amigos y los amores. Como cuando Foucault dice “yo solamente puedo escribir sobre ruinas, por eso soy un arqueólogo”. Todo mi trabajo de escritura fue de despersonalización. Se llamaba “La caverna” antes de llamarse La dificultad , empezaba en primera persona y era una mierda.
–¿Cuál es el conjunto de afinidades literarias en el que pensás que se inscribe tu novela?
–Como ensayista, creo que no respeto ninguna tradición. Es decir, no soy un erudito como Foucault. Yo inventé. En lo único en que puedo relacionarme con Foucault y Deleuze es que escribo sobre ellos. Por otro lado, me gusta mucho la ópera bufa, el pensamiento y la ópera bufa van juntos. Cuando escribo filosofía la mezclo con ciertos elementos de ficción. En el ensayo siempre hay libros porque uno genera pensamientos propios a través del pensamiento de otros. Pero en La dificultad es todo escritura, cero lecturas. Estaba solo conmigo mismo.
–Nicolás evoca una biblioteca generacional. La novela recuerda el malditismo de Jorge Asís; también tiene de Ernesto Sabato y Cortázar. Pero es un roman à clef, novela en clave con nombres cifrados. Todos esos profesores argentinos instalados en París ...
–Bueno, algo de eso hay. Lo del roman à clef me parece muy bueno. De Los reventados de Asís tal vez tomé la venta de choripanes mientras marchan a Ezeiza. En los 70 vi mucho de esos choripanes, grotesco. No me tragué que estábamos haciendo la revolución. Sabato era mi héroe, más aún lo era Abelardo Castillo. Pero no están Michel Foucault, ni Alain Badiou, ni Juan J. Saer, a quienes conocí fugazmente en París. Me planteé una novela de iniciación a lo Herman Hesse, como Demián . Quise ponerle de subtítulo “Un Bildungsroman ”, novela de formación, pero en la editorial lo bocharon.
–El personaje va aprendiendo y superando obstáculos. Está la tartamudez pero sobre todo el problema de ser hijo de ese padre majestuoso, el Big man, un hombre con todos los atributos.
–La dificultad central la siente Nicolás en la lengua porque no hay cosa más inmediata que la boca. Por la boca nos comunicamos. Y mi lengua estaba pegada al paladar. Eso pone en jaque la relación con las consonantes. Uno duerme con la “t”, con la “p” y con la “m” y cuando toma un colectivo no puede decir “A Pacífico”. No se puede ser feliz y tartamudo a la vez porque no podés hablar con nadie. El tartamudo se desnuda cuando habla, es humillante. La gente habla entre sí, conversa. La tartamudez crea cierta relación con el mundo de los otros y una herida por la cual tenés una dificultad. En mi infancia, sonaba el teléfono y aparecía la dificultad. “Andá a atender”, me decían. ¿¡Cómo, andá a atender!? Yo miraba el teléfono …
–Vos superaste tu tartamudez y diste tu lucha personal dando clases.
–Todo lo padecido por el tartamudo cuando deja la tartamudez no se cura, siempre lo acompaña. La tartamudez es mi hermana. El beneficio de saber que mientras les hablo, tengo un plus sobre ustedes. Estoy disfrutando cada “p” que pronuncio. Mi primera clase en el 84 en la UBA frente al público, con micrófono y demás, diciendo “Aquí vamos a estudiar filosofía” no era sólo el anuncio, era la “f”, mi “f”. Sigo encontrando un enorme placer en hablar.
–Una vez curado, Nicolás lucha con la dificultad mayor, la imposibilidad de medirse con ese padre, ¿no?
–Sí. Mi viejo… Medía 1,90 m, ganó en todos los terrenos; era exitoso, simpático, bello. En la novela hay una adoración total del hijo al padre. Pero Nicolás no quiere estar a su altura, eso es imposible. Cuando hay una majestad con tal investidura, la relación que se tiene no es de competencia. No se compite con la realeza, uno trata de estar en la Corte y ser el preferido. A Nicolás, con haber sido designado como heredero, como paje principal y sucesor, ya se le permitía lo que más deseaba, adorar al Rey Sol de cerca. De no haber sido tartamudo, él habría sido feliz. No había ningún conflicto, salvo esa lengua pegada al paladar. Pero ese era el síntoma de que algo no estaba funcionando bien en ese régimen de paje: la adoración no era gratis, tenía un costo alto.
–Uno de los pasajes más inspirados es la descripción de la fábrica. Se trata de las medias Ciudadela que llevaban tu nombre (Tom). Nicolás se adentra en ella después de una vuelta al mundo donde lo prueba todo, y se gradúa en Filosofía y en fluidez como profesor de tres idiomas. Esa fábrica se enlaza con ensayos tuyos anteriores. ¿Encierra el “país deseado”, un camafeo de la Argentina industrial?
–La fábrica es muchas cosas. Que un diplomado en una universidad como La Sorbona, que estudió con Foucault, Louis Althusser y todo eso, se encuentre sentado en la Avda. Rivadavia al 12.200 en una oficina, aprendiendo que la factura es un talonario rosado y no una medialuna …. Que descubra que en el sistema capitalista se fabrica la plusvalía en forma de soquetes y que ese sea su destino … No sé si es un descenso a los infiernos … Hay que viajar de Tokio a Ciudadela. Trabajar allí fue un pasaje que me enriqueció mucho, me hizo hombre. Un hombre muy práctico, a mí no me vienen con versos.
–Sos autor de La empresa de vivir.
–Sí, y la escribí robándole tiempo a la fábrica. Aprendí el día a día y no el fin del milenio, el fin de siglo, Viena, ese tipo de cosas. Aprendí el “¿cuánto facturaste esta mañana?” Estuve como director de personal con mil obreros en la época de los Montos, los troskos, el Partido Comunista, etc. Y vi el fin de la fábrica con Martínez de Hoz, el menemismo, los despidos, los fantasmas. La Argentina pasó por ahí, mucho más que por una facultad.
–El libro traza la radiografía de esa generación a contrapelo. Lo que se ve, en el regreso a la Argentina en 1972, el reverso de lo que hoy se ve como la juventud militante y maravillosa de los 70; la partición de esa juventud. Nicolás se define como “un fisura sorboniano”.
–Es muy difícil hablar de maravillas en la caverna ... Hay que recordar que Nicolás, antes de su partida, primero tuvo su secundaria porteña en la época del grupo Tacuara. Aprendió lo que es tener el pelo a lo Roberto Arlt, con llaveros y mocasines Guido, medias bordó, para ir a poner esvásticas en las paredes … Va a París en el 68 y allí descubre que los franceses también se ríen. Y que indudablemente un intelectual, un estudioso que estaba fascinado con esa filosofía de Althusser, Foucault y todos ellos, a quienes apenas entendía en un principio, vivía en un ambiente contracultural. Mi generación estuvo educada para combatir a los padres, sacerdotes, policías y militares. Nos enseñaron a quebrar el muro. No es como la generación actual, que está a la intemperie, más en el vacío, cuyos padres son amigos y llevan las mismas zapatillas. El adolescente y el joven tenían que ir en contra. Nicolás deja París, va a Singapur, a Malasia y la India. Vive en Benarés, termina en Tokio, finalmente se enferma, vuelve a Buenos Aires. Y allí descubre que en plaza Francia está el bongó y en Plaza de Mayo, los bombos. Entonces, entre las mostacillas y el bongó, se oyen los gritos de “Viva Perón”, “que vuelva el Viejo”. ¡El Viejo! Era asombroso lo que había cambiado la Argentina en seis años.
–¿Asombroso en qué sentido?
–¡Toda la clase media era peronista! El peronismo dejó de ser obrero para transformarse en cultural. Psicoanalistas, la lacra de este país, arquitectos, profesionales, abogados, gente que iba a la Galería del Este y a restaurantes de la calle Reconquista. Comían pescados carísimos mientras hablaban del Viejo y brindaban con champán. ¡Brindaban por Althusser y Perón! Era todo muy raro. Después estaban Manal, y Spinetta, Charly y Billy Bond; me parecían medio berretas, copia de otra cosa. Sentía que los argentinos estaban como viviendo en el campo.
–¿Respecto de París?
–Era muy campesina la Argentina. ¿Qué era un Monto? Es campesino todo eso, ser montonero, gaucho de facón, y romperle el culo a quien pudieras. La lucha no era con un misil, era todo así, de machos … Muy pueblerino. Al mismo tiempo, todos querían vivir en comuna; la conyugalidad estaba mal: casarse, el matrimonio. Los analistas se cogían a las pacientes. Andaba todo el mundo muy alzado. Había que romperle el culo a alguien; todo el mundo salía a la calle a ver a quién le podía romper el culo. Y yo estaba ahí pero no estaba en condiciones de romperle el culo a nadie. ¡A mí me lo habían roto! Un clima de polvorín. Toda esa Argentina me resultó muy agresiva; en ese momento la gente no tocaba violines acá ... Nicolás viene de Tokio. Allí la gente no hace más que saludarse agachándose, diciendo por favor, gracias, todo el ceremonial. En París, el 68 era un carnaval, una fiesta cultural, mientras la Argentina de los 70 era una guerra. Eso había, olor a guerra. Y eso es la novela, impresiones generacionales desde un lugar que no es el de la juventud maravillosa, ni el de “viva el rock”.
–Vamos a otro tipo de balance. En tu muy recordada cátedra en la UBA comenzaron su camino algunas de las figuras más salientes del kirchnerismo. ¿Cuál te parece que va a ser la marca cultural de este ciclo de 13 años, tan intenso para los intelectuales?
–En 1984, cuando fundo el Colegio de Filosofía para dictar cursos, yo estaba muy aislado en la Argentina. Trabajaba en la fábrica; después iba a mi casa y estudiaba solo. En el momento en que entro en la UBA –antes había dado clases a algunos psicólogos que fueron decanos durante la dictadura–, tengo que salir a buscar gente. Así se formó la cátedra: cada uno hacía lo que quería pero seriamente. Nunca le pregunté a nadie de qué religión era, ni de qué ideología o partido. Sólo qué sabía hacer, qué leía, cuánto tiempo tenía y qué compromiso quería asumir. Así entraron todas las ideologías. Lo importante era ocupar un espacio dentro del campo filosófico de la Argentina porque la facultad estaba tomada por la filosofía analítica y no nos iban a dar lugar con nuestro Foucault y Deleuze. Era mala palabra, se llamaba “Pensamiento francés”. Después estaban las cátedras nacionales y populares, que nos consideraban elitistas. A la nuestra venían Eugenio Zaffaroni, Moreno Ocampo, Fernando Savater, Horacio González, Ricardo Forster, a quien recuerdo muy serio. Y nos matábamos de risa con la política, nos cargábamos entre nosotros. Hoy no se puede, sólo hay devotos. La gente se ofende si ponés en tela de juicio su creencia. Hay incomodidad, las amistades se censuran, se autocensuran. Se eligen los temas. Un bochorno. Cuánto tiempo va a durar esta marca cultural, no tengo idea. De algún modo, esta especie de clima de sospecha y hostilidad, este maquiavelismo y binarismo quizá no se borre pronto porque forman parte de nuestra idiosincrasia.
–¿La advertiste en el 73?
–No, es que en el 73 había una idea de revolución en el mundo. Estaban Vietnam y Cuba, había una idea de que era posible una sociedad comunista y socialista con los medios de producción colectivos en manos del pueblo. Pero eso fue hace cuarenta años. Después vinieron el Gulag, las noticias del genocidio en la Unión Soviética. ¿Qué es lo que quedó de eso? Lo que se llama el relato aplicado a cualquier cosa. Pero hay gente que necesita la oratoria, necesita la retórica y cierto estado de ánimo. Hay gente que si no es fanática de algo, siente que no tiene sentido la vida.
–En el menemismo y el kirchnerismo no fuiste cortejado por la oficialidad pero sí lo fueron tus antiguos colegas.
–Durante el menemismo me invitaron a la Feria del Libro de Jerusalén porque les había gustado un artículo mío. Pero hablé mal del Estado de Israel, de las bombas, etc. Y ya nunca más. Y en 2005 fui invitado a Caracas. Yo había sacado un artículo contra los cogotudos que criticaban al populismo (Aguinis, Sebreli y Cía). Eso le encantó a alguien de Cancillería. Y en Caracas en vez de hacer lo que hacía toda la delegación, que era comer gratis, me encerré en el Hilton durante tres días y me compré los diarios de la oposición. Fui a dar mi charla con todas las estadísticas contra Chávez; luego vinieron a verme funcionarios chavistas a agradecerme que difundiera lo que ellos no podían decir. Ahí acabó mi relación con el oficialismo.
–¿Cómo definirías la transformación del campo cultural en estos años?
–Bueno, se ha vuelto necio o fanático, se ha vuelto poco creativo, enfermo. Yo cada vez pienso más en términos de salud y enfermedad, como en el siglo XIX ... No de izquierda y derecha. A mí no me importa si alguien vota al PRO o es K.; lo que me importa es cómo es K, cómo es PRO, o cómo es católico, o cómo es judío o cómo es ateo. Me interesan las mentes.
–¿Por qué dejaste tus columnas en Perfil?
–El Estado argentino admite que no tiene el monopolio del uso de la fuerza pública. No controla la Policía Federal, no controla la Bonaerense, no controla el ejército de Milani. Los personajes más mencionados de la política argentina no son ni Carlotto, ni Hebe de Bonafini sino que son Stiusso, Milani y Berni. Eso es lo nuevo en Argentina. Se dice que no hay dictadura militar, que no hay peligro de golpe de Estado, que eso es parte de la otra Argentina. Vivimos en democracia hace décadas y los personajes más nombrados son Milani, Berni y Stiusso: un general, el secretario de Seguridad y un espía. ¿Por qué? Porque tienen más poder que la Presidenta y que el Gabinete, y más información que ellos también, y esto es sumamente peligroso. Para todos, no para el gobierno. Para cualquier ciudadano, un fiscal, un abogado, un periodista, que esté en la escena pública. Y por eso la Presidenta cuando hay una muerte como la del fiscal, a las dos horas manda un tuit diciendo que se suicidó, es decir que no tiene la menor idea de lo que pasa. Y a la mañana siguiente dice que fue asesinado. Porque no tiene la menor idea de lo que sucedió. Ella no es culpable de eso, ni es cómplice. Es una ignorante de lo que está pasando bajo su gobierno. Eso en la Argentina no pasaba.

Tomán Abraham básico

Rumania, 1946. Filósofo y ensayista

Formado en las Universidades de Vincennes y La Sorbona, Francia, Abraham estudió con Michel Foucault y Georges Canguilhem, entre otros. Es profesor de filosofía desde 1984, cuando inauguró su cátedra de Introducción a la filosofía en la Facultad de Psicología (UBA). En ese mismo año fundó el Colegio Argentino de Filosofía que luego dirigió, y comenzó a organizar el Seminario de los Jueves, un grupo de estudios que aún continúa como actividad extracurricular. Publicó Historias de la Argentina deseada (1994) , Fricciones (2004) y Shakespeare. El antifilósofo (2014).

Así escribe: El cinturón del karma

Buenos Aires no era Tokio aunque la gente hablara igual. En Buenos Aires los hippies porteños necesitaban dinero. Los que yo frecuentaba no lo tenían. El proyecto era siempre el mismo: vivir en comuna. La idea de compartir era el núcleo de la moral de la época. Era una lucha pertinaz contra el egoísmo. Quien no compartía lo que tenía era condenado mediante sentencia del superyó del flower power por haber sido atrapado en las redes del cinturón kármico. El pan se compartía, nunca faltaba el pan que a algunos se les ocurría que había que hornearlo en casa, en el horno de barro si había, o en la cocina de una casa chorizo vieja de la que salía majestuoso con consistencia de goma elástica para acompañar el arroz integral, la zanahoria, el yin, el yang, la macrobiótica y el fumo paraguayo.
No era hippie ni quería serlo. Me lavé un par de veces el pelo con detergente porque lavárselo con champú era de “straights” , pero el pan casero no me gustaba. En el país de los triples de miga, de los choripanes, de los sándwiches de milanesa, de los panchos, no se jode con la harina. Era un graduado quebrado por dentro y sin laburo. No era un adicto porque no había dejado de estudiar. Mi atención todavía podía ser enfocada en un punto de mira. Si alucinaba, mi afán de conocimiento recortaba el desvarío y lo encajaba en una teoría, ya fuera foucaultiana, deleuzeana, gombrowiciana, psicoanalítica o marxista. Mi bagaje occidental protegía algunas células. En uno de mis viajes había alucinado al Das Kapital de Marx, el modo de producción capitalista se me apareció como un aeropuerto iluminado en una noche oscura. Las luces al ras de la pista se cruzaban y la red a puro brillo componía un crucigrama en el que el materialismo hipnótico palpitaba al compás de mi agitado corazón.